El mundo del antitrust guarda una gran similitud con el país de las maravillas de Alicia: todo parece ser y sin embargo al mismo tiempo no lo es. Es un mundo en el que la competencia es alabada como el axioma básico y el principio rector, y sin embargo “demasiada” competencia es condenada como “salvaje”. Es un mundo en el que las acciones diseñadas para limitar la competencia son tildadas de criminales cuando son acometidas por empresarios y sin embargo son alabadas como “ilustradas” cuando son iniciadas por el gobierno. Es un mundo en el que la ley es tan vaga que los empresarios no tienen manera de saber si determinadas acciones serán declaradas ilegales hasta que escuchan el veredicto del juez.
A la luz de la confusión, contradicciones y disquisiciones legalistas que caracterizan el reino del antitrust, sostengo que todo el sistema antitrust tiene que ser revisado. Es necesario averiguar y establecer: a) las raíces históricas de las leyes antitrust, y b) las teorías económicas sobre las que se fundamentan estas leyes.
(Alan Greenspan, Capitalism, The Unknown Ideal)
De acuerdo con la sugerencia de Alan Greenspan, este trabajo está estructurado de tal modo que trata de aclarar las condiciones históricas en que surgen las primeras leyes antitrust y de explicar los principios de partida de las teorías económicas que sostienen dichas leyes. Así que trataré de esbozar primero el cuadro de los orígenes de la primera ley antimonopolio, la Sherman Act, y después pasaré a analizar los erróneos conceptos que se esconden detrás de los principios económicos que dan cobertura a la teoría de la competencia perfecta, base de las políticas antitrust.
Las primeras leyes antitrust de la historia se aprobaron en los EEUU. En las décadas de los 70 y 80 del siglo XIX tuvieron lugar avances espectaculares en la aplicación de nuevas tecnologías en un gran número de sectores económicos de Norteamérica. Cuatro grandes empresas del sector de la carne de vacuno fusionaron verticalmente sus negocios. Esta unión permitió que la nueva compañía pudiera aprovechar diversas innovaciones tecnológicas y lograra la centralización del despiece y el empaquetado de la carne. Asimismo, esta nueva forma de producción permitió poner en práctica la cadena de montaje en dicho sector y el aprovechamiento de las economías de escala.
El Trust del Vacuno, que es como se conoció a la nueva empresa, fue capaz de enviar el producto final de su nuevo sistema productivo a cualquier punto de los EEUU desde sus instalaciones centrales, situadas en Chicago. Esta revolucionaria forma de hacer negocio se benefició enormemente del desarrollo del ferrocarril, que había logrado vertebrar los diferentes mercados regionales del país. La aparición de los primeros vagones refrigerados también fue clave en la puesta en práctica de la nueva manera de producir carne y a la hora de llevarla hasta el consumidor.
La consecuencia lógica de estos cambios fue la caída vertiginosa del precio de la carne de vacuno en casi todo el territorio de los EEUU. Sin embargo, no pasaría mucho tiempo hasta que carniceros y vaqueros decidieran constituir un lobby para afrontar el reto que suponía el Trust del Vacuno desde una perspectiva puramente política. En vez de imitar a las cuatro empresas pioneras o tratar de ofrecer servicios diferenciados, los miembros de estos grupos de presión decidieron montar una campaña de denuncias y solicitar al poder político la paralización de las actividades de su exitoso competidor. El esfuerzo que dedicaron a tratar de privar a la nueva empresa de su derecho a competir giró en torno a dos acusaciones principales: 1) se estaba produciendo una gran concentración de tierras en las manos de unos pocos capitalistas; 2) el coste para el consumidor final de la carne no había caído de manera proporcional en relación con la bajada del precio que se pagaba a los criadores de vacuno.
Mediante estas curiosas denuncias y una campaña de presión política bien orquestada, en 1899 el estado de Missouri aprobó la primera ley antitrust. Fue un adelanto de lo que luego sería la futura ley federal. Las prácticas encaminadas a lograr una situación de monopolio quedaron prohibidas, pero la ley era lo suficientemente vaga como para no dejar claro a qué prácticas concretas se refería.
Ese mismo año se votó y aprobó la primera ley federal antitrust, la Sherman Act, que tomó su nombre del senador que trabajó sin descanso para su implantación. En efecto, John Sherman fue un abierto detractor de los nuevos trusts, especialmente de la Standard Oil. La razón principal que esgrimía era que los trusts reducían artificialmente la producción, con lo que perjudicaban gravemente al consumidor. En teoría, se suponía que esa disminución de la cantidad producida buscaba elevar el precio del bien de consumo. Sin embargo, la realidad del mercado se empeñó en llevar la contraria al senador: entre 1880 y 1890 la producción aumentó un 175% en los sectores en que operaban los mayores trusts, mientras el crecimiento medio de la producción global de todos los sectores de la economía estadounidense fue de un 24%.
