En defensa del anarquismo racional

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[Exploración de la historia del pluralismo jurídico, la lógica interna de la soberanía estatal, y el significado y las consecuencias de la ‘justicia objetiva’, llegando a la conclusión de que el concepto de Ayn Rand de gobierno es una “oveja con piel de lobo” y que Rand, en realidad, era una defensora del anarcocapitalismo. Estos enfoques revisionistas de la filosofía randiana son parte del denominado post-objetivismo].

El anarquismo es una teoría de la sociedad en la cual la justicia y el orden social son mantenidos sin el Estado (o gobierno). Muchos anarquistas del movimiento libertario (incluyéndome) fuimos profundamente influenciados por las teorías epistemológicas y morales de Ayn Rand. De acuerdo a estos anarquistas, los principios de Ayn Rand, si son aplicados consistentemente, necesariamente rechazan el gobierno desde el punto de vista moral.

A esto llamo anarquismo racional, porque se asienta en la creencia de que somos completamente capaces, usando la razón, de discernir los principios de la justicia; y de que somos capaces, a través de la persuasión racional y los acuerdos voluntarios, de establecer cualquier institución que sea necesaria para mantener el orden y la justicia. Justamente porque ningún gobierno puede ser establecido por acuerdos mutuos y racionales, a todos los objetivistas les corresponde rechazar dicha institución por ser injusta tanto en la teoría como en la práctica.

Aunque en ciertas ocasiones conviene distinguir entre los términos “Estado” y “gobierno”, tal distinción es irrelevante en la presente discusión, entonces usaré los términos intercambiablemente. Basándome en el análisis clásico del sociólogo e historiador Max Weber, definiré el “Estado” como una comunidad humana que (exitosamente) se adjudica el monopolio del uso legal de la fuerza física dentro de un territorio dado.

El Estado se confiere el poder exclusivo de desarrollar legislaciones, adjudicarse disputas legales, aplicar leyes, etc., mientras que coercitivamente previene que otros individuos y asociaciones se embarquen en dichas actividades. El Estado, en otras palabras, mantiene un monopolio coercitivo sobre la aplicación de la justicia. Este poder supremo de decisión es conocido políticamente como “soberanía”. En palabras del historiador A. P. d’Entrèves, “el problema del nacimiento del Estado moderno no es otro que el problema del surgimiento y la aceptación definitiva del concepto de soberanía”.

El concepto de soberanía es el punto crítico en el actual debate entre anarquistas y minarquistas (un término acuñado por Sam Konkin para los que abogan por un gobierno mínimo y limitado). El problema fundamental es el siguiente: ¿En qué se basa la idea de “soberanía” y como puede ser justificado? Este es un tema especialmente difícil para aquellos que siguen a Locke y abogan por el minarquismo, que, en este contexto, incluye a los seguidores de Ayn Rand.

John Locke (como Ayn Rand) creía que todos los derechos les pertenecen a los individuos. No hay “derechos comunes” que existan por separado de los derechos individuales. Los derechos de todos los grupos (incluyendo del grupo que se llama a sí mismo “gobierno”) deben estar basados, o deben ser derivados, de los derechos individuales.

A este enfoque lo llamo reduccionismo político, ya que sostiene que los derechos soberanos de un gobierno (legítimo) son reducibles a los derechos individuales. El reduccionismo político se opone a la teoría de la aparición política (“political emergence”), que sostiene que por lo menos un derecho (normalmente el derecho a hacer cumplir los preceptos de la justicia) no pertenece originalmente a los individuos, sino que surge solamente en sociedades civiles bajo un gobierno.

Ahora, habiendo presentado lo anterior como material de base, me dispongo a señalar algunos puntos claves en el debate minarquista-anarquista.

Ayn Rand y la tradición del contrato social

De acuerdo a John Locke, cada persona en un estado de naturaleza anárquico poseería el “poder ejecutivo” de aplicar sus propios derechos en contra de las acciones agresivas de otros. Pero debido a varias “inconveniencias” (como una preferencia hacia uno mismo cuando se actúa como juez personal), Locke argumentó que las personas racionales de forma unánime aceptarían dejar tal “estado natural” y unirse a una “sociedad civilizada”, que usaría la regla de la mayoría para decidir el tipo de gobierno, como monarquía constitucional, democracia, y más.

