El capricho de la «estabilización» económica

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[Extraído del capítulo 12 de La acción humana]

Las deficiencias en el manejo de los asuntos monetarios por parte del Estado y las desastrosas consecuencias de las políticas dirigidas a bajar la tasa de interés y a fomentar la actividad empresarial a través de la expansión del crédito dieron origen a las ideas que finalmente generaron el lema «estabilización». Se puede explicar su surgimiento y su atractivo popular, se puede entender como el fruto de los últimos ciento cincuenta años de historia monetaria y bancaria, se puede, por así decirlo, alegar circunstancias atenuantes por el error cometido. Pero ninguna apreciación tan comprensiva puede hacer que sus falacias sean más sostenibles.

La estabilidad a que aspiran los programas de estabilización, es una noción vacía y contradictoria. El impulso hacia la acción, es decir, el mejoramiento de las condiciones de vida, es innato en el hombre. El hombre mismo cambia de un momento a otro y sus valoraciones, voliciones y actos cambian con él. En el campo de la acción no hay nada perpetuo sino el cambio. No hay ningún punto fijo en esta fluctuación incesante, excepto las categorías apriorísticas eternas de la acción. Es vano separar la valoración y la acción de la inestabilidad del hombre y la variabilidad de su conducta y argumentar como si hubiera en el universo valores eternos independientes de los juicios de valor humanos y adecuados para servir como un criterio para la valoración de la acción real.1

Todos los métodos sugeridos para medir los cambios en el poder adquisitivo de la unidad monetaria se basan, más o menos sin quererlo, en la imagen ilusoria de un ser eterno e inmutable que determina, mediante la aplicación de una norma inmutable, la cantidad de satisfacción que le transmite una unidad monetaria. Es una pobre justificación de esta idea mal pensada que lo que se quiere es meramente medir los cambios en el poder adquisitivo del dinero. El quid de la noción de estabilidad reside precisamente en este concepto de poder adquisitivo. El lego en la materia, trabajando bajo las ideas de la física, una vez consideró el dinero como una medida de los precios. Creía que las fluctuaciones de las relaciones de intercambio se producen sólo en las relaciones entre las diversas mercancías y servicios y no también en la relación entre el dinero y la «totalidad» de bienes y servicios. Más tarde, la gente invirtió el argumento. Ya no se atribuía la constancia del valor al dinero, sino a la «totalidad» de las cosas vendibles y comprables. La gente empezó a idear métodos para elaborar complejos de unidades de mercancías que se contrastaran con la unidad monetaria. El afán por encontrar índices para la medición del poder adquisitivo silenció todos los escrúpulos. No se tuvieron en cuenta ni la duda ni la incomparabilidad de los registros de precios empleados ni el carácter arbitrario de los procedimientos utilizados para el cálculo de los promedios.

El eminente economista Irving Fisher, máximo impulsor del movimiento de estabilización estadounidense, contrasta con el dólar una cesta que contiene todos los bienes que el ama de casa compra en el mercado para la provisión actual de su hogar. En la proporción en que cambia la cantidad de dinero necesaria para la compra del contenido de esta cesta, el poder adquisitivo del dólar ha cambiado. La meta asignada a la política de estabilización es la preservación de la inmutabilidad de este gasto monetario.2 Esto estaría bien si la ama de casa y su cesta imaginaria fueran elementos constantes, si la canasta contuviera siempre los mismos bienes y la misma cantidad de cada uno y si no cambiara el papel que este surtido de bienes juega en la vida de la familia. Pero estamos viviendo en un mundo en el que ninguna de estas condiciones se realiza.