Como resultado de estos incrementos en la producción, los precios cayeron de manera acusada. Sin embargo, lo más interesante es que en los sectores donde los trusts estaban desarrollando su actividad la caída fue sensiblemente superior al 7% del conjunto de la economía. Si el consumidor pagaba menos por aquellos bienes y servicios que demandaba, ¿cuál fue entonces el daño le causaron los trusts? Resulta difícil imaginar cuál pudo ser el perjuicio que estas nuevas empresas causaron a sus clientes, efectivos y potenciales, en un entorno de incremento continuado del poder adquisitivo del consumidor gracias a las bajadas de precios; bajada a las que los trusts, esas integraciones empresariales, tanto estaban contribuyendo.
A la vista de lo contradictorias que resultan las acusaciones de los políticos antitrust a la luz de las variaciones de precios en ese tramo final del siglo XIX, el estudio de la correspondencia de John Sherman ha cobrado una importancia crucial. El recuento y análisis de su relación epistolar muestra que Sherman nunca recibió petición alguna para apoyar una legislación antitrust por parte de asociaciones de consumidores o individuos perjudicados por la irrupción de los trusts; en cambio, sí recibió un gran número de cartas de pequeños empresarios preocupados por las nuevas compañías y que pedían una ley reguladora de la competencia.
De hecho, el senador John Sherman intentó proteger a pequeñas empresas ineficientes de sus mayores y más eficientes competidores. Y lo hizo a pesar de los nefastos efectos de estas intervenciones sobre el bienestar del consumidor y sin que le importaran los más básicos principios de la propiedad privada o del mercado libre.
Por lo tanto, parece casi redundante concluir que la primera ley nacional antimonopolio tiene un claro origen agresionista; es decir, lo que los economistas se empeñan en llamar proteccionista, cuando en realidad se trata de una agresión a casi toda la sociedad para proteger a uno pocos. Ese es el origen de la legislación antitrust: un intento de privilegiar a ciertos productores ineficientes, de modo que no tuviesen que obedecer al consumidor.
2. Conceptos fundamentales de la teoría neoclásica que descansan detrás del modelo de competencia perfecta que sustenta las leyes y políticas antitrust
A continuación enumeraremos, siguiendo la conocida caracterización del profesor Jesús Huerta de Soto, los principios fundamentales de la teoría neoclásica que dan pie al modelo de competencia perfecta; después trataremos de analizar si el modelo al que conducen tiene relación o no con la libre competencia en un mercado libre.
- Se utiliza una teoría de la decisión (en vez de una teoría de la acción) en la que los fines y los medios están dados. Por lo tanto, el problema económico se reduce a maximizar el beneficio bajo ciertas restricciones conocidas.
- El protagonista de acción económica es el homo economicus y no el ser humano: no hay acción sino reacción; no hay creatividad sin patrón; no hay creación ni descubrimiento de medios o fines. De modo que, como afirma Jesús Huerta de Soto, la función empresarial queda reducida a un mero factor de producción cuya demanda y asignación depende de los beneficios y costes esperados (lo que a su vez implica que se cuenta con una información mucho tiempo antes de que haya sido creada).
- Los costes son objetivos desde el momento en que se incluyen en la función de producción y se abandona el concepto de coste de oportunidad subjetivo.
- El beneficio proviene del riesgo (en lugar de ser una consecuencia de la incertidumbre), de modo que se analiza como si de un coste cierto se tratara.
- No existe posibilidad de error puro, porque no se concibe el error empresarial.
- La información es vista como algo objetivo. Hay una información completa (en términos ciertos o probabilísticas) de medios y fines, que se compra y se vende como parte del proceso de maximización. Cuando el carácter subjetivo de la información en el mundo real resulta evidente los teóricos del paradigma neoclásico lo consideran un fallo del mercado, al que denominan asimetría de la información.
- Las características precedentes ayudan a crear un modelo de equilibrio en el que el fenómeno económico es fácilmente matematizable.
- De acuerdo con estos principios, se construyen modelos de equilibrio fundamentados en relaciones mecánicas y agregados acientíficos que conducen a conceptos estáticos, como el de competencia perfecta.
La teoría neoclásica construye el modelo de competencia perfecta partiendo de estos postulados. Se trata de un modelo en el que, como veremos, no queda claro por qué se dice que hay competencia y, menos aún, por qué se afirma que es perfecta. Perfecta o no, la competencia a que hace referencia es la negación más palpable de la libre competencia.
