Sindicatos: El uso privado del poder coactivo

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[Review of Austrian Economics 3 (1989): 109-120]

En este artículo consideraré la naturaleza y consecuencias de las actividades sindicales. Hay algunos servicios útiles de los sindicatos, pero mi interés se referirá únicamente a los efectos sociales del poder coactivo ejercitado privadamente como medio para conseguir alguno de sus objetivos principales (por ejemplo, un aumento de la remuneración de un grupo concreto de trabajadores).

Formas de actividades coactivas

Este poder, en un sentido amplio, se ejerce de dos maneras. Primero, a través de la violencia física y el sabotaje. Encontramos intimidación personal y ataques a los competidores, los no huelguistas, los esquiroles y los directivos; el sabotaje se inflige incluso sobre empresas no sindicalizadas de la competencia. El que sindicatos puedan hacer esto con impunidad se debe a su exención de hecho de las sanciones normales de la sociedad contra el uso privado de la violencia física y el sabotaje.[1] Segundo, y todavía más importante, los sindicatos emplean una forma de coacción que se considera menos comúnmente como ilegítima, que es la llamada “coacción pacífica” a través de las amenazas de perturbar el proceso de cooperación económica de la comunidad a través de una huelga o una amenaza de huelga.

El poder de la amenaza de huelga es la fuente de la autoridad que han ganado los sindicatos para disciplinar a sus propios miembros voluntarios o involuntarios. Se ha usado para obstaculizar la producción normal y perjudicar los derechos de los trabajadores no sindicados y por supuesto se ha usado en intentos de explotar a los inversores.[2] A veces se ha usado perjudicial y despiadadamente contra terceros (que no ha sido parte de las peleas sindicales) a quienes, en muchos países, se les ha negado el derecho a reclamar daños. Es decir, el poder sindical se usa no solamente contra aquellos cuyos activos o trabajo están excluidos de operaciones particulares de producción, sino contra los consumidores y productores en la comunidad en su conjunto. Los terceros se ven perjudicados incluso en ausencia de acciones sindicales explícitamente dirigidas contra ellos. La perturbación de un grupo de actividades genera desorden en el trabajo y las vidas de otros, siendo a veces enorme el número de estos otros.[3]

Debido al hecho de que la huelga es una forma de guerra que, cuando se recurre a ella, requiere una estrategia y un mantenimiento de la moral, se hace esencial que durante los tiempos pacíficos en los que no hay huelga se mantenga vivo el espíritu guerrero con desconfianza y hostilidad hacia el enemigo: “el empresario”.

La amenaza de huelga (“la pistola bajo la mesa”, como la llamaba Mises), como todas las formas de guerra, puede usarse para propósitos buenos o nobles. Sin embargo, incluso cuando el objetivo es defendible, nos vemos obligados a considerar todo uso privado del poder coactivo (ya sea por boicot o por huelga) como una infracción intolerable hacia la libertad humana. Deberíamos condenar a la Mafia incluso si pudiera demostrarse que los ingresos del crimen organizado se usan para subvencionar óperas, investigación contra el cáncer o movimientos de derechos civiles.[4] Igualmente, la huelga es una forma de guerra privada. La victoria, como en todas las guerras, es para los fuertes, no necesariamente para los que tienen razón. Aun así, durante el siglo actual, los defensores de los sindicatos han adoptado como principio moral que “el poder es el derecho”.

Un principio fundamental del mercado

Un principio deducido de la teoría general clásica del valor que sugiero que deberían tratar todos los economistas como una ley fundamental es el siguiente: en cualquier sociedad, el flujo de bienes y servicios demandados por consumidores e inversores es óptimo en magnitud y composición cuando cada empresario paga a los propietarios de los recursos necesarios (para su uso en la fabricación de productos individuales) el mínimo requerido para desviar sus servicios de otras aplicaciones o retenerlos en la fabricación de cualquier producto que esté dirigiendo el empresario. Bajo esta ley, ningún recurso se emplearía en un uso que los consumidores valoren menos que un uso alternativo al que pudiera haberse dedicado el recurso.  Creo que esta “ley” es universal y no admite excepciones. Las instituciones necesarias para asegurarse de que el mecanismo de precios funciona de acuerdo con este principio son las que definen y aplican derechos transferibles de propiedad privada. Sigue siendo motivo de polémica si se necesitan más instituciones adicionales. Las leyes antitrust de Estados Unidos (bajo el tratamiento más amable de los argumentos usados para su aprobación) pretendían proporcionar ayuda óptima para el proceso que asigna la utilización de las existencias agregadas de activos y el flujo agregado de servicios laborales de acuerdo con la “soberanía de los consumidores”.

