Propiedad privada, fines públicos

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[Capítulo 19 de La conquista de la pobreza (1996)]

Propiedad privada, fines públicos Socialistas y comunistas proponen remediar la pobreza confiscando la propiedad privada, en particular la de los medios de producción, y poniéndola en manos del gobierno.

Lo que los defensores de los planes de expropiación no comprenden es que la propiedad que los particulares utilizan en la producción de bienes y servicios para el mercado es ya, a efectos prácticos, riqueza pública. Sirve al público tanto como si fuese poseída y manejada por el gobierno, aunque de modo mucho más eficaz.

Supongamos que una persona acaudalada quisiera invertir su capital en un ferrocarril de su exclusiva propiedad. No podría utilizarlo tan sólo para el transporte de su familia y sus bienes personales. Esto le resultaría ruinoso. Si deseaba obtener beneficio de su inversión, habría de admitir en su línea férrea toda clase de personas y mercancías; tendría que dedicar su ferrocarril al uso público. Pero, además, a diferencia del organismo oficial, el propietario particular se ve obligado por instinto de conservación a tratar de evitar las pérdidas, lo que significa que ha de hacer funcionar su ferrocarril de manera económica y eficiente. Por otra parte, el capitalista privado suele tener que hacer frente a la competencia, lo que le obliga a que los servicios que presta o las mercancías que vende sean superiores, o al menos iguales a los que ofrecen sus competidores. En consecuencia, ese capitalista suele servir al público mucho mejor que lo haría el gobierno si se apoderase de su propiedad. Considerados desde el punto de vista del servicio que prestan, los ferrocarriles privados son hoy mucho más valiosos para el público que para sus propietarios.

Aunque los socialistas no consigan entenderlo, lo que acabamos de decir no tiene nada de original. Ya aludió a ello Adam Smith:

Todo individuo se esfuerza continuamente por encontrar el empleo más ventajoso para el capital de que dispone. Desde luego, es su beneficio, y no el de la sociedad, lo que considera. Para la búsqueda de su beneficio le lleva de modo natural, o mejor, necesariamente, a preferir aquel empleo que es más ventajoso para la sociedad.1

En otro lugar, Adam Smith fue aún más explícito:

Todo pródigo es un enemigo de la sociedad, y todo hombre frugal su bienhechor… El principio que nos hace ahorrar es el deseo de mejorar de condición… El medio por el que la mayor parte de los hombres se proponen y desean mejorar su condición es un aumento de fortuna… y el modo más idóneo de aumentar su fortuna consiste en ahorrar y acumular, sacrificando parte de los deseos… [Los fondos que acumulan] sirven para crear trabajo productivo… La capacidad productiva de un cierto número de trabajadores sólo puede ser aumentada como consecuencia del aumento y mejora de aquellas máquinas e instrumentos que facilitan y abrevian el trabajo, o mediante una mejor división y distribución del empleo. En ambos casos, suele hacer falta más capital.2

El empleo productivo de los ingresos de Henry Ford

Uno de ellos fue George E. Roberts, director de la Casa de la Moneda norteamericana bajo tres presidentes, y responsable de la Carta Económica Mensual que el National City Bank, de Nueva York, publicó desde 1914 hasta 1940.

Un ejemplo a menudo citado por Roberts era el de Henry Ford y su fábrica de automóviles. En la carta de julio de 1918, Roberts hacía observar que la parte de los beneficios del negocio de automóviles de Henry Ford que éste había invertido en el desarrollo y fabricación de un tractor agrícola no fue dedicada a las necesidades privadas de Ford, como no lo fue la parte que invirtió en hornos para fabricar acero, ni la que empleó en casas para sus obreros.

Si Henry Ford poseía un talento excepcional para la dirección de grandes empresas productivas, el público carecía de razones para lamentar que tuviese unos ingresos de cincuenta millones de dólares al año con los que ampliar su campo de acción. Si esta renta provenía de su genialidad en la gestión industrial, los resultados para el país eran probablemente mejores que los de distribuir arbitrariamente esos cincuenta millones, a razón de cincuenta centavos por cabeza, entre toda la población del país.

En resumen, el propietario sólo se beneficia personalmente de aquella porción de sus ingresos que gasta en su consumo o en el de sus familiares. El resto es dedicado al público de modo tan completo como si el título de propiedad perteneciese al Estado. Un individuo trabaja, estudia, se esfuerza y ahorra; pero todo lo que ahorra pasa a los demás.

