¿Era Keynes un liberal?

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[Publicado originalmente en The Independent Review, vol. 13, nº 2, Otoño de 2008, pp. 165-188]

Keynes y el neomercantilismo

Es hoy práctica común clasificar a John Maynard Keynes como uno de los principales liberales de la historia moderna, tal vez el «grande» más reciente en la tradición de John Locke, Adam Smith y Thomas Jefferson.1

Como estos hombres, se sostiene por lo general, Keynes era un creyente sincero (de hecho, ejemplar) en la sociedad libre. Si difería de los liberales «clásicos» en unas pocas cosas evidentes e importantes, era simplemente porque trataba de actualizar la idea liberal esencial para ajustarla a las condiciones económicas de una nueva era.

No cabe duda de que a lo largo de su vida Keynes apoyó distintos valores culturales genéricos, como la tolerancia y la racionalidad, que a menudo se consideran como «liberales» y, por supuesto, siempre se calificó a sí mismo como liberal (así como liberal, en el sentido de simpatizante del Partido Liberal Británico). Pero nada de esto tiene mucho peso cuando se trata de clasificar el pensamiento político de Keynes.2

Prima facie, Keynes como liberal modelo es ya paradójico debido a su adopción de la doctrina mercantilista. Cuando apareció en 1936 La teoría general del empleo, el interés y el dinero (Keynes 1973b), W.H. Hutt estaba a punto de enviar a la imprenta su El economista y la política (1936). En años posteriores, Hutt sometería al sistema de Keynes a una crítica detallada y devastadora (Hutt 1963, 1979), pero en ese momento solo pudo insertar apresuradamente algunas observaciones iniciales. Lo que le chocó más fue que el renombrado economistas «nos quiera hacer creer que los mercantilistas tenían razón y que sus críticos clásicos estaban equivocados» (una postura expuesta en el capítulo 23 de la Teoría General) (Hutt 1936, p. 245).

Hutt estaba escribiendo desde el punto de vista de la ciencia económica. Aquí nos estamos ocupando de la totalidad del liberalismo como filosofía social. Si, como he argumentos en otros lugares (Raico 1989, 1992, 1999, pp. 1–22), la doctrina liberal se caracteriza históricamente por un rechazo del paternalismo del estado absolutista del bienestar, se caracteriza aún más por su rechazo al componente mercantilista en el absolutismo del siglo XVIII. ¿Cómo es posible entonces que un escritor que trate de rehabilitar el mercantilismo puede contarse entre los grandes liberales?3

En defensa de Keynes, Maurice Cranston responde que nadie negaría la inclusión de John Locke en las filas liberales a pesar de sus adhesión al mercantilismo (1978, p. 111). Es discutible que Locke aceptara el mercantilismo: Karen Vaughn (1980) ha dado motivos para creer otra cosa. Pero incluso si hubiera sido un mercantilista, ese hecho no apoyaría el argumento de Cranston. A Locke se le considera correctamente como un gran liberal no por sus opiniones el teoría y política económica, cualquiers que hayan sido, sino en virtud de su explicación libertaria de los derechos naturales y lo que creía que se deducía de esa explicación.4

El sistema keynesiano

Según sus defensores y él mismo, el giro de Keynes hacia el neomercantilismo era necesario por su descubrimiento de defectos fundamentales en la economía clásica. La teoría clásica, prosigue esta afirmación, resultaba impotente para explicar las causas tanto del alto desempleo crónico británico en la década de los veinte como de la Gran Depresión, mientras que La teoría general hacía ambas cosas. Lograba esta proeza exponiendo los graves defectos propios de la economía de mercado no dirigida, efectuando así una «revolución» en el pensamiento económico.

Sin embargo, las crisis concretas a las que reaccionó Keynes eran ellas mismas producto de políticas públicas equivocadas. La persistencia del desempleo en Gran Bretaña se remonta en parte a la decisión de Winston Churchill como canciller del tesoro de volver al oro a la poco realista paridad anterior a la guerra y en parte a las altas prestaciones de desempleo (en relación con los salarios) disponibles después de 1920. La Gran Depresión se produjo principalmente por la gestión monetaria del gobierno, en particular por el Sistema de la Reserva Federal en Estados Unidos. Ambas crisis son susceptibles de explicación por medio del análisis económico «ortodoxo», sin requerir ninguna «revolución» teórica (Rothbard 1963; Johnson 1975, pp. 109-112; Benjamin y Kochin 1979; Buchanan, Wagner y Burton 1991).5

Como apuntaba Hutt, Keynes daba la espalda en su Teoría general a todas las autoridades reconocidas, de Hume y Smith a Menger, Jevons y Marshall y a Wicksell y Wicksteed. Esos pensadores, cualquiera que fuera su grado de adhesión al laissez faire estricto, al menos sostenían que la economía de mercado contenía factores autocorrectores que hacían temporales las depresiones económicas. Keynes, descartando a sus predecesores (y contemporáneos) «ortodoxos», se alineaba con lo que él mismo llamaba ese «bravo ejército de herejes», Silvio Gesell, J.A. Hobson y otros reformistas sociales y socialistas críticos del capitalismo a los que los economistas de la corriente principal había rechazado por chiflados (Friedman 1997, p. 7).

En un conocido ensayo de 1934, Keynes ya se había incluido en el bando de estos «herejes», los escritores «que rechazan la idea de que el sistema económico existente sea, en ningún sentido significativo, autocorrector (…) El sistema no es autocorrector y, sin una dirección deliberada, es incapaz de traducir nuestra pobreza actual en nuestra abundancia potencial» (1973a, pp. 487, 489, 491). La Teoría General pretendía proporcionar el marco analítico para justificar esta postura.

Los cambios en precios, salarios y tipos de interés, según Keynes, no cumplen con la función a ellos atribuida en la teoría económica estándar: tender a generar un equilibrio de pleno empleo. El nivel de salarios no tiene ningún efecto sustancial en el volumen del empleo, el tipo de interés no sirve para equilibrar ahorro e inversión, la demanda agregada normalmente es insuficiente para producir pleno empleo y así sucesivamente. Las suposiciones falsas, las incoherencias conceptuales y los non sequiturs que vician estas extravagantes afirmaciones se han expuesto frecuentemente (por ejemplo, en Hazlitt 1959, [1960] 1995; Rothbard 1962, p. 2 y passim; Reisman 1998, pp. 862-894).6 Tal y como resume el asunto James Buchanan: «Sencillamente, no hay evidencias que sugieran que las economías de mercado sean inherentemente inestables» (Buchanan, Wagner y Burton 1991, p. 109).

En todo caso, no todo sistema que contenga elementos del orden del mercado de la propiedad privad puede considerarse razonablemente como liberal. Es conocido que, en la historia moderna, hubo un sistema que  incluía la propiedad privada y permitía a los mercados operar de forma restringida y limitada. Sin embargo, sus supervisores insistían en el papel primordial del estado, sin el que creían que la vida económica se derrumbaría en la anarquía. El liberalismo económico apareció como una reacción contra este sistema, al que se le llama mercantilismo.

Igualmente crucial para la cuestión son las formas en que los errores de Keynes socavaron la confianza en el orden de libre mercado y abrieron el camino al colosal crecimiento del poder del estado.

Murray Rothbard apunta que Keynes proponía un mundo en el que los consumidores son robots ignorantes y los inversores sistemáticamente irracionales, dirigidos por sus ciegos «espíritus animales» y que concluía que el volumen general de la inversión tenía que confiarse a un deus ex machina, una «clase externa al mercado (…) el aparato del Estado» (Rothbard 1992, pp. 189–91). Keynes se refiere a este proceso como «la socialización de la inversión». Como declara en la Teoría general, «espero ver al Estado, que está en disposición de calcular la eficiencia marginal de lo bienes de capital a largo plazo y basándose en el desarrollo social general, tomando un mayor responsabilidad en la organización directa de las inversiones» (1973b, p. 164). Defendía la creación de un Consejo Nacional de Inversiones. Todavía en 1943, estimaba que dicha autoridad influiría directamente en «dos tercios o tres cuartos de la inversión total» (Seccareccia 1994, p. 377).7

Robert Skidelsky insiste en que en estos casos Keynes no tenía en mente el estado en el sentido de un gobierno central (1988, pp. 17-18), sino más bien esos «cuerpos autónomos dentro del Estado» de los que hablaba en 1924, «cuerpos cuyo criterio de acción dentro de su propio campo es solamente el bien público como ellos lo entienden y de cuya deliberación están excluidos los motivos de las ventajas privadas» (Keynes 1972, pp. 288–89). Sin embargo Skidelsky parece olvidar los problemas de esta concepción que suena tan bien.

