El concepto de coacción de Hayek

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[Fragmento del libro La ética de la libertad de Murray RothbardCrítica al concepto de coacción de Friedrich Hayek.]

En su monumental obra The Constitution of Liberty (La Constitución de la Libertad) F.A. Hayek acomete la tarea de fundar una filosofía política sistemática en defensa de la libertad individual. Su arranque es excelente, cuando describe la libertad como ausencia de coacción, asumiendo así un concepto de la “libertad negativa” mucho más lógico y convincente que el de Isaiah Berlin. Desgraciadamente, aflora un penoso y fundamental defecto en el sistema de Hayek cuando procede a definir la “coacción”. En lugar de entenderla –como se hace en el presente ensayo– como el uso (o la amenaza de uso) invasor de la violencia física contra la persona o la (justa) propiedad de un tercero, la presenta con pinceladas mucho más borrosas e imprecisas. Dice, por ejemplo, que la coacción es “la presión autoritaria que una persona ejerce en el medio ambiente o en las circunstancias de otra, de tal modo que ésta, para evitar males mayores, se ve forzada a actuar en desacuerdo con un plan coherente propio y a hacerlo al servicio de los fines de un tercero” (p. 38). Y en otro lugar: “La coacción tiene lugar cuando las acciones de un hombre están encaminadas a servir la voluntad de otro; cuando las acciones del agente no tienden al cumplimiento de sus fines, sino a los de otros” (p. 161).

Según Hayek, la “coacción” implica el uso agresivo de la violencia física, pero, por desgracia, este término incluye también las acciones pacíficas y no agresivas. Así, afirma que “la amenaza de la fuerza o de la violencia constituye la forma más importante de la coacción, aunque no sean sinónimos, puesto que el recurso a la fuerza física no es el único modo de ejercer dicha coacción” (p. 164).

¿Cuáles son, pues, estos otros “modos” no violentos con los que, en opinión de Hayek, se puede ejercer la coacción? Algunos de ellos se inscriben en el ámbito de las interacciones puramente voluntarias, como serían los casos de un “marido hosco” o de una “esposa marimandona”, capaces de hacer la “vida insoportable a cualquiera salvo que se someta voluntariamente a sus caprichos”. Hayek concede aquí que sería absurdo pedir que se declare ilegal el malhumor o el carácter dominante. Pero lo reconoce sólo en virtud del falso argumento de que de lo contrario se daría “una coacción mayor”. Ahora bien, la “coacción” no es una especie de cantidad que se pueda sumar o restar. ¿Cómo comparar cuantitativamente los diferentes “grados” de coacción, sobre todo cuando estas comparaciones se hacen entre diferentes personas? ¿No existe acaso una fundamental diferencia cualitativa, una diferencia de género, entre una esposa gruñona y el uso de la violencia física para rechazar o restringir su desagradable conducta? Parece claro que el problema básico es el uso que hace Hayek del vocablo “coacción”, pues lo entiende como una especie de término híbrido que incluye no sólo la violencia física, sino también acciones voluntarias, no violentas ni invasoras, como la acritud de carácter. El punto en cuestión es, por supuesto, que el marido o la mujer de nuestro caso son libres para abandonar a su desabrido consorte y que, si permanecen a su lado, lo hacen en virtud de una opción libre. El carácter gruñón puede ser una grave desventura moral o estética, pero difícilmente puede decirse que sea “coacción” en un sentido similar al de la utilización de la violencia física.

Sólo confusión puede brotar de la mezcla de estos dos tipos de acciones.