En la esfera laboral, esta ley económica indica que se maximizará el flujo de los salarios reales y se minimizará cualquier grado de desigualdad improductiva del poder de ganancia cuando a cualquier trabajador que desee un empleo en cualquier ocupación se le ofrezca y acepte el mínimo esencial para aceptar ese empleo (por ejemplo, atraerlo del ocio o actividades alternativas y así retener sus servicios).

A pesar de la lógica convincente de esta ley, indudablemente pervive la impresión de que, en un mercado libre (es decir, libre de huelgas) la remuneración de los trabajadores se rebajaría hasta niveles miserables. Pero nunca se ha aportado ninguna justificación rigurosa para esa afirmación. Sin duda ha habido una enorme cantidad de contribuciones sobre el problema de una determinación “justa” del precio de la mano de obra. Pero no se ha dado ninguna consideración a lo realmente vital, que es la relación esencial del coste laboral de cada individuo en todo proyecto concreto a la renta real agregada de la sociedad en su conjunto.

Autodefensa del inversor

Cuando los inversores aprecian su potencial vulnerabilidad a la coacción de la huelga o la amenaza de huelga, consideran lo que juzgan que es la probabilidad de que el poder sindical se use intentado apropiarse de parte de su capital. Al evaluar el valor de lo que pueden arriesgar en activos dedicados a cualquier actividad, los inversores, hasta cierto punto confían en la reticencia de los sindicatos a matar la gallina de los huevos de oro o dañar de alguna manera la fertilidad de la gallina. También considerarán las probabilidades de que (1) aunque, en una sociedad que tolere la coacción de la amenaza de huelga, se desanimará el progreso tecnológico, este no se terminará; los logros en economización de mano obra y ahorro de capital en campos sin competencia seguirán aumentando el origen de demandas para los productos con mayores perspectivas; (2) a pesar de los efectos depresivos de uso del poder sindical, la renta agregada continuará aumentando a través de una economía continua (provisión para el futuro que normalmente toma la forma de acumulación neta de activos) y (3) los gobiernos encontrarán apropiado inflar (reducir la valor de la unidad monetaria), que, cuando se prevé esta acción, tendrá un efecto positivo en la producción y el empleo a corto plazo (por muy desastroso que pueda ser a largo plazo).

Los inversores hoy esperan que los directivos sean expertos (en la medida de lo posible) en evitar capitulaciones ante las presiones de amenaza de huelga, pero saben que no pueden confiar en que tengan un éxito completo. Saben sencillamente que evitar capitulaciones ante el poder sindical produce ganancia, mientras que las capitulaciones ante grandes demandas salariales producirán pérdidas. En toda decisión de mantener, remplazar o proporcionar activos (acumulados), los inversores (si, como emprendedores, están pronosticando racionalmente) deben considerar las apropiaciones sindicales de propiedad privada como costes probables que reducen la inversión rentable en esa actividad. Así que, desde la perspectiva de la sociedad, las consecuencias del poder sindical usado así serán que se verá afectada negativamente la composición de las existencias de activos de la comunidad. En general, los tipos de activos más productivos y multiplicadores de salarios son los menos versátiles y por tanto más explotables. Cuando sea posible, los inversores evitarán esas inversiones hasta que, mediante una política inteligente, si se adopta, la explotación por los sindicatos se haga menos rentable.[5] Hasta que eso ocurre, el daño al bienestar material del trabajo en su conjunto es inevitable, pero incalculable.