Keynes nunca especificó cómo iban a operar esos cuerpos, nunca dio ninguna razón para creer que estarían en disposición de calcular la «eficiencia marginal del capital» (un concepto tremendamente confuso en cualquier caso; ver Hazlitt 1959, pp. 156-170; Anderson [1949] 1995, pp. 200-205) y nunca indicó por qué sutiles medios se mantendría incólume a motivos de ventajas privadas (incluyendo las ideológicas personales).8 Además, como Keynes concedía que estos «cuerpos semiautónomos» estarían «sujetos en último término a la soberanía de la democracia expresada mediante el Parlamento» (1972, pp. 288-289), ¿cómo podía impedirse que se convirtieran en la práctica en agencias del estado centralizado?

Si el centro de la doctrina del liberalismo es que, dada la adhesión institucional a los derechos a la vida, la libertad y la propiedad, puede contarse en buena medida con que la sociedad civil se organice por sí misma y si el ejemplo exhibido de este conciso liberalismo es la capacidad de la economía de mercado no dirigida de funcionar satisfactoriamente, entonces la «revolución keynesiana» señala el abandono del liberalismo.

En unos pocos años, el keynesianismo triunfo entre economistas ilustres en la universidad y el gobierno, convirtiéndose tras la Segunda Guerra Mundial en la doctrina oficial en los países desarrollados. Los administradores del Plan Marshall y sus aliados en la Comisión Económica de Naciones Unidas para Europa lo ordenaban, igual que los administradores del Programa de Recuperación Europea. A Italia, por ejemplo, «ambas agencias le reclamaban constantemente que reinflara» (de Cecco 1989, pp. 219-221).9

Aunque Alemania Occidental, bajo el liderazgo de Ludwig Erhard y aconsejado por economistas como Wilhelm Röpke, se resistía, en Gran Bretaña, ambos partidos mayoritarios defendían la gestión keynesiana de la demanda como medio para el pleno empleo, ahora el principal objetivo. En Estados Unidos, la Ley de Empleo de 1946 reconocía el papel primordial del gobierno federal en garantizar el máximo empleo a través de operaciones fiscales. Los resultados de esta revolución fueron desastrosos.

Antes de Keynes, el equilibrio presupuestario había sido el objetivo de los gobiernos, al menos de los países civilizados. El keynesianismo invirtió esta «constitución fiscal». Al hacer a los gobiernos responsables de políticas fiscales «contracíclicas» e ignorando la tendencia miope de los políticos a acumular déficits, puso las bases para aumentos sin precedentes en los impuestos y la deuda pública de las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (Buchanan 1987; Rowley 1987b; Buchanan, Wagner y Burton 1991).

A veces se sostiene que Keynes «no era keynesiano» en el sentido de que no puede hacérsele responsable de la aplicación de su teoría por sus seguidores. Aún así, ¿con qué otro liberal «grande» o «modelo» tenemos un círculo de acólitos altamente influyentes que lo interpreten en un sentido acusadamente antiliberal? Como observa sardónicamente Michael Heilperin: «Si [Keynes] fue un liberal, entonces fue ese extraordinario tipo de liberal cuyas recomendaciones prácticas promueven constantemente el colectivismo» (1960, p. 125).

¿Normas o discrecionalidad?

Frente a anteriores ideologías absolutistas y luego colectivistas, el liberalismo se caracteriza por su insistencia en las normas en la vida política y en la económica (cf. Hayek 1973, pp. 56–59). El estado de derecho como fundamento del Rechtsstaat es un ejemplo evidente, como la doctrina del laissez faire, a la cual incluso John Stuart Mill se sintió obligado se defender de boquilla como un principio (fácilmente anulable) (»En resumen, el laissez faire debería ser la práctica general»). La máxima flexibilidad y libertad en el ejercicio del poder no es una vía que elogien los liberales. «Un gobierno de leyes, no de hombres», es un lema liberal muy conocido.10

Murray Rothbard señalaba que Keynes, por decirlo así, se oponía al principio por principio (1992, 177).11 No es exagerado decir que Keynes era constitutivamente opuesto a las normas, o «dogmas», como solía llamarlas. Esta actitud dominó su pensamiento a lo largo de su vida. En 1923 declaraba: «cuando hay que tomar grandes decisiones, el Estado es un cuerpo soberano cuyo propósito es promover el mayor bien para todos. Por tanto, cuando entramos en el ámbito de la acción del Estado, todo ha de considerarse y sopesarse por sus méritos» (1971a, pp. 56-57).

En sus últimos años, Keynes encontró «mucha sensatez» en la propuesta de que el estado «cubra el puesto vacante del empresario-jefe», «interfiriendo en la propiedad y gestión de empresas particulares (…) valorando [solo] el caso y no siguiendo el dogma» (1980, p. 324). En una carta a F.A. Hayek a propósito del libro de éste recientemente publicado Camino de servidumbre, Keynes le reprendía por no darse cuenta de que «los actos peligrosos pueden realizarse con seguridad en una comunidad que piense y sienta correctamente, que podría ser la vía al infierno si fuera ejecutada por aquéllos que piensan y sienten erróneamente» (1980, pp. 387-388).

La oposición a actuar estrictamente por principio, afirma Robert Skidelsky, es lo esencial del «segundo renacimiento del liberalismo» de Keynes (después del «Nuevo liberalismo» de la escuela de Hobhouse: Keynes pretendía «sobreimponer una filosofía de gestión (…) una filosofía de intervención ad hoc, basada en el pensamiento desinteresado» (1988, p. 15). Alec Cairncross indica: «Odiaba la esclavitud de las normas. Quería que los gobiernos tuvieran discrecionalidad y quería que los economistas acudieran en su auxilio en el ejercicio de esa discrecionalidad» (1978, pp. 47-48). Aún así, son precisamente la naturaleza ad hoc de la aproximación de Keynes, su fe en un «pensamiento desinteresado» extrañamente incorpóreo y su predilección por la discrecionalidad del gobierno encumbrado por límites de principios los que van directamente contra lo esencial de la doctrina liberal.12

El verdadero liberalismo ha albergado tradicionalmente una profunda desconfianza en los agentes del estado, basándose en que su falta de competencia o de imparcialidad o de ambas cosas. La displicente confianza de Keynes en los expertos económicos cuyos sagaces consejos se pondrían en práctica por políticos que se negarían a sí mismo se contradice con esta sospecha completamente justificada y toda la evidencia histórica y teórica que la apoya. En términos contemporáneos, contradice las enseñanzas asociadas con la escuela de la elección pública.13

La utopía de Keynes

Keynes se dedicaba a menudo a reflexionar sobre la naturaleza de la sociedad futura, Como sus escritos están plagados de inconsistencias,14 ha permitido a algunos de sus seguidores contestar que lo que quería básicamente era simplemente «un el pleno empleo al liberalismo clásico», que «su modelo era mucho “capitalismo más pleno empleo” y era relativamente optimista acerca de la posibilidad de un control macro» (Corry 1978, pp. 25, 28).

Sin embargo, a lo largo de la carrera de Keynes aparecen claras indicaciones de su deseo de un orden social mucho más radical: en sus palabras, una «Nueva Jerusalén» (O’Donnell 1989, pp. 294, 378 n. 27). Confesaba que había elucubrado «con las posibilidades de mayores cambios sociales que hay dentro de las filosofías actuales» incluso de pensadores como Sidney Webb. «La república de mi imaginación se encuentra en el extremo izquierdo del espacio celestial», reflexionaba (1972, p. 309). Numerosas declaraciones esparcidas a lo largo de décadas iluminan este reconocimiento algo oscuro. Tomadas juntas, confirman el argumento de Joseph Salerno (1992) de que Keynes era un milenarista, un pensador que veía la evolución social como la búsqueda de un curso preordenado de lo que concebía como un final feliz: una utopía (O’Donnell 1989, pp. 288-294).