Es asombroso hasta qué punto fue descuidada u olvidada esta verdad en la historia del pensamiento económico, incluso por algunos de los más eminentes sucesores de Smith. Pero, en nuestro siglo, diversos autores han resucitado el teorema y examinado más explícitamente algunos de sus corolarios.

La Ford Motor Company, de cuyos beneficios su primer propietario dedicaba tan poco a sus necesidades personales, no es un ejemplo único en la economía norteamericana. La mayor parte de los beneficios privados son hoy reinvertidos en la industria y redundan en una mayor producción y servicio al público.

Veamos, por ejemplo, lo que sucedió con los beneficios de las sociedades norteamericanas en 1968, cincuenta años después de que George Roberts escribiera sobre la Ford. El conjunto de esos beneficios netos ascendió, sin impuestos, a un total de 88.700 millones de dólares (una octava parte de la renta nacional, que fue en ese año de 712.700 millones).

De esos beneficios, las sociedades tuvieron que pagar un 45% —es decir, 40.600 millones— en concepto de impuestos, cuyos beneficios, mayores o menores, fueron directamente al público. Los beneficios de las sociedades, descontados los impuestos, ascendieron, pues, a 48.200 millones, menos del 7% de la renta nacional.

Una vez pagados los impuestos, estos beneficios representaban sólo un promedio de cuatro centavos por dólar vendido; lo que significa que de cada dólar ingresado las compañías desembolsaron 96 centavos para el pago de impuestos y, sobre todo, de salarios y suministros.

Pero tampoco esos 48.200 millones sobrantes pasaron a los accionistas. Más de la mitad —24.900 millones— fueron retenidos o reinvertidos en las mismas empresas. Sólo 23.300 millones se pagaron como dividendos.

Las cifras de reinversión de las sociedades en 1968 no tienen nada de extraordinario. Ya en los seis años anteriores los fondos retenidos para reinversión habían excedido a los dividendos pagados.

Además, tampoco la cifra de 25.000 millones refleja fielmente la reinversión de las sociedades en 1968, porque en ese año sufrieron una depreciación de 46.500 millones en sus instalaciones y equipos. Casi el total de esta suma fue reinvertido en reparar o sustituir el viejo equipo. Los 24.900 millones representaron sólo la reinversión de beneficios en el aumento y perfeccionamiento del equipo.

En cuanto a los 23.300 millones que finalmente correspondieron a los accionistas, tampoco fueron destinados íntegramente a su consumo personal, sino reinvertidos en gran parte en nuevas empresas. La cuantía total es difícil de precisar; pero el Departamento de Comercio estima que los ahorros personales superaron en 1968 los 40.000 millones.

De este modo, gracias al ahorro de personas y sociedades, aumenta sin cesar la oferta de bienes y servicios a disposición de las masas norteamericanas.

Digamos, en resumen, que en una economía moderna quienes ahorran e invierten difícilmente pueden hacer otra cosa que servir al público.

Como ha escrito Mises:

En una sociedad regida por el mercado, capitalistas y terratenientes sólo pueden disfrutar de su propiedad si la destinan a satisfacer necesidades ajenas. Si quieren obtener algún beneficio de lo que posean, han de servir a los consumidores. El mero hecho de ser propietarios de unos medios de producción les obliga a someterse a las apetencias del público. La propiedad sólo beneficia a quienes saben cómo emplearla del modo más provechoso para los consumidores. Es, por tanto, una función social.3

La mejor caridad

Consecuencia de esto es que lo mejor que los ricos pueden hacer por los pobres es abstenerse de ostentaciones y extravagancias, y en su lugar ahorrar e invertir en industrias que produzcan bienes para todos.

F. A. Harper ha llegado a escribir: «Creo que tanto los hechos como la lógica respaldan la opinión de que la inversión de ahorros en medios de producción de propiedad privada equivale a un acto de caridad. Y aún más: creo que es, por lo que significa como ejemplo, la más excelsa de las caridades de índole económica».4

El profesor Harper cita en apoyo de su opinión, entre otros, a Samuel Johnson, quien dijo una vez: «Se está mucho más seguro de hacer el bien cuando se paga a alguien por su trabajo que cuando se da dinero por simple caridad».5

De modo que el ahorro y la sana inversión son el mayor beneficio que los ricos pueden hacer a los pobres.

