La tragedia de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial

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Esta semana, unos 80 dignatarios, que incluyen a los presidentes Putin y Trump y la canciller Merkel, se reúnen en Francia para la culminación de un año de recuerdos del centenario del final de la “Gran Guerra” el 11 de noviembre de 1918, posteriormente calificada y conocida por cualquier estudiante estadounidense de bachillerato como la Primera Guerra Mundial. Con más de 17 millones de personas muertas en esta guerra, incluyendo a más de 116.000 estadounidenses, y varios millones más heridos, gaseados o mutilados, es un conflicto hoy ampliamente desconocido. De hecho, debido al tamaño y ámbito de la Segunda Guerra Mundial, su influencia cultural y su mayor cobertura y registro en los medios de comunicación, a la Primera Guerra Mundial se la llama a menudo “la guerra olvidada”.

Aun así, fue un acontecimiento catastrófico por sí mismo que al tiempo anunciaba la guerra más intensa y violenta en el siglo XX y alimentaba el crecimiento del pantagruélico gobierno central en Estados Unidos. Sin embargo, lo más importante fue que fue una guerra que nunca debería haberse producido (los orígenes causales y la asignación de culpa siguen siendo temas polémicos de debate un siglo después, un hecho que por sí solo atestigua su superfluidad) y una en la que, en todo caso, Estados Unidos no debería haber entrado jamás. Estas son las perturbadoras tesis acerca de la guerra que no serán recordadas por nadie en las élites globales en París esta semana, pero que, dadas las lecciones para la actualidad, los estadounidenses deberían aprender de ellas, para reclamar a sus dirigentes en Washington políticas más sabias en el futuro. Lo que sigue es un breve resumen de la implicación de Estados Unidos en la guerra y sus lecciones para la actualidad.

Los orígenes del conflicto en 1914

Cuando Estados Unidos declara la guerra a Alemania con grandes mayorías en ambas cámaras del Congreso y el apasionado discurso del presidente Woodrow Wilson en una sesión conjunta el 2 de abril de 1917, este afirma que Estados Unidos debe luchar en la guerra europea “para hacer al mundo seguro para la democracia”. Solo habían pasado cinco meses desde que Wilson hubiera conseguido la reelección en 1916 con el lema “Nos mantuvo fuera de la guerra”: Sin embargo, 100 años después, sigue sin haber una explicación claramente enunciada de qué significa crear seguridad para la democracia. Pero la historia posterior demostraría que este objetivo (signifique lo que signifique) casi con seguridad que no fue logrado por la victoriosa Entente ni por su potencia asociada y posterior incorporación, Estados Unidos.

Aun así, cuando el conde de Metternich convocó el Congreso de Viena en noviembre de 1814 para resolver las disputas que se llevaban gestando mucho tiempo en Europa tras las guerras napoleónicas, pocos podían haber adivinado que exactamente un siglo después su augusto proyecto se haría añicos para siempre en las brasas del hirviente nacionalismo de los Balcanes. El concierto europeo de Metternich, de hecho, había sido duradero e importante: después de 1815 solo había habido escaramuzas mnores y limitadas en toda Europa en el siglo XIX: la formación de la Segunda República Francesa después de la revolución liberal de 1848, la Guerra Franco-Alemana de 1871 que traspasó Alsacia y Lorena y la consolidación de los estados-nación de Alemania e Italia. Entretanto, los británicos estaban extendiendo su imperio hasta los lejanos confines de Asia y África. Pero después de la victoria sobre Napoleón en Waterloo en 1815. No hubo ninguna guerra importante en el corazón de Europa durante otro siglo.

Así que, a lo largo de todo el continente, el siglo XIX fue un siglo de paz general y de una riqueza material siempre creciente para las masas, gracias a la creciente integración económica y sus correspondientes ganancias del comercio. El estado de derecho, la protección de los derechos de propiedad, un marco monetario sólido y el despliegue de las energías empresariales, gracias a un capital paciente, se habían extendido por todo el continente y creado un orden civilizado. Fue, como diría posteriormente el economista austriaco Ludwig von Mises, la era del liberalismo, que se caracterizó por el cese generalizado de la guerra y sus correspondientes destrucciones e impuestos empobrecedores.