Keynes ansiaba una condición de «igualdad de satisfacción entre todos» (sea lo que sea lo que pudiera significar) (1980, p. 369), en la que el problema que afronte la persona media sería «cómo ocupar el ocio, que la ciencia y el interés compuesto le habrán hecho conseguir, para vivir sabiamente, agradablemente y bien» (1972, p. 328). El progreso tecnológico, alimentado por la inversión socializada, garantizaría automáticamente bienes de consumo para todos. En ese momento, aparecerán las cuestiones serias de la vida: «La evolución natural debería ser hacia un nivel decente de consumo par todos y cuando éste sea suficiente para todos, hacia la ocupación de nuestras energías en los intereses no económicos de nuestras vidas. Así que necesitamos ir reconstruyendo lentamente nuestro sistema social con la vista puesta en estos fines» (1982a, p. 393).

Dejando aparte la cuestión de quién decidiría cuándo es suficientemente alto el nivel de consumo, tenemos que preguntar: ¿Qué técnicas imaginaba Keynes que existían para crear esa reestructuración de la sociedad? Como siempre que ponderaba el futuro, la concreción no existe.15 Lo que está claro es que el la utopía futura, el estado será el líder incontestable.16 Al poner fin a la «anarquía económica», el nuevo «régimen [será uno] que deliberadamente se dirija a controlar y dirigir las fuerzas económicas en interés de la justicia social y la estabilidad social» (1972, p. 305).17

El Estado, según Keynes, decidiría incluso el nivel óptimo de población. Respecto de la eugenesia, Keynes a veces da una apariencia de indecisión: «puede que un poco más tarde llegue el momento en que la comunidad en su conjunto deba prestar atención a la cualidad innata, así como a las meras cifras de sus miembros futuros» (1972, p. 292; ver también Salerno 1992, pp. 13-14). Otras veces, es bastante concreto: «La gran transición en la historia humana» empezará «cuando el hombre civilizado se atreva a asumir el control consciente en sus propias manos, lejos del ciego instinto de la mera supervivencia predominante» (1983, p. 859).18 Así que el estado (bajo su disfraz como «hombre civilizado») también canalizará y supervisará la reproducción de la raza humana.

En estos asuntos, el estado estará guiado, a su vez, por intelectuales sabios y previsores del tipo del propio Keynes.19 ¿Cómo iba a ser de otro modo? Dejada a su propio albedrío, la gente está virtualmente desamparada. Como declaraba Keynes: «Tampoco es verdad que el interés propio generalmente sea ilustrado: es más común que los individuos actúan por separado para promover sus propios fines sean demasiado ignorantes o débiles como para alcanzar siquiera éstos» (1972, p. 288). Como sostenía que en cuestiones económicas «la solución correcta implicará elementos intelectuales y científicos que están por encima de la gran masa de votantes más o menos incultos» 1972, p. 295), uno se pregunta cuánta «soberanía de la democracia» continuaría existiendo en su utopía.

Naturalmente, dados sus propios gustos, las artes desempeñarían un papel central en su punto de vista. Se quejaba de la mezquindad de las subvenciones estatales a las artes que era defendida por «los moradores subhumanos del Tesoro». Esa política era incompatible con cualquier concepción más noble de «la tarea y propósito, el honor y la gloria [sic] del Estado». Las subvenciones a las artes eran un medio para que el Estado cumpliera su obligación de elevar al «hombre común», de llevarle a sentirse «mejor, más dotado, más espléndido, más despreocupado» (citado en Moggridge 1974, pp. 34-35).

Durante la Segunda Guerra Mundial, Keynes fue un importante portavoz de lo que luego sería el Consejo de las Artes. Su lema era «Muerte a Hollywood». Se vio inmensamente satisfecho de ser capaz de informar que tres mil trabajadores fabriles ingleses en los Midlands habían reaccionado con «salvaje deleite» a una representación de ballet (citado en Moggridge 1974, pp. 41, 48). En el futuro, aparte de las subvenciones estatales, habría una inculcación de la apreciación del arte en las escuelas: ir a representaciones y visitar galerías de arte «será un elemento vivo en la educación de todos y la asistencia habitual al teatro y a conciertos, parte de una educación organizada» (1982b, p. 371). La completa banalidad de su cruzada patrocinada por el estado en busca de un aumento estético (clave para la realización de la utopía de Keynes) solo es superada por su deprimente aplastamiento espiritual.

Keynes y los «experimentos» totalitarios

Otro fundamento para dudar del liberalismo de Keynes concierne a su actitud en las décadas de los veinte y los treinta hacia los «experimentos» continentales de economía planificada. A veces mostraba un punto de vista de las políticas nacionalsocialista alemana y fascista italiana que resulta sorprendente en un supuesto pensador liberal modelo. Aquí se trata de dos textos: el prólogo a la edición alemana de la Teoría general (Keynes 1973b, pp. xxv–xxvii) y el ensayo «Autosuficiencia nacional» (Keynes 1933; también incluido en Keynes 1982a, pp. 233-246).

En el prólogo, Keynes observa que se está desviando de «la tradición clásica (u ortodoxa) inglesa», que, señala, nunca dominó totalmente el pensamiento alemán- «La Escuela de Manchester y el marxismo, derivan ambos en definitiva de Ricardo. (…) Pero en Alemania siempre ha existido una gran porción de la opinión que no se ha adherido ni a una ni al otro (…) Por tanto, tal vez pueda esperar menos resistencia de los lectores alemanes que de los ingleses al ofrecer una teoría del empleo y producción como un todo, que se aleja en aspectos importantes de la tradición ortodoxa» (1973b, pp. xxv–xxvi). Para atraer aún más a sus lectores en la Alemania nacionalsocialista, Keynes añade: «Buena parte del siguiente libro tiene ejemplos y está explicado principalmente con referencia a las condiciones existentes en los países anglosajones. En todo caso la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire» (1973b, p. xxvi).

Roy Harrod no menciona este prólogo en absoluto en su primer biografía (1951).20 Robert Skidelsky se refiere a él como «desafortunadamente escrito» y lo deja ahí (1992, p. 581). Alan Peacock escribe del pasaje (sin citarlo) que Keynes indicaba «que el gobierno [nazi] alemán de entonces simpatizaría más que el gobierno británico con sus ideas sobre los efectos de las obras públicas en la creación de empleo» (1993, p. 7). Sin embrago, esta opinión va en contra del claro significado del texto: no es que los líderes nazis resultaran simpatizar más con una de las propuestas concretas de Keynes, sino que, en opinión de Keynes, su teoría «es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario». Peacock añade que «hay alguna discusión acerca de si el prólogo fue traducido adecuadamente o no». Pero ese asunto no afecta en modo alguno al extracto aquí citado, que proviene del manuscrito de Keynes en inglés.21

Los pensadores económicos nazis utilizaron a veces referencias a Keynes para apoyar políticas económicas específicamente antiliberales del nacionalsocialismo. Otto Wagener, que encabezaba una oficina de investigación económica nazi antes de acceder al poder, dio a Hitler una copia del libro de Keynes sobre el dinero porque era «un tratado muy interesante», con la sensación de que el autor «muy en nuestra línea, sin estar familiarizado con nosotros ni con nuestro punto de vista» (citado en Barkai 1977, pp. 55, 57, 156, traducción propia). La publicación de la edición alemana de la Teoría general recibió reseñas críticas de publicaciones que se las habían arreglado para mantener distancias respecto de las políticas económicas oficiales nazis, mientras que un apologista nazi en Heidelberg le daba la bienvenida «como una reivindicación del nacionalsocialismo». El propio Keynes remarcaba que las autoridades alemanas habían permitido la publicación «con un papel [que era] bastante mejor del habitual y el precio no era mucho mayor de los habitual» (ambas citas en Skidelsky 1992, pp. 581, 583).