En nuestro siglo son deplorablemente escasos los autores que han expresado esta verdad. Entre los más persuasivos figura Hartley Withers, antiguo director de la revista londinense The Economist, quien en 1914, pocas semanas antes del estallido de la primera guerra mundial, publicó una atractiva disertación sobre el tema Pobreza y despilfarro.6 La tesis del breve volumen es que, cuando una persona acaudalada gasta dinero en lujos, fomenta la producción de bienes superfluos y sustrae capital, energía y brazos a la producción de otros más necesarios, haciéndolos así más escasos y de más difícil adquisición para los pobres. Withers no pide al rico que

regale su dinero, porque con ello haría probablemente más mal que bien, a no ser que lo diese con gran cautela y habilidad; sino tan sólo que invierta parte de lo que ahora gasta en cosas superfluas, a fin de que haya más capital disponible para la producción de las necesarias; de modo que, por el proceso simultáneo de aumentar la oferta de capital y disminuir la demanda de artículos de lujo, puedan incrementarse los salarios de los pobres y abaratarse los bienes que han de satisfacer sus necesidades, y el propio afortunado pueda sentirse más cómodo en el disfrute de su renta.7

Pero, a pesar de los economistas clásicos y de la fuerza de los argumentos en pro del ahorro y la inversión, el evangelio del gasto tiene una historia aún más antigua. Una de las principales tesis de la «nueva economía» de nuestra época afirma que el ahorro no sólo es ridículo, sino la causa principal de las depresiones y el paro.

Los argumentos de Adam Smith en favor del ahorro y la inversión eran en parte una refutación de algunas de las tesis mercantilistas dominantes en el siglo anterior. El profesor Eli Heckscher cita en su Mercantilism (vol. II, 1935) numerosos ejemplos de lo que llama «la arraigada creencia en la utilidad del lujo y lo nocivo de la frugalidad. El ahorro era considerado como la causa de la falta de trabajo, y esto por dos razones: en primer lugar, porque se creía que la renta real disminuía en la cantidad de dinero que dejaba de entrar en el tráfico mercantil, y en segundo, por el convencimiento de que el ahorro retiraba dinero de la circulación».8

Un ejemplo de la persistencia de estas falacias, mucho después de su refutación por Adam Smith, lo hallamos en las palabras que el novelista y antiguo marino capitán Marryat puso en boca de su héroe Midshipman Easy, en la novela de este título publicada en 1836:

El lujo, la vida regalada, la holganza —el vicio, si queréis— del rico, contribuyen al sustento, al bienestar y el empleo del pobre. Podemos pensar que el lujo y el despilfarro son un vicio; pero ese derroche hace circular el dinero, y el vicio de uno solo contribuye a la felicidad de muchos. El único vicio al que no redime ni equilibra el bien que produce es la avaricia.

Se supone que Midshipman Easy debe estas ideas a su experiencia de marino, pero en realidad son casi un resumen exacto de la doctrina que en 1714 predicara Bemard Mandeville en su Fábula de las abejas.

Ahora bien: aunque falsa en su ataque al ahorro, esa doctrina contiene un importante germen de verdad. Los ricos difícilmente pueden evitar ayudar a los pobres, cualquiera que sea el modo en que gasten o ahorren su dinero. Lejos de ser la riqueza de los ricos causa de la miseria de los pobres, como asegura la inmemorial falacia popular, los pobres ven aliviada su pobreza en sus relaciones económicas con los ricos. Incluso cuando éstos gastan su dinero en insensateces y despilfarros, dan empleo a los pobres como sirvientes, como proveedores e incluso como alcahuetes de sus vicios. Pero lo que suele olvidarse es que si esos ricos ahorraran e invirtieran su dinero, no sólo darían empleo a muchas personas en la producción de bienes de capital, sino que, como resultado de la disminución de los costes de producción y el aumento en la oferta de bienes de consumo que aquella inversión genera, los salarios reales de los trabajadores y la oferta de bienes y servicios a su alcance experimentarían también un gran incremento.

Otra cosa que olvidan los defensores de los gastos superfluos es que aunque mejoran la condición de los pobres que de ellos participan, aumentan también su insatisfacción y su resentimiento. El resultado es la envidia y el rencor contra quienes así los benefician.