Y no sólo confusión, sino contradicción intrínseca. Hayek incluye, en efecto, en su concepto de “coacción”, no sólo la violencia física, es decir, una acción o un intercambio impuesto por la fuerza, sino también ciertas formas de negativa pacífica y voluntaria a hacer intercambios. La libertad de intercambiar implica necesariamente la libertad equivalente a no hacerlo. Pero para Hayek algunos tipos de negativa pacífica a intercambiar son “coactivos”, y los mezcla y confunde con los intercambios forzosos. Afirma en concreto que “indudablemente se dan casos en los que las condiciones de empleo crean oportunidades de ejercer una verdadera coacción. En periodos de mucho paro, la amenaza de despido puede utilizarse para ejercer coacción y conseguir una conducta distinta del mero cumplimiento de las obligaciones contractuales, una conducta mucho más onerosa y desagradable que la estipulada por las cláusulas entre patrono y obrero. Y en tales condiciones –por ejemplo, las existentes en una ciudad minera– el patrono puede muy bien tratar de una manera enteramente arbitraria, caprichosa y tiránica a quienes no le agradan” (165-166). Ahora bien, “despedir” significa sencillamente que el empleador que invierte su propio capital rehusa hacer más intercambios con una o varias personas. Y puede negarse a ello por varias razones, sin que haya criterios subjetivos que autoricen a Hayek a calificar de “arbitraria” esta conducta. ¿Por qué una razón ha de ser más “arbitraria” que otra? Si lo que Hayek quiere decir es que toda razón que no sea la maximización del beneficio monetario es “arbitraria” ignora la perspicaz intuición de la Escuela Austríaca de que los ciudadanos actúan, también y precisamente en el mundo de los negocios, para maximizar su beneficio “psíquico” más que el monetario y que bajo el primero se incluyen todo tipo de valores, ninguno de los cuales es más –ni menos– arbitrario que los restantes. Parece ser, además, que Hayek da por sobreentendido que los empleados tienen un cierto “derecho” a un empleo fijo, lo que está en abierta contradicción con los derechos de propiedad de los empleadores sobre su propio dinero. Nuestro autor concede que, de ordinario, el despido no es “coactivo”. ¿Por qué, entonces, habría de serlo en situaciones de “elevado desempleo” (en ningún caso creadas por el empleador) o en una explotación minera? Una vez más, los mineros se han desplazado voluntariamente a la explotación y son libres para dejarla cuando lo deseen.

En un error parecido incurre Hayek cuando analiza la negativa de un “monopolista” (el propietario de un determinado recurso) a hacer intercambios. Reconoce que “en el caso de que, por ejemplo, deseara mucho que cierto artista pintase mi retrato y éste rechazase hacerlo a menos que le pagara una fuerte cantidad [¿o si se niega en redondo?] será claramente absurdo decir que estoy sufriendo coacción (165). Pero sí tiene que aplicarse este concepto de coacción al caso del monopolista propietario único del agua de un oasis. “Supongamos que en el oasis se ha asentado un grupo de personas porque piensan que siempre podrán obtener agua a un precio razonable y un buen día descubren, quizá porque los restantes pozos se han secado, que para sobrevivir han de subordinarse a lo que el dueño del primer pozo les exija. Éste sería un caso claro de coacción” (p, 165), ya que el bien o el servicio en cuestión es “esencial para su existencia”. Sin embargo, teniendo en cuenta que este propietario no ha emponzoñado coactivamente los manantiales de la competencia, no puede decirse que “coaccione”; lo que ocurre es que ofrece un servicio vital y que le cabe el derecho o de negarse a vender o de señalar el precio que los clientes deberán pagar. La situación puede ser verdaderamente dramática para los consumidores, como tantas otras en la vida; pero difícilmente podrá decirse que el oferente de un servicio particularmente escaso y vital “coacciona”, tanto si se niega a venderlo como si marca el precio que los compradores tendrán que abonar. Ambas acciones caen dentro del ámbito de sus derechos en cuanto hombre libre y justo dueño del manantial. El propietario del oasis sólo es responsable de la existencia de sus acciones y de sus propiedades; no se le pueden pedir cuentas porque exista el desierto o porque se hayan secado los restantes manantiales.(39)

Imaginemos una situación distinta. Supongamos que en una determinada comunidad sólo hay un médico y que se desencadena una epidemia; sólo él puede salvar la vida de sus numerosos convecinos, una acción ciertamente determinante para su existencia. ¿Les “coacciona” si a) se niega a hacer nada y simplemente abandona la ciudad, o b) exige un precio realmente elevado por sus servicios? Ciertamente no. No hay, por un lado, nada reprobable en el hecho de que una persona cargue sobre sus clientes el valor de sus prestaciones, es decir, lo que aquéllos están dispuestos a pagar. Y a toda persona le asiste, además, el derecho a negarse a hacer algo. Puede tal vez merecer severas críticas éticas o estéticas, pero en cuanto propietario de su propio cuerpo tiene todo el derecho del mundo a negarse a curar o a marcar un alto precio si opta por prestar sus servicios. Afirmar que actúa “coactivamente” implica que sería adecuado y no coactivo que los clientes o sus agentes obligaran al médico a atenderlos: en suma, sería justificar su esclavización. La verdad es que toda esclavización, todo trabajo forzoso, debe ser considerado “coactivo” en el pleno sentido de la palabra.