Un ejemplo más importante de la dificultad de clasificar a Keynes como liberal es su ensayo «Autosuficiencia nacional» (Keynes 1933, 1982b, pp. 233-246).22 Aquí se trata al laissez faire y al libre comercio con el desdén característico de Bloomsbury. En el lúgubre pasado, se habían considerado «casi como parte del derecho moral», un componente del «grupo de prendas obsoletas que arrastra una mente» (Keynes 1933, p. 755). Sin embargo, es muy distinta la postura de Keynes hacia las doctrinas que eran el último grito cuando escribía. «Cada años e hace más evidente que el mundo se está embarcando en una variedad de experimentos político-económicos» al abandonar los presupuestos del libre comercio del siglo XIX. ¿Cuáles son estos «experimentos»? Son los que están teniendo lugar en Rusia, Italia, Irlanda [sic] y Alemania. Incluso Gran Bretaña y Estados Unidos buscan «un nuevo plan» (p. 761).

Keynes es extrañamente escéptico sobre las posibilidades de éxito de estos distintos proyectos: «No sabemos cuál será el resultado. Vamos (todos, supongo) a cometer muchos errores. Nadie puede decir cuál de los nuevos sistemas demostrará ser el mejor. (…) Cada uno creemos una cosa. Sin creer que ya nos hayamos salvado, cada uno debería querer probar en buscar nuestra propia salvación» (pp. 761-762).

Reconoce que «en asuntos de detalle económico, diferenciados de los controles centrales», está a favor de «retener tanto juicio e iniciativa y empresa privada como sea posible» (p. 762). Pero «todos necesitamos estar lo más libres posible de interferencia por cambios económicos en otros lugares, para hacer nuestros propios experimentos favoritos hacia la idea de la república social del futuro» (p. 763).

En el momento en que Keynes escribió este artículo, la doctrina de la «autosuficiencia nacional» que estaba predicando se identificaba frecuentemente con el nacionalsocialismo y el fascismo. Cuando Franklin Roosevelt «torpedeó» la conferencia económica de Londres de junio de 1933, el presidente del Reichsbank, Hjalmar Schacht, dijo con suficiencia al Völkischer Beobachter (el periódico oficial del Partido Nazi) que el líder estadounidense había adoptado la filosofía económica de Hitler y Mussolini: «Toma en tus propias manos tu destino económico y no solo te ayudarás a ti mismo, sino también al mundo entero» (Garraty 1973, p. 922).

Keynes admite que se estaban cometiendo muchos errores en todos los ensayos contemporáneos de planificación. Aunque Mussolini puede estar «echando las muelas del juicio», «Alemania está a merced de unos responsables sin control, aunque aún es pronto para juzgarla».23 Reserva sus mayores críticas a la Rusia de Stalin, tal vez un ejemplo históricamente sin precedentes de «incompetencia administrativa y del sacrificio de casi todo lo que hace que la vida merezca la pena vivirse a cambio de cabezas de madera» (p. 766). «Dejemos que Stalin sea un ejemplo aterrador para todos los que busquen realizar experimentos», declaraba Keynes (p. 769).

Aún así, su crítica de Stalin (que acababa de condenar a millones a la muerte en la hambruna del terror y estaba llenando el gulag de Lenin con millones de personas más) es curiosamente oblicua y descentrada. Lo que requieren los experimentos soviético y otros socioeconómicos es sobre todo «crítica dura, libre y sin miramientos». Pero

Stalin ha eliminado toda mente independiente y crítica, incluso las que simpatizan con el punto de vista general. Ha producido un entorno en que los procesos mentales están atrofiados. Las blandas circunvoluciones del cerebro se han convertido en madera. El rebuzno multiplicado del altavoz reemplaza las suaves inflexiones de la voz humana. El balido de la propaganda aburre incluso a los pájaros y las bestias del campo hasta la estupefacción (p. 769).

«Cabezas de madera… cerebros convertidos en madera… aburre… hasta la estupefacción». El lector puede juzgar por sí mismo si esta crítica (que recuerda a John Stuart Mill insistiendo en la absoluta importancia de una eterna discusión y debate) es adecuada para los hechos de Stalin y el poder soviético en 1933.

Finalmente, un pasaje en este ensayo tal y como apareció en su primera versión en la Yale Review se omite en The Collected Writings:24 «Pero brindo mis críticas para mostrar, como alguien cuyo corazón es amistoso y simpatiza con los experimentos desesperados del mundo contemporáneo, que les desea lo mejor y les gustaría que tuvieran éxito, que tiene sus propios experimentos a la vista y que en último término prefiere algo en la tierra a lo que los informes financieros llaman ‘la mejor opinión en Wall Street’» (Keynes 1933, p. 766).25

El comentario de Skidelsky sobre este ensayo es breve y blando: «Como apuntaba Keynes en sus artículos de «Autosuficiencia nacional» [el ensayo apareció en dos partes en The New Statesman and Nation], los experimentos sociales estaban de moda; todos ellos, fuera cual fuera su origen político, implicaban un papel mucho mayor para el gobierno y un papel muy restringido para el libre comercio» (1992, p. 483). Esta descripción difícilmente parece suficiente.

La pregunta en este caso es: ¿Cómo puede alguien que ha expresado una nostágica simpatía por los «experimentos» de nazis, fascistas y comunistas estalinistas y cuyo raído desdén de Bloomsbury estaba reservado para la sociedad de laissez faire que funcionaba libremente ser considerado un ejemplo rotundo de liberal o liberal en absoluto?26

Comunismo soviético

El tono y la sustancia de algunos de los apuntes más extensos de Keynes sobre el comunismo soviético también plantean dudas. Tras un viaje a la Unión Soviética en 1925, publicó  A Short View of Russia (1972, pp. 253-271). Skidelsky, con asombrosa inverosimilitud, califica a este ensayo como «uno de los ataques más agudos al comunismo soviético nunca escritos» (1994, p. 235).

Es verdad que Keynes apreciaba algunos defectos graves en el régimen soviético, especialmente la persecución de disidentes y la opresión general. Pero sostiene que estos defectos son en parte fruto de la revolución y resultado de «cierta bestialidad en la naturaleza rusa o en las naturalezas rusa y judía cuando, como ahora, se alían». Forman «una sola cara» de la «soberbia seriedad de la Rusia roja». Esa seriedad puede ser adusta, «cruda y estúpida y aburrida hasta el extremo», como atestiguan los metodistas  (1972, p. 270): otro toque Bloomsbury.

Keynes no dio ninguna indicación de que el despotismo pudiera ser la consecuencia natural, el resultado completamente predecible de tal concentración de poder en el estado como habían efectuado los bolcheviques en Rusia. Esta última opinión  había sido uno de los sostenes del pensamiento liberal desde al menos el tiempo de Montesquieu y Madison, a través de Mises y Hayek y hasta el día de hoy. Uno esperaría que un liberal destacara este punto.

Por el contrario, Keynes habla favorablemente de la voluntad de los soviéticos de dedicarse a audaces «experimentos» de ingeniería social. En Rusia, «el método de prueba y error se utiliza sin reservas. Nadie ha sido tan abiertamente experimentalista como Lenin». Respecto de los catastróficamente fracasados «experimentos» de los primeros años de gobierno bolchevique, que había impuesto el paso del «comunismo de guerra» a la Nueva Política Económica (NPE), Keynes los describe en los términos más anodinos: los «errores» anteriores se habían corregido ahora y las «confusiones» disipado (p. 262).27 Keynes está deslumbrado por el carácter del régimen como «el laboratorio de la vida» y concluye que el comunismo soviético tiene «alguna posibilidad» de éxito. Afirma en este «agudo ataque» que «incluso una posibilidad que da a lo que está sucediendo en Rusia más importancia de lo que está sucediendo (por ejemplo) en los Estados Unidos de América» (p. 270).28

¿Qué hay en la base de la simpatía de Keynes por el experimento soviético? Aparece una pista al inicio de su ensayo, donde sugiere en broma que el arzobispo de Canterbury podría merecerse ser llamado un bolchevique «si sigue seriamente los preceptos del Evangelio». (¿Jesucristo como el primer chequista?) Lo que conmueve más profundamente a Keynes es el elemento «religioso» del leninismo, cuya «esencia emocional y ética se centra en torno a la actitud individual y de la comunidad hacia el amor al dinero» (p. 259, cursiva en el original). Los comunistas han superado el «egoísmo materialista» y producido «un cambio real en la actitud predominante hacia el dinero (…) Una sociedad en la que esto sea al menos parcialmente cierto es una innovación tremenda»: «en la Rusia del futuro se pretende que la carrera de hacer dinero, como tal, sencillamente no se le ocurra a un joven respetable como una posible vía, igual que la carrera de un caballero no sería robar o adquirir habilidades en la falsificación o la malversación. (…) Todos deberían trabajar para la comunidad, dice la nueva religión, y, si realizan su tarea, la comunidad los sostendrá» (pp. 260-261).