El inferior poder negociador del trabajador

Ahora debo prestar atención a la sugerencia de que los sindicatos generan un “poder compensatorio”. Se dice que los trabajadores desorganizados tienen un “poder negociador inferior” en la determinación de los niveles salariales si no pueden recurrir a la amenaza de huelga. Esta influyente mentira la expuso muy lúcidamente el famoso juez inglés, Lord Francis Jeffrey, en 1825, muy poco después de la derogación de la Ley de Combinaciones británica.[6] Decía:

Un solo amo tiene la libertad en cualquier momento para despedir a todos sus trabajadores a la vez (ya sean 100 o 1.000) si no aceptan los salarios que decide ofrecer. Pero resulta un delito que todos los trabajadores abandonen a la vez al amo si rechaza pagar los salarios que estos deciden solicitar.[7]

Por supuesto, esto suena a una injusticia intolerable y así se lo parecía al ilustre juez. Pero la palabra amo, como la palabra empresario hoy, se refiere en realidad al solicitante residual sobre el valor de lo que se produce. En ausencia de un abuso de monopolio o monopsonio, y suponiendo que no hay restricción pública o privada sobre los incentivos de la elusión de pérdidas y la búsqueda de lucro, será ventajoso para el inversor que los directores atraigan o retengan a todos los trabajadores cuyas entradas permitan un rendimiento marginal futuro por encima o no menor que los valores previstos de producción marginal. Pero si no hay abuso de monopolio o monopsonio, una empresa no tendrá poder para influir en los salarios que les resulta ventajoso ofrecer. Por supuesto, la discreción puramente interpretativa de la dirección a la hora de juzgar los salarios a ofrecer puede ser errónea, en ambas direcciones.

Si existe un poder de monopolio o monopsonio, es muy fácil aumentar de valor de las entradas y/o salidas excluyendo recursos en competencias (de trabajo o capital) en una ocupación, sector o área. Pero es realmente muy difícil explotar factores complementarios o sin competencia, como el capital por el trabajo o el trabajo por el capital.

Ya hemos visto cómo el flujo de capital hacia activos no versátiles o si no explotables puede reducirse cuando a los inversores les atienden directores atentos y se intenta explotarlos. Por razones similares, el trabajo no es explotable, salvo que los directivos puedan de alguna manera eliminar reclamaciones en competencia para los trabajadores que adquieren. Las circunstancias requeridas para una acción monopsónica para reducir los salarios son las que hacen que el trabajo cierre en una empresa, ocupación, sector o área. Esto ha ocurrido y puede ocurrir de nuevo. El ejemplo más evidente es lo que se llama “contrato lock-in”, según el cual un empleado que abandona una empresa está sometido a alguna sanción, como la pérdida de un derecho a pensión. Pero si los abusos de este tipo son realmente importantes, se reparan fácilmente. Los contratos lock-in fueron declarados nulos e ilegales, salvo cuando son una protección para inversiones en capital humano (como las patentes para proteger inversiones en investigación) o salvo que el contrato sea un medio para pagar préstamos beneficiosos para los empleados, como gastos de mudanza y similares.

Sin embargo, en teoría es concebible la explotación monopsónica del trabajo. No es un tema polémico. La forma más probable en la que puede producirse esa explotación del trabajo (aparte de los contratos lock-in) es si, mediante un sutil fraude, se engaña a los trabajadores para formarse especializadamente para una profesión en la que se vean atrapados. No conozco ningún ejemplo concreto de dicha situación. Pero si existiera, seguiría sin justificar el uso privado de la fuera como poder compensatorio.

Por suerte, hay una prueba sencilla para determinar si el poder de amenaza de huelga ha contrarrestado una explotación que ha forzado mantenido el precio de la mano de obra por debajo de su valor en el mercado libre.[8] La prueba es si algunos trabajadores no contratados actualmente en empresas que pagan los sueldos incrementados estarían dispuestos a aceptar un trabajo de la misma calidad y cantidad por salarios inferiores. Pero después de más de medio siglo de interés sobre esta materia, no he descubierto ningún caso de estudio en el que se haya demostrado de esta manera alguna prueba de explotación monposónica previa.