Cuanto llevamos dicho esclarece la grave contradicción en que se incurre cuando se sitúa una actividad o un intercambio forzoso bajo la misma rúbrica de “coacción” que algunas negativas pacíficas a efectuar intercambios.
Como he escrito en otra parte:

Ofrece un tipo bien conocido de “coacción privada” el difuso pero amenazante “poder económico”. Una de las ilustraciones preferidas del ejercicio de este “poder” es el caso del trabajador despedido de su puesto de trabajo.

Contemplemos de cerca esta situación. ¿qué ha hecho, exactamente, el empleador? se ha negado a seguir manteniendo un cierto intercambio con un trabajador, aunque éste prefería mantenerlo. En concreto, el empleador, A, se niega a vender una determinada suma de dinero a cambio de la compra de los servicios laborales de B. B desea hacer el intercambio, pero A no. el mismo principio puede aplicarse a todos los intercambios, a lo largo y ancho de la economía… el “poder económico” es, pues, en puridad, el derecho a negarse libremente a hacer intercambios. todas las personas tienen este poder. A todas les asiste el derecho a hacer los intercambios que prefieran.

Debería, pues, ser evidente que el estatalismo del “camino intermedio”, que admite que la violencia es mala pero añade que la practicada por el estado es a veces necesaria para contrarrestar la “coacción privada del poder económico” cae en la trampa de una insufrible contradicción. A se niega a hacer un intercambio con B. ¿qué tenemos que decir, o qué debe hacer el gobierno, si B echa mano a su revólver y conmina a A para que acepte el intercambio? éste es el punto crucial. sólo podemos adoptar dos actitudes: o que B está cometiendo una acción violenta y es preciso detenerle, o que le asiste el derecho a dar este paso, porque se limita sencillamente a “contrarrestar la sutil coacción” del poder económico esgrimido por A. O bien el departamento de defensa corre en ayuda de A o se niega deliberadamente a hacerlo, o incluso acude en apoyo de B (o hace el trabajo de éste). No hay componendas.

B comete un acto de violencia. De esto no hay duda. En los términos de las dos teorías (la libertaria y la que argumenta a partir del “poder económico”), esta violencia o bien es invasora y, por tanto, injusta, o defensiva y justa. si aceptamos los razonamientos del “poder económico”, tenemos que inclinarnos por la segunda posición; si los rechazamos, deberemos abrazar la primera. Si elegimos la concepción del “poder económico”, deberemos emplear la violencia para combatir toda negativa a hacer intercambios; si lo rechazamos, tendremos que emplear la fuerza para prevenir toda violenta imposición de intercambios. No hay escape a esta necesidad de elegir entre esto o esto. La “vía intermedia” estatalista no puede decir, en pura lógica, que existen, “varias formas” de coacción injustificada. Tiene que elegir la una o la otra y adoptar una postura consecuente. tiene que confesar que sólo hay una forma de coacción ilegal: o bien la violencia física abierta, o bien la negativa a los intercambios.(40)

Declarar ilegal la negativa a dar trabajo equivale a crear una sociedad de esclavitud generalizada.
Analicemos otro ejemplo que Hayek despacha apresuradamente como no coactivo: “Si una dama me invita a las fiestas que da en su casa sólo porque me ajusto a unas determinadas normas de conducta y me visto de un modo determinado… no puede decirse que ejerce coacción sobre mí” (164-165). Pero, como el profesor Hamowy ha demostrado, también este caso podría considerarse como coactivo, aplicando los criterios del propio Hayek. “Podría ocurrir que yo sea una persona muy relacionada con determinados ambientes sociales y que el hecho de no ser invitado a las mencionadas veladas pudiera ocasionar un notable perjuicio a mi nivel social. Además, mi smoking está en la tintorería y no me lo devolverán hasta dentro de una semana… y la velada es pasado mañana. En estas circunstancias, ¿no puede decirse que la petición de mi anfitriona de que vaya vestido de etiqueta como condición para entrar en su casa es, de hecho, una coacción, dado que supone una amenaza para una de las cosas que más estimo, mi prestigio social?” Hamowy subraya, además, que si la anfitriona exigiera, como precio por su invitación a la velada, “que tendré que limpiar toda la plata y fregar toda la porcelana usada durante la velada”, Hayek no tendría más remedio que calificar –en virtud de sus propios criterios– este contrato supuestamente voluntario de “coactivo.”(41)

