[Journal of Libertarian Studies Volumen 15, nº 3 (Verano de 2001), pp. 57-93]
En 1792, Thomas Paine lanzaba una advertencia acerca de la economía del imperio:
El comercio menos rentable es el relacionado con el dominio en el exterior. Solo puede ser beneficioso para unas pocas personas y solo porque es comercio, pero para la nación es una pérdida. El gasto de mantener el dominio absorbe con mucho el beneficio de cualquier comercio.[1]
Mercantilismo y laissez faire
Por desgracia, las ideas liberales clásicas nunca prevalecieron en ningún lugar, ni tampoco en Inglaterra y Estados Unidos. Los grupos conscientes de interés, de exportadores y fabricantes a misioneros y militares, utilizaron el poder del estado nacional tan a menudo como les fue posible para servir a objetivos que incluían la gloria, el poder, la tierra y los atractivos de los mercados extranjeros juzgados esenciales para la prosperidad nacional. En la práctica, esto significaba generalmente la prosperidad de aquellos que realizaban el juicio, aunque invocaran la prosperidad de la nación.
Aunque los radicales en la coalición revolucionaria americana estuvieran brevemente en auge (los Artículos de la Confederación fueron después de todo el programa radical), una coalición de clase alta de mercaderes del norte y dueños de plantaciones del sur, proclamando en alta voz una “crisis” que existía principalmente en sus bolsillos, impuso enseguida una nueva constitución y un estado central enormemente fortalecido. Desde la concepción de este nuevo estado en 1789, la alta burguesía desarrolló activamente una forma estadounidense de mercantilismo simbolizada por la cláusula de comercio de la Constitución, un mercantilismo que adoptaba aranceles, un banco nacional y otras intervenciones económicas. Su programa (aunque no reducible a las supervivencias feudales que Joseph Schumpeter consideraba las fuentes del imperialismo)[2] era una continuación consciente de la perspectiva mercantilista británica. En particular, James Madison ideó la justificación del estado imperial americano autoconsciente reafirmando el axioma expansionista básico del mercantilismo. Incluso Thomas Jefferson, con sus inclinaciones fisiócratas de laissez faire se convirtió en algo semejante a un mercantilista cuando estuvo en el poder.[3]
A pesar de este estatismo al temprano, la “revolución” de Jackson produjo un avance importante para el libre comercio (todavía mayor que el del movimiento de Jefferson) incluyendo la destrucción del segundo Banco de los Estados Unidos y las sentencias del juez principal Taney eliminando muchas formas de concesiones de monopolio. El jacksonismo fue, en palabras de Richard Hoftadter, “una fase en la expansión de un capitalismo liberado”.[4] Pero incluso en una época de relativo liberalismo muchos intereses definían el laissez faire como “ayuda sin responsabilidades”. Así que las subvenciones se realizaban incluso en nombre del laissez faire.[5]
Los jacksonitas radicales, como los seguidores de Cobden en Gran Bretaña, fueron incapaces de eliminar todos los privilegios existentes. El liberalismo de la época se vio todavía más dañado por la esclavitud (una violación importante de la teoría de los derechos naturales) y por la guerra imperialista con México, que fue poco más que una apropiación de tierras bajo la justificación del “destino manifiesto”.[6]
La decadencia (forzada) del laissez faire
El conflicto seccional sobre el control del área tomada a México fue un factor clave en el inicio de la subsiguiente Guerra de Secesión. Este periodo, de 1861 a 1865, llevó a un mastodóntico resurgimiento del estatismo hamiltoniano.
Primero, al negar a los estados el derecho de secesión, Lincoln transformó completamente la unión federal, lo que suponía un golpe mortal para una descentralización real y abolía el último control en el sistema de controles y contrapesos.[7]
Segundo, el excesivo “poder de guerra” ejecutivo de Lincoln (completamente inventado) abrió el camino al cesarismo presidencial del siglo XX. Igualmente, su servicio militar obligatorio estableció un precedente para la militarización de Estados Unidos en tiempos de guerra y luego en tiempos de paz. Naturalmente, lo sufrieron las libertades civiles.[8]
Con respecto a la economía política, la centralización en tiempo de guerra fue igualmente dañina. Con el sur librecambista fuera de la unión, la administración republicana de Lincoln consiguió aprobar una “ley bancaria nacional, un impuesto de la renta sin precedentes y diversos impuestos especiales”, aproximándose a un “impuesto universal a las ventas”.[9] El arancel, cuya rebaja habían forzado los anuladores del sur en 1830, aumentó en casi un 50%, con las tasas de posguerra aumentando constantemente. Los greenbacks de tiempo de guerra establecen un precedente para una inflación futura. Finalmente, el sometimiento de la Confederación y su reintegración en la unión bajo las condiciones del Norte hizo del Sur una especie de colonia interna permanente de la metrópolis nororiental, igual que los negros seguían siendo una subcolonia dentro de la región.[10]
Aparte de la protección de los fabricantes estadounidenses, tal vez la subvención más flagrante en tiempo de guerra y de posguerra fueron los fondos “lent and land” otorgados a los ferrocarriles por el gobierno federal para animar el crecimiento de este sector. Entre 1862 y 1872, los ferrocarriles recibieron del Congreso unos 100 millones de acres de tierra. Igualmente, la legislación federal les aseguraba grandes cantidades de terrenos “públicos” en el Sur (que podrían haber ido a manos de esclavos liberados o blancos pobres), cayendo en manos de madereros yanquis y otros intereses.[11]
Esa era el famoso pero parcialmente mítico laissez faire que el historiador William Appleman Williams, con una divertida falta de ironía, ve encarnado en el programa inflacionista-proteccionista de una rama de los republicanos radicales.[12] En realidad, la Edad Dorada fue testigo de una “gran barbacoa”, por usar la expresión de Vernon Louis Parrington, basada en estatismo rampante de los años de guerra, cuyos participantes se defendían con retórica spenceriana mientras robaban con ambas manos.[13] La carne para esta barbacoa la suministraban, no solo el gobierno federal, sino también los gobiernos locales mediante franquicias, monopolios, etc.
Las raíces del siglo XIX del Imperio Americano
La regulación de los ferrocarriles, la reforma monetaria y la búsqueda de mercados en ultramar (especialmente para excedentes agrícolas) estuvieron entre los principales asuntos políticos estadounidenses de 1865 a 1896. Los agricultores del sur y el oeste buscaban la regulación (y en último término, la rama radical buscaba la nacionalización) de los ferrocarriles para asegurar su funcionamiento “equitativo”. Otro objetivo agrario fue la acuñación de plata a gran escala para invertir la desmonetización del 1873-74 y proporcionar dinero “más barato” para estimular el comercio con países con el patrón esterlino.[14] Sobre todo, muchos granjeros buscaban nuevos mercados para sus cosechas. La deflación de 1873-79 les dio razones adicionales para fijarse en el exterior.[15]
Según William Appleman Williams, una “bonanza de exportaciones” en 1877-81, producida por desastres naturales que afectaron a la agricultura europea, subrayaba las posibilidades que daban los mercados ultramarinos para la prosperidad estadounidense. El fin de la bonanza, cuando los granjeros europeos se recuperaron, solo reforzó la creciente convicción de que mayores mercados exportadores para los granjeros estadounidenses era al tiempo algo deseable y necesario. Fracasando al principio en conseguir la ayuda del gobierno para abrir esos mercados, los intereses agrarios ejercieron una presión sustancial a favor de la expansión.[16]
Con el pánico de 1893 y la consiguiente crisis económica, muchos intereses industriales metropolitanos llegaron a la conclusión de que los mercados exteriores eran esenciales para su prosperidad.[17] El punto de inflexión se produjo cuando los republicanos metropolitanos, liderados por el gobernador de Ohio, William McKinley, presentaron un programa atractivo tanto para los intereses industriales como los agrícolas. Esto preparó el escenario para la aparición de McKinley como líder de una coalición expansionista.
Diversos intereses y sectores afirmaban que el problema era el “exceso de producción”; McKinley y sus colegas generalizaron esta tesis para la economía en su conjunto. Su programa combinado de proteccionismo y tratados de reciprocidad para abrir mercados extranjeros resultó atractivo y contribuyó a la victoria republicana de 1896. Según Williams: “Al explicar [el Pánico] como una consecuencia de teorías y políticas monetarias peligrosas y anticuadas, [los estadounidenses] llegaron a aceptarlas en términos de sobreproducción y falta de mercados”.[18]
El consenso expansionista, del que las políticas de McKinley fueron su expresión madura, llevaba desarrollándose mucho tiempo. Basado en una necesidad sentida de dominar los mercados mundiales, las nuevas políticas indicaban una concepción esencialmente imperial del papel de Estados Unidos en el mundo. Esta concepción se vio reforzada por una interpretación “fronterizo-expansionista” de la historia expresada por Frederick Jackson Turner y Brooks Adams, que consideraban que la frontera era el origen del republicanismo, el individualismo y la prosperidad estadounidenses.[19]
Con el cierre de la frontera continental, había que encontrar una “nueva frontera” en Estados Unidos para seguir siendo libres y prósperos. Adams y sus socios, incluyendo Theodore Roosevelt, llegó a visualizar un imperio ultramarino como frontera sustitutiva para Estados Unidos.[20] A Latinoamérica, el área de influencia tradicional estadounidense, se añadirían los mercados de Asia (sobre todo, China) y el mundo. Así que los transportistas reclamaban subvenciones y una marina en el “agua azul” (el océano Pacífico).
Dado el objetivo de abrir mercados, los políticos de EEUU buscaron crear condiciones políticas favorables para el comercio y la inversión en todo país considerado un mercado potencial. Diversas tácticas, que iban de los tratados recíprocos a la intervención armada, fueron empleadas para eliminar las barreras de otros países al comercio de EEUU.[21] Esta estrategia imperial no colonial, que se basaba en el poder preponderante de Estados Unidos para lograr la “supremacía sobre toda la región”, era notablemente similar al “imperialismo librecambista” de Gran Bretaña, como aprecian Gallagher y Robinson.[22] Como librecambismo, por supuesto, era algo espurio.
