Las intervenciones humanitarias están acabando con la soberanía nacional, y eso es malo

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Desde la década de 1990, cada vez se ha hecho más popular en Estados Unidos y otros estados-nación occidentales justificar nuevas guerras sobre al base del “humanitarismo”. Fue así en Somalia en 1993, en la antigua Yugoslavia a mediados de la década de 1990 y en Libia en 2011. El humanitarismo fue también parte de la justificación que se dio para ambas guerras del Golfo (en 1991 y 2001) y en Afganistán. Ahora muchos en los medios de comunicación y en comunidad militar de EEUU nos dicen que las invasiones tanto de Siria como de Venezuela podrían justificarse por razones humanitarias.

En ambos casos se aprecia que el país objetivo en cuestión está sometido a violaciones de su soberanía. Sin embargo, las violaciones de la soberanía nacional requieren no tener en cuenta la Carta de las Naciones Unidas y siglos de derecho internacional bien asentado.

La respuesta a esto, a menudo dada por quienes apoyan la intervención, es que la soberanía nacional no es absoluta, sino que se pierde cuando un régimen se comporta de tal manera que incluya violaciones de los derechos humanos.

Sin embargo, la creciente popularidad y uso de razones ostensiblemente humanitarias para violar la soberanía nacional no ha hecho más que destacarnos lo importante que ha sido durante mucho tiempo esa soberanía como factor limitador del poder de los estados grandes a favor de los pequeños. La desintegración de la soberanía amenaza con eliminar estos límites.

Después de todo, los estados grandes (especialmente las potencias hegemónicas como Estados Unidos, Rusia y China) raramente deben apoyarse en apelaciones a las protecciones jurídicas ofrecidas por el concepto de soberanía. Estos estados grandes tienen de facto soberanía en casi cualquier momento, debido a sus enormes capacidades militares.

Las apelaciones a la soberanía en su sentido legal son más del entorno de los estados más pequeños y más débiles, que deben apelar a conceptos tanto ideológicos como legales como protección contra aquellos estados que una capacidad militar mucho mayor.

Así que no debería sorprendernos que a medida que la soberanía va quedando en la parte de atrás frente a preocupaciones humanitarias declaradas de los estados más grandes, los estados pequeños se encuentren a merced de esos estados más poderosos. Las implicaciones para el sistema internacional son importantes.

El problema histórico de la soberanía

Hoy en día, cuando se discuta el problema de la soberanía, la mayoría tiende a destacar la importancia de la soberanía como refuerzo del poder de un régimen dentro de sus fronteras. En la jerga de los historiadores del estado, un estado verdaderamente soberano ejercita un monopolio sobre los medios de coacción dentro de su territorio. (Por supuesto, esto es cierto mientras reconozcamos el hecho de que las verdaderas confederaciones y sistemas federales permiten una soberanía compartida dentro de sus fronteras).

Es al sistema “westfaliano” de estados soberanos al que estamos acostumbrados la mayoría de las personas modernas. Desde el siglo XVII, el sistema internacional de estados soberanos se ha construido sobre la idea de estados soberanos que son todos (al menos sobre el papel) “judicialmente iguales”. Es decir, cada estado es tan soberano como cualquier otro.

Aunque el sistema estatal moderno tiene sus desventajas (como otras formas de organización internacional antes de él, como las ligas de ciudades y los estados feudales) también tiene sus ventajas tanto para los estados como para sus ciudadanos. Según Hendrik Spruyt, estas ventajas incluyen:

  • “Las jurisdicciones respectivas pueden especificarse con precisión mediante acuerdos de fronteras fijas”.
  • Los estados pueden “especificar con precisión quiénes son sus ciudadanos”.
  • “Las fronteras permiten a las soberanías especificar límites a su autoridad”.

Aunque los libertarios y otros defensores de limitar el poder del estado podrían señalar los problemas de las fronteras nacionales a la hora de aumentar el poder del estado sobre las personas, también pueden verse las ventajas para la gente normal.

