Las causas de la Revolución de 1776

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[Our Enemy, the State (1935)]

Creo que se dijo en su momento que las causas reales de la revolución colonial de 1776 no se conocerían nunca. Las causas atribuidas por nuestros libros de texto pueden rechazarse por triviales; las diversas opiniones partidistas y propagandistas de esa rebelión y sus orígenes pueden rechazarse por torpes. Puede atribuirse un gran valor evidencial a la larga línea de legislación comercial adversa aprobada por el estado británico de 1651 en adelante, especialmente a aquella porción de ella que fue aplicada después de que el estado mercantilista se estableciera firmemente en Inglaterra como consecuencia de los acontecimientos de 1688. Esta legislación incluye las leyes de navegación, las leyes de comercio, las leyes que regulaban la moneda colonial, la ley de 1752 regulando el proceso de reclutamiento y socorro y los procedimientos que llevaron a la creación del Consejo de Comercio 1696.[1] Todo esto afectaba directamente a los intereses industriales y comerciales en las colonias, aunque en qué medida tal vez sea una pregunta abierta (en todo caso, más allá de cualquier duda, suficiente para provocar un profundo resentimiento).

Sin embargo, por encima de estas, si el lector se ubica en la pasión dominante del momento, apreciará de inmediato la importancia de dos asuntos que, por alguna razón, han escapado a la atención de los historiadores. El primero de estos es el intento del Estado Británico de limitar el ejercicio de los medios políticos con respecto a los valores de terrenos.[2] En 1773 prohibió a los colonos ocupar terrenos al oeste del nacimiento de cualquier río que fluyera hacia la costa atlántica. El límite así establecido iba a excluir prácticamente la mitad de Pennsylvania y la mitad de Virginia y todo lo que estuviera a su oeste. Era grave. Con la manía de la especulación en un estado tan alto, con la conciencia de la oportunidad, real o imaginaria, tan agudizada y generalizada, esta disposición afectaba a todos. Se puede tener una idea de su efecto imaginando la actitud de nuestra gente en general si se hubiera prohibido repentinamente jugar en bolsa al principio del último gran auge de Wall Street hace unos pocos años.

Para entonces los colonos habían empezado a ser ligeramente conscientes de los recursos ilimitados del país que había hacia el oeste: habían aprendido lo suficiente acerca de ellos como para despertar su imaginación y su avaricia hasta su apogeo. Buena parte de la costa se había ocupado, el granjero independiente había sido empujado cada vez más lejos, la población llegaba constantemente, los pueblos marítimos estaban creciendo. Bajo estas condiciones, los “territorios occidentales” se habían convertido en un centro atracción. Los valores de los alquileres dependían de la población, la población estaba condenada a expandirse y la única dirección general en la que podría expandirse era hacia el oeste, donde había un espacio inmenso e incalculablemente rico esperando su ocupación. ¿Qué podía ser más natural que el que los colonos a ansiaran poner sus manos sobre este territorio y explotarlo solo para sí mismos y bajo sus propias condiciones sin riesgo de interferencias arbitrarias del Estado Británico? Esto significaba necesariamente independencia política. No hace falta tener una gran imaginación para ver que nadie sin esas circunstancias habría sentido eso y que el resentimiento colonial contra las limitaciones arbitrarias que imponía el edicto de 1763 sobre los medios políticos debió por tanto haber sido grande.

El estado real de especulación en los terrenos durante el período colonial dará una buena idea de las probabilidades de la defensa. La mayoría se hizo bajo el sistema de compañía: varios aventureros se unían, conseguían una concesión de tierra, la parcelaban y luego la vendían tan rápido como podían. Su objetivo era un beneficio rápido, así que, en general, no consideraban quedarse con el terreno, mucho menos colonizarlo: en resumen, sus aventuras eran puras apuestas sobre valores de terrenos.[3] Entre estas empresas prerrevolucionarias estaba la compañía de Ohio, formado en 1748 con una confesión de medio millón de acres; la Loyal Company, que, como la compañía de Ohio, estaba compuesta por virginianos; la Transylvania, la Vandalia, Scioto, Indiana, Wabash, Illinois, Susquehanna y otras, cuyas posesiones era más pequeñas.[4]