La Primera Guerra Mundial, que acabó con esta paz y prosperidad extendidas fue, por tanto, una terrible tragedia. En total, se movilizaron unos 65 millones de tropas (incluyendo 4,7 millones de estadounidenses), hubo más de 20 millones de bajas incluyendo civiles y los imperios austrohúngaro, alemán, otomano y ruso fueron destruidos. Por su parte, los victoriosos imperios británico y francés se debilitaron y en la práctica quedaron quebrados. Los británicos necesitaron un siglo para pagar sus empréstitos de guerra. Se rehicieron muchas fronteras nacionales y gobiernos activistas intervencionistas y de altos impuestos reemplazaron en todas partes a regímenes de laissez faire.

La entrada en guerra de Estados Unidos en 1917

Sin embargo, al principio de las hostilidades en 1914, el presidente Wilson trató de mantener un rumbo neutral. No había ninguna razón apreciable para que Estados Unidos se implicara en una guerra en territorio europeo y Estados Unidos comerciaría con (y recibiría inmigrantes de) todos los países en el conflicto. Siguiendo una política exterior duradera que había sido enunciada por primera vez el primer predecesor de Wilson, George Washington, la postura estadounidense en la Gran Guerra siguió siendo, como siempre, “amiga de la libertad en todas partes, garante de ella solo en nuestro territorio”. Los críticos llamaban a esto “aislacionismo”, pero el pueblo estadounidense, casi en su unanimidad, buscaba eludir el conflicto masivo al otro lado del Atlántico.

Las tensiones aumentaron en mayo de 1915 con el hundimiento del transatlántico Lusitania por un submarino alemán, matando a 128 estadounidenses, entre otros. Aunque había habido protestas contra Alemania por esa guerra submarina sin restricciones, el gobierno alemán había tratado arduamente de advertir a los pasajeros estadounidenses a través de anuncios en los medios de comunicación más importantes de la costa este y de hecho el Lusitania transportaba contrabando, siendo por tanto un objetivo legítimo de guerra. En todo caso, Wilson fue capaz de conseguir que el gobierno alemán restringiera sus operaciones y dejara que un número y tipo específicos de barcos estadounidenses viajaran a Inglaterra y, a pesar de algunos otros incidentes menores, el presidente obtuvo su reelección en noviembre de 2016 con el lema de campaña de “Nos mantuvo fuera de la guerra”.

Sin embargo, a finales de 1916 las cosas pintaban mal para la Triple Entente (la alianza entre Gran Bretaña, Francia y Rusia). Rusia tenía problemas en el este y estaba plagada de fervor revolucionario. Era cada vez más probable que el frente occidental, aunque estabilizado, se volviera sangriento por los esfuerzos alemanes mayores y más poderosos si Rusia salía de la guerra. Franceses y británicos, afectados por pérdidas en Turquía y más bajas en su frente alemán que los alemanes, estaban empezando a temer ser incapaces de continuar financiando su esfuerzo de guerra. Los italianos estaban en un callejón sin salida. Los aliados veían cada vez más una buena solución a sus penalidades y estaba al otro lado del Atlántico.

Así que se redoblaron las presiones sobre Wilson para que se uniera a la fraternidad. Los británicos, como harían de nuevo después de 1939, desarrollaron un trabajo ímprobo para que atraer a Estados Unidos a la guerra a través de la propaganda, como las supuestas atrocidades alemanas en el frente belga. Además, se había prestado el equivalente a decenas de miles de millones de dólares de 2018 a Gran Bretaña y Francia por parte de bancos de Nueva York, como Goldman Sachs y J.P. Morgan (que tenían importantes sucursales europeas en Londres y París y por tanto lideraban los intentos estadounidenses de conseguir dinero para estos beligerantes), lo que era al menos cinco veces la cantidad prestada a la Potencias Centrales (Alemania y Austria-Hungría): si Alemania ganaba la guerra, estos préstamos a las potencias occidentales no podrían recuperarse. Los fabricantes de armamento y productores industriales estadounidenses como Bethlehem Steel o DuPont, muchos de los cuales habían sufrido durante la recesión de 1913-14 en Estados Unidos, estaban encantados con la llegada de la guerra. Las exportaciones a Gran Bretaña y Francia se cuadruplicaron entre 1914 y 1917.[1]