La revuelta cubana contra España dio a McKinley la posibilidad (y la oportunidad) de ir a una guerra para iniciar el programa imperial.[23]Además de proteger las inversiones y mercados estadounidenses en Cuba, la administración quería pacificar la isla para concentrarse en la oportunidad mayor de penetrar en los mercados asiáticos. La coincidencia de problema y oportunidad llevó a la guerra en 1898. EEUU no solo estabilizó Cuba como posesión informal, sino que también obtuvo un enclave en Asia, al arrebatar las islas Filipinas a España.
La reticencia de “nuestros hermanitos marrones” a aceptar el protectorado estadounidense produjo nuestro primer Vietnam, la insurrección filipina, a cuya represión se opusieron antiimperialistas como Edward Atkinson, magnate textil y liberal de laissez faire.[24]
Al reivindicar el derecho de los estadounidenses a comerciar como competidores iguales en toda China en las Notas de Puertas Abiertas de 1899 y 1900, Estados Unidos trataba de impedir o invertir la división de China (y el mundo) em esferas exclusivas de comercio con otras potencias imperiales menos sofisticadas.[25] Cuando las potencias rivales se apostaron junto a los imperios y cuando aparecieron movimientos nacionalistas y nacional-comunistas en países subdesarrollados, el imperialismo de Puertas Abiertas implicó a Estados Unidos en cada vez más intervenciones en grandes guerras. Así que la aplicación del derecho enunciado de las empresas estadounidenses para comerciar en todas partes se convirtió en la estrategia clave y el tema constante de la política exterior de EEUU en el siglo XX.
El fascismo gentil: Puertas cerradas en casa
El desarrollo de los acontecimientos resumido anteriormente no fue un resultado natural ni inevitable de una sociedad de mercado. Más bien se ajusta al patrón de “capitalismo monopolista dependiente de la exportación” que analizaron Joseph Schumpeter, Ludwig von Mises y E.M. Winslow.[26] En pocas palabras, los aranceles de EEUU elevaron los precios estadounidenses muy por encima de los niveles del mercado mundial. Para que los fabricantes estadounidenses alcanzaran economías disponibles de escala, tenían que producir muchos más productos de los que podían venderse en EEUU. Sin embargo, como estos fabricantes estaban protegidos por el arancel, vendían sus productos a precios más altos de los aceptables en los mercados mundiales. En resumen, tenían excedentes sin vender. Esto a su vez llevaba a esos mismos fabricantes que estaban “protegidos” por el arancel a acusar a los mercados extranjeros por sus excedentes sin vender.
Antes de seguir esta línea de análisis, merecen examinarse otras tendencias artificiales hacia el monopolio. Gabriel Kolko ha demostrado que, a pesar del estatismo de finales del siglo XIX, la economía de EEUU se caracterizaba por una fuerte competencia al empezar el siglo XX. En el “movimiento fusionador” de 1897-1901, las grandes empresas fracasaron en su intento por obtener la hegemonía sobre la economía. Derrotadas por el mercado, los reformadores de las grandes empresas recurrieron al “capitalismo político”.[27] Sector tras sector, estos “liberales corporativos” buscaban legislación federal para bloquear legislación populista en los estados y “racionalizar”, es decir, cartelizar sus sectores de la economía. La regulación de un sector normalmente tenía como pioneras sus empresas más importantes, que así controlaban la correspondiente oficina regulatoria, en perjuicio de competencia y público. Así, “los grandes empaquetadores de carne grandes partidarios de la regulación, especialmente cuando afectaba principalmente a sus innumerables pequeños competidores” y por tanto apoyaron la Ley de Inspección de Carne de 1906. Igualmente, los grandes bancos “gestionaban su propia regulación, bajo la tutela del gobierno federal” a través del Sistema de la Reserva Federal.[28]
El Movimiento Progresista fue la principal manifestación política de esta primera fase del estatismo corporativo. Al mismo tiempo que la reforma progresista, los estadounidenses empezaron a verse como miembros de bloques de fabricantes, no como consumidores y, en 1918, algún tipo de sindicalismo (o corporativismo) se había convertido en la perspectiva dominante. La NFC, un grupo político progresista corporativo, desempeñó un papel esencial en esta transformación intelectual. La NFC impulsaba la cooperación con sindicatos no socialistas, estaba a favor de una legislación social y se oponía a los “anarquistas” empresariales que se tomaban en serio la competencia. Igualmente, doctores de formación alemana que admiraban el “socialismo monárquico” bismarckiano contribuyeron al triunfo de la ideología liberal-corporativa.[29]
No es muy sorprendente, dada la unidad interna de la “estabilización” en el interior y el exterior, que muchos liberales corporativos fueran expansionistas y viceversa. Como escribía J.W. Burgess en 1915:
Los chauvinistas y los reformadores sociales se han unido y han formado un partido político, que amenaza con llegar al gobierno y usarlo para su programa de paternalismo cesarista, un peligro que ahora parece haberse evitado solo porque los demás partidos han adoptado su programa con un grado y formas algo más suaves.[30]
La combinación de bienestarismo paternalista y diplomacia de las cañoneras simbolizada por Teddy Roosevelt proporciona un paralelismo revelador con el “imperialismo social” británico.[31] Fue igualmente importante para la tendencia a largo plazo, el “colectivismo bélico” de 1917-18, cuando grandes empresas, sindicatos y gobierno fijaban alegremente precios y cuota para toda la economía mediante el Consejo de Industrias de Guerra. En años posteriores, muchos liberales corporativos reclamaron un Consejo de Industrias de Paz para planificar la economía siguiendo líneas corporativistas.[32]
El supuestamente último radical del laissez faire, Herbert Hoover, fue uno de los grandes arquitectos del corporativismo en tiempo de paz. Como secretario de comercio en la década de 1920, estimuló las asociaciones comerciales (los incipientes cárteles) y los sindicatos. Como presidente, fue pionero en la mayoría de las medidas del “New Deal” asumidas por FDR, medidas que tuvieron el efecto inesperado de prolongar la Gran Depresión (ella misma un resultado de la política monetaria federal).[33]
En las elecciones de 1932, importantes progresistas de la gran empresa trasladaron su apoyo a Franklin Roosevelt cuando Hoover rechazó adoptar una forma completamente fascista de corporativismo. Por el contrario, los impulsores del New Deal impulsaron la National Recovery Act (NRA), que aprobaba abiertamente y legalizaba la cartelización, y la Agricultural Adjustment Act, que cartelizaba el sector granjero.[34] La Ley Wagner de 1935 integraba a los sindicatos en el incipiente sistema corporativo.[35] Aunque el Tribunal Supremo anuló la abiertamente fascista NRA, los impulsores del New Deal apretaron los grilletes del estatismo corporativo de la sociedad estadounidense imponiendo “reformas” cartelizadoras menos sistemáticas, sector a sector, mediante cuotas y “cárteles virtuales”.[36]
Pero las panaceas del New Deal no curaron los males de la economía de EEUU. El desempleo fue en realidad peor bajo la segunda administración del New Deal que cuando sus impulsores llegaron a sus cargos en 1933. La ayuda del gobierno a los exportadores parecía ser un remedio prometedor.
Había precedentes para esta línea de ataque. Ya bajo Woodrow Wilson,
El dinero de los impuestos recaudado de ciudadanos individuales llegó a usarse para proporcionar a las grandes empresas privadas préstamos y otras subvenciones para su expansión en el exterior, para crear el poder para proteger esas actividades e incluso para crear fondos de reserva con los que garantizar efectivo frente a pérdidas.[37]
El presidente Wilson apoyó la Ley Webb–Pomerene de 1918, “permitiendo cárteles en el comercio exportador”.[38] Sorprende poco que después de 1937, cuando el fracaso de sus remedios para la depresión quedó dolorosamente claro, los impulsores del New Deal dirigieran su fiable instinto hacia la expansión exterior como solución a sus problemas. A finales de la década de 1930, esto significaba enfrentarse a otros estados expansionistas. Según Williams, la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial derivó de “una decisión en 1938 de eliminar la penetración económica del Eje en el hemisferio” occidental.[39]
Murray Rothbard pregunta:
¿En qué medida fue el impulso estadounidense hacia la guerra contra Alemania el resultado de la ira y el conflicto sobre el hecho de que, en el mundo del nacionalismo económico y monetario de la década de 1930, los alemanes, bajo la dirección del Dr. Hjalmar Schact, encontraron por sí mismos el camino correcto, totalmente fuera del control angloamericano o de los límites de lo que quedaba de las queridas puertas abiertas estadounidenses?[40]
El secretario de estado de EEUU, Cordell Hull, creía que Alemania “estaba estirando todos los tendones para perjudicar las relaciones comerciales de Estados Unidos con Latinoamérica”. Los acuerdos alemanes de trueque de gobierno a gobierno con los estados balcánicos sobre materias primas en bruto eludían los intentos británicos de controlar esos mercados mediante medios monetarios y solo una considerable presión de EEUU impidió un acuerdo similar entre Alemania y Brasil. Al final, como señalaba el secretario Hull, cuando llegó la guerra el “reparto político siguió el reparto económico”.[41]
Posteriormente, cuando la Segunda Guerra Mundial se transformó en Guerra Fría, la “defensa del mundo libre contra el comunismo” se convirtió en el lema más potente que ocultaba las actividades imperiales de EEUU y justificaba la intervención de puertas abiertas en todas partes. Se superponía a la realidad, porque el triunfo del nacionalismo revolucionario, normalmente bajo liderazgo comunista, podía en realidad excluir a las empresas estadounidenses en ciertos mercados. El estado de guarnición permanente creado después de la Segunda Guerra Mundial proporcionó aún más subvenciones a grandes empresas favorecidas a través de contratos de defensa e investigación, mientras que los nuevos productos desarrollados con fondos de investigación y desarrollo militar proporcionaban un escaparate para el capital sin amenazar la estructura cartelizada de la economía.[42]
Finalmente, la ayuda exterior se desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial principalmente como subvención a los exportadores de EEUU, con los contribuyentes estadounidenses proporcionando préstamos a países que eran obligados a gastar el dinero en bienes estadounidenses. Así, a pesar de la antipatía oficial estadounidense hacia socialismo, Estados Unidos se convirtió en “el principal estado comerciante del mundo. (…) Los programas oficiales de subvención a las exportaciones agrícolas estadounidenses supusieron 3.000 millones de dólares anuales en 1957 y 1967, con sumas cercanas a esa cantidad en los años intermedios”.[43] Todo esto mientras el estado estadounidense se mantenía en guardia para restringir la entrada de bienes extranjeros que pudieran dañar a los fabricantes nacionales.