Frente a esta inspiradora religiosidad, «el capitalismo moderno es absolutamente irreligioso», faltándole cualquier sentido de solidaridad y espíritu público: «parece cada vez más claro que el problema moral de nuestra época se refiere al amor al dinero, con la habitual apelación al móvil del dinero en nueve décimos de las actividades de la vida, con el universo buscando la seguridad económica individual como primer objetivo de sus esfuerzos, con la aprobación social del dinero como medida del éxito constructivo, con la apelación social al instinto atesorador como fundamento para la provisión necesaria para la familia y el futuro» (268-269). Esta preferencia de la moralidad comunista por encima de la capitalista iba a mantenerse en Keynes durante años.

En 1928 realizó una segunda visita a Rusia, que produjo una evaluación menos favorable. A pesar de que Skidelsky nos asegure de que «el romance claramente había terminado» (1992, pp. 235-236), este juicio no es correcto. El romance continuó al menos hasta 1936, con la reseña de Keynes de Soviet Communism, de sus amigos  Sidney y Beatrice Webb. Ninguno de los que defienden el liberalismo de Keynes ha afrontado nunca abiertamente sus declaraciones bastante poco ambiguas29 incluidas en una breve charla radiofónica realizada en la BBC en junio de 1936 en las serie Books and Authors (1982b, pp. 333-334).

La única obra de la que se ocupaba Keynes con algo de extensión era el enorme volumen de los Webb recientemente publicado Soviet Communism. (La primera edición llevaba el subtítulo ¿Una nueva civilización?, pero las interrogaciones desaparecieron en posteriores ediciones). Cómo líderes de la Sociedad Fabiana, los Webb habían trabajado durante décadas para traer el socialismo a Gran Bretaña. En la década de 1930 se convirtieron en ardientes propagandistas del nuevo régimen de la Rusia comunista: en palabra de Beatrice, se habían «enamorado del comunismo soviético» (citado en  Muggeridge y Adam 1968, p. 245). (A lo que ella llamaba «amor», su sobrino político Malcolm Muggeridge lo calificaba como «adulación embobada» [1973, 72]).

Durante la visita de tres semanas a Rusia de los Webb, donde, presumía Sidney, fueron tratados como «un nuevo tipo de realeza», las autoridades soviéticas les proporcionaron los supuestos hechos y cifras para su libro (Cole 1946, 194; Muggeridge y Adam 1968, 245). Los apparatchiks estalinistas estaban muy satisfechos del resultado final. En la propia Rusia, Soviet Communism se tradujo, publicó y promocionó por parte del régimen. Como declaraba Breatrice: «Sidney y yo nos hemos convertido en iconos en la Unión Soviética» (citado en Muggeridge 1973, p. 206).30

Desde que Soviet Communism apareció por pimera vez, se ha considerado como probablemente el mejor ejemplo de la ayuda y consuelo que los camaradas literarios viajeros daban al estado de terror de Stalin. Si Keynes hubiera sido un liberal y un amante de la sociedad libre, uno esperaría que su reseña del libro, a pesar de su amistad con los autores, fuera una fiera denuncia, pero pasa lo contrario. Como apuntaba encantada Beatrice en su diario, Maynard «en su atractivo estilo, promocionó nuestro libro en su reciente intervención radiofónica» (Webb 1985, p. 370).

En realidad, Keynes aconsejaba al público británico que Soviet Communism era una obra «que todo ciudadano serio hará bien en mirar».

Hasta hace muy poco, los acontecimientos en Rusia se producían demasiado rápido y la distancia entre lo profesado y los logros reales era demasiado amplia como para que fuera posible un relato adecuado. Pero el nuevo sistema está ahora tan cristalizado como para ser revisado. El resultado es impresionante. Los innovadores rusos han pasado, no solo la etapa revolucionario, sino asimismo la etapa doctrinaria. Queda poco o nada que muestre ninguna relación especial con Marx y el marxismo que los distinga de otros sistemas de socialismo. Están dedicados a la vasta tarea administrativa de hacer que una serie completamente nueva de instituciones sociales y económicas funcionen suave y exitosamente en un territorio tan extenso que cubre un sexto de la superficie del mundo (1982b, p. 333).

De nuevo hay una completa alabanza de la «experimentación» soviética: «Los métodos aún están cambiando rápidamente en respuesta a la experiencia. El empirismo y experimentalismo a gran escala que se ha intentado por parte de administradores desinteresados está funcionando. Entretanto, los Webb nos han permitido ver la dirección en que las cosas parecen estar moviéndose y lo lejos que han llegado» (1982b, p. 334).

Keynes cree que Gran Bretaña tiene mucho que aprender de la obra de Webb: «Me deja con un fuerte deseo y esperanza de que en este país descubramos cómo combinar una disposición ilimitada a experimentar con cambios en métodos e instituciones políticos y económicos, preservando al tiempo el tradicionalismo y una especie de cuidadoso conservadurismo, ahorrador de todo lo que tiene experiencia humana tras él, en todas las ramas del sentimiento y la acción» (p. 334). En este pasaje, como en muchos otros, a una le sorprende la estudiada marcha atrás y confusión básica  típica de mucha de la filosofía social de Keynes: una «disposición ilimitada a experimentar» se combina de alguna manera con el «tradicionalismo» y el «cuidadoso conservadurismo».

En 1936, nadie tenía que depender de la engañosa propaganda de los Webb para obtener información del régimen estalinista. Eugene Lyons, William Henry Chamberlin, el propio Malcolm Muggeridge, la prensa conservadora, católica y anarquista de izquierda del mundo y otros habían revelado la triste verdad acerca del osario presidido por los «innovadores» y «desinteresados administradores» de Keynes.31 Quien estuviera dispuesto a escuchar podía conocer los hechos respecto de la hambruna del terror de principios de la década de los treinta, el enorme sistema de campos de trabajo esclavo y la miseria casi universal que siguió a la abolición de la propiedad privada. Para los no enceguecidos por «amor», eran inconfundibles las evidencias de que Stalin estaba perfeccionando el estado asesino modelo del siglo XX.

El odio al dinero

¿Qué explica la alabanza de Keynes del libro de los Webb y el sistema soviético? Puede haber pocas dudas de que la razón principal es, de nuevo, su profundamente asentada aversión a la búsqueda del beneficio y a hacer dinero, una actitud que compartía la pareja fabiana.

Según su amiga y colega fabiana, Margaret Cole, los Webb veían a la Unión Soviética como «la esperanza del mundo» moral y espiritualmente (1946, p. 198). Para ellos, lo «más fascinante» de todo era el papel del Partido Comunista, que, sostenía Beatrice, era una «orden religiosa», dedicada a crear una «conciencia comunista». En 1932 Beatrice podía anunciar que «Es porque creo que ha llegado el día para cambiar el egoísmo por el altruismo (como motivo principal de la vida humana) por lo que soy una comunista» (citado en Nord 1985, pp. 242-244).

En Soviet Communism los Webb hablan efusivamente del reemplazo de los incentivos monetarios  por los rituales de «compadece al delincuente» y la autocrítica comunista (Webb y Webb 1936, pp. 761-762). Hasta el final de su vida en 1943, Beatrice seguía alabando a la Unión Soviética por «su democracia multiforme, su igualdad de sexo, clase y raza, su producción planificada para el consumo de la comunidad y sobre todo su penalización del móvil de la búsqueda de beneficios» (Webb 1948, p. 491). Después de morir, Keynes la alabó como «la mejor mujer de la generación que está muriendo ahora».32

Igual que los Webb, Keynes identificaba la religiosidad con la abnegación por el bien del grupo. En términos económicos, esta visión se traducía en trabajar por recompensas no monetarias, trascendiendo de esta manera la sórdida motivación de «nueve décimos de las actividades de la vida» en las sociedades capitalistas. Para Keynes, como para los Webb, esta trascendencia era la esencia del elemento «religioso» y «moral» que detectaban y admiraban en el comunismo.