Sindicatos y libertad

En realidad, la libertad más importante que se niega a través del poder sindical es la del derecho de todas las personas a aceptar cualquier empleo que crean que mejorará sus ganancias y perspectivas. La “closed shop” o la “union shop” (dispositivos que se han impuesto a las directivas en muchas partes del mundo) deben aparecer a cualquier estudioso distanciado no solo como flagrantemente regresivas sino incluso una negación intolerable la libertad individual. Aun así, incluso bajo lo que se llama “leyes del derecho a trabajar”, el poder sindical puede obligar a los empresarios a negar el derecho a aquellas personas que desean aumentar su contribución a las existencias comunes de renta al hacerlo. A los jóvenes y los adultos menos afortunados, especialmente aquellos que están inicialmente peor cualificados o aquellos que pertenecen a lo que Demsetz ha llamado “grupos no preferidos” (como negros, no blancos, judíos, mujeres feas y mujeres mayores) se les puede impedir mejorar sus ganancias y posibilidades de ganancia mediante diversos subterfugios (como segregación racial, obstáculos de demarcación, barreras de aprendizaje, licencias de ocupación y, lo más efectivo de todo, la aplicación del “salario mínimo sectorial”).[9]

Por tanto, si con “poder sindical” nos referimos a la capacidad de coaccionar a las direcciones mediante la amenaza de una perturbación organizada, el uso de ese poder puede permitir a los posibles huelguistas a reservar para sí mismo la capacidad efectiva de adquirir habilidades o convertirse en “asociados” a profesiones que de otra manera estarían abiertas a intrusos. Los privilegios así obtenidos deben compararse contra los perjuicios sufridos por aquellos a quienes se les impide emplearse con salarios que habría sido rentable ofrecer en un mercado laboral verdaderamente libre y que los posibles receptores crean que podría aumentar sus ganancias y perspectivas.

Los sindicalistas a menudo afirman que la libertad de las personas se ve afectada porque en cualquier empresa en la que trabajen no tienen voz en la creación de normas a las que se ven sometidos ni en la administración de esas normas. Elliott J. Berg atribuye a “economistas laborales” tan conocidos como J. Dunlop, Clark Kerr, F. Harbison y C. Myers la idea de que los trabajadores “viven en un estado de protesta permanente derivada de las frustraciones propias de estar gobernados por una red de normas con cuya creación normalmente no tienen nada que ver”.[10] No hay ninguna barrera legal ni de otro tipo para la voluntad de los trabajadores de asumir la mayoría de los riesgos, aceptando la parte residual, si lo desean.  Tendrían así automáticamente el derecho a crear y administrar todas las normas bajo las que trabajan, nombrar a los directivos, contratar todos los activos y tomar prestado todo el capital circulante requerido. En ese caso, sus ganancias serán salarios más beneficios o menos pérdidas, igual que las ganancias del inversor son intereses más beneficios o menos pérdidas. Pero lo trabajadores sacrificarían la seguridad de sus ganancias y su continuidad en el empleo que proporcionan los simples contratos salariales. Por supuesto, también conllevaría una división inapropiada de la función, así que la mayoría de los inversores puede dividir sus riesgos en diversas aventuras, mientras que los trabajadores que pongan así en riesgo sus ganancias futuras no pueden dividir sus riesgos de esa manera. Sin embargo, compartir riesgo y gestión no está en modo alguno fuera de lugar.[11] Pero lo realmente importante es que las normas y su administración por los directivos sería entonces improbable que difiera en lo más mínimo de la de los inversores aceptando el residuo en el sentido convencional.

El empresario

Por desgracia, la palabra empresario sugiere subordinación a los “dueños”. Pero los suministradores de los activos y el capital circulante están tan subordinados como los trabajadores al poder de la “soberanía del consumidor”. Los consumidores son los verdaderos “empresarios”. Los activos de una empresa se emplean igual que los trabajadores. Los servicios de ambos se encarnan en la producción. Los inversores se cometen voluntariamente a la crueldad de la disciplina del mercado. Desde este punto de vista, la aceptación de los inversores de la parte residual de la venta de productos proporciona la forma más importante de seguridad social que ofrece la sociedad a los trabajadores. Destacar esta verdad no implica, por supuesto, que no haya problemas de justicia para las personas en la aplicación de la disciplina social mediante la autoridad directiva.