Por tanto, había fervientes defensores de la entrada en guerra de Estados Unidos en los sectores industrial y financiero estadounidenses, así como algunas voces en la clase política, que incluían al expresidente Theodore Roosevelt, el “John McCain de su tiempo” con respecto a su belicosidad de “todas las guerras, en todas partes”.

Así que al principio de 1917 los alemanes creían que estas diversas presiones arrastrarían a los estadounidenses a la guerra en su contra hicieran lo que hicieran. Pero también concluyeron que llevaría varios meses a Estados Unidos movilizar sus tropas y unirse a la pelea. Buscaron por tanto acabar rápidamente en el este y tratar de presionar con un ataque al oeste que, junto con un bloqueo naval intensificado, pudieran conseguir la capitulación por hambre de Gran Bretaña y Francia antes de que Estados Unidos pudiera marcar la diferencia.

El 19 de enero de 1917, el secretario de asuntos exteriores del Imperio Alemán, Arthur Zimmermann, enviaba un mensaje codificado al embajador alemán en México, anunciando la reanudación de la guerra submarina sin restricciones el 1 de febrero. Aunque se solicitaría a Estados Unidos que permaneciera neutral, se preveía que esto generaría una declaración de guerra, para cuyo caso Alemania buscaba una alianza con México, para atacar a Estados Unidos y reclamar territorios en el sudeste estadounidense perdidos 70 años antes. Este Telegrama Zimmermann, como sería conocido, fue interceptado por los británicos y hecho público en Estados Unidos, lo que, unido a la reanudación de la guerra submarina, llevó al presidente Wilson a romper relaciones diplomáticas con Alemania el 2 de febrero. Zimmermann admitió la veracidad de la nota el 3 de marzo y, después del hundimiento de algunos barcos más que transportaban estadounidenses, esto hizo que Wilson reclamara la declaración de guerra el 2 de abril, con una declaración formal aprobada el 6 de abril.

La conducta de la administración Wilson en tiempo de guerra y la llegada del Gran Gobierno y la planificación centralizada

Aunque la mayoría de los estadounidenses estaban inflamados de fervor patriótico cuando se les recordaba el Lusitania (¡23 meses antes!) y luego enfurecieron al conocer el Telegrama Zimmermann, la entrada en guerra no estuvo exenta de polémica. El secretario de estado, William Jennings Bryan, ya había dimitido de su puesto en el gabinete tras el hundimiento del Lusitania, temiendo una inclinación hacia los británicos mediante la financiación de la guerra. Bryan había recomendado a Wilson ya en 1914 que se prohibieran los préstamos y exportaciones estadounidenses a los beligerantes para acortar la guerra. Su consejo fue ignorado. El conocido izquierdista y progresista Randolph Bourne rompió públicamente con Wilson por el tema de la guerra. Fue uno de los muchos que lo hicieron. Y también hubo críticos entre los que hoy llamaríamos libertarios del pequeño gobierno, siendo el más importante H.L. Mencken, del Baltimore Sun.

Todo esto resulta hoy de interés, porque aunque el esfuerzo de guerra recayó sobre todo en los soldados y marines estadounidenses combatiendo sobre el terreno en Francia, hubo bolsas de protestantes en Estados Unidos. Los protestantes no veían ninguna lógica en que lucháramos en guerras a favor de beligerantes europeos, con todos los cuales había habido relaciones comerciales amistosas antes de la guerra y ninguno de los cuales representaba una amenaza para nosotros. Es un paralelismo histórico con las guerras estadounidenses de nuestra época contra el mundo musulmán y las guerras anteriores en Asia Oriental.