En su pasión hacia el maligno hacer dinero, Keynes incluso recurrió a pedir a los psicoanalistas que le apoyaran. Fascinado por la obra de Freud, como la mayoría de los miembros del círculo de Bloomsbury, Keynes la valoraba sobre todo por las «intuiciones» que se asemejaban a las suyas, especialmente sobre la importancia  del amor al dinero. En su Tratado sobre el dinero, se refiere a un pasaje en un escrito de 1908 en el que Freud escribe de las «conexiones que existen entre los complejos del interés en el dinero y de la defecación» y la identificación inconsciente «del oro con las heces» (Freud 1924, pp. 49-50; Keynes 1971b, p. 258 y n. 1 y Skidelsky 1992, 188, pp. 234, 237, 414).33 Este «hallazgo» psicoanalítico permitía a Keynes afirmar que el amor al dinero era condenado no solo por la religión sino también por la «ciencia». Así que, aparte de constituir «el problema ético central de la sociedad moderna» (O’Donnell 1989, 377 n. 14), la preocupación por el dinero era también un tema apropiado para el alienista.

Keynes anhelaba un tiempo en el que el amor al dinero como mera posesión «se reconociera por lo que es, una morbosidad algo desagradable, una de esas propensiones semicriminales, semipatológicas que uno pasa con un escalofrío a los especialistas en enfermedades mentales» (1972, p. 329). Es triste decir que Keynes no desarrolla el tratamiento que prevé que dichos especialistas infligirían a las personas trastornadas a las que se diagnostique que sufran esa aflicción mental.

En los apuntes prosoviéticos de Keynes y en la falta de cualquier preocupación acerca de ellos entre sus devotos encontramos de nuevo el grotesco doble patrón que continúa siendo casi universal (Applebaum 1997; Courtois 1999; Malia 1999). Si a mediados de la década de 1930, un escritor famoso se hubiera expresado a favor de la Alemania nazi en los términos ocasionalmente benevolentes que usó Keynes para la Unión Soviética, habría estado en la picota y su nombre apestaría hasta hoy. Aún así, por muy malvados que fueran a ser los nazis, en 1936 sus víctimas suponían solo una pequeña fracción de las del régimen soviético.34

De hecho, el caso de Keynes es peor que el de alguien que simplemente alababa a Hitler, por ejemplo, por su supuesto éxito en acabar con el problema del desempleo o restaurar el amor propio alemán o producir cualquier otro «logro» que pudiera haber reclamado el nacionalsocialismo. El equivalente real de Keynes, en su mezcla de crítica y simpatía respecto del comunismo soviético, sería un escritor que condenara las persecuciones y la supresión de la libertad de pensamiento bajo los nazis, alabándolos al mismo tiempo por su «conciencia» de la «cuestión racial», de la que podamos deducir alguna esperanza para el futuro. Pero lo que Keynes encontraba admirable en la Rusia soviética (la voluntad de suprimir el hacer dinero y el móvil del beneficio) era la fuente principal de los horrores.

Como seguidores de una variante del marxismo, Lenin y luego Stalin compartían el asco al dinero de Marx. El comunismo pretendía abolir el dinero, junto con la búsqueda del beneficio y el intercambio privado (todo el sistema de mercado) que hace posible el dinero. El comunismo soviético elegía a sus presas principalmente entre los marcados por su supuesto amor al dinero y los beneficios: la burguesía y los terratenientes del antiguo régimen, los «especuladores» y «atesoradores» de los años del «comunismo de guerra» y el primer Terror Rojo, luego los hombres del NPE y «kulaks» del periodo de la colectivización y la introducción de planes (Leggett 1981; Conquest 1986; Malia 1994, pp. 129-133). ¿Cómo pudo haber olvidado Keynes el enlace entre el objetivo de la búsqueda de la riqueza individual y el tormento infligido por el estado que era norma en la Rusia soviética, particularmente considerando que en el libro que reseñaba en su intervención en la radio, los autores glorificaban la decisión de Stalin de proceder a «la liquidación de los kulaks como clase» (Webb y Webb 1936, pp. 561-572)?

Una característica notable de los comentarios elogiosos de Keynes sobre el sistema soviético aquí y en otros casos es su falta total de cualquier análisis económico. Keynes parece alegremente inconsciente de que pueda existir un problema de cálculo económico racional bajo el socialismo. Esta cuestión ya había ocupado a los investigadores continentales desde hacía tiempo y era el centro de una animada discusión en la London School of Economics.

Ese año antes de la intervención de Keynes en la radio, había aparecido un libro en inglés editado por F.A. Hayek, Collectivist Economic Planning (Hayek 1935), que incluía una traducción del ensayo seminal de Ludwig von Mises «Economic Calculation in the Socialist Commonwealth». En el curso 1933-34 de la London School, Hayek ya estaba dando un curso titulado «Los problemas de una economía colectivista». Se había ofrecido en 1932-33 un seminario dirigido por Hayek, Lionel Robbins y Arnold Plant, dedicado principalmente al mismo tema (Moggridge 2004).

Keynes no dio señales de que conociera en absoluto el debate o estuviera al menos interesado en la cuestión.35 Por el contrario, lo que importaba a Keynes era el entusiasmo por el experimento soviético (¿ha habido alguna vez algún otro economista, o pensador liberal, que invocara tan a menudo el «entusiasmo» y el «aburrimiento» como criterios para juzgar los sistemas sociales?), el imponente ámbito de los cambios sociales dirigidos por esos «desinteresados administradores» y el innovador avance ético de abolir el móvil del beneficio.

¿Significa esta evidencia que Keynes fuera en algún punto incluso comunista? Por supuesto que no. Pero su simpatía claramente expresada por el sistema soviético (así como, en grado muy inferior, por otros estados totalitarios), cuando se añade a su teoría económica de mayor estado y su visión utópica dominada por el estado, debería hacer meditar a los que la incluyen con tanta determinación en las filas liberales. Al ver a Keynes tal vez como «el liberal modelo del siglo XX» o como cualquier tipo de liberal en absoluto, solo pueden hacer incoherente un concepto histórico indispensable.


Fuente.

1.Ver la antología editada por Bullock y Shock (1956). Numerosos otros investigadores, como E. K. Bramsted y K. J. Melhuish (1978) tratan a Keynes como un importante representante del siglo XX (y por tanto presumiblemente más importante) de la secuencia que empieza con los niveladores o Locke. El biógrafo de Locke, Maurice Cranston, califica a Keynes, como a Locke, como un liberal (1978, 101). Bernard Corry llega a calificar a Keynes como «esencialmente un liberal económico defendiendo medidas específicamente no liberales solamente en periodos de desempleo» (1978, 26). Douglas Den Uyl y Stuart Warner incluyen a Keynes en su lista de liberales «claros», junto con Smith, Turgot, Constant y otros (1987, 263). John Gray insiste en que la postura de Keynes es una que debe acomodarse al definir el credo (1986, xi). Como es lógico, la definición del liberalismo de Gray omite cualquier mención de la creencia en la propiedad privada. Sin embargo, Anthony Arblaster señala que aunque Keynes era un «liberal convencido», «en el fondo, fue la socialdemocracia la que heredó el legado de su pensamiento» (1984, 292).

2.En su esquema terminológico lógicamente riguroso, Karl Brunner concluye el «rechazo de la solución liberal» de Keynes se descubre fácilmente porque «encuentra inaceptable la severa limitación impuesta al gobierno. El asunto requiere, a su juicio, una aproximación completamente nueva» (1987, 28).

3.Charles Rowley escribe que Keynes promovió «una creencia en una economía de mercado fundamentalmente defectuosa y que no se corrige a sí misma, necesitando continuamente la intervención pública para no degenerar en el caos (…) El neomercantilismo estaba de nuevo haciendo la guerra a la mano invisible, igual que lo había hecho en la Inglaterra anterior a Smith» (1987b, 154).

4.A pesar de la declaración citada en la nota 1, Cranston se rendía implícitamente en la cuestión del liberalismo fundamental de Keynes: «Keynes realmente se encontraba con Francis Bacon y lso philosophes y los utilitarios y los fabianos, con esa clase de intelectuales que cree que los intelectuales deben gobernar» (1978, 113). Una serie de escritores más o menos liberales clásicos también han sostenido que a Keynes no se le podría negar el título de liberal; ver, por ejemplo Haberler 1946, 193.