El poder sindical se expresa en parte mediante la promesa de votos o la subvención a legisladores a todos los niveles (federal, estatal y municipal) y la confianza generalizada en el poder de cabildeo. La legislación ha conferido efectivamente a los sindicatos inmunidad de largo alcance ante la ley. Segundo, y más gravemente, a lo largo de los años, ha proporcionado protección para los miembros del sindicato frente a la competencia y los no privilegiados. A través de las aprobaciones de salarios mínimos y desembolsos “sociales”, licencias de trabajo, escolarización improductiva prolongada y más cosas, los objetivos privados buscados a través del gobierno han desplazado a los objetivos sociales buscados a través del mercado.

El poder sindical, ya sea ejercitado mediante el gobierno o mediante la amenaza de huelga, lejos de redistribuir la renta de los ricos a los pobres, ha tenido el efecto exactamente contrario. Aun así, a los creadores de opinión y el público se les ha lavado el cerebro para que crean que su objetivo y logro han sido una mayor justicia distributiva. Aunque a veces se ha expropiado y desperdiciado parte de la propiedad de los inversores mediante coacción privada, las reacciones de represalia sobre la posterior composición de la existencia de activos han excedido pronto las ganancias. Cualquier beneficio a largo plazo que hayan ganado algunos sindicatos para para sus miembros se ha producido principalmente a costa de sus competidores (trabajadores despedidos o excluidos) y a costa de todos como consumidores e inversores en campos sin competencia. El sistema ha tenido un efecto formidablemente depresivo sobre el poder adquisitivo agregado (distinto del poder agregado de gato monetario), es decir, ha reprimido el flujo de los salarios y la renta real y por tanto ha causado que sea políticamente necesario arrastrarse, reptar y una inflación crónica.

Los medios de comunicación proporcionan constantemente las evidencias más claras del proceso de empobrecimiento. Pero raramente perciben (o tratan o se atreven a explicar) la razón. Puede ahora referirme de forma útil a solo un ejemplo: el prólogo editorial a Women and the Trades, de Elizabeth Beardsley Butler, editado por Maurine Weiner Greenvald. Con una aterradora inocencia, Ms. Greenvald se refiere a “miles de páginas de investigación acerca de la explotación laboral” contenidos en “un arsenal de munición para las reformas sociales”.[12] Ms. Greenvald continúa explicando que Ms. Butler “fue uno de los muchos soldados de a pie en la guerra contra la industrialización”.[13] Para mí, estos pasajes, escritos en 1984, expresan el problema real. Ms. Greenvald da por sentado que esos empresarios privados cuya percepción de la disponibilidad de las mujeres con las que conectaban con los consumidores, ofreciendo empleo industrial, eran explotadores de las mujeres a las que ayudaban así. De hecho, estaban entre los filántropos reales de su época, pues estaban aumentando los niveles de vida de las mujeres a las que ofrecían trabajos y perspectivas en términos mejores que cualquier alternativa que les pudiera ofrecer entonces esa sociedad.

La verdad es que casi todas las actividades iniciadas bajo lemas como “la guerra contra la pobreza” en realidad han creado pobreza. ¿Pero sería alguna vez posible políticamente detener a los más reprochables creadores de pobreza de todos (entre la multitud de intereses creados que dirigen los gobiernos), es decir, la AFL-CIO en Estados Unidos, las Trade Unions en Gran Bretaña y organizaciones similares en otros países? Aun así los políticos a menudo están motivados para emular el sistema de amenaza de huelga aprobando salarios mínimos que hacen un delito contratar a cualquier persona cuyo valor de su producto sea menor al mínimo estipulado. Este tipo de limitación, ya sea erróneo o cínicamente explotado, ha pervivido después de dos siglos de propaganda extremadamente inteligente. Se ha dejado la impresión de que de la bajo productividad marginal de los pobres y, por tanto, de sus rentas bajas deben culparse de alguna manera a los que los emplean. Se ha hecho creer a todos que los pobres son las víctimas de la “explotación” de los empresarios.