El imperialismo: ¿La etapa superior del estatismo?
Los avances neomercantilistas En lo que en un momento fue en buena parte una economía de laissez faire estimularon los cárteles y los precios por encima del mercado libre. Se lanzó el grito de “sobreproducción” para justificar una política exportadora agresiva en el extranjero. Pero la tesis sobreproductora estaba en realidad racionalizando un error empresarial, un argumento ad hoc para la concesión de un privilegio o una explicación sincera, pero errónea de las tendencias reales en sectores y mercados concretos (no una “sobreproducción” general) que tenían alguna relación con intervenciones estatales previas.[44] Esta tendencias eran el producto del proteccionismo, las subvenciones y la reforma regulatoria cartelizadora.
Francis B. Thurber, presidente de la United States Export Association, explicaba así la razón esencial para un imperio informal de puertas abiertas en 1899: “Debemos tener un lugar para echar nuestros excedentes, que, en caso contrario, deprimirían los precios y nos obligarían a cerrar nuestras fábricas (…) y a convertir nuestros beneficios en pérdidas”.[45] El liberal inglés John A. Hobson respondía así a las preguntas esenciales (¿quiénes somos “nosotros”? y ¿de quién son los beneficios?):
La raíz primaria del imperialismo es el deseo de los fuertes intereses industriales y financieros organizados por conseguir y desarrollar a costa del publico y por fuerza pública obligar mercados privados para los bienes y capitales excedentes. Guerra, militarismo y una “política exterior vigorosa” son los medios necesarios para este fin.[46]
Por desgracia, Hobson y sus seguidores (el más famoso, Charles Austin Beard) tratban de explicar esos “excedentes” sobre la base de una teoría de la “sobreproducción/infraconsumo”. Comentando la teoría similar de Keynes, E.M. Winslow escribía que Keynes debería haberse concentrado en “barreras tan obvias para la inversión como los monopolios y aranceles”, en lugar de preocuparse por el “infraconsumo”.[47] Los excedentes en determinados mercado o sectores y la disminución de las oportunidades de inversión en el interior no pueden ponerse junto a la demanda agregadas u otras cosificaciones keynesianas, sino que deben remontarse (en la medida en que existan) a monopolismo estatal en el interior. El propio Hobson, explicando los orígenes del monopolio, exponía el papel central del estado, citando aranceles, patentes, franquicias, licencias y subvenciones al ferrocarril como ejemplos principales.[48] Si hubiera mantenido el análisis crítico del monopolio podría haber llegado a un análisis cuasischumpeteriano o incluso austriaco; por el contrario, trató a los grandes agregados como codeterminantes. Así, Hobson entendía correctamente el imperialismo como un intento por parte de una alianza depredadora de estado y empresas para absorber nuevos mercados, pero no consiguió explicar el problema económico subyacente (si había alguno) al que se enfrentaban estos actores.
Joseph Schumpeter, a partir de las tesis aportadas por el escritor austromarxista Rudolf Hilferding, analizaba el fenómeno del “monopolismo de la exportación” y argumentaba su carácter atávico precapitalista. Detrás de los muros arancelarios de una nación, la cartelización se produce rápidamente. Los aranceles hacen posibles precios interiores que estarían muy por encima de los de un mercado libre. Al mismo tiempo, los aranceles crean saturaciones artificiales, ya que las cantidades totales fabricadas no podrían venderse a los precios protegidos. Aun así, para apreciar los menores costes unitarios tienen que producirse las cantidades totales. Como decía Andrew Carnegie: “La condición de la fabricación barata es trabajar con todo”. Al dilema resultante (“sobreproducción” concreta y sectorial en relación con lo que podría venderse en el mercado interior a precios favorecidos por los aranceles) se respondía vendiendo o haciendo “dumping” sobre el exceso de producto en el exterior “a un precio inferior, a veces (…) por debajo del coste”.[49]
En opinión de Schumpeter, cuando existen “cárteles impidiendo con éxito la fundación de nuevas empresas”, la inversión extranjera es absolutamente necesaria. Una vez se enfrentan monopolistas ansiosos por exportar de distintos estados “la idea de la fuerza militar se sugiere por sí misma”, tanto “para echar abajo las barreras aduaneras extranjeras” como para “conseguir el control sobre los mercados en los que hasta entonces se tenía que competir con el enemigo”. El imperio resultante, formal o informal, explota a las naciones haciendo que sus miembros paguen los costes del imperio además de los precios más altos en el interior. Aun así, una empresa que no pueda sobrevivir en ausencia de imperio se “expandiría más allá de los límites justificables económicamente” y debería permitírsele quebrar. No hay nada inevitable en el imperialismo, ya que, en realidad, “el auge de trusts y cárteles (…) nunca puede explicarse por el automatismo del sistema competitivo”. Todo el síndrome deriva de la interferencia estatal.[50]
Podemos estar de acuerdo en que el monopolismo exportador y el imperialismo son realmente un fenómeno parcialmente precapitalista: están íntimamente relacionados con instituciones e ideas asociadas con el feudalismo y el mercantilismo, por ejemplo, aranceles, expropiaciones, patentes, impuestos a la propiedad (una renta feudal singular) y, para ser sinceros, el propio aparato estatal. Pero argumentar, como parece hacer Schumpeter, que las políticas neomercantilistas e imperialistas asumida bajo las condiciones del capitalismo moderno son esencialmente precapitalistas o anticapitalistas es sustituir con el capitalismo histórico un ideal de libre mercado (al que todos podríamos aspirar). Si todas esas medidas fueran literalmente atavismos precapitalistas, sería difícil entender cómo, en palabras de Murray Greene,
El capitalismo estadounidense, que se desarrolló sin impedimentos con el poder monárquico, y el capitalismo alemán, donde el elemento monárquico era un factor, estuvieron caracterizados ambos por fuertes tendencias hacia el proteccionismo y el monopolismo.[51]
Así que Schumpeter debilitó y oscureció su análisis tanto con un uso ahistórico de conceptos como con una anglofilia poco razonable.
Mises explica así el monopolismo en las exportaciones:
Si el sector afectado exporta parte de sus productos, es en una situación especial. No es libre de aumentar los precios de los productos exportados. Pero el proteccionismo proporciona otra salida. Los productores nacionales forman un cártel, cobran precios de monopolio en el mercado nacional y compensan así las pérdidas incurridas en vender en el exterior con precios bajos con una parte del beneficio monopolista. Esto fue así especialmente en el caso de Alemania. (…) Su muy admirado y glorificado sistema de Arbeiterschutz [protección al trabajador], seguro social y negociación colectiva solo podía funcionar porque las industrias alemanas, resguardadas por una protección total, creaban cárteles y vendían en el mercado mundial mucho más barato que en el interior. (…) El cártel y el monopolio eran los complementos necesarios del intervencionismo alemán.[52]
Mises generaliza luego su análisis a más naciones:
El que el gobierno y los parlamentos favorecen los monopolios se evidencia claramente por sus acciones con respecto a los planes monopolistas internacionales. Si los aranceles proteccionistas general la formación de cárteles nacionales en diversos países, la cartelización internacional puede lograrse en muchos casos con acuerdos mutuos entre los cárteles nacionales. Esos acuerdos aprovechan a menudo muy bien otras actividades promonopolísticas de los gobiernos, las patentes y otros privilegios concedidos a nuevas invenciones. Sin embargo, donde los obstáculos técnicos impiden la construcción de cárteles nacionales (como pasa casi siempre con la producción agrícola) no pueden alcanzarse esos acuerdos internacionales. Entonces los gobiernos vuelven a interferir. La historia del periodo de entreguerras es una historia llena de intervenciones estatales para estimular las restricciones y el monopolio mediante convenciones internacionales. Hubo planes de restricciones de trigo, caucho, hojalata y azúcar y muchos más. Por supuesto, la mayoría se vinieron abajo rápidamente. Pero este fracaso fue más bien un resultado de la ineficiencia pública que de la preferencia pública por empresas competitivas.[53]
Sobre las relaciones entre cárteles en el sector exportador por un lado y aranceles por el otro, el economista inglés Lionel Robbins tenía esto que decir:
En todo caso, si se nos ofrece elegir entre un mundo parcelado en áreas nacionales de venta por acuerdos internacionales de cartelización sin aranceles y un mundo dividido en mercados nacionales por alta protección, es probable que prefiramos lo primero. Ya hemos visto que no se ofrece la alternativa. En la vida real, si no en los discursos de los delegados de las conferencias económicas mundiales, los cárteles dependen de los aranceles. Aun así, si se ofreciera la alternativa, los cárteles la preferirían siempre. ¿Pero por qué? No porque haya ninguna diferencia analítica importante entre un mercado protegido por aduanas y un mercado protegido por acuerdos. Sin sencillamente porque, en ausencia de aranceles, podríamos estar bastante seguros de que los acuerdos de cuotas de venta se desmoronarían. Los aranceles tienden a permanecer. Los monopolios tienden a desmoronarse. Antes o después, los productores de bajo coste encontrarían intolerable la situación y el trabajo del mundo se dividiría más racionalmente.[54]
Los aranceles, en otras palabras, eran aplicables por la fuerza por los estados, como leyes. Si no estuvieran respaldados por la fuerza, los cárteles tendrían una vida tranquila solo durante un periodo corto de tiempo. Se reclaman más intervenciones. De esto se sigue, por tanto, que solo los estados más poderosos podrían sostener esas políticas. Como veremos, el estado más poderoso en el sistema mundial podría incluso crear un nuevo marco para un “capitalismo” imperial estatal, que pondría poco énfasis relativo en los aranceles. Pero esto es adelantarnos en la historia.