Por ejemplo, un granjero francés que vive junto a la frontera con Alemania (y que quiere vivir dentro de una mayoría francoparlante) probablemente disfrute de una expectativa más razonable y predecible de que será así si se define más específicamente la frontera con Alemania. Al limitar la jurisdicción de los estados, las fronteras ofrecen ventajas para quienes buscan protección frente a estados extranjeros.

Antes del sistema westfaliano, la situación era más fluida y esto era especialmente así cuando había un enfrentamiento con ciertas potencias imperiales que reclamaban jurisdicción universal en una época en la que no existía la soberanía tal y como la conocemos.[1]

La soberanía limita el poder de los estados grandes

Así que, desde la perspectiva de los estados pequeños, el hecho de que las fronteras “especifiquen los límites” de la autoridad estatal es especialmente importante.

Si nos tomamos en serio el problema de la soberanía, no basta con que un estado grande reclame simplemente para sí ser la potencia hegemónica local e invada a los vecinos cuando le interese política o estratégicamente. El concepto de soberanía limita la capacidad de actuar de estos estados grandes.

Así que la soberanía (y su justificación ideológica, el nacionalismo) apoya el poder del estado dentro de ciertas áreas, al tiempo que limita el poder del estado en áreas fuera de la jurisdicción de todos los estados extranjeros. En su libro The Great Delusion: Liberal Dreams and International Realities, John Mearsheimer señala:

El nacionalismo, que es en realidad la autodeterminación, dice que la gente que vive dentro de las fronteras de un estado tiene derecho a determinar su propio destino, y nadie tiene derecho a imponerle sus opiniones en otros estado-nación. Así que la soberanía está inextricablemente ligada a las naciones y al estado. En esencia, la lógica nacionalista reforzaba la soberanía westfaliana. Pero el nacionalismo tuvo su mayor impacto sobre la soberanía fuera de Europa, donde ayudó a facilitar la descolonización en el siglo XX al prestar gran atención a los principios de autodeterminación y no intervención. En la práctica, ayudó a deslegitimar el imperio. No es sorprendente que los países que fueron en su momento víctimas del imperialismo europeo apoyen hoy incondicionalmente el concepto de soberanía.

Mearsheimer describe cómo la soberanía fue un factor clave a la hora de reducir el poder soviético (y ruso, por tanto) tras la Guerra Fría:

El influjo de la soberanía llegó probablemente al máximo a finales de la década de 1980, cuando la Guerra Fría llegaba a su fin. Los estados de todo el planeta la aceptaron y sin duda resonaba en los países de Europa Oriental que trataban de liberarse del yugo soviético. Y, una vez acabó la Guerra Fría, muchas de las repúblicas que comprendían la Unión Soviética empezaron a hablar acerca de alcanzar su propia soberanía, algo que acabaron consiguiendo.

Por consiguiente, vemos que, aunque la soberanía puede solidificar al estado por debajo del nivel nacional, también tiene un efecto descentralizador a nivel internacional.

Los estados grandes ahora se reafirman en contra de la soberanía de los estados pequeños

Pero Mearsheimer también advierte que desde entonces se ha ido eclipsando el respeto por la soberanía: “la norma se fue erosionando desde mediados de la década de 1990, principalmente porque Estados Unidos decidió interferir en la política de otros países todavía más que en el pasado”.

Mearsheimer se refiere en parte a las llamadas intervenciones humanitarias que expandieron la aceptabilidad percibida de una potencia superior invadiendo, bombardeando y dominando militarmente a una nación más pequeña y débil.