De Malthus a Bernard Shaw

El primer economista eminente que intentó refutar la afirmación de Adam Smith de que «todo pródigo es un enemigo de la sociedad, y todo hombre frugal su bienhechor» fue Thomas R. Malthus. Las objeciones de Malthus eran en parte bien fundadas y en parte falaces. Las he examinado con algún detenimiento en otro lugar,9 y aquí me contentaré con citar parte de la respuesta que un economista de más peso que Malthus, David Ricardo, le dio en la época (hacia 1814-21): «El señor Malthus parece no tener nunca presente que ahorrar es gastar, y esto de modo tan seguro como en aquellos casos para los que él reserva el nombre de gasto. Niego que las necesidades totales de los consumidores disminuyan con la frugalidad; lo que son es transferidas, junto con la capacidad de consumo, a otros consumidores».10

Quedaba reservado a unos cuantos autores influyentes el lanzar un ataque general contra el ahorro. Uno de ellos fue Bemard Shaw. En un libro en el que la ignorancia y la tontería se dan la mano de manera realmente impúdica,11 Shaw llegó a pretender que en ninguna comunidad es posible un ahorro neto… ¡porque los alimentos no se conservan!: La idea de que todos nosotros podemos ahorrar a la vez es estúpida… Pedro debe gastar lo que ahorra Juan, o de lo contrario los ahorros de Juan se pudrirán. Entre ambos no ahorran nada. La nación en conjunto debe comer su pan a medida que lo cuece… Cuando veáis a la mujer del rico (o a la de cualquier otro) lamentarse de lo manirrotos que son los pobres por su falta de ahorro, compadeceos de la ignorancia de la pobre mujer, pero no irritéis a los pobres repitiéndoles la misma tontería.

La afirmación de Shaw es tontería al cubo. Habla como si en la Gran Bretaña y la Norteamérica de 1918 hombres y mujeres viviesen al nivel de los animales inferiores, y se mantuviesen sólo de pan. Podía habérsele ocurrido que en la sociedad moderna la producción y el consumo de alimentos constituyen sólo una pequeña parte de la producción y el consumo totales. Hoy, en Estados Unidos, alimentos y bebidas representan sólo un 13%, o sea, alrededor de una octava parte del producto nacional bruto. También podría haberse percatado de que, aun cuando la cosecha es recogida en sólo unas semanas, las existencias de alimentos deben ser conservadas al menos lo bastante para que le duren a la nación todo el año.

Incluso en las más primitivas sociedades agrícolas hay que conservar cierta cantidad de alimentos durante más de un año para que la población pueda sobrevivir. La tribu que consume el grano que debería servir de semilla para la cosecha del año siguiente está condenada a morir de hambre.

Pero ni en una sociedad moderna ni en una primitiva es el alimento lo que principalmente se ahorra de un año para otro. En cuanto al individuo, lo que nominalmente ahora es dinero (que, por cierto, solía consistir en metales preciosos, oro y plata, que se conservaban perfectamente y no perdían valor a diario, como hoy ocurre a escala universal con el papel moneda). Pero lo que realmente ahorra cada individuo son los bienes de consumo y servicios que se abstiene de demandar, dejando así mano de obra y otros recursos disponibles para la producción de más y mejores bienes de capital. La gran masa del ahorro primitivo iba, como la del moderno, a mejorar la vivienda, el suelo y las herramientas.

El argumento de Shaw cae en el absurdo cuando prueba que no puede haber ahorro neto si se considera la nación en conjunto. ¿Qué diría Shaw de las cifras actuales del Departamento de Comercio norteamericano, que muestran anualmente un ahorro nacional neto? (En el quinquenio 1967-71, la inversión privada interior bruta representó un promedio anual de aproximadamente un 14% del producto nacional bruto). Si Shaw se hubiese molestado en mirar a su alrededor, habría visto cómo el ahorro iba a ampliar y mejorar el equipo productivo de la nación y a aumentar década tras década la productividad y los salarios reales de los trabajadores.

Shaw anduvo siempre metido en controversias económicas; pero nunca se rebajó a contemplar los hechos ni llegó siquiera a comprender los principios más elementales.

Nos quedan por examinar las opiniones del más influyente enemigo del ahorro en nuestra época, John Maynard Keynes.