En un sentido práctico, las recientes intervenciones estatales en EEUU no han sido incompatibles con el “capitalismo”, entendido simplemente como una economía basada en la producción para el beneficio, mecanismo de precios, trabajo libre y contabilidad racional. De hecho, algunas características del estatismo pueden ser vestigios precapitalistas, pero otras son nuevas y, por tanto, “postcapitalistas”, en relación con el capitalismo del siglo XIX de EEUU.[55]
Antes de considerar los motivos últimos y fuentes del imperio, debemos tratar una vez más el tema del monopolio. Tal vez la mayor parte de la literatura sobre este tema (tanto liberal como marxista) se basa en el supuesto no demostrado de una tendencia inherente hacia el monopolio endógeno en la economía de mercado. Hay muchísimas razones para rechazar esta idea. Schumpeter escribía que “el capitalismo lleva a una producción a gran escala, pero, con pocas excepciones, la producción a gran escala no lleva al tipo de concentración ilimitada dejaría solo una o unas pocas empresas en cada sector”. El auge de los cárteles era “un fenómeno bastante distinto de la tendencia a la producción a gran escala con la que se confunde a menudo”.[56] Mises comentaba: “El importante lugar que ocupan los cárteles en nuestro tiempo es un resultado de las políticas intervencionistas adoptadas por los gobiernos de todos los países”.[57] Murray Rothbard ha argumentado con vigor que un monopolio (en ningún sentido sensato) no puede aparecer en un mercado libre y que es más compatible con la lógica económica definir al monopolio como una concesión exclusiva por el estado a una persona empresa o grupo empresarial, reservando la producción de cierto bien, directa o indirectamente. Añade que toda la regulación pública desanima la innovación, produce ineficiencia y promueve cárteles. Rothbard incluye aranceles, cuotas, licencias, patentes, expropiaciones, franquicias, leyes de inmigración y códigos de seguridad en esta acusación.[58]
Hemos visto que la aprobación fragmentada de legislación cartelizadora produjo, en su momento, un corporativismo estadounidense, no obstante, un “corporativismo pluralista” en relación con el de naciones tan corporativistas como Suecia, Holanda o Austria. Por ejemplo, ahora se entiende generalizadamente que la Interstate Commerce Commission (ICC) estimulara la cartelización.[59] Los motivos de los actores parecen razonablemente transparentes. La ICC como tal ha desaparecido, pero su obra pervive.
Jane Jacobs escribe que “El conflicto económico principal (…) se produce entre personas cuyos intereses ya se encuentran en actividades económicas bien establecidas y aquellos cuyos intereses se encuentran en la aparición de nuevas actividades económicas”. Los intereses creados, señala, “deben ganar”, porque “los gobiernos van a derivar su poder” de ellos. El resultado es el “estancamiento” económico en beneficio de los poderosos.[60] Schumpeter observaba de forma similar que “dicho en términos de interpretación económica de la historia”, el imperialismo deriva “de las relaciones de producción pasadas en lugar de las presentes”. También F.A. Hayek escribe que “Más que cualquier otra cosa, el orden del mercado se ha visto distorsionado por los intentos de proteger a grupos frente a un declive de su antigua posición”. Y Oskar Lange, paladín del socialismo de mercado, lo explicaba de esta manera: “en el capitalismo actual, el mantenimiento del valor de la inversión particular se ha convertido en realidad en la preocupación principal. Consecuentemente, el intervencionismo y el restriccionismo son las políticas económicas dominantes”. Resulta interesante que Lange añade en una nota al pie que: “La protección de los privilegios de monopolio y de las inversiones particulares es asimismo una causa esencial de las rivalidades imperialistas de las grandes potencias”.[61]
E.M. Winslow, un exhaustivo estudioso del imperialismo, escribía que negocios y mano de obra buscan privilegios monopolísticos en parte para protegerse frente a los riesgos de los ciclos económicos recurrentes. Al entender la relación entre depresión económica y expansión del crédito de una forma casi austriaca, Winslow recomendaba “control social de los aspectos monetarios del proceso económico” como solución. Indudablemente, los beneficios para el estatismo permitieron en la depresión de 1929 mostrar que un deseo de estabilidad podría explicar parte de la deriva hacia el corporativismo. Incluso aquí el estado asume la responsabilidad principal, ya que la expansión del crédito patrocinada por el estado está en el centro del ciclo económico. Paradójicamente, una banca real de laissez faire y sin reserva fraccionaria proporcionaría el “control social” que Winslow creía que era necesario.[62]
Aún así, los remedios contra las depresiones solo suponían una parte de las medidas intervencionistas. En 1943, Robert A. Brady escribía que un movimiento hacia el neomercantilismo, iniciado con el arancel de Bismarck en 1879, había sido la deriva principal en las naciones industrializadas. En todos los países, el cabildeo por parte de las asociaciones comerciales y los grupos de presión había producido “un sistema generalizado de ayuda estatal” que adoptaba la protección contra la competencia extranjera, contra la competencia doméstica y contra la posibilidad de convertirse en extramarginal, es decir, la quiebra (estando así protegidos mediante el uso de fondos del contribuyente para rescatar empresas quebradas y financiar obras públicas y armamentos). El final de este camino era el corporativismo, qua ya había llegado en Italia, Alemania y Japón. Estados Unidos había recorrido buena parte de ese mismo camino. [63]
Brady tenía razón, pues los mercantilistas modernos estadounidenses usan aranceles (disfrazados hoy en día hasta el grado de que apenas existen), cuotas, subvenciones y “reformas” regulatorias para estimular la “estabilidad” y reducir el “desperdicio” (es decir, reducir la competencia y las pérdidas de las empresas dentro del círculo favorecido). Oskar Lange observa que:
Con el intervencionismo y el restriccionismo, el mejor empresario es el que sabe mejor cómo influir a su favor en las decisiones de los órganos del estado (con respecto a aranceles, subvenciones u órdenes del gobierno, cuotas ventajosas de importación, etc.). (…) Los que antes se consideraba un trato especial del sector de las municiones se convierte en la regla general en el capitalismo intervencionista.[64]
Hay quien ha argumentado que, bajo ese estatismo corporativo centralizado, la innovación y la fundación de nuevas empresas pueden verse tan desanimadas que, como dice Jacobs, “no haya ningún lugar para exportar la embarazosa suferfluidad del capital, salvo al exterior”.[65] La estructura de la economía limita la inversión interior, promoviendo así una exportación agresiva de capital. Simultáneamente, los precios de monopolio estimulan los “excedentes” artificiales de bienes concretos. Al convertirse la economía estadounidense en sistemáticamente corporativista, una sensación de crisis y estancamiento, así como un deseo de racionalizar y perfeccionar más el sistema, reforzaban las manos de quienes querían universalizar la nueva economía política mediante un imperio mundial.
El imperialismo de EEUU: Historia y teoría
Ludwig von Mises y Murray Rothbard daban mucha importancia al carácter acumulativo del proceso estatista. El fracaso de una intervención económica normalmente hace que aparezcan nuevas medidas para “reparar” los resultados de la intervención inicial. A lo largo del tiempo, cada vez más hombres influyentes en el gobierno y los negocios empezaron a ver la consecución de mercados extranjeros como la mejor solución.[66]
El economista de libre mercado Wilhelm Röpke respondía así a esas ideas de expansionismo fronterizo:
La idea de que el capitalismo solo es posible mientras su esfera geográfica de influencia pueda expandirse regularmente es completamente infundada. El factor decisivo para el éxito del capitalismo no es el número de kilómetros cuadrados que cubre, sino la cantidad de poder adquisitivo, que asimismo está determinado por la cantidad de producción y por un intercambio fluido de los bienes producidos sobre una base de división del trabajo.[67]
Esa explicación del problema no encontró un amplio favor entre los actores históricos en la política y los negocios que construyeron el imperio americano. Por el contrario, vendieron el imperialismo, bajo nombre equívocos, como un programa con “espíritu público” para resolver los problemas que eran supuestamente endógenos para la economía de mercado. Una vez el programa de corporativismo interior y el imperio de las puertas abiertas en el exterior llegó al nivel de una visión o ideología del mundo, se convirtió en tan omnipresente como pasar inadvertido para muchos comentaristas. Hizo falta el genio de William Appleman Williams para entender el imperialismo de las puertas abiertas tanto como un intento de resolver problemas económicos percibidos como como una ideología completa.