Este “contrato social” fue la manera en que Locke explicó nuestra obligación de obedecer al soberano político. Comenzando con los derechos de los individuos, Locke trataba de demostrar cómo el poder ejecutivo para hacer cumplir estos derechos naturales estaría delegado, por un proceso de consentimiento, al gobierno. La creencia en un gobierno por consentimiento en la Norteamérica del siglo XVIII se debió principalmente a John Locke.

Ayn Rand defiende una doctrina del consentimiento en varios ensayos, aunque jamás explicó cómo este consentimiento debería manifestarse: por ejemplo, si debería ser explícito o meramente tácito (como Locke creía). Tampoco explicó precisamente cuáles derechos están delegados al gobierno y cómo son transferidos. Por eso, aunque parezca que Rand sigue la tradición del contrato social (por lo menos de manera general), no es tan clara su posición sobre la esencia y el método del consentimiento político. Espero sinceramente que algunos de sus seguidores minarquistas puedan arrojar luz sobre este tema.

La teoría del consentimiento vs. el gobierno

Varios críticos de John Locke —como David Hume, Josiah Tucker, Adam Smith, Edmund Burke, y Jeremy Bentham— argumentaron que la lógica interior de la teoría de consentimiento, al aplicarse consistentemente, lleva a la anarquía. Y como estos críticos señalaron, ningún gobierno se ha originado jamás por consentimiento, y no hay razón para suponer que los individuos, al poseer completamente sus derechos naturales, se subordinarían voluntariamente a un gobierno.

Estoy de acuerdo con tales críticas. Si aceptamos la premisa de que los individuos (y únicamente los individuos) poseen derechos iguales y recíprocos, y también si insistimos en que los individuos deben consentir el vivir bajo un gobierno, y si condenamos como ilegítimos a los gobiernos que mandan sin consentimiento: entonces, todos los gobiernos, pasados y actuales, han sido ilegítimos.

Es más, sostengo que los objetivistas, si desean permanecer fieles a la doctrina del consentimiento, deben adoptar este tipo de “anarquismo práctico” y condenar a todos los gobiernos históricos como injustos. Cierto, los objetivistas insisten en que el gobierno puede ser justificado en teoría —aunque nadie (que yo sepa) ha desarrollado los criterios necesarios—, pero dicho gobierno teóricamente legítimo jamás ha existido en ninguna parte de este mundo. Y no puede existir excepto en lo que Edmund Burke llama “el país de las hadas de la filosofía”. Como dijo Josiah Tucker (un contemporáneo de Burke), la teoría del consentimiento del gobierno es “el destructor universal de todos los gobiernos, pero el constructor de ninguno”.

John Locke identificó dos problemas fundamentales que deben ser considerados por un filósofo político.  Primero, ¿cuál es la justificación del Estado? Segundo, suponiendo que podemos justificar el Estado teóricamente, ¿cuáles son los estándares con los cuales podemos juzgar la legitimidad de un gobierno?  Normalmente los minarquistas discuten la primera cuestión, mientras ignoran la segunda.

Si se me preguntara qué podría cambiar mi parecer y justificar la existencia de un gobierno. Respondería lo siguiente: “Si creyera en el Dios cristiano, y creyera que este me ha enviado un grupo de ángeles para hablar personalmente conmigo, si los ángeles me dijeran que el Estado es una institución divina, establecida por Dios para la protección de los seres humanos, y si estos ángeles me dirían que el anarquismo desembocaría en la muerte y en la destrucción, entonces, bajo dichas circunstancias, abandonaría el anarquismo en favor del minarquismo”.

Aun así es necesario considerar un punto importante no atendido por mi citada justificación del Estado. Aunque crea que el Estado puede ser justificado, como institución, no poseería estándares específicos para discernir si el gobierno autoproclamado es de hecho un gobierno legítimo, o si se trata de una banda de usurpadores y opresores que clama actuar en nombre de una institución divina.