Trabajo sudoroso

Al principio de la Revolución Industrial británica, a los que ofrecían empleo a los muy pobres se les describía con un adjetivo acusador: sweaters. El estereotipo del sweater era un pequeño empresario (a menudo un inmigrante judío) portando a sus espaldas un saco de materiales cortados bajo un patrón determinado.[14] La profesión de estos sweaters era la de un pequeño empresario, normalmente un fabricante de ropa. Por ejemplo, los sweaters cortaban las distintas partes necesarias para hacer una camisa. Luego iban a las casas en los distritos más pobres y buscaban amas de casa apropiadas, sin un empleo a tiempo completo y dedicadas a las tareas del hogar y enseñaba a estas mujeres cómo coser las distintas partes. Posteriormente las llamaba para recoger el producto y pagar los resultados. No tenían ningún medio de impedir que cualquiera de estas amas de casa obtuviera un trabajo mejor pagado. Aun así, el oprobio lanzado contra esta clase fue enorme. Se acusó a los sweaters, no solo de pagar poco, sino de hacer trabajar excesivamente a estas mujeres, todas las cuales aceptaban voluntariamente y normalmente encantadas los contratos que las ofrecían. De hecho, se acusaba a estos pequeños emprendedores de llevar a una muerte prematura a las costureras a las que le daban trabajo. La famosa canción del humorista británico Thomas Hood, “Canción de la camisa”, incluía la frase: “Cose, cose, cose”, seguida por: “No es lino lo que vistes, sino las vidas de criaturas humanas”.

La expresión trabajo sudoroso se convirtió en jerga común en los círculos socialistas británicos, mientras que los famosos historiadores del movimiento sindical, Sydney y Beatrice Webb, usaban sus habilidades literarias para mantener viva la noción. Es importante recordar que a estos pequeños empresarios enormemente alineados nunca se les acusó de usar trampas para impedir que otros empresarios entraran en sus territorios. Pero el movimiento contra los sweaters, financiado generosamente, al menos en sus primeros años, por dueños de fábricas que se quejaban acerca de “la competencia injusta” de las pequeñas fábricas domésticas (que no estaban obligadas, como ellos, a invertir en maquinaria cara) ha continuado hasta el día de hoy.

Es realmente sorprendente ver a Dan Rather en un noticiario de la CBS resucitar el mito y vestirlo con ropas modernas. Mostraba a una mujer obligada a trabajar en casa a destajo por una miseria, con ganancias totales muy por debajo del salario mínimo, a pesar de trabajar horas deplorablemente largas. Por supuesto, el objetivo de Dan Rather era tratar de justificar legislación que prohibiera a la gente ganar cualquier cantidad en absoluto salvo que pudieran producir cosas vendibles (a los bribones dedicados este tipo de negocio) por cantidades iguales o que excedieran el mínimo especificado. ¡Cómo habrán sufrido los corazones de millones de televidentes de la CBS por la pobre mujer retratada y los miles de otros como ella!

Pero los únicos “explotadores” de mujeres así son los gobiernos y las organizaciones privadas (como los sindicatos) que imponen restricciones sobre el precio del trabajo en el mercado libre y destruyen así los incentivos empresariales para ofrecer empleos mejor remunerados para todos. Cada una de estas restricciones es el resultado de la coacción, ya sea por el gobierno o por el uso privado del derecho a perturbar (por ejemplo, el derecho al boicot, la huelga o el uso en general de la violencia y la intimidación para el mismo propósito).

Sindicatos y negros

En Estados Unidos, la gente negra ha sido la usada más diligentemente por los “liberales” y sindicalistas blancos y negros para sus fines privados. Los llamados políticos liberales han convencido a los votantes blancos a que renuncien a la protección y ayuda del mercado y a someterse a la voluntad del estado (por ejemplo, a los dirigentes de organizaciones de intereses especiales).