Es creencia muy difundida, especialmente entre sus discípulos, la de que lord Keynes no condenó el ahorro hasta que, en una visión como la del camino de Damasco, la verdad descendió sobre él para que pudiese publicarla en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero, en 1936. Todo esto es apócrifo. Keynes desdeñó el ahorro casi desde el comienzo de su carrera. En una charla radiada en enero de 1931, advertía ya a sus conciudadanos: «Cada vez que ahorráis cinco chelines, priváis a un hombre de una jornada de trabajo». Y mucho antes, en sus Consecuencias económicas de la paz, publicado en 1920, encontramos pasajes como el siguiente:

Los ferrocarriles de todo el mundo, que el siglo XIX construyó como un monumento para la posteridad, fueron, no menos que las pirámides de Egipto, obra de trabajadores que no eran libres de consumir en un disfrute inmediato la plena equivalencia de su esfuerzo.

Este notable sistema dependía para su crecimiento de un doble bluff o engaño. De una parte, las clases trabajadoras aceptaban por ignorancia o impotencia, o eran obligadas, persuadidas o engatusadas a aceptar mediante la costumbre, los contratos, la autoridad y el bien asentado orden de la sociedad, una situación en la que apenas podían llamar suya una mínima parte del pastel que ellos, la Naturaleza y los capitalistas contribuían a producir; de otra, las clases capitalistas podían llamar suya la mayor porción del pastel y eran teóricamente libres de consumirlo, aunque con la condición tácita de hacerlo sólo en muy pequeña parte. La obligación de «ahorrar» llegó a convertirse en la virtud más alta, y el crecimiento del pastel en el objeto de una verdadera religión. En torno a la conservación del pastel crecieron todos esos instintos de puritanismo que en otras edades habían hecho al hombre retirarse del mundo y desdeñar tanto las artes de la producción como las del disfrute. De este modo el pastel creció, pero sin que se supiera claramente para qué. La exhortación no era tanto a abstenerse como a diferir, a cultivar los placeres de la seguridad y la previsión. El ahorro era para la vejez y los hijos, pero sólo en teoría: la virtud del pastel consistía en que no iba a ser nunca consumido, ni por vosotros ni por vuestros hijos (págs. 19-20).

El pasaje es un buen ejemplo de la irresponsable ligereza que tanto abunda en la obra de Keynes; y el conato de retractación que le sigue («Escribir esto no supone menospreciar el modo de vivir de esa generación. En lo más recóndito de su ser, la sociedad sabía lo que pasaba», etc.) deja en pie la burla para que produzca su efecto.

Si aceptamos la sinceridad de lo escrito por Keynes, habrá que replicar lo siguiente: 1. Los ferrocarriles no pueden ser comparados en serio con las pirámides de Egipto, porque aumentaron enormemente la producción, el transporte y la disponibilidad de bienes y servicios para las masas. 2. No hubo ni bluff ni engaño. Los trabajadores que construyeron los ferrocarriles eran perfectamente «libres» de consumir de manera inmediata lo conseguido con su esfuerzo. Fueron las clases capitalistas, y no ellos, las que hicieron casi todo el ahorro. 3. Incluso las clases capitalistas consumieron la mayor parte de la rebanada que les correspondió en el pastel; pero fueron lo bastante prudentes para no consumirlo todo en un solo año.

Como conseguir un pastel mayor

Es éste un punto tan fundamental, y Keynes y sus discípulos lo han hecho tan confuso para sí mismos y para los demás con sus burlas y piruetas intelectuales, que vale la pena ponerlo en claro mediante un cuadro ilustrativo.

Supongamos que en Ruritania, y como resultado de un ahorro-inversión neto anual del 10% de la producción, se da a largo plazo un incremento medio anual del 3% en la producción real. El rendimiento económico obtenido durante un período de diez años será el siguiente, reducido a números índice:

The Conquest of Poverty_3 220.png

(Los resultados no pueden ser más semejantes a los registrados en Estados Unidos a lo largo de los últimos años).

Lo que el cuadro no dice es que la producción total de Ruritania aumenta anualmente a causa del ahorro neto (y la consiguiente inversión), y no aumentaría sin él. El ahorro es utilizado año tras año para aumentar la cantidad y mejorar la calidad de la maquinaría y demás equipo de capital, y para incrementar de este modo la producción tanto de bienes de consumo como de bienes de capital.

Cada año hay un «pastel» mayor. Cierto que no se consume anualmente todo lo producido, pero tampoco existe una restricción irracional o acumulativa del consumo. Porque de hecho lo consumido es mayor cada año; hasta el punto de que al cabo de un quinquenio (véase nuestro ejemplo), el pastel anual de los consumidores es igual al que el primer año consumían entre productores y consumidores. Además, el equipo de capital —la capacidad para producir bienes — es ahora un 12% mayor que el primer año. Y en el décimo año la capacidad para producir bienes es un 30% mayor que en el primero; el pastel total producido es también un 30% mayor, y el de los consumidores, por sí solo, más de un 17% mayor que la suma del de los consumidores y el de los productores en el año inicial.