Supongamos que como una solución a este último problema, los ángeles me comunicaran un estándar claro e inconfundible: “Podrás distinguir a los gobernadores legítimos por aureolas visibles sobre sus cabezas. Solamente esta característica señalará a aquellos que están autorizados por Dios para actuar en representación del Estado”. Después de observar a los funcionarios de los gobiernos existentes, y al no encontrar ninguna aureola, concluiría que ninguno de los que actualmente se atribuyen la representación del Estado está moralmente autorizado para ello. Es más, diría que los Estados Unidos están actualmente en un estado de anarquía, ya que no existe un gobierno legítimo. Entonces, como minarquista devoto, dedicaría mi vida a abolir el malvado “gobierno” y exponer a los políticos satánicos que de manera fraudulenta se hacen pasar por funcionarios de aquella institución divina, el Estado.

Este es el tipo de “anarquismo práctico” que los objetivistas deben apoyar lógicamente. Donde las aureolas sustituyen el consenso como un signo de un gobierno legítimo. Y, como las aureolas, el consenso no se puede encontrar en gobiernos de la vida real. Por lo tanto, mientras defienden al Estado en teoría, los minarquistas del consenso deberían oponerse a todos los gobiernos existentes en la práctica. Y este, me atrevo a decir, es el tipo de minarquismo con el que podría vivir bastante bien, ya que es más probable que nos visiten los ángeles a que encontremos un gobierno basado en el consenso.

Ayn Rand, anarquista

Mi siguiente punto probablemente cause que me etiqueten como un pervertido psico-epistemológico, pero aquí esta: estoy convencido de que Ayn Rand era en esencia una anarquista, si no en nombre. Ella era a lo sumo una gobernamentalista nominal. Si el significado convencional de la palabra cuenta para algo (y como debería), entonces el ideal de “gobierno” de Rand es en verdad la ausencia total de gobierno, es decir, es apenas una oveja disfrazada de lobo.

¿Cómo puedo llegar a esta conclusión descabellada? Me baso en la oposición moral de Rand a los impuestos obligatorios. El poder de los impuestos coercitivos, como menciona Alexander Hamilton en The Federalist Papers es el líquido vital del gobierno. De hecho, el gran debate sobre la ratificación de la constitución de Estados Unidos se centró en si debía o no tener el gobierno el poder de imponer impuestos. Los Artículos de la Confederación le reservaban este poder a los estados, privándoselo al congreso. Muchos antifederalistas se opusieron a la Constitución porque entendieron que el gobierno federal, dado el poder de recoger impuestos directamente de la gente, le quitaría a los estados su propia soberanía.

Si los participantes de este debate se hubieran enfrentado al argumento a favor de un “pago voluntario de impuestos” de Rand, primeramente lo hubieran señalado como una contradicción en términos (que es), y en segundo lugar, como un rechazo a la soberanía del gobierno en conjunto (que también es). Virtualmente cada uno de los defensores de la existencia del gobierno —desde John Locke a Thomas Jefferson a Ludwig von Mises— ha reconocido a la imposición coercitiva de impuestos como un componente esencial para la “soberanía”, un poder sin el cual ningún gobierno verdadero podría existir.

El principio de “pago voluntario de impuestos” reduce el concepto de “gobierno” de Rand a una empresa de protección dentro de un libre mercado, la cual, como todos los negocios, debe satisfacer a sus consumidores o cerrar. ¿Qué mecanismo existe para impedirle a un cliente insatisfecho el quedarse con su dinero en un “gobierno” randiano, mientras se subscribe a los servicios de otra agencia? ¿Por qué no puede un propietario (o un grupo de propietarios) negarse a pagar por los servicios de su “gobierno randiano” si los consideran ineficientes, y cambiar de proveedor?

El derecho a pagar o no por servicios, de acuerdo al propio juicio, es una característica del mercado libre; no tiene relación, teórica o histórica, con la institución del gobierno. No hay manera de que un gobierno pueda mantener su poder soberano —su monopolio sobre el uso legítimo de la fuerza— si no posee el poder de los impuestos obligatorios.

Cuando el minarquista del siglo XIX, Auberon Herbert, propuso su teoría del “pago voluntario de impuestos”, fue aclamado por los anarquistas, incluyendo a Benjamin Tucker, quien lo señaló como uno de los suyos. Pero fue condenado por sus compañeros minarquistas, como Herbert Spencer, quien correctamente señaló tal posición como indistinguible del anarquismo. De la misma manera, la posición de Rand en el tema de impuestos la sitúa en el campo de los anarquistas, a pesar de su uso idiosincrático de la palabra “gobierno”. Debemos concentrarnos en este debate en el concepto de gobierno y sus características esenciales, no en el uso específico de un escritor en particular.