La abrumadora mayoría de los líderes negros que acudieron a una reunión reciente de la conferencia cumbre conjunta de la Urban League y la NAACP sobre la crisis de la familia negra veía las cosas de manera distinta. En un brillante artículo en The American Spectator, William Tucker informa de cómo “orador tras orador recitaban de nuevo la acusación contra los Estados Unidos blancos relegando a los Estados Unidos negros a un exilio interior permanente”. Los negros, informaba Tucker, “siguen siendo hipersensibles a cada una de las pequeñas frustraciones de la vida, en particular al identificar todo acontecimiento adverso con alguna nueva forma de ‘discriminación’”.[15] Refiriéndose al hecho de que aproximadamente la mitad de todos los niños negros en Estados Unidos hoy son “ilegítimos”, Tucker informa de que hoy aproximadamente tres cuartos de ellos se han criado sin la influencia de un padre.[16] Este es un fenómeno reciente y que sigue aumentando. Sin embargo, si a la conferencia le hubiera preocupado realmente el bienestar de los negros estadounidenses, habrían dirigido valientemente su principal atención a la atemorizante perspectiva que está creando esta situación. Por el contrario, la culpa se atribuye habitualmente a los chivos expiatorios habituales: “desempleo, discriminación, mala educación, mala vivienda y fracaso del gobierno a la hora de darnos nuestra parte”.[17]

Tucker interpretar esto como una evidencia de que los negros en su conjunto “siguen rechazando darse cuenta de que es la ‘caridad’ increíblemente mal dirigida del sistema social lo que está acabando con sus familias”. Alega que “el proceso del bienestar” está creando “intereses creados que van a ser muy, muy difíciles de eliminar” si se trata de invertir la tendencia en el futuro.[18]

Tucker cita con eficacia el “casi totalmente ignorado libro Visible Man”, de George Gilder. Gilder dice:

El estado dice esencialmente a toda joven negra: “Si tienes un bebé ahora mismo, te daremos tu propio apartamento, atención médica gratuita, cupones de comida y una renta regular durante los próximos 20 años. Si tienes otro bebé poco después, aumentaremos tu asignación”. ¿Cuántas adolescentes en cualquier lugar (negras o blancas, pobres o ricas) pueden comprarse su propio apartamento y pagar sus gastos médicos con dieciséis años? Estas adolescentes (…) no son débiles moralmente ni lascivas sexualmente. Son sencillamente seres humanos racionales tomando la decisión más inteligente sobre cómo mejorar su situación.[19]

Sin embargo, las importantes contribuciones de Tucker y Gilder no han tratado  sobre todo lo que creo que ha sido el mayor perjuicio que ha traído la situación actual, que es la aquiescencia en el pseudoprincipio de “la tasa para el trabajo” como criterio para determinar la remuneración justa del trabajo más la fe en la beneficencia de los tipos salariales aprobados bajo una coacción sin mercado. Si no hubiera sido por la influencia de este pseudoprincipio (conspicuo en la retórica de la determinación colectiva del precio del trabajo a lo largo del siglo pasado), los negros, estoy seguro, estarían en camino a enunciar un programa vendible desarrollado para mitigar y resolver la mayoría de los problemas a los que ahora se enfrentan.

La National Urban League, en su informe de esta conferencia, admite francamente que “el 29% de todos los hombres negros de entre 20 y 64 años (…) estaban desempleados en 1982”.[20] Pero, con respecto a las causas, el director de investigación de la League se refiere solo a escuelas inadecuadas, altas tasas de arrestos y tasas proporcionalmente altas de asesinatos y suicidios. Parece haber habido una reticencia a admitir que la mayor causa de daño sufrido por la gente negra se debía a la falta de voluntad de su comunidad de luchar agresivamente por empleo bien pagado, reduciendo sus reclamaciones por cabeza de compensación salarial.

Por resumir, en una sociedad libre, la renta real agregada se maximiza y las desigualdades de renta se minimizan cuando a toda persona que desea un empleo en cualquier tarea se le ofrece y acepta el mínimo necesario para ser traída desde el ocio u otras actividades o empleos, mientras que a los que proporcionan los servicios de los activos que poseen se les paga igualmente el mínimo necesario para conseguir esa provisión o atraer los servicios de otras ocupaciones.

Por tanto, ni un solo centavo de renta agregada se ha transferido nunca a través de las presiones de amenaza de huelga de los inversores en su conjunto (los proveedores y propietarios de los activos) a los trabajadores en su conjunto (los usuarios de los activos). Las consecuencias han perjudicado claramente a ambos grupos, más o menos en la misma proporción, con consecuencias regresivas en el flujo agregado de los salarios. Los efectos sobre el flujo interno del ahorro y la importación de capital son, por supuesto, importantes, pero nunca ha habido un mecanismo mejor para que fructifique el ahorro y, por tanto, de garantizar el avance del desarrollo económico, que mediante la competencia en el mercado libre.