Con el propósito de rebatir la acerada crítica de Hamowy, Hayek añadió más tarde que “para que una acción constituya una coacción es necesario que la decisión del coaccionador sitúe al coaccionado en una posición que éste considera peor que la que tenía antes de la acción.”(42) Pero, como Hamowy señaló en su contrarréplica, esto no libra a Hayek de la necesidad de asumir el evidente absurdo de tener que calificar de “coactiva” la invitación a una velada sujeta a una condición. Pues, “el caso propuesto parece cumplir este requisito; mientras que por un lado es cierto que mi aspirante a anfitriona ha ampliado, en cierto modo, en virtud de su invitación, el campo de mis opciones, la situación en su conjunto (incluida mi incapacidad de agenciarme un traje de etiqueta, con la consiguiente frustración) es peor, desde mi punto de vista, que la que disfrutaba antes de la invitación, y ciertamente peor que la que existía antes de que mi hipotética anfitriona decidiera celebrar una velada en esta fecha específica.”(43)

Hayek se ve, como cualquiera de nosotros, en la precisión de admitir una de estas dos cosas: o circunscribir el concepto de “coacción” estrictamente a la invasión contra la persona o la propiedad de terceros, mediante la utilización (o la amenaza de utilización) de la violencia física o desechar totalmente el término “coacción” y limitarse a definir la “libertad” no como “la ausencia de coacción”, sino como “la ausencia de violencia física agresiva o amenaza de la misma”. Hayek concede que “la coacción puede definirse de tal suerte que la convierta en algo que lo penetre todo y que sea inevitable” (168). Por desgracia, este fracaso de su tentativa “de vía intermedia” para confinar la coacción al ámbito estricto de la violencia invade y desvirtúa todo su sistema de filosofía política. Y no puede salvarlo mediante el intento de distinguir, de manera meramente cuantitativa, entre formas de coacción “suaves” y otras “más severas”.

Otro de los fallos fundamentales del sistema de Hayek radica no sólo en que define la coacción en tales términos que desborda las fronteras de la violencia física, sino en que no acierta a distinguir con suficiente precisión la coacción o violencia “ofensiva” de la “defensiva”. Hay todo un mundo de distancia entre una agresión ofensiva (mediante atraco o robo, por ejemplo) contra otra persona, y la que se ejerce para defender la persona o los bienes y rechazar las agresiones del primer tipo. La violencia ofensiva es criminal e injusta; la defensiva es perfectamente justa y adecuada; la primera invade los derechos de la persona y la propiedad, la segunda los defiende contra esta invasión. Para Hayek, en las “coacciones” sólo hay diferencias de grado o de cantidad. Y así, afirma que “la coacción no puede evitarse totalmente, porque el único camino para impedirla es la amenaza de coacción” (38).(44) A partir de aquí, agrava aún más su error cuando añade que “la sociedad libre se ha enfrentado con este problema confiriendo al Estado el monopolio de la coacción, intentando limitar el poder estatal a los casos que sea necesario ejercerlo e impidiendo que dicha coacción se ejercite por personas privadas” (36). Pero aquí no estamos comparando los diversos grados de una masa indiferenciada que podemos llamar “coacción” (incluso aunque la definamos como “violencia física”). Podemos evitar completamente la violencia ofensiva anticipándonos a ella mediante la compra de los servicios de agencias de defensa a las que concedemos únicamente el uso de la violencia defensiva. No nos hallamos indefensos frente a la “coacción” si la definimos sólo como violencia ofensiva (o, alternativamente, si renunciamos totalmente al término mismo de “coacción” y nos atenemos a la distinción entre violencia ofensiva y violencia defensiva).

