¿Qué debería hacer la gente derrotada políticamente? ¿Debería resistirse al status quo político en todo caso o aceptar el espíritu de la cortesía civil y esperar a la siguiente elección? ¿Qué pasa si sus fortunas políticas están disminuyendo y es cada vez menos probable que prevalezcan políticamente? ¿Qué derechos y poder poseen las minorías políticas aparentemente permanentes (por ejemplo, los libertarios)? ¿En qué momento se permitiría una rebelión abierta en una supuesta democracia y cómo juzgamos la resistencia por principios frente a los frutos amargos de los perdedores políticos?
Además, ¿qué pueden hacer por derecho las mayorías políticas (a pesar de una oposición minoritaria estridente) y qué políticas no pueden alterarse independientemente del consenso mayoritario? ¿Qué despojos corresponden por derecho a los victoriosos políticamente y qué normas antiguas no deberían ser derrocadas?
Estas son preguntas difíciles en la época de Trump, especialmente desde que los gobiernos occidentales abandonaron hace tiempo las limitaciones constitucionales y el tópico del “estado derecho” a favor de la gobernanza administrativa por medio de gestores burocráticos. La democracia, al menos la variedad de masas practicada en los modernos estados occidentales del bienestar, no proporciona respuestas satisfactorias. ¿Esos gestores no elegidos están obligados por la voluntad popular o no gran cosa? ¿Qué limita al estado?
Ludwig von Mises, un sólido teórico social además de su abrumadora obra en economía, ve estos problemas con claridad. A pesar de que (o tal vez porque) fue testigo de los estragos del combate real en la Gran Guerra, elige usar lenguaje bélico al describir los aprietos de las minorías políticas:
Fue el liberalismo el que creó la forma legal por la que el deseo del pueblo de pertenecer o no a un cierto estado podría conseguir una expresión, que sería el plebiscito. El estado al que quieren pertenecer los habitantes de cierto territorio tiene que determinarse por medio de unas elecciones. Pero incluso si se cumplieran todo las condiciones económicas y políticas necesarias (por ejemplo, aquellas que afectan a la política nacional con respecto a la educación) para impedir que el plebiscito se reduzca a una farsa, incluso si fuera posible sencillamente hacer una encuesta de los habitantes de todas las comunidades para determinar a qué estado quieren unirse y repetir esa elección cada vez que cambien las circunstancias, seguirían probablemente persistiendo algunos problemas sin resolver como posibles fuentes de fricción entre las distintas nacionalidades. La situación de tener que pertenecer a un estado al cual uno no quiere pertenecer no es menos onerosa si es el resultado de unas elecciones que si debe soportarse como consecuencia una conquista militar (…) Ser un miembro de una minoría nacional siempre significa que se es un ciudadano de segunda clase. (Cursivas añadidas)
El casi increíble rencor que rodea a la administración Trump demuestra precisamente lo poco que realmente aprecian la democracia incluso los occidentales ricos cuando no les gustan sus resultados. Las fuerzas contrarias a Trump se consideran de hecho conquistadas, sintiéndose de repente como ciudadanos de segunda clase en un país que pensaban que conocían (uno en el que un arco “progresista” inevitable elegiría, por supuesto, a Ms. Clinton). No aceptan a Trump como no aceptarían al jefe de una potencia extranjera hostil y ocupante. Pero rechazar el resultado de las elecciones es una posición extraña para los seguidores de Clinton, una candidata que frecuentemente hablaba con entusiasmo acerca de “nuestra sagrada democracia”.
Lo mismo puede decirse para el referéndum del Bréxit en Reino Unido y el creciente sentimiento antiinmigración en toda Europa continental, ambos escarnecidos como populismo siniestro y malintencionado frente a las nobles expresiones del “pueblo” ejercitando sus derechos democráticos. Pero el populismo es solo democracia pura y dura y los administradores tecnócratas están retratados correctamente como enormes hipócritas que usan la vía del apoyo democrático solo cuando va en la dirección de lo que planean hacer de todas maneras.
La democracia, lejos de generar compromiso y armonía, lanza a los estadounidenses unos contra otros al tiempo que crea una clase burocrática permanente. Todo esto es comprensible y predecible desde una perspectiva libertaria. Solo los libertarios hacen un alegato coherente contra los mecanismos democráticos y consideran la libertad frente al poder del estado como mucho más importante que el consenso mayoritario. La libertad no depende del voto, como dice el ilusorio dicho. La libertad (entendida correctamente como nada más y nada menos que la libertad frente al estado) es el máximo fin político.
