La mayor parte de las consideraciones sobre justicia distributiva que hasta ahora se han mantenido con carácter mayoritario y que han constituido el “fundamento ético” de importantes movimientos políticos y sociales (de naturaleza “socialista” o “socialdemócrata”) tienen su origen o fundamento en una errónea concepción estática de la economía. En efecto, el paradigma de la teoría económica hasta ahora dominante se basaba, en mayor o menor medida, en considerar que la información es algo objetivo y se encuentra dada (bien en términos ciertos o probabilísticos), por lo que se consideraba posible efectuar análisis de coste-beneficio sobre la misma. Siendo esto así, parecía lógico que las consideraciones de maximización de la utilidad fueran totalmente independientes de los aspectos morales y que unos y otras pudieran combinarse en diferentes proporciones. Además, la concepción estática hasta ahora dominante llevaba inexorablemente a presuponer que en cierto sentido los recursos estaban dados y eran conocidos, por lo que el problema económico de su distribución se consideraba distinto e independiente del que planteaba la producción de los mismos. En efecto, si los recursos están dados, posee excepcional importancia el cómo habrán de distribuirse entre los diferentes seres humanos tanto los medios de producción como el resultado de los diferentes procesos productivos.
Todo este planteamiento ha sido demolido por la nueva concepción dinámica de los procesos de mercado y por la nueva teoría económica de la función empresarial. Ésta ha puesto de manifiesto que todo ser humano posee una innata capacidad creativa que le permite apreciar y descubrir las oportunidades de ganancia que surgen en su entorno, actuando en consecuencia para aprovecharlas. Consiste, por tanto, la empresarialidad en la capacidad típicamente humana para crear y descubrir continuamente nuevos fines y medios. Desde esta concepción, los recursos no están dados, sino que tanto los fines como los medios son continuamente ideados y concebidos ex-novo por los empresarios, siempre deseosos de alcanzar nuevos objetivos que ellos descubren que tienen un mayor valor. Y si los fines, los medios y los recursos no están dados, sino que continuamente están creándose de la nada por parte de la acción empresarial del ser humano, es claro que el planteamiento ético fundamental deja de consistir en cómo distribuir equitativamente “lo existente”, pasando, más bien, a concebirse como la manera más conforme a la naturaleza humana de fomentar la creatividad. Por eso en el campo de la ética social se llega a la conclusión de que la concepción del ser humano como un actor creativo hace inevitable aceptar con carácter axiomático el principio ético de que “todo ser humano tiene derecho natural a los frutos de su propia creatividad empresarial”. No sólo porque, de no ser así, estos frutos no actuarían como incentivo capaz de movilizar la perspicacia empresarial y creativa del ser humano, sino porque, además, se trata de un principio universal capaz de ser aplicado a todos los seres humanos en todas las circunstancias concebibles.
Considerando la economía como un proceso dinámico de tipo empresarial, el principio ético que ha de regular las interacciones sociales se basa en considerar que la sociedad más justa será aquélla que de manera más enérgica promueva la libertad y la creatividad empresarial de todos los seres humanos que la compongan, para lo cual es imprescindible que cada uno de ellos pueda tener la seguridad a priori de que podrá apropiarse de los resultados de su creatividad empresarial (que antes de ser descubiertos o creados por cada actor no existían en el cuerpo social) y que no habrán de serle expropiados total o parcialmente por nadie, y menos por la Administración del Estado.
Finalmente, el análisis propuesto hace evidente el carácter inmoral del intervencionismo, entendido como todo sistema de agresión institucional llevado a cabo por el Estado en contra del libre ejercicio de la acción humana o función empresarial en cualquier área o parcela social. En efecto, la coacción en contra del actor impide que éste desarrolle lo que le es por naturaleza más propio, a saber, su innata capacidad para crear y concebir nuevos fines y medios actuando en consecuencia para lograrlos. En la medida en que la coacción del Estado impida la acción humana de tipo empresarial, se limitará su capacidad creativa y no se descubrirá ni surgirá la información o conocimiento que es necesario para coordinar la sociedad. Precisamente por esto el socialismo es un error intelectual pues, imposibilita que los seres humanos generen la información que el órgano director necesita para coordinar la sociedad vía mandatos coactivos. Y además, nuestro análisis tiene la virtualidad de poner de manifiesto que el sistema socialista e intervencionista es inmoral, pues se basa en impedir por la fuerza que los distintos seres humanos se apropien de los resultados de su propia creatividad empresarial. De esta manera, el socialismo no sólo se manifiesta como algo teóricamente erróneo y económicamente imposible (es decir, ineficiente), sino también y simultáneamente como un sistema esencialmente inmoral, pues va en contra de la más íntima naturaleza del ser humano e impide que éste se realice y apropie libremente de los resultados de su propia creatividad empresarial.
Este ímpetu de la creatividad empresarial también se manifiesta en el ámbito de la ayuda al prójimo necesitado y de la previa búsqueda y detección sistemática de situaciones de necesidad ajena. De manera que la coacción del Estado o la intervención de éste, a través de los mecanismos propios del denominado Estado del Bienestar neutraliza y, en gran medida, imposibilita el ejercicio de la búsqueda empresarial de situaciones perentorias de necesidad humana y de ayuda a los prójimos (y “lejanos”) que se encuentren en dificultades, ahogando los naturales anhelos de solidaridad y colaboración voluntarias que tanta importancia tienen para la mayoría de los seres humanos.
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