Es interesante observar los nombres de las personas implicadas en estas iniciativas: no se nos puede escapar la importancia de esta conexión a vista de su actitud hacia la revolución y sus posteriores carreras como estatistas y patriotas. Aparte de sus aventuras individuales, el general Washington fue miembro de la compañía de Ohio e instigador importante en la organización de la compañía de Mississippi. También concibió el plan de la compañía de Potomac, que estaba pensada para aumentar el valor de territorios occidentales creando un punto de venta para su producción mediante el canal y los puertos en el río Potomac y de allí a la costa. Esta empresa iba a determinar el establecimiento de la capital nacional en su actual situación inadmisible, pues la terminal propuesta del canal estaba en ese punto. Washington eligió algunos terrenos en la ciudad que lleva su nombre, pero igual que otros primeros especuladores, no ganó mucho con ellos: se evaluaron en aproximadamente 20.000$ cuando murió.

Patrick Henry fue un acaparador empedernido y voraz de territorios más allá de la línea establecida por el Estado Británico; posteriormente estuvo muy implicado en los asuntos de las famosas empresas Yazoo, que operaban en Georgia. Parece haber sido bastante poco escrupuloso. Las posesiones de su empresa en Georgia, que equivalían a más de diez millones de acres, se pagaron con vales de Georgia, que estaban muy depreciados. Henry compró todos los certificados a los que pudo echar mano a diez centavos el dólar y obtuvo un gran beneficio con su aumento de valor cuando Hamilton puso en marcha su medida de hacer que el gobierno central asumiera las deudas que representaban. Indudablemente fue esta muestra de avaricia desbocada lo que le ganó el disfavor de Mr. Jefferson, que dijo, con bastante desdén, que era “insaciable con el dinero”.[5]

La mente ahorradora de Benjamin Franklin acogió cordialmente el proyecto de la compañía de Vandalia y actuó con éxito como promotor de esta en Inglaterra en 1766. Timothy Pickering, que fue secretario de estado con Washington y John Adams, declaraba públicamente en 1796 que “todo lo que tengo se obtuvo con especulaciones en terrenos”. Silas Deane, emisario del Congreso Continental en Francia estuvo implicado en las compañías de Illinois y Wabash, igual que Robert Morris, que gestionaba las finanzas de la revolución y también James Wilson, que se convirtió en juez del Tribunal Supremo y hombre poderoso en las apropiaciones posrevolucionarias de tierras. Wolcott, de Connecticut, y Stiles, presidente de la Universidad de Yale, tenían acciones de la compañía Susquehanna, igual que Peletiah Webster, Ethan Allen y Jonathan Trumbull, el “hermano Jonathan”, cuyo nombre fue durante mucho tiempo un apodo para el estadounidense medio y a veces se sigue usando así. James Duane, el primer alcalde de Nueva York, participó en algunas empresas especulativas bastante importantes y por muy poco dispuesto que uno pueda sentirse a hacerlo público, lo mismo hizo el propio “padre de la revolución”: Samuel Adams.

Una visión de mero sentido común de la situación indicaría que la interferencia del Estado Británico con un libre ejercicio de los medios políticos fue al menos tan importante como incitación a la revolución como su interferencia, mediante las leyes de navegación y las leyes comerciales, con un ejercicio libre de los medios económicos. En la naturaleza de las cosas sería una incitación mayor, tanto porque afectaba a una clase más numerosa de personas como porque la especulación inmobiliaria representaba un dinero mucho más fácil. Aliado con esto está el segundo asunto que me parece importante advertir y que nunca ha sido apropiadamente considerado, hasta donde sé, en los estudios del periodo.

Parecería la cosa más normal del mundo que los colonos percibieran que la independencia no solo daría un acceso más libre a este modo de los medios políticos, pero también abriría el acceso a otros modos que el estatus colonial hacía indisponibles. El estado mercantilista existía en las provincias reales completo en estructura, pero no en función: no daba acceso a todos los modos de explotación económica. Las ventajas de un Estado que debería ser completamente autónomo a este respecto debieron quedar claras para los colonos y debieron motivarles fuertemente hacia el proyecto de establecer uno.