Hay aún otro punto a considerar. Nuestro cuadro se ha establecido sobre el supuesto de un ahorro-inversión neto anual del 10%; pero, para conseguir esto, Ruritania habrá probablemente de tener un ahorro-inversión bruto anual de, por ejemplo, el doble, o sea, el 20%, a fin de cubrir la depreciación y el deterioro que anualmente sufren viviendas, vías de comunicación, vehículos, fábricas y equipo. He aquí algo para lo que no encontraremos sitio en la simplista y burlona analogía keynesiana del pastel. El mismo tipo de razonamiento que juzga estúpido ahorrar para obtener nuevo capital es aplicable al horro necesario para reemplazar el ya existente.

En un mundo keynesiano, en el que el ahorro fuese pecado, la producción descendería sin cesar y todos se hallarían cada vez más pobres.

En el cuadro que nos ha servido de ejemplo, he dado por supuesta la igualdad a largo plazo entre el ahorro y la inversión. El propio Keynes intercambia repetidamente sus conceptos y definiciones de ambos. En la Teoría General, la discusión de sus mutuas relaciones es inextricablemente confusa. En cierto lugar (p. 74) nos dice que ahorro e inversión son «necesariamente iguales» y «meros aspectos diferentes de una misma cosa». Pero en otros (p. 21) afirma que son «dos actividades esencialmente diferentes», sin tan siquiera un «nexo».

Dejando aparte todo esto, tratemos de considerar la cuestión de manera a la vez sencilla y realista. Definamos el ahorro como un exceso de la producción sobre el consumo, y la inversión como el empleo de este exceso no consumido para crear nuevos medios de producción. De este modo, aunque el ahorro y la inversión no son siempre necesariamente iguales, a la larga tienden a serlo.

La producción combinada con el ahorro forma nuevo capital. A toda inversión debe preceder una cuantía igual de ahorro. Ahorrar es el primer momento de la acción necesaria para invertir. «Para perfeccionar el acto de formar capital es, por supuesto, necesario complementar el factor negativo del ahorro con el positivo de dedicar la cosa ahorrada a un fin…12 [Pero] el ahorro es una condición indispensable previa a la formación de capital».13

Keynes se lamentaba a todas horas del ahorro a la vez que encomiaba la inversión, empeñándose en ignorar que ésta es imposible sin aquél.

Naturalmente, desde el punto de vista económico es muy deseable que todo lo que se ahorra sea invertido, y además de manera prudente y acertada. Pero, en el mundo moderno, la inversión sigue acompañada al ahorro de manera casi automática. En nuestra sociedad occidental son pocas las personas que guardan su dinero bajo el ladrillo. Aun los más humildes ahorradores lo ponen a interés en los bancos, que actúan como intermediarios hacia formas de inversión más directas. No importa que alguien deposite una suma relativamente grande en una cuenta corriente inactiva. El banco que recibe el depósito tratará en todo momento de elevar al máximo sus beneficios o de minimizar sus pérdidas prestando todos sus fondos no adscritos a las necesarias reservas de caja. Si la demanda de créditos comerciales es insuficiente, el banco comprará cédulas o bonos del Tesoro. En Estados Unidos, por ejemplo, un banco de Nueva York o de Chicago presta normalmente cinco sextos de lo depositado por los «atesoradores», y un banco rural incluso más.

Repitamos que el mejor servicio económico que un ahorrador puede hacer por sí mismo y por su comunidad es invertir la mayor parte de sus ahorros de modo prudente y acertado. Pero, contrariamente a lo predicado por mercantilistas y keynesianos, incluso si «atesora» sus ahorros podrá a menudo lograr un beneficio para sí mismo y para la comunidad, y, desde luego, al menos en condiciones normales, no causará perjuicio alguno.

Tres clases de ahorro

Para comprender más claramente por qué ocurre así, puede ser instructivo comenzar por distinguir tres tipos de ahorro, o motivos para ahorrar, y tres grupos de ahorradores, a los que podemos denominar, sin demasiada precisión, pobres, clase media y ricos.