Justicia objetiva vs. monopolismo legal

Yo defiendo el anarquismo, o la idea de una sociedad sin Estado, porque creo que la gente inocente no puede ser forzada a rendir ninguno de sus derechos naturales. Aquellos que desean delegar ciertos derechos a su gobierno son libres de hacerlo, siempre y cuando no violen los derechos de disidentes que eligen no unirse a su gobierno.

Como Ayn Rand dijo, una persona no puede disponer de la vida de otras personas. Pero esto es precisamente lo que cada gobierno intenta hacer. Un gobierno inicia la fuerza física (o la amenaza de la fuerza) para prohibir a otra gente ejercer su derecho de aplicar las reglas de justicia. (O todas las personas tienen este poder ejecutivo, o nadie lo tiene, de acuerdo al principio del reduccionismo político.) Un gobierno, mientras realiza ciertas actividades que declara justas, impide coercitivamente que otras personas realicen esas mismas actividades.

Me pregunto, ¿en qué términos morales puede un gobierno poseer este derecho exclusivo? Un gobierno no puede otorgar justicia sobre una acción que sería injusta si realizada por alguien más. Tampoco puede un gobierno, por la fuerza o el decreto arbitrario, declarar una acción como injusta cuando es realizada por alguien más si esa misma acción es justa cuando la lleva a cabo el gobierno. Los principios de la justicia son objetivos y consecuentemente universales; aplican equitativamente y sin excepción a cada ser humano, como cada precepto racional y procedimiento. Un cómputo matemático, por ejemplo, no puede ser correcto cuando es realizado por un gobierno e incorrecto cuando lo hace alguien más. Un silogismo deductivo, si es válido bajo el gobierno, debe ser también válido cuando es realizado por alguien más. El asesinato, si está mal cuando es cometido por un individuo, está igualmente mal cuando lo comete un gobierno.

De la misma manera, una actividad, si es moral cuando la lleva a cabo el gobierno, es igualmente moral cuando lo hace alguien más. Todo esto debe parecer obvio para aquellos que concuerdan con los principios propuestos por Ayn Rand. Si, como consecuencia, los principios de la justicia son objetivos (es decir, que la razón humana puede conocerlos), entonces un gobierno no puede reclamar el uso legítimo sobre la fuerza como no puede reclamar un monopolio sobre la razón.

Aquellos minarquistas que afirman que la justicia sólo puede prevalecer bajo un gobierno deben implícitamente defender la visión de que la justicia es o subjetiva o intrínseca. Si la justicia es subjetiva, si varía de una persona a la otra, entonces el gobierno puede ser defendido como necesario para establecer reglas objetivas. De la misma manera, si la justicia es intrínseca al gobierno mismo, si cualquier decreto gubernamental es necesariamente justo, entonces un gobierno puede ser justificado automáticamente.

Sin embargo, si la justicia no es ni subjetiva ni intrínseca, sino objetiva —es decir, si puede ser derivada por métodos racionales desde los hechos de la naturaleza humana y los requerimientos de la existencia social—, entonces los principios de la justicia son cognoscibles para toda persona racional. Esto significa que ninguna persona, grupo de personas, asociación o institución conocida como “gobierno”, “Estado” o cualquier otro nombre, puede reclamar legítimamente un monopolio legal en asuntos relacionados a la justicia.

El anarquismo racional, en resumen, es simplemente la aplicación de la teoría de Ayn Rand del conocimiento objetivo en el campo de la justicia.

La soberanía del Estado vs. la soberanía de uno mismo

Hasta donde sé, el primer ataque sostenido sobre el pluralismo legal fue de Marsilius de Padua en el siglo XIV. En su Defensor de la paz, Marsilius atacó el pluralismo legal de sus días, especialmente en lo que concernía a la autoridad política de la iglesia, sostuvo que una autoridad, y una sola, debía tener poder soberano en un territorio dado.