Repito que es meramente una visión de sentido común de las circunstancias lo que lleva a esta conclusión. El estado mercantilista en Inglaterra había emergido triunfante del conflicto y los colonos tuvieron muchas oportunidades de ver lo que podía hacer en la manera de distribuir los diversos medios de explotación económica y su método para hacerlo. Por ejemplo, había ciertas preocupaciones inglesas en el transporte comercial entre Inglaterra y América, por lo que otros ingleses afectados construían barcos. Los americanos podían competir en ambas líneas de negocio. Si lo hacían, las cargas a transportar se regularían de acuerdo con los términos de esta competencia; si no, estarían reguladas por monopolio o, en nuestra expresión histórica, podría establecerse tan alta como soportara el tráfico. Los transportistas y constructores de barcos ingleses hicieron causa común, se acercaron al Estado y pidieron su intervención, cosa que hizo prohibiendo a los colonos enviar bienes en barcos construidos u operados por ingleses. Como las cargas por los fletes son un factor en los precios, el efecto de esta intervención fue permitir a los dueños ingleses de barcos embolsarse la diferencia entre tarifas de monopolio y de competencia; permitirlas, es decir, explotar al consumidor empleando medios políticos.[6] Se realizaron intervenciones similares en los casos de cuchilleros, fabricantes de clavos, sombrereros, fabricantes de acero, etc.

Estas intervenciones adoptaron la forma de una simple prohibición. Otro modo de intervención apareció en los aranceles aduaneros impuestos por el Estado Británico sobre azúcares y melazas extranjeros.[7] Todos sabemos ahora bastante bien que probablemente la razón principal para un arancel es que permite la explotación del consumidor nacional mediante un proceso completamente indistinguible de un auténtico robo.[8] Todas las razones normalmente indicadas son debatibles; esta no, por eso propagandistas y cabilderos nunca la mencionan. Los colonos conocían bien esta razón y la mayor evidencia de que la conocían es que mucho después de que se estableciera la Unión, los empresarios mercantiles e industriales estaban listos y esperando a lanzarse sobre la administración recién formada con una reclamación organizada de un arancel.

Esta claro que por la naturaleza de las cosas las intervenciones del Estado Británico sobre los medios económicos generarían un resentimiento general entre los intereses directamente afectados, tendría otro efecto tan importante, si no más, en hacer que esos intereses vieran favorablemente la idea de la independencia política. Difícilmente habrían ayudado a ver lo positivo, así como lo negativo de que se lograría creando un Estado propio, al que podrían inclinar hacia sus propios fines. No hace falta mucha imaginación para reconstruir la visión que se les aparecía de un estado mercantilista revestido de los poderes completos de intervención y discriminación, un Estado que debería “ayudar a los negocios” en todos los sentidos y que debería estar administrado por personas con intereses reales como los suyos. Es difícil suponer que los colonos en general no fueran lo suficientemente listo como para ver esto o que no fueran lo suficientemente resueltos como para no arriesgarse a llevarlo a cabo cuando fuera el momento oportuno; tal y como fueron las cosas, el momento fue oportuno antes de que estuviera listo.[9] Podemos distinguir una línea distintiva de propósito común uniendo los intereses de los especuladores reales o potenciales en valores inmobiliarios, uniendo a los Hancock, Gore, Otis con los Henry, Lee, Wolcott, Trumbull y llevando directamente al objetivo de la independencia política.

Sin embargo, la conclusión principal hacia la que tienden estas observaciones es que existía una mentalidad general entre los colonos con referencia a la naturaleza y función principal del Estado. Esta mentalidad no era particular de ellos: la compartían con los beneficiarios del estado mercantilista en Inglaterra y los del estado feudal hasta donde puede remontarse la historia. Voltaire, analizando las ruinas del estado feudal, decía que la esencia del Estado es “un dispositivo para tomar dinero de un grupo de bolsillos para ponerlo en otro”. Los beneficiarios del estado feudal tenían precisamente esta opinión y la legaron sin cambios ni modificaciones para los beneficiarios reales y potenciales del estado mercantilista. Los colonos consideraban al Estado principalmente como un instrumento del que uno podría servirse y dañar a otros; esto quiere decir que lo consideraban, ante todo, como la organización de los medios políticos. Nunca se sostuvo ninguna otra visión del estado en la América colonial. Se aportaron romanticismo y poesía al tema de la manera habitual; se propagaron mitos atractivos con las intenciones habituales; pero en definitiva en ningún lugar en la América colonial las relaciones prácticas reales con el Estado estuvieron nunca determinadas por ninguna otra visión.[10]


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Para una explicación muy admirable de estas medidas y sus consecuencias, cf. Beard, op. cit., vol. I, pp. 191-220.