5.5. Sobre las desastrosas consecuencias del error en los tipos de cambio, Harry Johnson dice: «Si el valor de intercambio de la libra se hubiera fijado realistamente en la década de 1920 (una prescripción completamente de acuerdo con la teoría económica ortodoxa) no hubiera habido necesidad de desempleo masivo y por tanto necesidad de una nueva teoría revolucionaria para explicarlo ni fuerza que disparar mucha de la posterior historia política y económica británica (…) Gran Bretaña ha pagado un alto precio a largo plazo por la gloria efímera de la revolución keynesiana, tanto en términos de la corrupción de los patrones del trabajo científico en la economía como en el estímulo a la indulgencia ante la creencia del proceso político de que la economía política puede trascender las leyes de la economía con la ayuda de la suficiente sabiduría económica» (1975, 100, 122). Respecto de las prestaciones de desempleo, Daniel Benjamin y Levis Kochin apuntan que Edwin Cannan fue uno de los pocos contemporáneos que entendió el papel que desempeñó dicha prestación  en la creación de un desempleo excesivo (1979, 468-472). Escritores keynesianos como Donald Winch continúan condenando a Cannan, para su dolor, como duro de corazón y falto de compasión 1989, 468 n. 40).

6.Algunos de los errores clave residen en la metodología de Keynes (por ejemplo, su conclusión de que una economía de mercado no dirigida era incapaz de conseguir coordinación intertemporal). En opinión de Roger Garrison (1985), la operación de Keynes con niveles más altos de agregación ocultaba los mecanismos por los que dicha coordinación se producía en realidad por los procesos de mercado, incluso aunque Hayek explicara los procesos coordinadores reales. El propio Hayek creía que el error más importante de Keynes era metodológico, al seguir la «pseudoexactitud» de magnitudes aparentemente medibles, mientras desdeñaba las interconexiones reales del sistema económico. Según Hayek, la aproximación de Keynes se basaba en la suposición de que existen relaciones funcionales constantes entre la demanda total, la inversión, la producción y así sucesivamente. De esta forma, tendía a «ocultar caso todo lo que importa», llevando al «olvido de muchas ideas importantes que ya hemos alcanzado y que tendremos por tanto que recuperar dolorosamente» (1995, 246-247).

7.Mario Seccareccia (1993) rebate la opinión común de Keynes como un salvador aspirante o real del capitalismo.

8.«Ninguno de los ensayos [de Keynes] desarrolla nunca en lo más mínimo el contenido de esta propuesta [de socializar la inversión]. No sabemos de qué manera debería implantarse esta forma de socialización. Las alternativas institucionales no se examinan nunca [y no tenemos manera] de evaluar las consecuencias de dicha socialización» (Brunner 1987, 47).

9.Respecto del papel de los demócratas cristianos durante décadas. De Cecco añade que «ayudaron a los tecnócratas a mantener su control sobre la economía. Se convirtieron en archidefensores del IRI», el enorme holding del estado que era con mucho la mayor empresa de Italia (1989, 222).

10.Hay otra cuestión, tal vez teóricamente más importante, acerca de si estos objetivos liberales h sido alguna vez compatibles con la existencia continuada de una institución basada en el poder monopolístico y la autoridad para fijar impuestos (es decir, el estado).Sobre esta cuestión, ver la obra pionera de Hans Hermann Hoppe (2001, especialmente 229-234).

11.«Keynes era conocido, y no solo entre los economistas, por cambiar de ideas. De hecho, la mutabilidad formaba parte de su personaje público» (Caldwell 1995, 41).

12.En una evaluación de Keynes, The Economist declaraba contra toda lógica que «un tema recurrente en su obra es una preferencia (que, fíjense, recuerda a Hayek, cuya obra alababa) de las normas sobre la discrecionalidad en política económica» (»The Search for Keynes» 1993, 110).

13.Rowley describe a Keynes como estando «casi tan lejos de la aproximación de la elección pública moderna como pudiera pensarse en un individuo» y le acusa de ignorar «la peligrosa discrecionalidad que sus teorías habían puesto en manos de políticos en busca de votos» (1987a, 119, 123). Donald Winch, que defiende a Keynes contra la acusación de estatismo, parece conceder que la lógica del pensamiento keynesiano lleva a una dirección estatista: «Cuando la interpretación tecnocrática de la capacidad del estado asociada con el propio Keynes se mezcla con la política, ¿puede mantenerse la propia postura minimalista de Keynes? ¿No tienen razón los keynesianos de izquierda (y sus oponentes monetaristas, por cierto) al creer que la lógica del keynesianismo lleva a una mayor intervención, por la que lo que puede haber empezado como dirección macroeconómica requiera una extensión a la intervención microeconómica para asegurar el éxito?» (1989, 124).

14.Ver el peculiar juicio de Thomas Balogh sobre Keynes: «Su fortaleza y encanto infinito, aunque tentador, se basa en ser capaz de descartar opiniones (y gente) ipso facto» (1978, 67). Esta opinión no parece alejada de la caracterización de Keynes por Rothbard como un «bucanero» intelectual.

15.La aproximación de Keynes es aquí  característica de los críticos de la economía de mercado. Como observa Roger Garrison: «Su falta de explicación a ningún detalle cómo funcionaría este sistema ideal es coherente con el pensamiento socialista en general, que siempre se ha centrado en los fallos percibidos del sistema real en lugar de en el funcionamiento supuestamente superior del imaginado» (1993, 478).

16.«En el fondo, la prescripción de Keynes era que el estado debería actuar como guardián, supervisor y promotor de la sociedad civilizada (…) Era un supervisor activo con un programa de cambio evolutivo gradual dirigido éticamente, incluyendo la modificación de las reglas del juego» (O’Donnell 1989, 299-300).

17.En este mismo famoso ensayo «Am I a Liberal?» Keynes también afirma, con su confusión habitual en lo que se refiere a filosofía social, que simplemente busca «medidas novedosas para salvaguardar el capitalismo» (1972, 299).

18.En otra ocasión, Keynes reiteraba la necesidad de afrontar el problema de la superpoblación «con planes concebidos mentalmente en lugar del resultado no planificado del instinto y las ventajas individuales (…) Hace muchas generaciones que los hombres como individuos empezaron a sustituir al instinto ciego por el motivo moral y racional  como su motor de acción: Ahora deben hacer lo mismo colectivamente» (1977, 453). Aproximadamente al mismo tiempo, León Trostky expresaba ideas eugenésicas similares sobre la «gran transición» a la utopía futura, aunque con un espíritu más «prometeico»: «Las especies humanas, el homo sapiens coagulado, entrará de nuevo en un estado de radical transformación y en sus propias manos se convertirá en un objeto de los métodos más complicados de selección artificial y formación psico-social (…) ¡La raza humana no habrá dejado de andar de rodillas ante Dios, los reyes y el capital, para posteriormente someterse a las oscuras leyes de la herencia y la ciega selección natural!» ([1924] 1960, 254–55).

19.Ver el comentario de Corry: «Los políticos se veían por Bloomsbury como una precaria mezcla de locos, oportunistas y bellacos, así que ¿qué quedaba para dirigir el país? Algún tipo de establishment intelectual, íntimamente aliado con la universidad (¡o más bien con una pequeña parte con raíces en Cambridge!) que podía dar consejo y control desapasionado y experto (…) Keynes tenía una creencia propia de Bloomsbury en el poder y el deber de la inteligentsia de aconsejar y controlar los acontecimientos» (1993, 37-38).

20.Michael Heilperin, en una larga nota a pie de página, comenta la ausencia de cualquier referencia a este prólogo en la obra de Roy Harrod (1951), el principal biógrafo de Keynes cuando escribía. Ante la supresión de la libertad académica y otras en la Alemania nazi, Heilperin califica al halagador texto de Keynes como «una mancha indeleble en su historial como liberal» (1960, 127 n. 48).

21.La discusión incluye algunas frases que aparecen en la edición alemana, pero no en el manuscrito de Keynes. Pero estas frases no parecen inculpar más a Keynes, excepto en el uso de la expresión «pronunciado liderazgo nacional [Führung]» con una connotación positiva. En cualquier caso, parece probable que Keynes aprobara los añadidos. Ver Schefold 1980.