En el interior, el historiador Ralph Raico nos cuenta que la guerra dio paso a la planificación centralizada a una escala masiva no vista desde la Guerra de Secesión, cuyos controles y dictados federales fueron ampliamente sobrepasados en 1917. El Congreso aprobó la Ley de Defensa Nacional, por ejemplo. Daba al presidente la autoridad, en tiempo de guerra “o cuando la guerra fuera inminente” para dar órdenes a empresas privadas que tendrían “preferencia sobre todas las demás órdenes y contratos”. Si el fabricante rehusaba cumplir la orden a un “precio razonable determinado por la Secretaría de Guerra”, el gobierno estaba “autorizado a tomar posesión inmediata de dicha fábrica y fabricar allí el producto o material que pudiera requerir” el esfuerzo de guerra. Entretanto, el dueño del negocio privado sería “considerado culpable de un delito”.

Una vez declarada la guerra, el poder del gobierno federal creció a un ritmo mareante en todas direcciones. Por ejemplo, la Ley Lever, aprobada el 10 de agosto de 1917 era una ley que, entre otras cosas, creaba la United States Food Administration y la Federal Fuel Administration: esto ponía el gobierno federal al mando de la producción y distribución de toda la comida y el combustible en Estados Unidos. El presidente Wilson llegaba a todos los rincones de la vida estadounidense bajo la justificación del esfuerzo de guerra a través de controles de precios y manipulación monetaria, así como de acciones directas como prohibir la venta de cerveza (y esto justo antes de la Ley Seca).

Algunos de los comportamientos de la administración Wilson fueron vergonzosos. Por ejemplo, en un intento de controlar la opinión pública que enorgullecería a Josef Goebbels, se denunció a unos 850 ciudadanos bajo las leyes de espionaje y sedición entre 1917 y 1919, con muchos encarcelados por la temeridad de cuestionar la lógica de la guerra. Los más famosos fueron el excandidato socialista a presidente Eugene V. Debs, que fue multado y recibió una sentencia de cárcel de diez años (tenía 63 años) después de un discurso en Canton, Ohio en junio de 1918 en el que censuraba la implicación estadounidense en una guerra que no nos afectaba ni afectaba a la seguridad nacional; Debs criticaba además el uso de un ejército de reclutas/trabajo esclavo para realizar la guerra. Se le concedió el indulto por parte del presidente Harding en las Navidades de 1921 y se reunió con él al día siguiente en la Casa Blanca. Pero en una penitenciaría federal fría, húmeda y oscura de Atlanta Debs había contraído la tuberculosis que le llevó tal vez a una muerte prematura en 1926.

Además, Wilson creó una oficina de propaganda inmediatamente después de la declaración de guerra, llamada Comité de Información Pública. Era una agencia de propaganda con personal del gobierno encargada de controlar los mensajes de los medios (esto es, dar “sentido” a las noticias de la guerra) para mantener alta la moral en EEUU, administrar la censura voluntaria de prensa y desarrollar propaganda en el extranjero. Acabó teniendo 37 divisiones distintas. Estas incluían la División de Publicidad Pictórica, que empleaba a cientos de artistas para crear carteles con temas patrióticos o incitar al medio y al odio a los alemanes.

Wilson también hizo que uno de sus compinches, Albert M. Briggs, creara la American Protective League (APL), una organización de 250.000 personas privadas que trabajaban con las agencias de aplicación del derecho federal  durante la Primera Guerra Mundial para identificar sospechosos de simpatías germánica. Su misión era “contrarrestar las actividades de radicales, anarquistas, activistas contrarios a la guerra y organizaciones sindicales y políticas de izquierdas”. En otras palabras, era un gigantesco “ejército” de chivatos, una especie de Gestapo benigna. Una víctima fue un hombre llamado Taubert en New Hampshire, que recibió una condena de tres años en prisión por decir en voz alta y en público que la Primera Guerra Mundial era una guerra “para J.P. Morgan y no para el pueblo”. Quería decir que la guerra se libraba para recuperar los préstamos de guerra de Morgan a los británicos y franceses y aumentar los ingresos de la clase capitalista.