Sin embargo, se oye por todas partes que la influencia política de los sindicatos y la fuerza de la AFL-CIO y las Trade Unions británicas es tan grande que todos los que esperen que la legislación para limitar su poder y así mermar el flujo de salarios están apostando por una causa desesperadamente perdidas: una quimera política. Sin duda, el Parlamento en Gran Bretaña ha tratado de estimular el sindicalismo mediante legislación que confiere un monopolio del poder negociador sobre un único sindicato con el derecho a reclamar membresía obligatoria a todos los empleados. Es una triste realidad a la que debemos enfrentarnos. Y la postura no es muy distinta en Estados Unidos. ¿Pero no están creado las circunstancias una situación en la que la gran causa supuestamente perdida puede convertirse en un grito triunfal de batalla?

Sin embargo, la influencia política de los sindicatos, expresada en buena parte a través de los cuerpos federados a los que he estado acusando (la AFL-CIO y las Trade Unions) de principio a fin ha estado empobreciendo, en el peor sentido del término, en la medida en que su influencia se ha usado especialmente en beneficio de los miembros del sindicato; es decir, ha buscado el reforzamiento del empleo privilegiado y a protección de la “profesión” de los cargos sindicales. En otros aspectos, mientras que esos representantes a quienes apoyan o financian las organizaciones sindicales pueden haber usado ocasionalmente sus poderes de una manera ilustrada para el bien común, como portavoces de los sindicatos han abogado y cabildeado por los más sórdidos intereses especiales y bajo este papel parecen conspicuamente poco preocupados por los intereses de la clase trabajadora en su conjunto.


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Hay una enorme literatura que trata la coacción de este tipo. Las contribuciones de Sylvester Petro son las más importantes. E.P. Schmidt, Union Power (Los Ángeles: Nash, 1973), especialmente en el capítulo 9, es otro importante análisis y exposición de la situación tal y como todavía existe hoy.

[2] Aun así, los inversores han asumido el riesgo de proporcionar herramientas de trabajo: los activos que multiplican el rendimiento del esfuerzo humano. Además, los inversores financian constantemente el reemplazo de los materiales y el trabajo en marcha.

[3] La huelga de transportes de Nueva York de 1966 es un buen ejemplo. La huelga británica del carbón de 1926 fue casi tan desastrosa como la huelga general de ese año para la comunidad no afectada.

[4] W.H. Hurt, The Strike-Threat System (New Rochelle, N.Y.: Arlington House, 1973), p. 44.

[5] La inversión de tal manera debe sin duda disminuir en relación con la inversión en actividades no sindicadas o en recursos más versátiles (menos epescializados).

[6] Entre 1799 y 1825, las leyes buscaban reforzar el antiguo derecho común frente a las restricciones al comercio. Se aprobaron aproximadamente cuarenta normas aplicables a sector o industrias concretos en contra de los precios monopolistas y la fijación de salarios.

[7] Citado en Sydney y Beatrice Webb, eds., History of Trade Unionism (Londres: Longmans, 1920), p. 72.

[8] Es decir, por debajo de los niveles salarios que se habrían determinado a la vista de los niveles salariales en empleos alternativos abiertos a los trabajadores afectados.

[9] A veces llamado “igual paga por igual trabajo”, “el tipo estándar” o “valor comparable”.

[10] E.W. Bakke et al., Unions, Management, and the Public, 3ª ed. (Nueva York: Harcourt, Brace & World, 1967), p. 19.

[11] Ibíd., pp. 80-82.

[12] Elizabeth Beardsley Butler, Women and the Trades (Salem, N.Y.: Ayer Co., 1984), p. x.

[13] Ibíd., p. xi.

[14] Había auto no concretó de antisemitismo acerca del movimiento británico en contra de los sweaters en el siglo XIX.

[15] The American Spectator, Julio de 1984, p. 14.

[16] Ibíd., p. 15.

[17] George Gilder, citado en ibíd., p. 15.

[18] Ibíd., p. 15.

[19] Ibíd., p. 15.

[20] Como informaba UPI en el Dallas Morning News, 1 de agosto de 1984.

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