Llamaremos al tipo de ahorro más necesario, el que incluso los más pobres han de practicar, «ahorro para fin de mes». Las personas compran y pagan cosas en diferentes períodos de tiempo. La mayoría compran y pagan sus alimentos a diario, satisfacen la renta de su vivienda semanal o mensualmente, y adquieren prendas de vestir importantes una o dos veces al año. El que gana 10 dólares diarios no puede permitirse gastar otro tanto en alimentos y bebidas. Podrá gastar, por ejemplo, seis dólares, y tendrá que dejar cuatro para pagar a fin de mes el alquiler, la luz y la calefacción, comprar un abrigo de invierno dentro de seis meses, etc. Este es el ahorro que permite gastar a lo largo de todo el año, hacer frente a las necesidades periódicas e inevitables del vivir. Evidentemente, este tipo de ahorro, sostenido sólo durante unas semanas o una temporada, y variable según las épocas y las personas, no puede nunca ser acusado de las depresiones económicas. Ridiculizarlo, como hace Shaw, supone una total irresponsabilidad.

El siguiente tipo de ahorro, característico de las clases medias, es el que podemos llamar «ahorro para los malos tiempos». Se destina a prevenir contingencias tan normales como una enfermedad o la pérdida del empleo.

Este «ahorro para los malos tiempos» es el que más deploran los keynesianos, y al que atribuyen las consecuencias más espantosas. Pero, aun en casos extremos, y exceptuando circunstancias cíclicas muy especiales, tampoco este ahorro tiende a producir depresión o recesión económica.

Consideremos, por ejemplo, una sociedad compuesta enteramente por «atesoradores» o «avaros». Lo son porque suponen que van a vivir hasta los setenta años, pero se verán obligados a retirarse a los sesenta; y quieren seguir disfrutando en esos últimos diez años de un bienestar semejante al que han tenido a lo largo de su vida activa. Esto significa que cada familia ahorrará, por ejemplo, una quinta parte de sus ingresos anuales durante cuarenta años, a fin de poder seguir gastando igual a lo largo de su última década.

Como deliberadamente elegimos el caso extremo, vamos a suponer que el dinero ahorrado no es invertido en un negocio o en acciones u obligaciones, ni siquiera depositado en un banco; que no produce renta, sino que es simplemente «atesorado».

No hace falta decir que este sistema no permite ninguna mejora económica. Pero, aunque fuera el modo de vida regular y permanente en esa comunidad, no provocaría una depresión. Las personas que se abstienen de comprar cierta cantidad de artículos de consumo y servicios no hacen subir sus precios con su demanda; se limitan a dejarlos para otros. Si este ahorro para la vejez fuera el modo de vida regular y aceptado, y no una súbita e inesperada manía, los fabricantes de bienes de consumo no habrían producido un exceso de mercancías invendibles, los viejos gastarían en su séptima década más de lo que las personas de su edad pueden permitirse en las sociedades «gastadoras», y los ahorros sobrantes de los fallecidos volverían al torrente económico. A largo plazo, año por año, el gasto sería semejante al de cualquier otra sociedad.

Recordemos que en una economía en giro uniforme, donde no hay ni inflación ni deflación monetaria, el dinero ahorrado no desaparece. Los ahorros, aun cuando no sean invertidos en bienes de producción, son simplemente gasto diferido o pospuesto. Ese dinero está en alguna parte, y acabará por ser gastado. A la larga, en toda sociedad con una proporción relativamente estable entre atesoradores y gastadores, los gastos de las personas maduras y los fallecimientos hacen que los ahorros vuelvan constantemente a la corriente del gasto, que conserva un caudal casi uniforme.

Lo que tratamos de comprender es el efecto del ahorro per se, y no de cambios súbitos e inesperados en el gasto y el ahorro. En consecuencia, hacemos abstracción de los efectos producidos por los cambios inesperados en el gasto y el ahorro o en la oferta monetaria. Incluso si una gran cantidad de ahorro fuera el modo regular de vida en una comunidad, la producción y los precios relativos de los bienes de consumo y capital estarían ya adaptados a ello. Naturalmente, si surge una depresión por alguna otra causa, y los precios de los valores y de las mercancías empiezan a bajar y la gente teme de pronto quedarse sin trabajo o que los precios sigan descendiendo, el efecto puede ser un aumento masivo e inesperado del ahorro (o más exactamente del no gasto), capaz de intensificar una depresión ya iniciada por otras causas. Pero las depresiones no pueden atribuirse al ahorro regular, ordenado y previsible.