Pero no vivimos en un mundo libre y la mayoría la gente no es ideológicamente libertaria. La mayoría la gente, aunque de forma mucho menos meditada, son (pequeños) demócratas como el propio Mises. En los años de entreguerras, tras el colapso de las monarquías europeas y el auge del nazismo en Alemania, Mises veía la democracia como el mecanismo social para evitar más guerras y derramamiento de sangre:
La democracia es esa forma de constitución política que hace posible la adaptación del gobierno a los deseos de los gobernados sin luchas violentas. Si en un estado democrático el gobierno ya no está actuando como quiere la mayoría de la población, no hace falta una guerra civil para poner en el cargo a los que están dispuestos a trabajar para atender a la mayoría. Por medio de elecciones y acuerdos parlamentarios, el cambio de gobierno se ejecuta suavemente y sin fricciones, violencia o derramamiento de sangre.
Casi 100 años después, podríamos preguntarnos si seguiría escribiendo hoy esas palabras, habiendo visto el desarrollo de los siglos XX y XXI. A posteriori, parecen inapropiadamente optimistas. Por supuesto, nunca lo sabremos e incluso el anarquista más doctrinario puede admitir que la democracia desempeñó un papel en el éxito de Estados Unidos y Occidente.
Pero ha habido bajas tanto literales como figuradas a lo largo del camino y más se harán evidentes en las próximas décadas. El consenso de la élite occidental, a favor del globalismo, un vago “neoliberalismo” y la socialdemocracia linda con impulsos nacionalistas y de ruptura. El si se permitirá la “democracia” cuando vaya contra el sentimiento de la élite es en buena medida una cuestión abierta y a la gente no se le engaña tan fácilmente diciendo que los proyectos globalistas son en todo caso democráticos.
Es muy importante entender que Mises veía la autodeterminación como el máximo fin político y por tanto argumentaba con vigor contra el universalismo y a favor de la subdivisión política cuando fuera necesario y viable. Reordenar las instituciones políticas creando unidades más pequeñas o abandonándolas del todo a través de la secesión era la respuesta de Mises a la pregunta de cómo podía protegerse a las minorías políticas. Los movimientos de ruptura eran la válvula de seguridad en la concepción de la democracia de Mises:
El derecho de autodeterminación con respecto a la cuestión de la membresía en un estado significa por tanto: siempre que se sepa, por medio de un plebiscito realizado con libertad, que los habitantes de un territorio particular, ya sea un único pueblo, todo un distrito o una serie de distritos adyacentes, ya no desean permanecer unidos al estado al que pertenecen ese momento, sino que desean, o formar un estado independiente, o unirse a algún otro estado, sus deseos tendrían que respetarse y cumplirse. Es la única manera viable y eficaz de impedir revoluciones y guerras civiles e internacionales.
En algún momento los estadounidenses de todas las inclinaciones ideológicas tienen que formularse una pregunta: si se cree realmente que el 30, el 40 o el 50% de la población es imposible de redimir, completamente inmoral, estúpida, fascista, racista o comunista, ¿qué debería hacerse? ¿Habría que matarlos? ¿Deportarlos? ¿Encerrarlos en campos de concentración? ¿Reeducarlos contra su voluntad hasta que voten correctamente? ¿Relegarlos a una casta inferior política, social y económicamente? ¿Tolerarlos, pero castigarlos en elecciones futuras?
¿O deberíamos escuchar a Mises y elevar la separación política, el federalismo y el localismo a los máximos principios políticos?
El gobierno de arriba abajo desde Washington no está funcionando y de hecho está deprimiendo a la gente y haciendo que tenga pensamientos impensables acerca de una guerra civil. El sentimiento a favor y en contra de Trump está destruyendo la cohesión social, el “derecho” real en cualquier sociedad. ¿Y por qué? ¿Por diferencias políticas entre los partidos que nunca levantan un dedo contra la guerra, el poder estatal, los subsidios o la Fed?
Hacen falta 70 millones de votos para controlar la Casa Blanca y el estado administrativo (profundo) puede estar fuera del alcance de incluso una abrumadora mayoría política. No importa dónde se esté ideológicamente, el riesgo de convertirse en una minoría política marginada crece cuando crece el poder del estado. Es hora de dejar de tratar de apoderarse de Washington y empezar a hablar de soluciones realistas de ruptura o federalistas, incluso bajo el paraguas de la continuación del estado federal. Las elecciones de 2018 y 2020 no resolverán nuestros problemas, solo los empeorarán. Al menos 50 o 60 millones de estadounidenses, un grupo mucho más grande que la mayoría de los países, se verá sin representación política y gobernado por un gobierno percibido como hostil, sin que importe de que candidatos o partidos ganen.
Si la ruptura parece impensable, también lo es la guerra civil. ¿Está grabado en piedra que 330 millones de personas deban vivir bajo una jurisdicción federal remota en todo caso y para siempre?
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