La segunda crucial sentencia del anterior párrafo de Hayek agrava notablemente su error. En primer lugar, en ningún caso histórico la “sociedad libre” ha “conferido” el monopolio de la coacción al Estado; nunca ha habido nada parecido al “contrato social”. En todos los ejemplos que la historia puede proporcionar, el Estado se ha apoderado, mediante el uso de la violencia ofensiva y de la conquista, de este monopolio de la violencia en la sociedad. Y, además, lo que el Estado detenta no es tanto el monopolio de la “coacción” cuanto más bien el de la violencia ofensiva (además de la defensiva). Este monopolio ha sido construido y se mantiene en pie gracias al empleo sistemático de dos formas específicas de violencia ofensiva: los impuestos para llenar las arcas estatales y la proscripción forzosa de todas las agencias de violencia defensiva que podrían competir con el Estado dentro del territorio de su jurisdicción. Por consiguiente, dado que la libertad requiere la eliminación de la violencia ofensiva en la sociedad (aunque conservando la violencia defensiva contra posibles invasores), el Estado no puede ni podrá nunca justificarse como defensor de la libertad. El Estado asegura su verdadera existencia mediante la doble y omnipresente utilización de la violencia ofensiva contra la genuina libertad y contra la propiedad de los individuos que se supone tiene la misión de defender. El Estado es cualitativamente injustificado e injustificable.
Así, los argumentos que da Hayek para justificar la existencia del Estado y su recurso a los impuestos y a otras medidas de violencia ofensiva se basan en la insostenible supresión de la distinción entre la violencia ofensiva y la defensiva y la aglutinación de todas las acciones violentas bajo la rúbrica única de los diversos grados de “coacción”.

Y esto no es todo. En el decurso de la elaboración de su defensa del Estado y de las acciones estatales, Hayek no sólo ha ampliado el concepto de coacción más allá de la violencia física, sino que además restringe indebidamente este mismo concepto de coacción para excluir ciertas formas de violencia física ofensiva. Con el propósito de “limitar” la coacción del Estado (es decir, para justificar las acciones estatales dentro de estos límites), afirma que la coacción queda minimizada e incluso ni siquiera existe si los edictos en que se basa no son personales y arbitrarios, sino que se promulgan bajo la forma de normas generales, universales, cognoscibles con antelación (el “imperio de la ley”). Constata así que

La coacción que el poder público debe utilizar para dicho fin se reduce al mínimo y resulta tan inocua como sea posible mediante la subordinación a normas generales conocidas, de forma que en la mayoría de los casos el individuo no necesita ser objeto de coacción a menos que por sí mismo se coloque en una situación como consecuencia de la cual dicho individuo sabe que tal coacción tiene que ocurrir. Incluso cuando la coacción es inevitable, queda privada de sus más dañosos efectos encerrándola dentro de deberes limitados y previsibles o al menos haciéndola más independiente de la arbitraria voluntad de otra persona. siendo la coacción impersonal y dependiendo en general de reglas abstractas cuyos efectos sobre los individuos no es posible prever en el momento en que se establecieron, incluso los actos coercitivos de la autoridad se convierten en datos sobre los que el individuo puede basar sus propios planes (39).

Hayek describe del siguiente modo su criterio de que el hecho de que puedan ser evitadas hace que las acciones violentas pierdan, al parecer, su carácter de “coactivas”:

Mientras los preceptos que estipulan la coacción no tengan alcance personal, sino que estén forjados de tal manera que se apliquen a todo el mundo de una forma igual en circunstancias similares, no serán distintos de los obstáculos naturales que afectan a los planes humanos. en cuanto que dicen lo que ocurrirá si alguien hace esto o aquello, las leyes que promulga el poder público tienen, en mi opinión, el mismo significado que las leyes de la naturaleza, y cualquier persona puede aplicar su conocimiento de aquéllas al logro de sus propios objetivos, lo misma que utiliza su conocimiento de las leyes de la naturaleza (172).