[2] En principio, esto se había hecho antes; por ejemplo, algunas de las primeras concesiones territoriales reales reservaban derechos mineros y forestales a la corona. El Estado Holandés se reservaba los derechos de pieles y cueros. Sin embargo, en realidad estas restricciones no equivalían a gran cosa y no se consideraban un agravio en general, pues estos recursos no se habían explorado mucho.

[3] Hubo unas pocas excepciones, pero no muchas: fue notable caso de las propiedades Wadsworth , al oeste de Nueva York, que se mantuvieron como inversión y alquilaron sobre la base de un arrendamiento. En una de las operaciones de alquiler del general Washington parece que se consideró este método. En 1773 publicó un anuncio en un periódico de Baltimore, indicando que había conseguido una concesión de unos 20.000 acres en los ríos Ohio y Kanawha, que proponía ofrecer a colonos en arrendamiento.

[4] Sakolski, op. cit., cap. I.

[5] Un hecho curioso es que, entre los nombres más eminentes del periodo, casi los únicos desconectados con la apropiación o la manipulación de tierras están los de los dos grandes antagonistas, Thomas Jefferson y Alexander Hamilton. A Mr. Jefferson le disgustaba caballerosamente beneficiarse de cualquier forma de medios políticos: nunca llegó a patentar ninguno de sus muchos útiles inventos. A Hamilton no parece haberle importado nada el dinero. Sus medidas hicieron ricos a muchos, pero nunca buscó nada en ellas para sí mismo. En general, parece haber tenido pocos escrúpulos, aunque en medio del grupo de avaros y granujas en el que se promocionó, se comportó con dignidad. Incluso sus tarifas profesionales como abogado eran absurdamente pequeñas y permaneció bastante pobre toda su vida.

[6] Las exportaciones coloniales de materias primas se procesaban en Inglaterra y reexportaban a las colonias con precios aumentados de esta manera, haciendo así a los medios políticos efectivos sobre los colonos tanto al llegar como al irse.

[7] Beard, op. cit., vol. I., p. 195, cita la observación contemporánea en la Inglaterra del momento, de que setenta y tres miembros del Parlamento que impusieron este arancel tenían intereses a las plantaciones de azúcar de las Indias Occidentales.

[8] Sin embargo, debe observarse que el libre comercio es impracticable mientras el país no tenga libre competencia en el mercado laboral. Las explicaciones de las políticas rivales de libre comercio y protección dejan inevitablemente fuera de consideración esta limitación y quedan por tanto sin valor. Holanda e Inglaterra, consideradas comúnmente como países librecambistas, nunca lo fueron realmente: solo tenían la suficiente libertad de comercio como para ser compatible con sus requisitos económicos especiales. Los librecambistas estadounidenses del último siglo, como Sumner y Godkin, no eran realmente librecambistas: nunca fueron capaces de (ni estuvieron dispuestos a) considerar la cuestión esencial de por qué, si el libre comercio es bueno, las condiciones de trabajo no eran mejores en la Inglaterra librecambista que, por ejemplo, en la Alemania proteccionista, sino que eran de hecho peores. Por supuesto, la respuesta es que Inglaterra no habría desligado terrenos para absorber la mano de obra desplazada o mantener de competencia continua el mercado laboral.

[9] La inmensa cantidad de trabajo que implicaba poner en marcha y mantener la revolución no es exactamente una idea generalizada en la historia estadounidense, pero ha empezado a entenderse bastante bien y los diversos mitos sobre ella han ido explotando con las investigaciones de historiadores desinteresados.

[10] La influencia de esta visión en el auge del nacionalismo y el mantenimiento del espíritu nacional en el mundo moderno, ahora que el estado mercantilista se ha impuesto de forma tan generalizada al estado feudal, puede percibirse de inmediato. No creo que se haya discutido del todo o que se haya examinado completamente el sentimiento de patriotismo en busca de indicios de esta opinión, aunque se podría suponer que un trabajo de ese tipo sería extremadamente útil.

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