La intervención en el intercambio de dinero y el comercio bilateral

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[Fragmento de La acción humana, capítulo 31, parte 6]

Tan pronto como el estado pretende dar al signo monetario nacional, con respecto al oro y a las divisas extranjeras, un valor superior al que el mercado le reconoce, es decir, en cuanto el gobernante fija al oro y a las divisas tasas máximas inferiores a su precio de mercado, se producen las consecuencias previstas por la ley de Gresham. Aparece lo que, inadecuadamente, las autoridades denominan escasez de divisas.

Todo bien económico, por definición, escasea; en otras palabras: las disponibilidades de cualquier bien económico resultan siempre insuficientes para atender cuantos empleos al mismo útilmente cabría dar. Un bien que, en razón a su abundancia, esté al alcance de todos no puede calificarse nunca de económico; su precio es cero; nadie está dispuesto a dar nada por él. El dinero, ex definitione, es un bien económico; luego por fuerza tiene que ser escaso. Cuando las autoridades se lamentan de la escasez de divisas, de lo que en verdad se quejan es de otra cosa; a saber, del efecto provocado por su política de tasación de precios. Al precio oficial arbitrariamente señalado, la demanda excede a la oferta. Si el poder público, tras rebajar mediante la inflación el poder adquisitivo de la moneda en relación con el oro, las divisas extranjeras y los bienes y servicios en general, se abstuviera de interferir los cambios exteriores, nunca aparecería aquella escasez a la que los gobernantes aluden. Quien quiera que estuviera dispuesto a pagar el correspondiente precio de mercado hallaría todas las divisas que desee.

El gobierno, sin embargo, quiere evitar la elevación de las cotizaciones extranjeras y, confiado en el poder de tribunales y policías, prohibe cualquier transacción que no concuerde con el precio oficial. Los gobernantes y sus corifeos aseveran que el alza de la moneda extranjera es consecuencia de una desfavorable balanza de pagos aprovechada por los especuladores para personalmente lucrarse. En el deseo de remediar la situación adoptándose medidas tendentes a restringir la demanda de divisas. Sólo quienes  vayan a destinarlas a operaciones previamente aprobadas por la administración podrán en lo sucesivo adquirirlas. Aquellos bienes que las autoridades reputen superfluos dejarán de importarse. Se evitará en la medida de lo posible el pago de principal e intereses de las deudas con el extranjero. Serán restringidos los viajes allende las fronteras. El gobierno, sin embargo, no se percata de que con tales medidas jamás puede «mejorar» la balanza de pagos. Reducidas las importaciones, las exportaciones congruamente disminuyen también; no porque se impida a las gentes adquirir mercancías foráneas, pagar créditos extranjeros, viajar más allá de las fronteras propias, etcétera, van aquéllas a atesorar el correspondiente efectivo. Antes al contrario, incrementarán sus adquisiciones tanto de bienes de consumo como de factores de producción en el interior del país, desatando así una tendencia alcista en los precios. Y cuanto más suban éstos, menos se exportará.

El poder público, ante esta realidad, se cree en el caso de proseguir por el camino de la injerencia y nacionaliza el comercio exterior. Todo aquel que reciba divisas —procedentes, por ejemplo, de una exportación— habrá de cederlas al correspondiente organismo al precio oficialmente fijado. Si el mandato de la autoridad —que equivale a gravar la exportación— es rigurosamente acatado, las ventas al extranjero se reducen, pudiendo incluso cesar por completo. Esto, ciertamente, contraría al jerarca. Tercamente, sin embargo, se resiste a reconocer que su injerencia está fallando cada vez más, habiendo sido provocada una situación que, incluso desde el punto de vista del propio gobernante, es mucho peor que aquella que deseaba corregir. Montan entonces las autoridades nuevo artilugio. Proceden a subvencionar las exportaciones en la medida precisa para compensar las pérdidas que a los exportadores les ocasiona la implantada política de cambios.

La oficina que controla la compraventa de divisas, por su lado, aferrándose obstinadamente a la ficción de que los tipos «en realidad» no se han elevado y que la paridad legalmente establecida es la efectiva, facilita divisas a los importadores al cambio oficial. Ello supone primar las importaciones. Todo comerciante que consigue divisas obtiene señalados beneficios al vender en el interior las mercancías importadas. Por ello, los poderes públicos recurren a nuevos arbitrismos. O elevan las tarifas arancelarias o imponen cargas y gravámenes a las importaciones; en definitiva, encarecen, por un procedimiento u otro, la adquisición de divisas.

El control de cambios así comienza, por fin, a funcionar. Opera bien, sin embargo, sólo porque virtualmente se están acatando las cotizaciones del mercado libre de divisas. El exportador obtiene por las que entrega ahí correspondiente organismo su equivalente oficial y además el correspondiente subsidio, con lo que acaba por cobrar una suma igual al cambio libre. El importador a su vez abona por la divisa el precio oficial y además una prima, tasa o impuesto especial, de tal suerte que, en definitiva, desembolsa el cambio de mercado. En esta situación, los únicos seres de inteligencia tan obtusa que no aciertan a percatarse de la realidad, dejándose sorprender por la fraseología burocrática, son aquellos autores que en sus trabajos y libros ensalzan las nuevas experiencias y métodos del dirigismo monetario.

La monopolización del tráfico de las divisas confiere a las autoridades el control absoluto del comercio exterior. No por ello, sin embargo, logran aquéllas influir las cotizaciones extranjeras. Vano es que el poder público prohiba la publicación en periódicos y revistas de los cambios reales. En tanto haya comercio exterior, sólo las cotizaciones libres y efectivas serán tenidas en cuenta por quienes operen en el correspondiente mercado.

El gobernante, a fin de ocultar en lo posible la realidad, quisiera que las gentes eludieran el mencionar los verdaderos tipos de cambio manejados. Procura, en ese sentido, organizar el comercio exterior a base de trueque, evitando así las expresiones monetarias. Móntanse al efecto los llamados tratados comerciales bilaterales y las operaciones de clearing. Cada parte se compromete a entregar determinada cantidad de bienes y servicios, recibiendo en pago otra suerte de bienes y servicios. Rehúyese, en tales convenios, con sumo cuidado, toda alusión al dinero y a los cambios. Los contratantes, sin embargo, en su fuero interno, calculan el valor de lo que compran y venden a base de los precios internacionales en oro. Mediante estos conciertos de trueque y compensación, el comercio bilateral viene a sustituir al comercio triangular o multilateral de la época liberal. Ahora bien, lo que no se consigue con ello es variar la pérdida de poder adquisitivo experimentado por la moneda nacional con respecto al oro, las divisas y los bienes económicos en general.

El control de cambios no es, en realidad, sino un nuevo paso por el camino que conduce a la implantación del socialismo. Contemplado desde cualquier otro ángulo, su ineficacia es notoria. Ni a la corta, ni a la larga, lo más mínimo influye en la determinación del precio de las divisas extranjeras.

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