Rothbard, otro gran estudioso del imperialismo de EEUU, consideraba que se había desarrollado la teoría leninista del imperialismo:
No por Lenin, sino por los defensores del imperialismo, centrados en torno a los amigos e ideólogos de Theodore Roosevelt orientados por Morgan, como Henry Adams, Brooks Adams, el almirante Alfred T. Mahan y el senador por Massachusetts, Henry Cabot Lodge.[68]
Al socializar los costes de encontrar, abrir y asegurar mercados extranjeros mediante una política exterior activa, el gobierno de EEUU garantizaría la prosperidad, fletaría todos los barcos y (casualmente) beneficiaría personalmente a algunos de los defensores de la llamada “gran política”. Por ejemplo, Rothbard también explica cómo ciertos defensores de la banca centralizada se beneficiaron personalmente al imponer el sistema del “dólar-oro” de EEUU en su única colonia formal, Filipinas, expulsando el patrón plata existente y que funcionaba bien, con el que los filipinos se encontraban bastante contentos.[69]
Este uso temprano de la unidad monetaria como herramienta de control imperial y beneficio corporativo fuera del mercado fue un anticipo de fases posteriores del proyecto global de la élite de EEUU. En la crisis de la Gran Depresión, todas las grandes potencias abandonaron el patrón semi-oro de entreguerras a favor de dinero fiduciario, adoptando simultáneamente el programa keynesiano de manipulación monetaria. Como señalaba Rothbard, los líderes estadounidenses se enfurecieron por el éxito de Alemania en eludir el control estadounidense y británico de los mecanismos monetarios mundiales mediante acuerdos de intercambio entre estados con los países balcánicos, lo que puso a Estados Unidos y Alemania en el camino hacia la guerra.[70]
Con la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, planificadores del gobierno y las empresas desarrollaron la lógica del dominio estadounidense del mundo y empezaron a planificar sus detalles. Vieron, como escribe Williams, que:
Un sistema keynesiano no tenía que confinarse literalmente a una nación, sino que, cuando se extendía, tenía que hacerse como un sistema. (…) Pues, por su propia base en los diversos controles para estabilizar el ciclo económico, la aproximación keynesiana no puede, por definición, ni siquiera intentarse fuera de los límites de esa autoridad central.[71]
La derrota completa de sus enemigos dejó a los líderes de EEUU en lo más alto de su poder, listos para implantar sus objetivos político-económicos mediante la presión, la fuerza militar y la manipulación keynesiana, hecha posible por el control estadounidense del patrón (papel) monetario internacional. Solo se interponía la Rusia soviética. El resultado, por supuesto, fue el no edificante triunfo del estatismo dentro de EEUU, unido al imperialismo estadounidense en el mundo exterior (la Guerra Fría), que acabó con el colapso soviético y la proclamación de los líderes de EEUU de más misiones mundiales que requerían su continuo dominio global. Un aspecto importante, aunque olvidado, del sistema de alianzas de la Guerra Fría era la manera en que permitía a EEUU “contener”, no solo a la Rusia soviética y a China, sino, de igual importancia, a dos importantes competidores económicos, Alemania y Japón.[72]
La Segunda Guerra Mundial resolvió el debate entre, por un lado, los defensores del imperio de puertas abiertas con altos aranceles y, por el otro, los defensores del imperio con un comercio dirigido.[73] Esta evolución no se corresponde con la tesis de Hilferding-Schumpeter con respecto al “monopolismo exportador”. Esa tesis puede haber tenido una cierta plausibilidad en su momento, pero para periodos posteriores requeriría una modificación considerable o incluso su abandono. Una de las pocas ideas que perviven de los escritos de Lenin, Hilferding y Bujarin es su énfasis en la centralidad de banqueros y financieros en el proceso imperial.[74] Esta fue una evolución relativamente nueva en su momento, pero el ensayo de Rothbard sobre la creación del Sistema de la Reserva Federal sugiere la importancia crucial de este “puesto de mando” concreto del estado y el poder imperial. En todo caso, un imperio basado en altos aranceles sigue siendo un imperio, incluso con aranceles más bajos o disfrazados hasta que, o salvo que, los actores históricos se retiren completamente del negocio imperial.
Hans-Hermann Hoppe ha demostrado que fueron los estados “liberales” (la Gran Bretaña del siglo XIX y los EEUU del siglo XX) los que alcanzaron el dominio global. Sus políticas internas originales llevaron a una productividad económica sin comparación, a partir de la cual los actores estatales podían obtener, incluso con tasas moderadas de impuestos, ingresos más allá de la capacidad de sus rivales menos liberales económicamente. Eso les permitía crear fuerzas militares superiores con las que construir sus imperios, aunque sus instituciones nacionales se anquilosaran y sus tipos fiscales aumentaran lentamente. Ambas potencias acabaron basando sus proyectos imperiales en el poder militar y el control monetario. La persistente relación en el siglo XIX entre el oro y la libra esterlina británica establecía un límite sobre lo que Gran Bretaña podría gastar para extender su control político en el exterior. El liderazgo de EEUU en el siglo XX, al haber instituido un sistema fiduciario puro de papel moneda (algo que Hilferding nunca imaginó posible) daba todavía más libertad de acción. Es, en palabras de Hoppe, “un falsificador autónomo de último recurso para todo el sistema bancario internacional”.
Hoppe argumenta, además:
El ciclo típico del tercer mundo de opresión de gobierno despiadado, movimientos revolucionarios, guerra civil, supresión renovada y dependencia económica prolongada y pobreza masiva está causado y mantenido en un grado considerable por el sistema monetario internacional dominado por EEUU.[75]
El crecimiento paralelo de la intervención interior (o corporativismo) y la intervención exterior (interior) muestra una unidad lógica. El estado nacional es el que está en medio. Muy a menudo, las mismas personas en el gobierno y los negocios están implicadas en ambas formas de intervención. Finalmente, hay una continuidad ideológica, a la que podemos llamar “corporativismo liberal”, “liberalismo de grupos de interés” o “sindicalismo corporativo”.
La pregunta de si existe una correspondencia biunívoca, sector a sector, entre los dos tipos de intervención que se base en alguna “necesidad económica” real o sentida, como algunos autores aquí citados parecen mantener, es más problemática. ¿Una cartelización nacional que aumente precios lleva habitualmente a una “sobreproducción” sectorial y por tanto a demandas de mercados exteriores? Esto solo puede contestarse mediante una investigación empírica detallada, pero un ejemplo examinado por Forrest McDonald resulta muy apropiado. Este señala que los programas granjeros del New Deal cartelizaron la producción de algodón mediante las restricciones del espacio de cultivo y los pagos paritarios, estableciendo el precio interior muy por encima de los niveles del mercado mundial. A continuación, los intermediarios internacionales estadounidenses del algodón reclamaron, y obtuvieron, subvenciones para hacer competitivas sus exportaciones. En la época de Kennedy, los productores textiles estadounidenses se quejaban de que, como tenían que pagar los precios internos soportados del algodón, no podían competir con los fabricantes textiles japoneses, que podrían comprar algodón al precio del mercado mundial. Kennedy solicitó y recibió del Congreso una autorización especial para ajustar los aranceles textiles para resolver este problema; también impuso cuotas. Finalmente, en lugar de derogar estas intervenciones existentes y sus contrapartidas en otros sectores (y por otras razones), Nixon devaluó el dólar, haciendo las exportaciones más baratas y las importaciones más caras. Poco después (al ser incierto su futuro), EEUU experimentó una “escasez” de algodón y la administración impuso restricciones de exportación sobre este para aumentar la oferta doméstica.[76]
De este ejemplo se deducen tres ideas. Primero, en la época de Kennedy, bajo los llamados aranceles y cuotas “librecambistas” de EEUU (aunque s los tiposfueran bajo) estos seguían siendo útiles para ocuparse de los resultados de la cartelización doméstica. En la década de 1980, los aranceles puede que ya no hayan estimulado de forma significativa la creación de cárteles. En su lugar, el poder presidencial discrecional sobre el comercio extranjero podía usarse para tratar de gestionar los problemas resultantes de la creación de cárteles por medio de otros mecanismos políticos. El patrón que describía Schumpeter ya no valía, pero el corporativismo y el imperio seguían existiendo. Segundo, el ejemplo ilustra una dinámica interna en la que una intervención reclama otra, y luego otra más, incluso hasta una intervención de algún tipo en el extranjero.[77] La ley económica no se deroga impunemente. Tercero, el control del sistema monetario mundial retribuye a quien lo posee.
Howard J. Wiarda cree que fue precisamente durante la Guerra Fría cuando el “corporativismo acechante” de EEUU se convirtió en “corporativismo galopante”. Cree que Eisenhower fue un líder corporativista moderado consciente, bajo cuyo liderazgo empezaron las coaliciones empresariales para, en la práctica, mezclarse con las burocracias que supuestamente las regulaban. Señala que el proceso acelerado bajo Lyndon Johnson, perdió impulsó bajo el “neoliberal” Reagan (aunque aquí Wiarda sin duda se equivoca) y mostró señales de recuperación, con nuevos grupos de interés, con Bill Clinton.[78]
Esto sugiere que el imperio, creado en 1898 para “resolver” problemas económicos domésticos percibidos, en las últimas décadas del siglo XX se había convertido en un importante baluarte de la cartelización y el cooperativismo nacionales. Esto casi invierte el orden causal que algunos habían propuesto como explicación para periodos anteriores, pero en todo caso deja el estado expandido de EEUU en el centro del escenario. Esto sugiere que no podemos plantear ninguna teoría de etapas que se sucedan unas a otras en un orden invariable.[79] El imperio (al basarse en un poder militar y financiero abrumador, encarnado en grandes burocracias y grandes empresas aliadas) acaba convirtiéndose en su propia causa, por decirlo así, y se impone a sus antiguos fundadores y aliados. Girando hacia sí mismo, dependiendo de cambios de humor, el estado imperial trata a sus antiguos “ciudadanos” de forma muy parecida a la que trata a sus clientes, lacayos y enemigos extranjeros[80] al tiempo que retiene su poder para mantener a raya estos últimos.
No trataré de demostrar aquí que las políticas imperiales son destructivas para la mayoría de los miembros de la sociedad y que tal vez sean en último término contraproductivas incluso para aquellos que las asumen. Tampoco trataré de determinar si la riqueza, el poder, la ideología o la ambición de fama son los motivos más importantes para los actores imperiales. En resumen, imaginaré que se aplica alguna combinación de estos motivos. Algunos líderes buscan dinero, otros “dejar un legado”. El que muchos busquen un imperio demuestra que desean al menos algunos de los beneficios del imperio: es su preferencia demostrada.