EEUU (con la ayuda de coaliciones de estados ricos de tamaño medio a través de la OTAN) ha estado en la vanguardia de esto desde hace más de dos décadas. Por supuesto, advirtamos que estas violaciones de soberanía solo se producen contra estados pequeños y débiles. Los estados más grandes, que pueden proteger su soberanía mediante una defensa militar real, no son los objetivos. Mearsheimer señala:

Un unipolo liberal [como EEUU] es improbable que use poder militar para proteger derechos individuales o producir un cambio de régimen en una gran potencia, sobre todo porque los costes son demasiado altos. Aun así, es posible intervenir en la política del país de otras maneras. Sus tácticas pueden incluir confiar en organizaciones no gubernamentales (ONG) para apoyar ciertas instituciones y políticas dentro del estado objetivo; ligar ayuda, membresía en alguna institución internacional y comercio al historial de los derechos humanos de la gran potencia y avergonzar al estado objetivo informando públicamente de sus violaciones de derechos humanos. Sin embargo, esta aproximación es improbable que funcione, porque la gran potencia inevitablemente ve el comportamiento de la potencia liberal como una interferencia ilegítima en sus asuntos internos. Pensará que se está violando su soberanía, haciendo que la política resulte contraproducente y envenenando las relaciones entre los dos países.

Así que no es casualidad que solo oigamos reclamaciones de cambios de régimen o invasión por razones humanitarias en estados pequeños que no pueden ofrecer ninguna resistencia seria al poder militar estadounidense.

Observadores más avezados en estado pequeños son conscientes de las implicaciones. La erosión de la soberanía se ve así como una reaparición del colonialismo por parte de muchos expertos en relaciones internacionales y especialmente en partes del mundo donde hay una memoria todavía relativamente reciente del colonialismo.

Patrones vagos y en constante cambio para lo que constituyen violaciones perseguibles de los derechos humanos

Después de todo, cuando se invoca la necesidad de una invasión supuestamente humanitaria por los grandes estados, no se ofrece ningún patrón objetivo de en qué momento un estado ha perdido su soberanía debido a violaciones de los derechos humanos. Muchos podrían estar de acuerdo acerca de los casos extremos, como el genocidio de Ruanda, pero la mayoría de los casos son mucho menos claros. Por ejemplo, en el caso de Libia en 2011, no amenazaba ninguna crisis de derechos humanos que fuera ni remotamente comparable con lo que pasó en Ruanda y aun así, EEUU reclamó una invasión inmediata y urgente de Libia en nombre de los derechos humanos.

Igualmente, la situación actual en Venezuela se mantiene sólidamente en dentro de una zona gris que no muestra ninguna comparación con los verdaderos genocidios. ¿Cuál es la lista de bajas? ¿Cómo son de grandes las fosas comunes? Esto no quiere decir que el régimen de Venezuela sea un régimen ilustrado. Pero el hecho de que al menos se haya contemplado una invasión “humanitaria” de Venezuela muestra lo muchos que se han movido los hitos en el asunto de las violaciones de los derechos humanos, comparado con lo que se consideraba una violación grave hace veinte años.

Muchos defensores de la soberanía e independencia de países pequeños y relativamente pobres tendrían que ver esa evolución con preocupación.

Por ejemplo, si la situación actual en Venezuela justifica una intervención humanitaria, otros estados latinoamericanos están igualmente abiertos a la intervención. Dado que 29.000 personas fueron asesinadas en México en 2017 (como consecuencia de la constante ilegalidad resultante de los cárteles y la corrupción estatal), no debería ser difícil construir un alegato sobre la base de que la voluntad del estado mexicano de tolerar ese baño de sangre requiere una intervención exterior. Lo mismo podría decirse de Colombia y Honduras, por razones similares.

Cualquier latinoamericano que reclame la intervención de EEUU en Venezuela tendría que ser consciente de que puede estar justificando también la invasión de su propio país.

Abriendo el camino a las intervenciones rusas

EEUU no es el único estado que se beneficia de la erosión de la soberanía.

Como ha señalado Shane Reeves, Rusia ha usado el lenguaje de las crisis humanitarias para justificar sus propias violaciones de la soberanía nacional: “La crisis ucraniana, por desgracia, está destacando de nuevo lo fácilmente que un estado puede reclamar autoridad para usar la fuerza para evitar una crisis humanitaria”.

