Erradicar la pobreza, no demoler la riqueza

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En el tiempo en el que usted termine de leer este artículo, si llega al final, unas seiscientas personas de todo el mundo habrán salido de la pobreza.

En 1990, el 35% de la población mundial vivía en la pobreza extrema. Hoy no llegan al 10,7% según el Banco Mundial.

En 1987, en China había 660 millones de pobres. Tras la apertura económica, esa cifra ha caído hasta solo 25 millones. En India, la cifra de pobres desde ese año se ha reducido en más de cien millones de personas.

140 millones de personas se incorporan a la clase media cada año.

Sin embargo, estamos viviendo la época en la que se ignoran estas magníficas noticias para centrarse en mensajes intervencionistas sobre la riqueza. Usted leerá que “el 1% del mundo controla el 87% de la riqueza” y cosas como “si las diez personas más ricas del mundo entregaran su riqueza no habría pobreza”.

Los 635 millones de chinos que han abandonado la pobreza en los últimos treinta años disienten. Están encantados de que China sea el país donde más millonarios se crean cada año y donde más crece la clase media, y gracias a esa prosperidad se da una “desigualdad creciente” que no solo no es negativa sino que es positiva. Millones de pobres que dejan de serlo, millones de pobres que pasan a la clase media y unos cuantos que, gracias al progreso, son millonarios.

En vez de fijarnos en los modelos de éxito que han llevado a la caída sin precedentes de la pobreza, los intervencionistas se preocupan. Si se acaba la pobreza, se acaba su trabajo. Al contrario de lo que le dicen los defensores de la represión, el capitalismo está encantado con la caída de la pobreza y la mejora de la clase media. Significa más y mejores consumidores, mejores productos, más sostenibles y mayor desarrollo… y con ello, más beneficios y mejores servicios públicos. Los que sufren ante la caída de la pobreza son los redistribuidores de la nada.

Es una ridiculez de tal calibre pensar que confiscando la riqueza de los ricos se acabaría la pobreza que parece increíble que en 2017 haya que recordar el desastre y aumento exponencial de la pobreza que supuso la idea mágica del expolio al exitoso desde la época de los assignats tras la Revolución Francesa hasta los ejemplos recientes de Argentina, Zimbabue, Venezuela, etc. La lista es interminable.

El expolio a la riqueza solo ha generado pobreza y peores condiciones para todos. Además, es una mentira. Expropie la riqueza de los ciudadanos más ricos y con ello, además de destruir el empleo de miles de personas, no solo no saca a los pobres de su miseria, sino que ¿qué ocurre al año siguiente? Ya no hay ricos que expoliar. Los pobres aumentan y la miseria se multiplica ante la evidencia de que, si penalizas el éxito, repartes el fracaso.

Todos los meses de enero coinciden dos eventos, Davos y el informe de Oxfam. Muchos de ustedes pensarán que son dos eventos diferentes e incluso antagónicos, y sin embargo tienen un tronco común. La glorificación del intervencionismo como solución a los problemas creados por… el intervencionismo.

No es una casualidad. La transferencia de riqueza de los ahorradores y exitosos hacia los gobiernos es un buen negocio. Porque cuando falla siempre se achaca a que no se intervino suficiente. Y es curioso, porque la evidencia del desastre económico que supone poner como objetivo único y central de la política la redistribución y la igualdad es evidente. Porque son consecuencias de la prosperidad, el crecimiento y el empleo.

Los objetivos no pueden centrarse en las segundas derivadas, porque desde la intervención solo se consigue que no quede nada que distribuir. La desigualdad no es lo mismo que la injusticia, como bien explica el Nobel Angus Deaton, y no nos sorprende que los intervencionistas se empeñen en situar como problema la desigualdad, cuando es de un 40% (es decir, un nivel de igualdad muy alto) en vez de la pobreza y cómo acelerar el crecimiento de la clase media, la principal pagafantas -vía impuestos- de los excesos estatales.

No es una casualidad que las sociedades con mayor libertad económica tengan también rentas más altas y Estados de bienestar más sólidos. Y eso lo saben hasta los que predican llevar a cabo lo contrario. Pero es que para e burócrata el objetivo es mantener el aparato, no hacerlo innecesario.

El capitalismo y el libre comercio han hecho más por la reducción de la pobreza que todos los comités gubernamentales juntos.

El debate de la pobreza y la desigualdad se ha convertido en una excusa para intervenir, no en cómo seguir mejorando. No quieren que los pobres sean menos pobres, solo que la clase media y alta sean menos ricos.

El intervencionismo asume que la desigualdad es un efecto perverso, no una consecuencia de la prosperidad. Y la desigualdad es positiva. Si mis compañeros de trabajo tienen más éxito que yo es un incentivo para hacerlo mejor. Solo cuando hay una desigualdad por éxito progresan las sociedades, y se garantiza un Estado de bienestar sostenible. No hay mayor desigualdad que el igualitarismo, que elimina el mérito y el incentivo a mejorar. Y el igualitarismo no solo no reduce la pobreza, la aumenta. Pero, eso sí, como aplaudía Oxfam sobre Venezuela hace ocho años, “se reduce la desigualdad”. Haciendo a todos pobres, menos a los redistribuidores. Esos se forran.