En primer lugar está el hecho de que la calidad de las mercancías producidas y consumidas cambia continuamente. Es un error identificar el trigo con el trigo, por no hablar de los zapatos, sombreros y otras manufacturas. Las grandes diferencias de precio en las ventas sincrónicas de los productos básicos que el discurso mundano y las estadísticas arreglan en la misma clase evidencian claramente esta verdad. Una expresión idiomática afirma que dos arvejas son iguales; pero los compradores y vendedores distinguen varias calidades y grados de arvejas. Una comparación de los precios pagados en diferentes lugares o en diferentes fechas por productos que la tecnología o las estadísticas llaman con el mismo nombre, es inútil si no se tiene la certeza de que sus cualidades (pero por la diferencia de lugar) son perfectamente iguales. Calidad significa en este sentido: todas aquellas propiedades a las que los compradores y potenciales compradores prestan atención. El mero hecho de que la calidad de todos los bienes y servicios de primer orden esté sujeta a cambios hace estallar uno de los supuestos fundamentales de todos los métodos de números de índice. Es irrelevante que una cantidad limitada de bienes de los órdenes superiores – especialmente metales y productos químicos que pueden ser determinados de manera única por una fórmula, estén sujetos a una descripción precisa de sus características. Una medición del poder adquisitivo tendría que basarse en los precios de los bienes y servicios de primer orden y, lo que es más, de todos ellos. Emplear los precios de los bienes de los productores no es útil porque no podría evitar contar varias veces las distintas etapas de la producción de un mismo bien de consumo y falsificar así el resultado. Una restricción a un grupo de bienes seleccionados sería bastante arbitraria y por lo tanto viciosa.

Pero incluso aparte de todos estos obstáculos insuperables la tarea seguiría siendo inalcanzable. Porque no sólo cambian las características tecnológicas de las mercancías y aparecen nuevos tipos de bienes mientras que muchos de los antiguos desaparecen. Las valoraciones también cambian, y provocan cambios en la demanda y la producción. Los supuestos de la doctrina de la medición requerirían hombres cuyos deseos y valoraciones son rígidos. Sólo si la gente valorara las mismas cosas siempre de la misma manera, podríamos considerar los cambios de precio como una expresión de los cambios en el poder del dinero para comprar cosas.

Como es imposible establecer la cantidad total de dinero gastado en una fracción de tiempo dada para los bienes de consumo, los estadísticos deben confiar en los precios pagados por los productos individuales. Esto plantea dos problemas adicionales para los cuales no hay una solución apodíctica. Se hace necesario atribuir a los diversos productos básicos coeficientes de importancia. Sería manifiestamente erróneo dejar que los precios de los diversos productos entraran en el cálculo sin tener en cuenta los diferentes papeles que desempeñan en el sistema total de los hogares de los individuos. Pero el establecimiento de esa ponderación adecuada es, una vez más, arbitrario. En segundo lugar, se hace necesario calcular promedios a partir de los datos recogidos y ajustados. Pero existen diferentes métodos para el cálculo de los promedios. Están los aritméticos, los geométricos, los promedios armónicos, y el cuasipromedio conocido como la mediana. Cada uno de ellos conduce a resultados diferentes. Ninguno de ellos puede ser reconocido como la única manera de obtener una respuesta lógica inexpugnable. La decisión a favor de uno de estos métodos de cálculo es arbitraria.

Si todas las condiciones humanas fueran inmutables, si todas las personas repitieran siempre las mismas acciones porque su malestar y sus ideas sobre su eliminación fueran constantes, o si estuviéramos en posición de asumir que los cambios en estos factores que ocurren con algunos individuos o grupos son siempre superados por los cambios opuestos con otros individuos o grupos y, por lo tanto, no afectan a la demanda total y a la oferta total, viviríamos en un mundo de estabilidad. Pero la idea de que en un mundo así el poder adquisitivo del dinero podría cambiar es contradictoria. Como se mostrará más adelante, los cambios en el poder adquisitivo del dinero deben afectar necesariamente a los precios de los diferentes productos y servicios en diferentes momentos y en diferente medida; por consiguiente, deben provocar cambios en la demanda y la oferta, en la producción y el consumo.3 La idea implícita en el nivel inapropiado de los precios a plazo, como si, siempre que las demás cosas sean iguales, todos los precios pudieran subir o bajar de manera uniforme, es insostenible. Otras cosas no pueden permanecer iguales si el poder adquisitivo del dinero cambia.