Notablemente, el presidente ruso Vladimir Putin “afirmaba que la intervención, en buena medida, era para defender las minorías de habla rusa en la región frente a las ‘amenazas reales’ para su vida y su salud, para protegerlas frente a la violencia antisemita y por diversos otros propósitos humanitarios”.

El estado ruso realizó afirmaciones similares durante la Guerra Ruso-Georgiana de 2008 en Abasia y Osetia del Sur. Naturalmente, los medios de comunicación en intelectuales occidentales tienden a rechazar las afirmaciones rusas, calificando estas violaciones de soberanía como injustificadas porque esas áreas no requieren realmente intervención humanitaria (y porque supuestamente los rusos están motivados solo por su hipócrita interés propio). Por supuesto, se nos dice que las invasiones occidentales, usando exactamente la misma lógica y justificación están motivadas solo por deseos nobles y honorables. Sin embargo, no es difícil ver cómo la erosión de la soberanía nacional por parte de EEUU en nombre de una intervención humanitaria ha sentado las bases para que el estado ruso realice sus propias intervenciones.

Además, si el estado chino quisiera intervenir en países vecinos para proteger las minorías étnicas chinas o “calmar tensiones étnicas” en un estado vecino, ¿cómo podría oponerse Occidente? Cada vez es más difícil apelar de forma creíble al “respeto a la soberanía” como un factor limitador sobre la intervención chino (o rusa o estadounidense). Lo que nos queda es un debate sobre si las violaciones de los derechos de las minorías nacionales constituyen o no una “crisis de derechos humanos”. Pero no existe ninguna manera sensata de medir esto.

Limitaciones deseables a la soberanía nacional

Esto no quiere decir que la soberanía estatal sea un bien absoluto. La soberanía estatal es a menudo problemática porque refleja una capacidad del estado de reafirmarse como el monopolista legal y político último dentro de su territorio. Este puede ser un gran problema para grupos minoritarios nacionales y potencias regionales tratando de afirmar su autonomía dentro de un estado. Así que las limitaciones sobre la soberanía estatal mediante secesión, federalismo y descentralización en general pueden justificarse sin erosionar la soberanía como concepto que actúa como baluarte contra la intervención de los estados grandes. Cuando los estados grandes violan la soberanía de los estados pequeños (se justifique ostensiblemente o no con motivos humanitarios), el resultado es un aumento concreto y de hecho del poder de un estado grande a costa de uno pequeño. No es menos deseable en el ámbito internacional que en el interior, cuando el gobierno nacional pueda imponer las preferencias de estados o provincias más grandes sobre otras más pequeñas o relativamente más débiles.

Entretanto, la deriva actual hacia violaciones cada vez más frecuentes de la soberanía nacional en nombre del humanitarismo representa una victoria importante para los estados grandes que buscan expandir su poder en el exterior.


El artículo original se encuentra aquí.

 

[1] Por ejemplo, se afirmaba a menudo que el Emperador del Sacro Imperio Romano disfrutaba de jurisdicción universal. Según Alexander Lee, en Humanism and Empire: The Imperial Ideal in Fourteenth-Century Italy: “El canonista Juan Teutónico declaraba que el emperador disfrutaba de dominio universal por derecho y se imponía sobre todo lo demás, excepto quienes hubieran recibido dispensa especial. Y aunque algunos monarcas menores podrían negar la supremacía imperial, Bernardo de Compostela el Mayor mantenía que el emperador era (por derecho) el verdadero princps mundi et dominus … et omnes provinicae. También en esta línea, Barbarroja proclamaba que divinia providente clementia Urbis et Orbis gubernacula tenemus, y Federico II reclamaba su jurisdicción universal, que proclamaba que provenía de Dios” (p. 191). (no es sorprendente que el constante rival de la corte imperial, el Obispo de Roma, se opusiera por lo general a esa idea). Ninguna de estas reclamaciones es tolerada (en teoría) bajo el sistema westfaliano, en el que cada estado se supone supremo dentro de sus frontera y no existe ninguna “supremacía” dentro de lo que se considera un sistema anárquico.

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