22.La versión en The Collected Writings viene de The New Statesman and Nation, 8 y 15 de julio de 1933. Sin embargo, el ensayo se publicó por primera vez en la Yale Review. Las citas actuales viene de la última versión, Keynes 1933. Heilperin indica que este ensayo «bien puede considerarse , a pesar de su brevedad, como uno de los escritos más significativos de Keynes» y observa que Keynes rebaja el carácter totalitario de los regímenes que explica: «Están experimentando, ¡eso es lo maravilloso!» (1960, 111). Aquí, Heilperin captura el espíritu esencial de esta obra y del pensamiento de Keynes a lo largo de muchos años.

23.Estas críticas y otras similares a la Alemania nazi se omitieron en la traducción alemana del ensayo, evidentemente con permiso de Keynes; ver Borchardt 1988. Aunque Borchardt conoce la versión de la Yale Review, cita el ensayo de The Collected Writings y por tanto sobreestima su tono liberal.

24.Este pasaje debería haber aparecido después en The Collected Writings «Pues no debe suponerse que yo apoye todas estas cosas que se están produciendo hoy en el mundo político en nombre del nacionalismo económico. Muy al contrario» (Keynes 1982b, 244). La versión en The Collected Writings omite igualmente unos pocos pasajes más, de mínima importancia, que aparecen en la Yale Review. El editor de este volumen no indica en modo alguno que la versión incluida difiera de la publicada en la Yale Review; además, indica incorrectamente el número de la Yale Review en cuestión como «Verano de 1933».

25.La reiteración de Keynes durante las décadas de los veinte y los treinta de las maravillas de los «experimentos» de ingeniería social finalmente se hace casi risible. Otro ejemplo aparece en The End of Laissez-Faire, donde escribía: «Critico el socialismo de estado doctrinario, no porque busque dedicar los impulsos altruistas del hombre al servicio de la sociedad o porque se aleje del laissez faire o porque elimine del hombre la libertad natural de ganar un millón o porque tenga el coraje para experimentos audaces. Aplaudo todas estas cosas» (1972, 290, cursivas añadidas).

26.A lo largo de su carrera, Keynes fue un incansable crítico del principio del laissez faire. The End of Laissez-Faire (Keynes 1972, 272-294) es quizá su ensayo polémico más famoso. Fue reseñado en su momento (1926) por el economista liberal italiano (no «doctrinario» en modo alguno) Luigi Einaudi, que apuntaba que el panfleto no era en absoluto original o particularmente significativo: la idea de que representara algún tipo de punto histórico de inflexión era «pura fantasía» de críticos apresurados. Einaudi pregunta por qué Keynes «habiendo de nuevo puesto hors de combat la norma del laissez faire como principio científico no añade alguna página adicional que examine la importancia actual de esa norma como regla práctica de conducta (…) ¿Ha disminuido realmente la importancia práctica del laissez faire para la guía de los hombres?» Concediendo que las tareas del gobierno san han hecho más numerosas, esta concesión aún no «prueba la decadencia de la norma del laissez faire, ya que bien puede ser que, contemporánea con la extensión de la actividad pública y la interferencia en algunas ramas de la vida económica, haya habido un aumento mucho mayor de nuevos tipos de actividad donde la vieja norma del laissez faire mantenga intacto su valor» (1926, 573).

27.Errores y confusiones parecen términos poco adecuados para lo que un reciente historiador del comunismo soviético ha caracterizado como «el descenso titánico al caos» de esos años; ver el capítulo «War Communism: A Regime Is Born, 1918-1921», in Malia 1994, 109-139; ver también el ejemplar análisis de «War Communism’ – Product of Marxian Ideas» (Roberts 1971, 20-47).

28.Keynes añade que la Rusia soviética es mucho más preferible que la Rusia zarista de la que «nada podía emerger» (271). Esta declaración es un juicio extraordinario, especialmente a la vista del amor de Keynes por las artes. Por supuesto, la vieja Rusia puede presumir de grandes logros en muchos campos, especialmente en música, danza y, sobre todo, literatura.

29.Lógicamente, Skidelsky debería haber explicado esta charla radiofónica en su biografía, que cubre el periodo de 1937- Aunque menciona el Soviet Communism de los Webb, no toca la reseña radiofónica (Skidelsky 1994, 488). Parece de paso extraño que en ninguna parte de su inmensa biografía en tres tomos encuentre Skidelsky espacio siquiera para mencionar esta circunstancia altamente problemática. También está ausente de su ensayo sobre Keynes y los fabianos (Skidelsky 1999). La charla radiofónica se menciona en O’Donnell 1989, 377 n. 13.

30.Incluso la amiga y biógrafa de Beatrice, Margaret Cole, indica que el libro, aunque contuviera algunas críticas, era «en cierto sentido, un enorme panfleto de propaganda, defendiendo y alabando la Unión Soviética» (1946, 199). Esto no tiene que entenderse como una crítica, porque Cole, como es evidente por su biografía, compartía la admiración de los Webb por el estalinismo.

31.Par los comentarios de Lyons sobre la admiración de los Webb de la «fuerte fe» y la «resuelta voluntad» de quienes realizaron la liquidación de los kulaks, ver  Lyons 1937, 284. Ver también los apuntes de Robert Conquest (1986, 317-318, 321). En su novela, Winter in Moscow, Malcolm Muggeridge (1934) describe el mundo del camarada viajero extranjero que visitaba la Unión Soviética: eran más a menudo «nuevos liberales» y fabianos, que socialistas no comunistas. Los que eran engañados por el régimen soviético, observaba.

32.Escrito en una carta a George Bernard Shaw (incluida en Skidelsky 2001, 168). Skidelsky, algo crípticamente, añade que aunque Keynes había realizado un obituario admirativo de Beatrice, «aún anhelaba una apreciación de su economía» (2001, 527 n. 76). Uno se pregunta en qué consistiría una «apreciación» del pensamiento económico de Beatrice Webb.

33.Evidentemente, si uno fuera a proceder como Keynes, tendría que analizar la propia mente consciente de Keynes en busca de las dudosas fuentes tanto de su implicación en el tema del dinero a lo largo de su carrera profesional y su intenso y afectuoso rechazo del móvil del dinero.

34.En una carta a Upton Sinclair fechada el 2 de mayo de 1936, H. L. Mencken, que a menudo era tan astuto políticamente como ocurrente en general, escribía: «Estoy contra la violación de los derechos civiles por parte de Hitler y Mussolini como tú, y lo sabes bien (…) Protestas, y con justicia, cada vez que Hitler encarcela a un opositor, pero olvidas que Stalin y compañía han encarcelado y asesinado miles de veces más. Me parece, y la evidencia es clara, que comparado con los bandidos y asesinos de Moscú, Hitler es poco más que un miembro común de Ku Kux Klan y Mussolini casi un filántropo» (1961, 403). Agradezco a Paul Boytinck que dirigiera mi atención a este pasaje.

35.Todavía en 1944, en una carta a Hayek comentando sobre Camino de servidumbre, Keynes decía: «La línea de argumentación que tomas tú mismo depende de la muy dudosa suposición de que la planificación no es más eficiente. Muy probablemente desde el punto de vista puramente económico, es eficiente» (Keynes 1980, 386). El que Keynes pudiera haberse referido a esta opinión como una «suposición» indica que nunca fue consciente del gran debate sobre el cálculo económico bajo el socialismo. La falta total de análisis económico en sus informes de la Rusia soviética  recuerda la conclusión de Karl Brunner sobre las ideas de Keynes sobre la reforma social: «Uno difícilmente adivinaría del material de sus ensayos que un sociólogo, incluso un economista, los hubiera escrito. Cualquier soñador social de la intelligentsia podría haberlos escrito. Las cuestiones cruciales (…) nunca se afrontan o investigan» (1987, 47). Tal vez haya algo de verdad en el juicio de su buena amiga Beatrice Webb en 1936: «Keynes no es serio acerca de los problemas económicos: juega con ello al ajedrez en su tiempo libre. El único culto serio para él es la estética» (1985, 371). Para una evaluación de Keynes, como «el artista consumado»,m aparte de las implicaciones científicas de su teoría, ver Buchanan 1987.

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