En África, acabar con un déspota no acaba con el despotismo

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Siguiendo la tradición del debate tenue, los intelectualoides han reducido la corrupción sistemática en Sudáfrica y el casi colapso de Zimbabue, respectivamente, a los chanchullos de dos hombres: Jacob Zuma y Robert Mugabe.

Zuma, el presidente de Sudáfrica, actualmente se enfrenta a un posible procesamiento por corrupción, mientras que se ha “retirado” por la fuerza a Robert Mugabe después de 30 años como presidente.

Sin embargo, ahora mismo debería ser de conocimiento común que en África, si remplazas a un déspota, pero no el despotismo, solo expulsas a un tirano y no a la tiranía.

Cómo funciona la cleptocracia

Emblemático de esto es un artículo temáticamente confuso en The Economist, que ofrece una descripción de la dinámica puesta en marcha por la captura del estado de la dinastía Zuma.

Al principio, la revista explica el concepto de “captura del estado” como “actores privados [habiendo] subvertido el estado para robar dinero público”.

Posteriormente, el concepto se perfecciona más candorosamente: “El meollo del argumento de la captura del estado es que Mr. Zuma y sus amigos están poniendo las empresas de propiedad pública y otras instituciones gubernamentales en manos de personas que les están permitiendo saquear fondos públicos.

Es cierto. La corrupción fluye invariablemente del estado a la sociedad.

Y la “captura del estado” es bastante común en toda África, aunque sea “rara en el resto del mundo”, que es todo el “contexto” que concluye la revista.

“Para evitar una dinastía nefasta de dos décadas, el gobernante Congreso Nacional Africano de Sudáfrica debería deshacerse de los Zuma”, concluye la revista.

¿Eso es todo? Ojalá.

La corrupción de Sudáfrica”, cortesía de The Economist, se lanza como una excelente denuncia, pero no proporcionando nada más que un reduccionismo descriptivo.

El contexto continental, por decirlo así, es esencial si se quiere explicar el “Continente Negro”.

Vamos, que la seductora explicación acerca del nuevo jefe del CNA (y el hombre postulado como reemplazo de Zuma), Cyril Ramaphosa, se entiende muy bien: No hay nada nuevo en el juego sin sentido de sillas musicales representado en toda África como un reloj. El Gran Hombre es expulsado o degradado; otro Macho Alfa se abre paso hasta el puesto de su predecesor y afirma su primacía sobre el pueblo y sus propiedades.

Las elecciones en toda África han seguido tradicionalmente un patrón familiar: Movimientos nacionalistas negros radicales como el CNA toman el poder en todas partes y luego las elecciones cesan. “Un hombre, un voto, una vez”, por citar el libro “Into the Cannibal’s Pot: Lessons for America From Post-Apartheid South Africa”. O, si las elecciones sí tienen lugar repetidamente, como en Sudáfrica, están amañadas de alguna manera.

Los peligros de una mayoría permanente

Un requisito para una democracia liberal medio decente es que el estatus de mayoría y minoría sean intercambiables y fluidos y que un partido mayoritario gobernante (el CNA) sea tan probable que se convierta en partido minoritario como la opositora Alianza Democrática (AD). Sin embargo, en Sudáfrica la mayoría y las minorías son políticamente permanentes, no temporales y lo habitual es votar siguiendo líneas raciales.

Así que, mientras el dictador Mugabe se aferraba de por vida al poder, a la gente razonable se la convencía por parte de la prensa digital y de papel de si no hubiera sido por este megalómano, la libertad habría florecido en Zimbabue, como lo ha hecho, por lo que se ve, en Angola, Congo, Congo-Brazzaville, Etiopía, Eritrea, Liberia, Sierra Leona, Somalia, Sudán y el resto de la asolada África Subsahariana.

También se espera que la gente razonable deduzca del análisis permisible que ahora que se ha quitado a Mugabe, su sucesor no se dignará a dirigir a las fuerzas de seguridad del estado a someter a su oposición, como había hecho su predecesor.

El último mesías imperfecto en Zimbabue del gallinero de expertos es Emmerson Mnangagwa. Su raquítico programa político prometerá indudablemente lo que quieren la mayoría de los zimbabuenses, incluyendo una reforma agrícola “justa”. Un eufemismo para la distribución de terrenos al estilo de Mugabe, este concepto es anatema para los derechos de propiedad privada.

¿Entiende Mnangagwa que su país está quebrado y que, al contrario que los poderosos EEUU, Zimbabue no tiene línea de crédito? ¿O que, como decía el gran escritor estadounidense, Henry Hazlitt, “El gobierno no tiene nada que entregar a nadie que no haya tomado antes de otro”? ¿O que quedan muy pocos en Zimbabue de quienes tomar?

Las escaseces y colas, cortesía del comunismo, existen en Zimbabue como existían en la Unión Soviética. Bromas de Hammer & Tickle, un libro de humor negro bajo el gobierno rojo, no están fuera de lugar en Zimbabue: “El problema de las colas se resolverá cuando lleguemos al comunismo total. ¿Cómo? No quedará nadie para hacer cola”.

Contrariamente a las convicciones occidentales, cualquier mejora experimentada después del destronamiento del dictador Mugabe se deberá la renovada inversión en Zimbabue y no al cambio de guardia.

Pues aunque Mnangagwa no resulte ser un dictador en potencia, no hay nada en su programa político que indique que no seguirá robando a Pedro para pagar a Pablo hasta que no quede a nadie a quien robar.

Aparentemente ausente en el repertorio tanto de Mr. Mnangagwa como de Ramaphosa está una comprensión de que solo el estado de derecho y la protección de las libertades civiles, especialmente los derechos de propiedad privada (también para los blancos creadores de riqueza) pueden empezar a reducir la escala mareante de los problemas de ambos países. Sin estos bloques de construcción y baluartes de prosperidad y paz, Zimbabue y Sudáfrica no podrán rehabilitarse.

Incluso cuando los gobiernos han cambiado de manos, los nuevos gobiernos, sean cuales sean las promesas que hayan hecho al llegar, han perdido poco tiempo en adoptar las costumbres de sus predecesores”, observaba el historiador Martin Meredith, en The State of Africa (2005).

En los cuarenta y cuatro países del África Subsahariana, índice de democracia de la propia The Economist lista a veintitrés como autoritarios y trece como híbridos. Solo siete, incluyendo Sudáfrica, tienen elecciones nacionales libres.

Meredith identifica solo dos, Sudáfrica y Botswana, como democracias africanas relativamente bien gestionadas. ¡Y eso era en 2005!

Propuestos por el investigador de la Universidad de Duke, Donald L. Horowitz, los argumentos en contra de la democracia para Sudáfrica en particular tienen un vigor considerable. Muy en armonía con “corrientes importantes en el pensamiento sudafricano”, Horowitz exponía un análisis terriblemente detallado de las opciones constitucionales de Sudáfrica.

En A Democratic South Africa?: Constitutional Engineering in a Divided Society (1991), Horowitz concluía que la democracia es, en general, inusual en África y, en particular, rara en sociedades divididas étnica y racialmente, en las que mayorías y minorías están predeterminadas rígidamente (también la dispensa que cultivan actualmente las cobardes élites estadounidenses).

Sin embargo, Occidente, propenso a ver rostros en las nubes, ve la villanía épica de Mogabe y la confederación de truhanes capturadores del estado de Jacob Zuma como solo un detalle en la historia.

Perdido en el estruendo está el patrón históricamente predecible. Los países caóticos raramente son una anomalía en los anales del África Subsahariana.


El artículo original se encuentra aquí.

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