La entrada estadounidense en guerra sí tuvo los efectos deseados para los Aliados: Alemania se quedó sin dinero, sin alimentos y empezó a sufrir reveses en el oeste. Aunque no se conquistó ni un solo metro cuadrado de territorio alemán, fueron los alemanes los que parpadearon y la guerra terminó hace exactamente 100 años esta semana, el 11 de noviembre de 1918, a las 11 de la mañana en horario de Europa central.

En  un escándalo final, tal vez hubo unas 10.000 bajas en las horas finales del último día de la guerra, cuando 320 estadounidenses murieron y 3.240 resultaron heridos en la mañana del 11 de noviembre, incluyendo marines de EEUU a los que se le había ordenado tacar y cruzar el río Mosa y la División de Infantería del 92 Ejército de EEUU en un ataque en el Argonne. A pesar del conocimiento general el 9 de noviembre de que el final sería probablemente en día 11 y con el conocimiento firme a las cinco de la mañana del día 11 de que los alemanes habían aceptado detener las hostilidades seis horas antes, se ordenó atacar a los estadounidenses, en algunos lugares, nidos de ametralladoras alemanas. El comandante de la Fuerza Expedicionaria, el general John Pershing, tuvo que prestar testimonio en el Congreso un año después acerca de la insensatez de dar órdenes de ataque en la última mañana de la guerra, algo que ocultó en sus respuestas. Posteriormente se demostró que era cierto que Pershing había mentido sobre su conocimiento del final preciso de la guerra. Pero Pershing, para entonces considerado un héroe de guerra, nunca fue acusado de nada, ni ningún otro oficial estadounidense.

Las consecuencias de la guerra y sus lecciones para el día de hoy

El presidente Wilson, tras obtener su victoria y su sitio en la Conferencia de Versalles, buscó conseguir una paz basada en una propuesta de 14 puntos que esperaba que fuera la base para una tranquilidad internacional permanente controlada a través de la Sociedad de Naciones. Pero el pueblo estadounidense se replegó rápidamente sobre sí mismo, rechazó la participación estadounidense en la Sociedad y salió de Europa.

Al mismo tiempo, los términos del acuerdo de Versalles eran inapropiadamente duros con los países derrotados. John Maynard Keynes predecía en su libro de 1919, Las consecuencias económicas de la paz, que, como consecuencia, la guerra se reanudaría en 20 años. En esto fue precisamente correcto, ya que Versalles fijaba cantidades de indemnización que los vencidos nunca podrían pagar (y que acabarían siendo repudiadas en todo caso). Pero eran en la década de 1920 lo suficientemente duras como para garantizar la inestabilidad política y la destrucción de la sociedad civil en Alemania, lo que dio paso a Hitler.

La participación en la guerra también causó alteraciones económicas en Estados Unidos. Ante todo, murieron 116.000 estadounidenses y unos 320.000 fueron heridos o mutilados y más de la mitad de los fallecidos en la guerra murieron debido a enfermedades, incluyendo una gripe maligna que arrasó el mundo en 1918-19. (La llamada gripe española mató a 500.000 personas dentro de Estados Unidos). Debido a las exigencias de la financiación y producción en tiempo de guerra, la economía de EEUU experimentó un salto en deuda, inflación y alteraciones monetarias y luego una castigadora recesión de posguerra en 1920-21. (Llamada entonces “depresión”, fue la peor en la historia de Estados Unidos hasta entonces y sigue siendo una de las cuatro principales contracciones desde la fundación de la república). El desempleo se cuadruplicó hasta el 12% en 1921, y la producción industrial disminuyó en más del 30% en medio de un gran sufrimiento humano.

La supervisión regulatoria y los impuestos en tiempo de guerra fueron un reto para los negocios estadounidenses y solo cuando se produjeron la desregulación y las rebajas de impuestos de Mellon bajo el presidente Coolidge la economía de EEUU recuperó completamente una vitalidad perdida en la corrección de la posguerra.