Robert Zevin sugiere que los objetivos económicos de intereses particulares, un celo reformista presente en EEUU desde la Era Progresista y el interés institucional de las burocracias estatales, especialmente el ejército, todos juntos, proporcionan un rango suficiente de explicaciones para el devenir del Imperio Americano. Esto supone un paralelismo exacto de la división del poder de John A. Hall en económico, ideológico y político-militar. Dada la vacuidad de la noción de “poder económico” que aparece habitualmente la literatura de las ciencias sociales, podría ser mejor pensar en estas categorías como áreas de disputa y fuentes de motivación de los actores.[81] Lo más importante sigue vigente.
Conclusión
Por tanto, el imperio es el estado con mayúsculas, el estado in extenso. El imperialismo es el resultado de una interacción entre el aparato permanente del estado y las personas o grupos de interés inclinados a explotar las sociedades productivas. La tendencia en los círculos económicos neoclásicos a priorizar los estados como solo un tipo distinto de “empresa” ha producido unas pocas ideas, pero al precio de cegarnos ante el hecho real del poder del estado. Lo que se necesita es un análisis del poder estatal como una fuerza autónoma en la historia, una noción hacia la cual se dirigía Hilferding en su último e inacabado ensayo.[82] Puede ensayarse una lógica de la expansión política, basada en los incentivos presentes y los objetivos mantenidos por actores políticos, como ha argumentado últimamente Guido Hülsmann. Los factores militares y fiscales serán importantes en un análisis así.[83]
Wilhelm Röpke indicaba que el imperio no tenía nada en común con el “capitalismo”, entendido como un sistema de mercados libres:
Por tanto, es frecuentemente posible demostrar que en casos individuales los factores “económicos” desempeñan un papel en una política exterior agresiva, cuando grupos privados de presión saben cómo hacer uso de su gobierno nacional para sus propios fines o los verdaderos intereses económicos de la nación en su conjunto se retratan de manera falsa. Sin embargo, se ha demostrado una y otra vez lo poco que hacen estos ejemplos por demostrar que el sistema económico prevaleciente, necesariamente y por razón de su estructura intrínseca, genera una política exterior agresiva. Es verdad que en esos casos la cadena de causa y efecto contiene eslabones económicos, pero acaba finalmente en el campo en el que, contrariamente a las interpretaciones materialistas de la historia, tienen lugar todas las decisiones: el campo de la política, el poder, la ideología, la psicología, la sociología y el emocionalismo.[84]
Así, aunque tanto los austro-libertarios como los marxistas han trabajado para esclarecer las evidencias empíricas de la relación entre el gobierno, las fuerzas económicas y el imperio americano, al final del análisis el austro-libertario necesariamente se separa del marxista.[85] Como deja claro Röpke:
Debe rechazarse completamente la idea de que el sistema económico que se basa en la función reguladora del mercado y la separación de la soberanía política de la actividad económica es el que lleva necesariamente las naciones a la guerra.[86]
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[1] Thomas Paine, “The Rights of Man”, en Selected Writings of Thomas Paine, ed. R.E. Roberts (Nueva York: Everybody’s Vacation Publishing Company, 1945), p. 328.
[2] Joseph Schumpeter, Imperialism, Social Classes: Two Essays (Nueva York: Meridian Books, 1955), pp. 65, 91-97.
[3] Sobre la “crisis” sentida, ver Charles A. y Mary R. Beard, The Rise of American Civilization (Nueva York: Macmillan, 1930), pp. 302-307. Para una vision tranquila del periodo, ver Merrill Jensen, The Articles of Confederation (Madison: University of Wisconsin Press, 1959). Sobre los padres fundadores, ver William Appleman Williams, “The Age of Mercantilism: 1740–1828”, en The Contours of American History (Nueva York: New Viewpoints, 1973), esp. pp. 150-162 y 185-192.
[4] Richard Hofstadter, The American Political Tradition (Nueva York: Vintage Books, 1948), pp. 56/67.
[5] Ver Williams, The Contours of American History, p. 212.
[6] Sobre el liberalismo del siglo XIX y en ambos lados del Atlántico, ver Robert Kelley, The Transatlantic Persuasion: The Liberal–Democratic Mind in the Age of Gladstone (Nueva York: Alfred A. Knopf, 1969) y Murray N. Rothbard, “Left and Right: The Prospects for Liberty”, en Egalitarianism as a Revolt Against Nature and Other Essays (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 2000), pp. 21-53.
[7] Ver David Gordon, ed., Secession, State, and Liberty (New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers, 1998) para una explicación de la teoría e historia de la secesión, de las opiniones de Lincoln sobre la materia antes de convertirse en presidente y asuntos relacionados.
[8] Arthur A. Ekirch, Jr., The Decline of American Liberalism (Nueva York: Atheneum, 1969), pp. 116-131.
[9] Ekirch, The Decline of American Liberalism, p. 129.
[10] B.B. Kendrick, “The Colonial Status of the South”, en The Pursuit of Southern History: Presidential Addresses of the Southern Historical Association, 1935-1963, ed. George B. Tindall (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1964), pp. 90-105 y C. Vann Woodward, “The Colonial Economy,” en A History of the South, vol. 9, Origins of the New South (Baton Rouge: Louisiana State University Press, 1951), pp. 291-320.
[11] Ekirch, The Decline of American Liberalism, pp. 153-154 y Paul Wallace Gates, “Federal Land Policy in -the South, 1866-1888”, Journal of Southern History 6, nº 3 (Agosto de 1940), pp. 303-330.
[12] Williams, The Contours of American History, pp. 300-301.
[13] Ekirch, The Decline of American Liberalism, Cap. 10, pp. 147-170. Para una crítica individualista radical del spencerismo, ver James J. Martin, Men Against the State: The Expositors of Individualist Anarchism in America, 1827-1908 (Colorado Springs, Colo.: Ralph Myles, 1970), pp. 239-241.
[14] William Appleman Williams, The Roots of the Modern American Empire (Nueva York: Random House, 1969), pp. 132-404. Para una explicación de los complejos asuntos monetarios, ver Irwin Unger, The Greenback Era (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1964). En la p. 127, Unger señala “una conexión bastante vaga entre principios proteccionistas y moneda débil”. Para faccionalismo y objetivos político-económicos concretos dentro de la coalición republicana, ver Howard K. Beale, “The Tariff and Reconstruction”, American Historical Review 35, nº 2 (Enero de 1930), pp. 276-294 y Stanely Coben, “Northeastern Business and Radical Reconstruction”, Mississippi Valley Historical Review 46, nº 1 (Junio de 1959), pp. 67-90. Hasta ahora no hay ningún análisis austriaco a escala completa de este periodo.
[15] Para un relato del Pánico de 1893, ver Robert C. Higgs, Crisis and Leviathan: Critical Episodes in the Growth of American Government (Nueva York: Oxford University Press, 1987), pp. 77-105.
[16] Williams, The Roots of the Modern American Empire, pp. 206-231.
[17] Williams, The Contours of American History, pp. 363-364.
[18] William Appleman Williams, “The Acquitting Judge”, en For A New America: Essays in History and Politics from STUDIES ON THE LEFT, 1959–1967, eds. David W. Eakins y James Weinstein (Nueva York: Random House, 1970), p. 44.
[19] Ver Brooks Adams, America’s Economic Supremacy (Nueva York: Harper & Brothers, 1947) y Frederick Jackson Turner, The Frontier in American History (Nueva York: Henry Holt, 1920), una compilación de ensayos publicados de 1893 a 1918. Sobre el papel de Adams y Turner en formular el trasfondo intelectual del imperialismo de EEUU, ver Walter LaFeber, The New Empire (Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 1963), pp. 63-72 y 80- 95. Sobre Turner, ver también Lee Benson, Turner and Beard: American Historical Writing Reconsidered (Nueva York: The Free Press, 1960); Lloyd E. Ambrosius, “Turner’s Frontier Thesis and the Modern American Empire: A Review Essay”, Civil War History 17, nº 4 (Diciembre de 1971), pp. 332-339 y Wilbur R. Jacobs, “National Frontiers, Great World Frontiers, and the Shadow of Frederick Jackson Turner”, International History Review 7, nº 2 (Mayo de 1985), pp. 261-270.
[20] Williams, The Contours of American History, pp. 364-365 y LaFeber, The New Empire, pp. 62-101. Ver también Thomas J. McCormick, China Market: America’s Quest for Informal Empire, 1893-1901 (Chicago: Quadrangle, 1967); Lloyd C. Gardner, A Different Frontier: Selected Readings in the Foundations of American Economic Expansion (Chicago: Quadrangle, 1966) y William L. Lander, “A Critique of Imperialism”, en American Imperialism in 1898, ed. Theodore P. Green (Boston: D.C. Heath, 1955), pp. 13-20, esp. 15-17.
[21] Ver Gabriel Kolko, The Roots of American Foreign Policy: An Analysis of Power and Purpose (Boston: Beacon Press, 1969) y Murray N. Rothbard, Wall Street, Banks, and American Foreign Policy (Burlingame, Calif.: Center for Libertarian Studies, 1995).
[22] John Gallagher y Ronald Robinson, “The Imperialism of Free Trade”, Economic History Review, 2ª ser., 6, nº 1 (1953), pp. 1-15, frase citada en p. 3. Para una réplica destacando la diferencia entre “imperialismo librecambista” y librecambismo real, ver Oliver MacDonagh, “The AntiImperialism of Free Trade”, Economic History Review, 2ª ser., 14, nº 3 (1962), pp. 489-501.
[23] Para más sobre el imperialismo y la Guerra Hispano-Estadounidense, ver Joseph Stromberg, “The Spanish–American War as a Trial Run, or Empire as its Own Justification”, en The Costs of War, 2ª ed., ed. John V. Denson (New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers, 1999), pp. 169-202.
[24] Sobre el movimiento antiimperialista, ver Wiliam F. Marina, “Opponents of Empire” (tesis doctoral, Universidad de Denver, 1968) y Robert L. Beisner, Twelve Against Empire: The Anti-Imperialists, 1898-1900 (Nueva York: MacGraw-Hill, 1968).