Pero, como señala incisivamente el profesor Hamowy: “De aquí se sigue que si el señor X me previene que va a venir a matarme si le compro algo al señor Y, y si los productos que pone a disposición el señor X los puede poner también otro (probablemente el citado señor Y), la acción del tal señor X no es coactiva”, porque puedo evitar comprar al señor Y. Y prosigue: “La posibilidad de evitar una acción no es suficiente, según este criterio, para crear una situación teóricamente idéntica a otra en la que no existe ningún tipo de amenaza. La parte amenazada no es menos libre que lo era antes de producirse la amenaza si puede evitar la acción del amenazante. Siguiendo la estructura lógica de esta línea argumentativa, la ‘coacción que surge de una amenaza’ no es un acto coactivo. Si sé de antemano que seré atacado por un grupo de matones si tengo la osadía de entrar en un barrio determinado, y puedo evitarlo, no soy coaccionado por aquellos gorilas… Podría considerarse el citado barrio… del mismo modo que una ciénaga infestada: las dos cosas son evitables, no tienen nada personal contra mí.” En conclusión, no ejercen “coacción”, según Hayek.(45)

Este criterio hayekiano de evitabilidad para determinar si existe o no coacción desvirtúa a todas luces y de forma absurda el concepto mismo de “coacción” y sitúa acciones patentemente ofensivas y coactivas bajo la benigna rúbrica de no coactivas. Y aun así, Hayek intenta excluir de este débil criterio de evitabilidad al gobierno. Concede, en efecto, que los impuestos y el servicio militar no son, ni se supone que sean, “evitables”, pero afirma a la vez que ninguno de los dos es coactivo, dado que “son al menos previsibles y se imponen sin tener en cuenta la manera como el individuo utilizaría sus energías de ocurrir las cosas de otra forma. Precisamente quedan de esta suerte despojados, en gran parte, de la naturaleza dañina de la coacción. Si la necesidad conocida de pagar una cierta cantidad de impuestos se convierte en la base de todos mis planes, si un período de servicio militar es una parte previsible de mi carrera profesional, es indudable que puedo adoptar un plan general de vida de mi propia confección y soy tan independiente de la voluntad de otra persona como hayan aprendido los hombres a serlo en sociedad” (172).

Raras veces se ha manifestado tan abiertamente lo absurdo que resulta querer hacer de las normas generales, universales (“por un igual aplicables”) y predecibles el criterio, o la defensa, de la libertad individual.(46) Esto significa, en efecto, que si hubiera, por ejemplo, un gobierno que decretara que todas las personas deberían vivir en esclavitud un año de cada tres, tal esclavitud universal no sería “coactiva”. ¿En qué sentido son las normas generales de Hayek superiores o más libertarias que cualquier caso concebible de normas dictadas por el capricho? Imaginemos dos sociedades posibles. La una es gobernada por la vasta red de las normas hayekianas, de general aplicación a todos los ciudadanos, tales como: todos los habitantes serán reducidos a esclavitud uno de cada tres años; a nadie se le permitirá criticar al gobierno so pena de muerte; nadie podrá consumir bebidas alcohólicas; todos deberán arrodillarse en dirección a La Meca tres veces al día a unas horas determinadas; todos tendrán que llevar un uniforme específico de color verde, etc., etc. Es patente y evidente que tal tipo de sociedad, aun cumpliendo todos los requisitos pedidos por Hayek para que una ley no sea coactiva, es absolutamente despótico y totalitario. Imaginemos, por contraste, la segunda sociedad, totalmente libre, en la que todos y cada uno de los ciudadanos gozan de libertad completa para emplear sus personas y sus propiedades, para hacer intercambios, etc., tal como les plazca, excepto que, una vez al año, el monarca (que no tiene literalmente nada que hacer el resto del tiempo) lleva a cabo un acto de invasión arbitraria contra un individuo que ha elegido personalmente. ¿Cuál de las dos debe ser tenida por más libre, más libertaria?(47)

Vemos, en conclusión, que los Fundamentos de la libertad de Hayek no pueden proporcionar, bajo ningún concepto, los criterios ni la base de un sistema de libertad individual. A sus profundamente insuficientes definiciones de la “coacción” se añade, en la teoría hayekiana de los derechos individuales, el fallo básico de que –como Hamowy subraya– tales derechos no surgen de una doctrina moral ni de un “cierto orden social independiente y no gubernamental”, sino cabal y precisamente de los poderes públicos. Para Hayek, en efecto, son el gobierno y su imperio de la ley quienes, más que ratificar o defender el derecho, lo crean.(48) No tiene, pues, nada de sorprendente que, a lo largo de las páginas de su libro, Hayek haya dado su aprobación a una larga lista de acciones estatales que invaden claramente los derechos y las libertades de los ciudadanos concretos.(49)

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