Vista especialmente frente al desmesurado panorama global que fue la Segunda Guerra Mundial, la Primera Guerra Mundial se ha ido olvidando en nuestra memoria colectiva. Se estudio poco y se explica y discute todavía menos. Pero, con el tiempo, pertrechados con toda la información de la historia posterior, los analistas han empezado a plantear las incómodas preguntas definitivas. ¿Por qué fue Estados Unidos a la guerra y que consiguió con ello? Haciendo un análisis de los costes y beneficios de la intervención estadounidense en una guerra europea, ¿fue la decisión correcta?

La respuesta ahora está clara: moral, estratégica y financieramente, la participación de Estados Unidos fue un desastre. El esfuerzo estadounidense fue un claro fracaso considerando el objetivo declarado de la guerra por el propio presidente Wilson: asegurar la extensión de la democracia y acabar con todas las guerras.

Pero esta respuesta da ideas más incisivas con un pensamiento más profundo. El historiador Jim Powell del Cato Institute ofrece una teoría interesante y convincente acerca de un flujo alternativo de acontecimientos que se habrían producido en ausencia de intervención estadounidense en la guerra. Aunque no podemos demostrar nunca una afirmación contrafactual, es seguro afirmar que si Estados Unidos no hubiera intervenido, las naciones beligerantes hubieran llegado a alguna especie de empate. Habrían negociado una tregua, aceptando un estado de cosas de acuerdo con las posiciones de los ejércitos enemigos en 1918. Esto habría tenido enormes implicaciones políticas a continuación. En concreto:

(a) Cuando el régimen zarista de Nicolás II se vino abajo a mediados de marzo de 1917, se formó un gobierno provisional encabezado por el antiguo ministro de asuntos exteriores, Alexander Kerensky, con el supuesto objetivo de mantener una democracia parlamentaria. Pero la confusión y la desmoralización reinaban en los frentes de batalla de Rusia y el gobierno Kerensky se vio obligado a enfrentarse a una crisis fiscal inmediata. Kerensky esperaba abandonar la guerra y crear una política estable, pero amenazaba una quiebra estatal.

Las potencias occidentales se fueron aproximando para dar apoyo financiero y el presidente Wilson envió a negociar a Petrogrado al exsecretario de estado, Elihu Root, que entonces tenía 72 años. Root ofreció a los rusos 325 millones de dólares en préstamos de guerra, equivalentes hoy a 6.400 millones de dólares, pero solo si permanecían en guerra. Kerensky se negó, pero se arrepintió enseguida, creyendo que no tenía elección: los rusos tomaron el dinero estadounidense y lanzaron nuevas ofensivas contra los alemanes en julio y agosto de 1917. Fueron un fracaso, lo que hizo que Kerensky perdiera credibilidad y apoyo entre el pueblo y el ejército rusos. En octubre, Lenin estaba a punto de alcanzar el poder, tomándolo en la revolución del 7 de noviembre. Poco después, Lenin y Trotsky firmaron con Alemania la paz en Brest-Litovsk. Incluía la entrega a Alemania de vastos territorios, incluyendo los estados balcánicos. Aunque este tratado fue anulado en Versalles, dio a Lenin legitimidad para acabar con la guerra, algo que había eludido Kerensky, y también le dio tiempo para empezar a consolidar el poder bolchevique a través de la Guerra Civil Rusa (1917-22).

(b) Pero si los estadounidenses no hubieran intervenido ni ayudado al gobierno de Kerensky, puede que este hubiera considerado a su país efectivamente quebrado y se habría rendido en marzo de 1917. Los alemanes no habrían tenido la necesidad de usar a Lenin, que volvió a Petrogrado después de diez años en el exilio el 16 de abril (desde Suiza, a través de las líneas alemanas). Tampoco habrían tenido que apoyarle para que despertara las pasiones bolcheviques para acabar con la dinastía Romanov. Por el contrario, los alemanes podrían haber apoyado a Kerensky y estabilizado Rusia antes del caos que acabó produciéndose ese otoño.

(c) Sin Lenin ni la Revolución Bolchevique en 1917, esto podía haber significado la ausencia de consolidación del poder por parte de los Rojos y por tanto la no aparición de Stalin en 1924, Cualquier impulso con éxito de Kerensky habría implicado paz con Occidente y tal vez ayuda para establecer un orden de mercado casi liberal.La ausencia de Stalin habría implicado una trayectoria distinta para la historia de Rusia en la décadas anteriores a la Segunda Guerra Mundial.