[25] Sobre la guerra, las Puertas Abiertas y el imperio informal, ver William Appleman Williams, The Tragedy of American Diplomacy (Nueva York: Dell Publishing, 1972), pp. 18-57. Para más información sobre la Guerra, ver Williams, The Roots of Modern American Empire, pp. 408-428.
[26] Schumpeter, Imperialism, Social Classes: Two Essays, pp. 79-80; Ludwig von Mises, “Autarky and its Consequences”, en Money, Method, and the Market Process, ed. Richard M. Ebeling (Norwell, Mass.: Kluwer Academic Publishers, 1990), pp. 137-154 y E.M. Winslow, The Pattern of Imperialism: A Study in the Theories of Power (Nueva York: Columbia University Press, 1948).
[27] Gabriel Kolko, The Triumph of Conservatism (Chicago: Quadrangle, 1967), p. 3. Para una explicación empírica del fracaso del movimiento fusionador, ver Arthur Stone Dewing, The Financial Policy of Corporations (Nueva York: Ronald Press, 1934), pp. 738-775. Dewing ve dos oleadas de fusiones a finales del siglo XIX: 1888-1893 y 1897-1903. Los años que faltan se corresponden con el Pánico de 1893 y la consiguiente depresión.
[28] Kolko, The Triumph of Conservatism, pp. 107 y 251.
[29] James Weinstein, The Corporate Ideal in the Liberal State, 1900-1918 (Boston: Beacon Press, 1968). Sobre la influencia intelectual alemana, ver G. William Domhoff, The Higher Circles (Nueva York: Vintage Books, 1971), pp. 158-159. Para más sobre el corporativismo liberal, ver los ensayos de William Appleman Williams, Martin J. Sklar, James Weinstein y Ronald Radosh en For A New America, pp. 37-193 y Ronald Radosh y Murray N. Rothbard, ed., A New History of Leviathan: Essays on the Rise of the American Corporate State (Nueva York: Dutton, 1972).
[30] John W. Burgess, The Reconciliation of Government and Liberty (Nueva York: Charles Scribner’s Sons, 1915), p. 380.
[31] En Inglaterra, ver Bernard Semmel, Imperialism and Social Reform (Garden City: Doubleday, 1968); cf. en Estados Unidos, Ekirch, “The Progressives as Nationalists”, The Decline of American Liberalism, cap. 11, pp. 171-194.
[32] Ver el ensayo pionero de Murray N. Rothbard, “War Collectivism in World War I”, en New History of Leviathan, pp. 66-110. También Weinstein, “War as Fulfillment”, en Corporate Ideal, cap. 8, pp. 214-254 y Ferdinand Lundberg, America’s Sixty Families (Nueva York: Halcyon House, 1939), pp. 133-148.
[33] Ver Murray N. Rothbard, “The Hoover Myth”, en For A New America, pp. 162-179; también Murray N. Rothbard, “Herbert Hoover and the Myth of Laissez Faire”, en A New History of Leviathan, pp. 111-145. Sobre las causas monetarias de la Gran Depresión, ver Murray N. Rothbard, America’s Great Depression (Los Ángeles: Nash Publishing, 1972), esp. pp. 16-21. Sobre un tratamiento casi austriaco de un periodista de la vieja derecha, ver John T. Flynn, Country Squire in the White House (Nueva York: Doubleday, Doran, 1940), pp. 47-53; ver también Garet Garrett, A Bubble That Broke The World (Boston: Little, Brown, 1932).
[34] Rothbard, “The Hoover Myth”, pp. 176-179. Sobre el carácter reaccionario y fascista de la NRA, ver Flynn, Country Squire in the White House, pp. 73-86.
[35] Williams, The Contours of American History, p. 445. Sobre el apoyo empresarial a la negociación colectiva, ver Domhoff, The Higher Circles, pp. 218-249.
[36] Sobre la idea de cárteles virtuales, ver Murray N. Rothbard, Power and Market (Menlo Park, Calif.: Institute for Humane Studies, 1970), p. 31.
[37] Williams, The Tragedy of American Diplomacy, p. 76.
[38] Martin J. Sklar, “Woodrow Wilson and the Political Economy of Modern United States Liberalism”, en For A New America, p. 80.
[39] Williams, The Contours of American History, pp. 449, 452-462.
[40] Murray N. Rothbard, “The New Deal and the International Monetary System”, en Watershed of Empire: Essays on New Deal Foreign Policy, ed. James J. Martin (Colorado Springs, Colo.: Ralph Myles, 1976), pp. 43-47, cita de p. 43.
[41] Cordell Hull, Memoirs (Nueva York: Macmillan, 1948), vol. 1, p. 81. Para más sobre este tema importante, ver Lloyd C. Gardner, Economic Aspects of New Deal Diplomacy (Madison: University of Wisconsin Press, 1964), esp. pp. 85-108.
[42] Ver Charles E. Nathanson, “The Militarization of the American Economy”, en Corporations and the Cold War, ed. David Horowitz (Nueva York: Monthly Review Press, 1969), pp. 205-235.
[43] Kolko, The Roots of American Foreign Policy, p. 68.
[44] Sobre la sobreproducción como racionalización, ver Ludwig von Mises, Planning for Freedom (South Holland, Ind.: Libertarian Press, 1962), pp. 64-67.
[45] Citado en Williams, The Roots of the Modern American Empire, p. 439.
[46] John A. Hobson, Imperialism: A Study (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1965), p. 106, cursivas añadidas. Cf. con sus comentarios sobre el imperialismo estadounidense en The Evolution of Modern Capitalism (Londres: George Allen and Unwin, 1926), pp. 262-263.
[47] Winslow, The Pattern of Imperialism, p. 109. Para una refutación de la sobreproducción y el infraconsumo, ver Rothbard, America’s Great Depression, pp. 55-58.
[48] Hobson, The Evolution of Modern Capitalism, pp. 192-201.
[49] Citado en Williams, The Contours of American History, pp. 326-327.
[50] Schumpeter, Imperialism, pp. 79-90. Ver también Rudolf Hilferding, Finance Capital: A Study of the Latest Phase of Capitalist Development (Londres: Routledge & Kegan Paul, 1981), pp. 288-336; Ludwig von Mises, Human Action (Chicago: Henry Regnery Company, 1966), pp. 365-368 y Ludwig von Mises, Omnipotent Government (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1944), pp. 66-72.
[51] Murray Greene, “Schumpeter’s Imperialism: a Critical Note”, en The New Imperialism, ed. Harrison M. Wright (Boston: D.C. Heath, 1961), p. 64. Cf. con los comentarios de F.A. Hayek sobre la Alemania imperial y los Estados Unidos en The Road to Serfdom (Chicago: University of Chicago Press, 1965), p. 46.
[52] Mises, “Autarky and its Consequences”, p. 147. Para más sobre el patron imperial alemán, ver Mises, Omnipotent Government, pp. 74-78, esp. p. 77, donde concluye que [Lo que obtuvo el trabajador con la legislación laboral y los salarios sindicados se veía absorbido por los precios más altos. Los líderes del gobierno y de los sindicatos alardeaban del aparente éxito de sus políticas: los trabajadores recibían salarios monetarios mayores. Pero los salarios reales no aumentaron más que la productividad marginal del trabajo”.
[53] Mises, “Autarky and its Consequences”, p. 148.
[54] Lionel Robbins, Economic Planning and International Order (Londres: Macmillan, 1937), p. 116.
[55] Esta definición mínima del capitalismo se basa en criterios weberianos; cf. Max Weber, From Max Weber: Essays in Sociology, ed. y trad. Hans H. Gerth y C. Wright Mills (Nueva York: Oxford University Press, 1958), pp. 67-68. Mises, en Human Action, p. 718, comenta que “El sistema del intervencionismo (…) sigue siendo una economía de mercado”. Para el término “postcapitalista”, ver Peter F. Drucker, Post-Capitalist Society (Nueva York: Harper-Collins, 1993).
[56] Schumpeter, Imperialism, p. 88.
[57] Mises, Human Action, p. 366.
[58] Sobre la imposibilidad del monopolio en un mercado no intervenido, ver Murray N. Rothbard, “Monopoly and Competition”, en Man, Economy, and State (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1993), cap. 10, pp. 560-660; Mises, Human Action, pp. 386-387 y Rothbard, Power and Market. Para una tipología de las intervenciones, ver Rothbard, Power and Market, pp. 9-61.
[59] Sobre la ICC, ver Robert Fellmeth, The Interstate Commerce Omission (Nueva York: Grossman Publishers, 1970) y Yale Brozen, “Is Government the Source of Monopoly?” Intercollegiate Review 5, nº 2 (Invierno de 1968-69), pp. 67-78. La mayoría de los politólogos que teorizan sobre el corporativismo contemporáneo tienden a encontrarlo en Europa, Latinoamérica, Egipto, Turquía y otros lugares y niegan la relevancia del concepto en Estados Unidos. Una excepción notable es Howard J. Wiarda, “Creeping Corporatism in the United States”, cap. 6 en Corporatism and Comparative Politics: The Other Great “Ism” (Londres: M.E. Sharpe, 1997), pp. 128-151. Para una comparación entre EEUU y el corporativismo alemán de la década de 1930, ver John A. Garraty, “The New Deal, National Socialism, and the Great Depression”, American Historical Review 78, nº 4 (Octubre de 1973), pp. 907-944.
[60] Jane Jacobs, The Economy of Cities (Nueva York: Random House, 1969), pp. 244-248 y 217-229
[61] Schumpeter, Imperialism, p. 65; F.A. Hayek, Studies in Philosophy, Politics, and Economics (Nueva York: Simon and Schuster, 1967), p. 173 y Oskar Lange, “The Economist’s Case for Socialism”, en Essential Works of Socialism, ed. Irving Howe (New Haven, Conn.: Yale University Press, 1976), p. 711.
[62] Winslow, Pattern of Imperialism, p. 193. Sobre ciclos económicos, ver Rothbard, America’s Great Depression, pp. 16-21 y Rothbard, Man, Economy, and State, pp. 850-877. Sobre banca de laissez-faire, ver Murray N. Rothbard, What Has Government Done to Our Money? (Auburn, Ala.: Ludwig von Mises Institute, 1990).