En el campo de la praxeología y la economía no se puede dar ningún sentido a la noción de medición. En el estado hipotético de condiciones rígidas no hay cambios que medir. En el mundo real de los cambios no hay puntos fijos, dimensiones o relaciones que puedan servir como estándar. El poder adquisitivo de la unidad monetaria nunca cambia de manera uniforme con respecto a todas las cosas vendibles y comprables. Las nociones de estabilidad y estabilización son vacías si no se refieren a un estado de rigidez y su preservación. Sin embargo, este estado de rigidez no puede ni siquiera ser pensado de manera consistente hasta sus últimas consecuencias lógicas; y mucho menos puede ser realizado.4 Donde hay acción, hay cambio. La acción es una palanca de cambio.

La pretenciosa solemnidad que los estadísticos y las oficinas de estadística muestran al calcular los índices de poder adquisitivo y costo de vida está fuera de lugar. Estos índices son, en el mejor de los casos, ilustraciones bastante crudas e inexactas de los cambios que han ocurrido. En períodos de lentas alteraciones en la relación entre la oferta y la demanda de dinero no transmiten ninguna información. En períodos de inflación y, por consiguiente, de cambios bruscos en los precios, proporcionan una imagen aproximada de los acontecimientos que cada individuo experimenta en su vida cotidiana. Un ama de casa juiciosa sabe mucho más sobre los cambios de precios en la medida en que afectan a su propio hogar de lo que las medias estadísticas pueden decir. Ella tiene poco uso para los cálculos sin tener en cuenta los cambios tanto en la calidad como en la cantidad de bienes que puede o se le permite comprar a los precios que entran en el cálculo. Si «mide» los cambios para su apreciación personal tomando como criterio los precios de sólo dos o tres productos, no es menos «científica» ni más arbitraria que los sofisticados matemáticos a la hora de elegir sus métodos para la manipulación de los datos del mercado.

En la vida práctica nadie se deja engañar por los números de índice. Nadie está de acuerdo con la ficción de que deben ser considerados como medidas. Donde se miden las cantidades, cesan todas las dudas y desacuerdos sobre sus dimensiones. Estas cuestiones quedan resueltas. Nadie se aventura a discutir con los meteorólogos sobre sus medidas de temperatura, humedad, presión atmosférica y otros datos meteorológicos. Pero, por otro lado, nadie accede a un número de índice si no espera una ventaja personal de su reconocimiento por parte de la opinión pública. El establecimiento de los números de índice no resuelve las disputas; simplemente las traslada a un campo en el cual el choque de opiniones e intereses antagónicos es irreconciliable.

La acción humana origina el cambio. En la medida en que hay acción humana no hay estabilidad, sino alteración incesante. El proceso histórico es una secuencia de cambios. Está más allá del poder del hombre detenerlo y provocar una época de estabilidad en la que toda la historia se paralice. La naturaleza del hombre es esforzarse por mejorar, por engendrar nuevas ideas y por reorganizar las condiciones de su vida de acuerdo con estas ideas.

Los precios del mercado son hechos históricos que expresan un estado de cosas que prevaleció en un momento determinado del proceso histórico irreversible. En la órbita praxeológica el concepto de medición no tiene ningún sentido. En el estado imaginario y, por supuesto, irrealizable, de rigidez y estabilidad no hay cambios que medir. En el mundo actual de cambio permanente no hay puntos fijos, objetos, cualidades o relaciones con respecto a los cuales se puedan medir los cambios.


Fuente.

1.Para la propensión de la mente a ver la rigidez y la inmutabilidad como lo esencial y el cambio y el movimiento como lo accidental, cf. Bergson, La Pensee et le mouvant, pp. 85 y ss.

2.Cf. Irving Fisher, The Monetary Illusion (Nueva York, 1928), pp. 19-20.

3.Ver más adelante, pp. 411-13.

4.Ver más adelante, pp. 247-50.