(d) Entretanto, el ejército alemán habría estabilizado su frente occidental e incluso tal vez capturado territorios franceses y belgas adicionales. La guerra en el oeste podría haber terminado en un punto muerto general, con un ligero retoque de las líneas fronterizas y el mantenimiento de Alsacia y Lorena en el Reich del Káiser. Pero no habría habido ningún Versalles, ni destrucción de la sociedad civil alemana, ni hiperinflación, ni, por tanto, sufrimiento en masa que solo podía llevar al auge del extremismo que a su vez creó a Adolf Hitler. Y sin Hitler la Segunda Guerra Mundial resulta improbable, al menos en la escala en que se produjo.

(e) De hecho, incluso si los alemanes hubieran capturado París, es improbable que hubieran derrotado a Inglaterra, dada la superioridad naval británica y el empeoramiento de la situación fiscal alemana en 1918. En algún momento se habría alcanzado la paz en Europa, igual que sucedió en el siglo XIX. Las fuerzas liberalizadoras habrían apaciguado el supuesto militarismo alemán.

(f) Un gobierno y sociedad alemanes estables habrían significado una recuperación económica más rápida y probablemente la prevención del régimen nazi 13 años después. Probablemente Austria, Hungría, Checoslovaquia y otros también se habrían recuperado más rápido.

(g) Por supuesto, no puede olvidarse que si Estados Unidos hubieran evitado entrar en la Primera Guerra Mundial, su economía no habría experimentado el auge inflacionista y luego la depresión de 1920-21 y no hubiera asumido una enorme deuda de guerra, todo lo cual llevó a las alteraciones de la Reserva Federal y a graves dislocaciones económicas durante los años de la guerra y posteriores. La movilización y producción de armamento y municiones de Estados Unidos también alteró la acumulación de capital y bienes de consumo de acuerdo un crecimiento de la riqueza propio de los tiempos de paz.

La conclusión es que la intervención estadounidense en la Primera Guerra Mundial ligada a las potencias de la Triple Entente engendró a Lenin, Versalles, Stalin, el colapso alemán y el descenso a la anarquía, la hiperinflación y la quiebra y luego Hitler. Por supuesto, a todo esto le siguió la Segunda Guerra Mundial y 60 millones de muertes. Por supuesto, el análisis podría extenderse: no habría habido Guerra Fría, gracias a una Segunda Guerra Mundial de ámbito enormemente reducido, lo que podría haber significado que no se hubieran producido las guerras de Corea y Vietnam.

La Primera Guerra Mundial tuvo un interés nulo financiero, estratégico o moral para la enorme mayoría de los estadounidenses. Indudablemente nunca fue hubo una amenaza creíble de ataque contra Estados Unidos por parte de las Potencias Centrales. Y por tanto verse implicado en una pelea entre imperios europeos (y una potencia imperial turco/musulmana empujada a un bando) no tenía sentido, repito, moral, estratégica o financieramente.

La incómoda verdad acerca de la Primera Guerra Mundial desde la perspectiva de EEUU es que, para la mayoría de los estadounidenses, no suponía ninguna diferencia quién ganara la guerra, a corto o largo plazo. Si la bandera del Reich imperial alemán hubiera acabado ondeando en París en 1920, a la mayoría nos hubiera importado bien poco. Pero indudablemente habría supuesto mucho para ciertos intereses, sobre todo en Washington y Nueva York en ese momento. Banqueros, industriales y políticos ambiciosos de poder tenían sus razones para querer que Estados Unidos entrara en guerra, pero, por supuesto, ningún ciudadano estadounidense habría apoyado nunca el envío de nuestras fuerzas a la batalla bajo la justificación de beneficios empresariales. Así que había se creó un objetivo bélico más noble y sublime por parte del gran manipulador de la opinión pública, Woodrow Wilson: “Hacer al mundo seguro para la democracia”.