Para poder considerar que estamos ante un marco de competencia perfecta es preciso que se den las siguiente condiciones:
- Todos los productores de un bien en el mercado tienen que ser pequeños en relación a la oferta total de ese bien en todo el mercado.
- La mercancía producida y vendida por los diferentes productores tiene que ser homogénea.
- Los recursos han de ser móviles. No puede haber restricciones en lo que se refiere a la entrada, la demanda, la oferta o el precio.
- Toda la información de mercado relevante tiene que ser correcta y plenamente conocida por todos los participantes en el mismo.
En primer lugar, es realmente destacable que esta teoría nos hable de una situación que ya existe (gran número de empresas pequeñas) sin explicarnos cómo se llega a tal situación en cada sector. En este mundo todos los pequeños productores venden el mismo producto, y al mismo precio. Es más, el precio de mercado tiene que ser igual al coste medio y, al mismo tiempo, al coste marginal. O, como dicen los economistas neoclásicos: en un marco de competencia perfecta el precio de equilibrio se establece en el punto mínimo de la función de coste medio. Además, bajo esas condiciones el beneficio desaparece en el largo plazo. En este mundo de “competencia perfecta” salido de la mente de algún economista neoclásico, ¿dónde está la verdadera competencia, entendida como proceso de rivalidad y emulación?
Se dice que, en ese estado, la asignación de recursos es todo lo eficiente que puede llegar a ser, y que el bienestar social, dada una distribución de la renta, se ha logrado maximizar. A estas alturas nos encontramos ya casi inmersos en un mundo fantasmal presidido por la inacción.
Bajo esta perspectiva, la competencia real del mercado se interpreta como poder monopolístico. Las verdaderas características de los mercados competitivos, en los que típicamente encontraremos grandes empresas, ventajas geográficas, discriminación de precios, diferenciación de productos, productos conjuntos (de producción o venta conjunta, o tie-in products), y la rivalidad interdependiente no son consideradas parte del mundo de la competencia perfecta. Es más, si en una empresa se detecta alguna de estas características se dice que posee alguna forma de poder de monopolio o cuasimonopolio.
Cuando las administraciones públicas encuentran alguna de estas prácticas competitivas en un mercado pueden intervenir, con regulaciones diversas, para que todo se parezca al estático mundo de la competencia perfecta y los mercados sean “competitivos” y socialmente eficientes.
Así, los políticos han recibido de la mano de la clase economista un instrumento totalmente arbitrario de intervención para destruir el mercado libre en nombre de la defensa del consumidor y del bienestar social. El concepto de competencia perfecta y su imposición mediante el intervencionismo estatal implican un elevadísimo grado de inseguridad jurídica, lo que, sumado a la negación del mercado libre, modifica la estructura productiva y empobrece al conjunto de la sociedad; no así, claro, a los privilegiados.
Las leyes antitrust surgen a finales del siglo XIX como instrumento para frenar a aquellas empresas que se unían para aprovechar los avances tecnológicos y aumentar, así, tanto su tamaño como sus beneficios. Los trusts, término que se utilizó para denominar tales fusiones, lograron aumentar extraordinariamente la producción y reducir los precios de sus productos en todos aquellos mercados en que participaron. De hecho, tanto los aumentos de producción como las reducciones de precios fueron significativamente superiores en los sectores donde estas nuevas empresas operaban.
Las leyes antitrust vinieron a privilegiar a las empresas ineficientes que estaban perdiendo la confianza del consumidor en beneficio de los trust. La teoría económica se sumó más tarde al ataque de las empresas que alcanzaban un gran tamaño porque se fusionaban exitosamente con otras o porque lograban satisfacer los deseos de los consumidores de tal forma que éstos les otorgaban grandes beneficios.
Así, el modelo de competencia perfecta, en el que la libre competencia queda abolida, describe un mundo extraño en el que todas las empresas de un mercado venden el mismo producto, al mismo precio y en cantidades similares; y contando con la misma información para tomar sus decisiones.
Bajo el imperio de este modelo, la libre competencia es la gran perdedora. Las actividades con que las empresas tratan de rivalizar con y emular a sus competidores dejan de ser consideradas competitivas. Además, la irrealidad del modelo permite que el Estado intervenga de manera arbitraria: si una empresa aumenta el precio del producto que vende puede ser acusada de tratar de explotar al consumidor; si lo baja, de practicar un comportamiento predatorio; si lo mantiene igual, de colusión. Así pues, nadie está a salvo de ser acusado de perpetrar prácticas monopólicas.