[63] Robert A. Brady, Business as a System of Power (Nueva York: Columbia University Press, 1943), pp. 239-258. El libro clásico de Brady es un estudio pionero del corporativismo. Una creciente literatura sobre el corporativismo se extendió más allá de los límites de varias disciplinas, pero puede que todavía no haya una síntesis satisfactoria. Para una muestra, ver John P. Diggins, “Flirtation with Fascism: American Pragmatic Liberals and Mussolini’s Italy”, American Historical Review 71, nº 2 (Enero de 1966), pp. 487-506; Philipe C. Schmitter, “Still the Century of Corporatism?” en The New Corporatism: Social- Political Structures in the Iberian World, ed. Frederick Pike y Thomas Stritcher (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 1974), pp. 85-131; J.T. Winkler, “Corporatism”, Archives Européenes de Sociologie 17 (1976), pp. 100-136; Thomas J. McCormick, “Drift or Mastery? A Corporatist Synthesis for American Diplomatic History”, Reviews in American History 10, nº 4 (Dciembre de 1982), pp. 318-330 y Michael J. Hogan, “Corporatism”, Journal of American History 77, nº 1 (Junio de 1990), pp. 153-160.
[64] Lange, “The Economist’s Case for Socialism”, p. 342.
[65] Jacobs, The Economy of Cities, p. 229.
[66] Ver, por ejemplo, Henry Wallace, New Frontiers (Nueva York: Reynal and Hitchcock, 1934). Wallace veía las exportaciones como una buena solución para el “problema agrícola” estadounidense. Sin embargo, había una división entre filas de los corporativistas de la época de la Depresión. Algunos, temiendo que la búsqueda política de mercados extranjeros llevaría a guerras innecesarias, defendían por el contrario la autarquía y mayores controles económicos en el interior. Para este punto de vista, ver Charles A. Beard y George H.E. Smith, The Open Door at Home: A Trial Philosophy of National Interest (Nueva York: Macmillan, 1934); Lawrence Dennis, Is Capitalism Doomed? (Nueva York: Harper & Brothers, 1932) y Lawrence Dennis, The Coming American Fascism (Nueva York: Harper & Brothers, 1936).
[67] Wilhelm Röpke, International Order and Economic Integration (Dordrecht: D. Reidel, 1959), p. 85.
[68] Murray N. Rothbard, “The Origins of the Federal Reserve”, Quarterly Journal of Austrian Economics 2, nº 3 (Otoño de 1999), pp. 19-20. Puede que este sea el ensayo más importante que haya escrito nunca Rothbard sobre la interacción entre estado, empresas e imperio.
[69] Rothbard, “The Origins of the Federal Reserve”, pp. 25-35. Rothbard especula con la idea de que la presión de EEUU sobre México a favor del sistema dólar-oro fue un factor que desató la revolución mexicana de 1911-1927. Algo similar podría decirse con referencia a la revolución china (1912-1949). Las ideas de Rothbard sobre el lado monetario del imperialismo pueden ser la clave para muchas relaciones mal entendidas de la historia del siglo XX.
[70] Rothbard, “The New Deal and the International Monetary System”, pp. 43-47.
[71] William Appleman Williams, “The Large Corporation and American Foreign Policy”, en Corporations and the Cold War, ed. David Horowitz (Nueva York: Monthly Review Press, 1969), pp. 88-89, cursivas añadidas. Sobre la planificación en tiempo de guerra de EEUU para una reconstrucción neomercantilista de posguerra, ver David W. Eakins, “Business Planners and America’s Postwar Expansion”, en Corporations and the Cold War, pp. 143-171; James J. Martin, “On the ‘Defense’ Origins of the New Imperialism”, Revisionist Viewpoints (Colorado Springs, Colo.: Ralph Myles, 1971), cap. 1, pp. 1-27 y Noam Chomsky, “Intervention in Vietnam and Central America: Parallels and Difference”, Monthly Review 37, nº 4 (Septiembre de 1985), esp. pp. 1-6.
[72] Sobre la “doble contención” de enemigos y aliados por parte de EEUU, ver Christopher Layne y Benjamin Schwarz, “American Hegemony: Without An Enemy”, Foreign Policy 92 (Otoño de 1993), pp. 5-23.
[73] Wallace, en New Frontiers, fue uno de los defensores del abandono de los aranceles. Su libro es una explicación inintencionadamente reveladora de intentos ad hoc de desafiar las leyes económicas, una tras otra, en un vano intento de conseguir “precios justos” para los granjeros cartelizados. Es también un ejemplo perfecto de la idea de Mises de una dinámica intervencionista. En nuestros tiempos, los planes de armonización de la Unión Europea y el proyecto del gobierno de EEUU de dirigir la llamada “globalización” equivalen a un programa agropecuario del New Deal para todos los sectores, en todas partes. Podemos prever el resultado.
[74] Hilferding, Finance Capital; Nikolai Bukharin, Imperialism and World Economy (Nueva York: Monthly Review Press, 1973) y V.I. Lenin, “Imperialism: The Highest Stage of Capitalism”, en Lenin: Selected Works (Nueva York: International Publishers, 1971), pp. 169-263.
[75] Hans-Hermann Hoppe, “Banking, Nation States, and International Politics: A Sociological Reconstruction of the Present Economic Order”, Review of Austrian Economics 4 (1990), pp. 55-87, citas de pp. 83-84. Igualmente, John A. Hall, Powers and Liberties (Nueva York: Viking Penguin, 1985), p. 255 y David P. Calleo, Beyond American Hegemony: The Future of the Western Alliance (Nueva York: Basic Books, 1987), pp. 138-142, llaman la atención sobre la capacidad de los líderes de EEUU para exportar inflación por todo el mundo.
[76] Forrest McDonald, The Phaeton Ride (Garden City: Doubleday, 1974), pp. 147-149.
[77] Ver Ludwig von Mises, “Middle-of-the-Road Policy Leads to Socialism”, en Planning for Freedom, cap. 2, pp. 18-35. Para intentos de teorizar el impulso interior del estatismo, incluyendo intentos de resolver sus “contradicciones” internas, por ejemplo, sus problemas estructurales, ver Winslow, Pattern of Imperialism, pp. 202-204; Walter E. Grinder y John Hagel III, “Toward a Theory of State Capitalism: Ultimate Decision-Making and Class Structure”, Journal of Libertarian Studies 1, nº 1 (Invierno de 1977), pp. 59-79 y Sanford Ikeda, Dynamics of the Mixed Economy: Toward a Theory of Interventionism (Nueva York: Routledge, 1997).
[78] Wiarda, Corporatism and Comparative Politics, pp. 128-151.
[79] Murray N. Rothbard señaló algo similar a erca de un argumento de John Hagel III, “From Laissez-Faire to Zwangwirtschaft: The Dynamics of Interventionism” (Simposio de economía austriaca, Universidad de Hartford, Junio 22-28, 1975): “Mi crítica básica que es que el pesimismo de Hagel deriva de un análisis lineal que ignora los procesos dialécticos de la historia”. Ver Rothbard, “Mr. Hagel on Interventionism”, en los papeles de Rothbard, Memos, 1975, p. 6A; ver también p. 8A.
[80] Sobre el estado director y su necesidad sentida de reconstruir la sociedad y el pueblo estadounidenses, ver Paul Edward Gottfried, After Liberalism: Mass Democracy in the Managerial State (Princeton, N.J.: Princeton University Press, 1999). Por el contrario, Alfredo G.A. Valladão argumenta, en The TwentyFirst Century Will Be American (Londres: Verso, 1996), que el “librecambismo” global y la democracia universal, que el estado imperial de EEUU impondrá por la fuerza, serán maravillosos para el mundo, aunque destruyan el sistema político estadounidense original y el pueblo estadounidense que realmente existe.
[81] Robert Zevin, “An Interpretation of American Imperialism,” Journal of Economic History 32 (1972), pp. 316–60; and John A. Hall, Powers and Liberties. Para una crítica de las nociones sociológicas convencionales del “poder económico”, ver Kenneth H. Mackintosh, “Exchange versus Power: Toward a Praxeological Reconstruction of Sociology”, Quarterly Journal of Austrian Economics 2, nº 1 (Primavera de 1999), pp. 67-77.
[82] Rudolf Hilferding, “Das Historische Problem”, Zeitschrift für Politik, n.s., 1, nº 4 (Diciembre de 1954), pp. 293-324. Ver también Rothbard, Egalitarianism as a Revolt Against Nature and Other Essays, cap. 3, “Anatomy of the State”, pp. 55-88 y Margaret Levi, “The Predatory Theory of Rule”, Politics and Society 10, nº 4 (1981), pp. 431-465.
[83] Jörg Guido Hülsmann, “Political Unification: A Generalized Progression Theorem”, Journal of Libertarian Studies 13, nº 1 (Verano de 1997), pp. 81-96. Un estudio de las dimensiones politico-militares del imperio podría empezar con Denson, The Costs of War; Bruce Porter, War and the Rise of the State: The Military Foundations of Modern Politics (Nueva York: Free Press, 1994) y Martin van Creveld, The Rise and Decline of the State (Cambridge: Cambridge University Press, 1999).
[84] Röpke, International Order and Economic Integration, pp. 87-88.
[85] Sobre las contribuciones marxistas, ver Hans-Hermann Hoppe, “Marxist and Austrian Class Analysis”, Journal of Libertarian Studies 9, nº 2 (Otoño de 1990), pp. 79-93.
[86] Röpke, International Order and Economic Integration, p. 88. David Landes dice lo mismo: “la explotación imperialista (…) implica restricciones que no pertenecen al mercado”. Ver “The Nature of Economic Imperialism”, en Economic Imperialism, eds. Kenneth E. Boulding y Tapan Mukerjee (Ann Arbor: University of Michigan Press, 1972), p. 128.