Algún lector alegará que todavía no he supuesto el caso extremo del ahorro: el de una sociedad en la que todos ahorran perpetuamente más de la mitad de lo que ganan, y siguen ahorrando, no para la vejez, o para contingencias razonables, sino porque existe una verdadera «religión» del ahorro. Serían los que en la sátira de Keynes se abstienen de consumir el pastel. Pero esa sociedad imaginaria implica una contradicción en los términos. Si sus miembros pretenden vivir siempre en su actual nivel, modesto e incluso bajo, ¿por qué han de seguir esforzándose en producir más de lo que esperan consumir? Sería algo patológico, lindante en la demencia. La alegoría keynesiana sobre la magnitud de la supuesta manía ahorrativa del siglo XIX fue una pura alucinación.

Finalmente, llegamos al tercer tipo de ahorro, el que podemos llamar «capitalista». Es el ahorro dedicado a la inversión en la industria, ya de modo directo, ya indirectamente, a través de depósitos bancarios. Este ahorro produce intereses o beneficios. El ahorrador espera, en su vejez e incluso antes, vivir de la renta de sus inversiones en vez de consumir el capital ahorrado. Este tipo de ahorro «capitalista» estuvo hasta hace poco limitado a los muy ricos. En realidad, tampoco ellos pudieron beneficiarse de él hasta el moderno desarrollo de los bancos y las sociedades. Todavía a comienzos del siglo XVIII se habla de mercaderes londinenses que se llevan un cofre de monedas de oro a su retiro campestre con la intención de vivir de ese tesoro el resto de su vida.14 Hoy, incluso la mayor parte de la clase media norteamericana disfruta del ahorro capitalista.

Resumiendo, diremos que en contra de los viejos prejuicios, la riqueza del rico no es causa de la pobreza del pobre, sino que contribuye a aliviarla. Sea o no ésa su intención, casi todo lo que el rico hace legalmente tiende a ayudar al pobre. El gasto de los ricos da trabajo a los pobres; pero el ahorro de los ricos y su inversión en medios de producción no sólo proporciona empleos, sino que los hace día a día más productivos y mejor pagados, a la vez que aumenta y abarata la producción de artículos necesarios y superfluos para las masas. El rico no debería dejar de ejercer la caridad directa con las personas que por enfermedad, invalidez u otra desgracia no pueden desempeñar un trabajo o ganar lo suficiente. Las formas tradicionales de caridad privada deberían ampliarse constantemente. Pero la caridad más efectiva que el rico puede hacer es vivir con sencillez, evitar el despilfarro y la ostentación, y ahorrar e invertir para proporcionar a mayor número de personas empleos cada vez más productivos, y a todos una creciente abundancia de los bienes necesarios o placenteros para la vida.


El artículo original se encuentra aquí.

1.Adam Smith, Wealth of Nations, 1776, Libro. IV, Capítulo. II.

2.Ibid., Libro. II, Capítulo. Ill.

3.Ludwig von Mises, Human Action, 3ra ed. revisada, Chicago: Henry Regnery Co., 1966, p. 684 (Trad. esp.: La acción humana, 2da ed., Sopec, Madrid, 1963)

4.«The Greatest Economic Charity.» ensayo en el simposio On Freedom and Free Enterprise, Mary Sennholz, ed., Van Nostrand, 1956, p. 99.

5.James Boswell, The Life of Samuel Johnson, Boston: Charles E. Lauriat Co., 1925, Vol. II, p. 636.

6.Hartley Withers, Poverty and Waste, London: Smith, Elder, 1914; 2do ed. revisada, John Murray, 1931.

7.Ibid., p. 139.

8.Vol. II, p. 208.

9.The Failure of the «New Economics», Van Nostrand, 1959, pp. 40–43 and 355–362.

10.Notes on Malthus (Sraffa edition), p. 449 and p. 309.

11.George Bernard Shaw, The Intelligent Woman’s Guide to Socialism and Capitalism, Brentano, 1928, p. 7.

12.Eugen von Böhm-Bawerk, Positive Theory of Capital, 1891, South Holland, Ill.: Libertarian Press, 1959, p. 104.

13.Ibid.

14.F. A. Hayek, Profits, Interest and Investment, London: George Routledge, 1939, pp. 162–163. Véanse también los numerosos casos mencionados por G. M. Trevelyan enn su English Social History, David McKay, 1942.

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