¿Aprenderemos por fin?

Ya hemos visto estos juegos de prestidigitación política varias veces en la historia estadounidense, antes y después. Por ejemplo, ¿por qué se enfrentó Estados Unidos a España en 1898, especialmente cuando es muy dudoso que hubiera tenido nada que ver con el hundimiento del  U.S.S. Maine? ¿Por qué luchó Estados Unidos en Vietnam, especialmente cuando el comunismo acabó desplomándose de todas maneras 16 años después? ¿Por qué fue Estados Unidos a la guerra en Oriente Medio en 1991 a favor de dos dictaduras árabes que estaban en ese momento amenazadas por una tercera?

Y, siguiendo un flujo de acontecimientos similar al de la Primera Guerra Mundial, ¿qué habría pasado si Estados Unidos no hubiera luchado en 1991? No habría habido una zona de guerra de exclusión de vuelos 1991-2003 que mató a 500.000 mujeres y niños iraquíes o el acuartelamiento de tropas en Arabia Saudita, que enfureció a Osama Bin Laden y Al-Qaeda, A su vez, aunque no es demostrable, al menos es bastante probable que la intervención estadounidense en Iraq en 1991 engendrara el 11-S, que a su vez engendró guerras en el mundo musulmán en 2001 y 2003 y que continúan produciéndose hoy.

Es imprescindible que en un mundo peligroso Estados Unidos posea una defensa nacional inexpugnable. Pero, basándonos en nuestra considerable historia y las lecciones esenciales desveladas por la consecuencias no intencionadas de la Primera Guerra Mundial ¿aprenderemos alguna vez a ser más prudentes en el despliegue de nuestro poder de combate? ¿Conseguiremos tanto la sabiduría como la humildad de una defensa insuperablemente capaz en su misión, pero cuidadosa de no atacar a otros sin una buena razón?

Vamos a ser muy claros en nuestro pensamiento final: Estados Unidos fue a la guerra hace cien años sin una buena razón e indudablemente no por el “interés general” de la seguridad nacional. Por el contrario, el presidente Wilson quería la guerra debido a unos estrictos intereses especiales contenidos en lo que Eisenhower llamaría posteriormente el “complejo militar-industrial-congresista”. Esta panoplia de grupos o individuos superpuestos de la capital, unido a la “élite de la clase dirigente” que trabaja en las salas de juntas de Manhattan, hoy siguen vivos y coleando. Estos grupos pueden hacer grandes cosas por sí mismos, legítimamente a favor del pueblo estadounidense, como puede ser el caso. Pero nunca más debería pedirse a un soldado o marine estadounidense morir enterrado en el barro a miles de kilómetros de las fronteras que se le paga por defender, por nada que no sea una amenaza letal para nuestra seguridad nacional. Ni tampoco los ya abrumados contribuyentes estadounidenses deberían pagar la factura de las guerras de otros. ESA es la lección esencial de la Primera Guerra Mundial que reverbera a lo largo del tiempo y todavía resuena hoy.

Con ocasión del centenario del segundo conflicto humano más brutal de todos los tiempos, homenajeamos a todos los que murieron en ambos bandos y como estadounidenses expresamos nuestro respeto a los estadounidenses muertos en combate. Pero al mismo tiempo, conociendo la historia de este y otros conflictos similares, no sentimos más que desdén por Woodrow Wilson y sus colegas políticos. La política exterior de una republica comercial libre y grande debería ser siempre y en todo lugar: defensora de la libertad para todos; reivindicadora solo de la nuestra.


El artículo original se encuentra aquí.

[1] Tanto sobre la guerra en general como en la implicación de Estados Unidos en esta, el lector interesado podría aprovechar la excepcional investigación histórica y su correspondiente análisis contenido en las publicaciones del historiador Hunt Tooley, del Austin College, incluyendo especialmente la fuerza motriz detrás de la entrada en guerra de Estados Unidos a través de la colección de instituciones corruptas e intereses creados a los que el presidente Eisenhower calificaría posteriormente como el “complejo militar-industrial-congresista” estadounidense.

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