En su defensa, Marsilius argumentó que negar el derecho a la soberanía conlleva a una contradicción lógica. Alguien, cualquier persona, asociación o institución, debe tener la autoridad para dar un veredicto final en un sistema legal que funcione. Uno de los ejemplos más interesantes de Marsilius fue el siguiente:

Supongan que dos “gobiernos en competencia” (usando la engañosa terminología de Ayn Rand) reclaman jurisdicción sobre el mismo territorio, y supongan que los dos tienen el derecho de expedir citaciones obligatorias que requieran a una persona aparecer en una corte en un día dado. Además, supongan que uno recibe citaciones de las dos agencias exigiendo que me presente en la corte al mismo tiempo. Como es imposible para mí estar en dos lugares al mismo tiempo, es imposible que obedezca a los dos gobiernos simultáneamente.

Pero esto entra en conflicto con nuestra premisa inicial —que ambas agencias posean la legítima autoridad para expedir citaciones— porque lógicamente debo desobedecer a por lo menos uno de estos gobiernos.

No conozco la posición oficial objetivista sobre las citaciones, pero la lógica del argumento precedente puede fácilmente acomodarse a otros ejemplos. Lo importante aquí es el razonamiento detrás del “argumento de la lógica de la soberanía”, como es llamado en ciertos casos. Este argumento ejerció una influencia considerable después del año 1576, cuando Jean Bodin lo usó para defender la monarquía absoluta. También fue usado para el mismo propósito en el siglo XVII por Sir Robert Filmer (adversario a muerte de Locke) y por Thomas Hobbes.

No es meramente accidental que el argumento de la lógica de la soberanía haya tenido buena acogida entre los defensores del absolutismo mientras recibía fuertes críticas por parte de John Locke y otros representantes de la teoría del gobierno limitado. Para consideración: Si el soberano (un individuo o un grupo de individuos) es el árbitro final en lo que compete a repartir justicia, entonces, ¿cómo puede rendir cuentas el soberano mismo cuando comete actos de injusticia? Los absolutistas sostenían que este no puede ser juzgado por autoridad humana, el soberano no le rendiría cuentas a nadie, “solamente a Dios”.

El poder soberano, desde este punto de vista, debe ser absoluto (es decir, incondicional), ya que por definición no hay otra autoridad sobre él. Consecuentemente, el soberano está ubicado sobre la ley, no por debajo de ella, lo cual significa que no puede existir el derecho a la resistencia y a la revolución para las personas. Abogar por una “soberanía dividida”, de acuerdo a Filmer, Hobbes y otros absolutistas, es abogar por la anarquía.

No puedo citar las varias maneras en las que Locke y otros minarquistas trataron de sortear el argumento de la lógica de la soberanía, pero creo que los absolutistas estaban filosóficamente mejor ubicados. O un gobierno posee poder soberano, o no lo posee. La soberanía es un tema de todo o nada. Y, si esto es cierto, entonces ninguna persona tiene el derecho a resistirse al soberano por más injustas que sus acciones parezcan. ¿A quién le corresponde decidir si las leyes son injustas si no al soberano mismo? ¿A quién le corresponde decidir si un derecho ha sido violado si no a un gobierno soberano en su rol de árbitro final?

En cualquier disputa entre un gobierno soberano y sus sujetos, el gobierno mismo debe decidir quién está en lo correcto; y, como sugirió Locke, el soberano, como cualquier otra persona, se sentirá inclinado a fallar a su favor. En consecuencia, me gustaría saber como aquellos objetivistas que usan el argumento de la lógica de la soberanía como un arma contra el anarquismo pueden evadir la fácil caída en el absolutismo.

Si se me arresta por fumar droga o por leer un libro prohibido (digamos, La rebelión de Atlas), ¿tendré el derecho a resistir a mi encarcelación?

Si la respuesta es “no”, entonces se está defendiendo el absolutismo. Si la respuesta es “sí”, entonces, ¿dónde quedó el poder soberano del gobierno para expedir decisiones finales en temas de justicia? Ya que al resistir al gobierno en este caso se está actuando claramente como juez para sí mismo.

Ayn Rand escribió alguna vez que el gobierno se vuelve tiránico cuando intenta suprimir la libertad de expresión y de prensa, pero, ¿quién decide cuando esta línea se ha cruzado si no el mismo gobierno soberano? Seguramente no veremos personas como Ayn Rand dando vueltas y condenando a ciertas leyes como injustas y llamando a la desobediencia pública porque esto nos llevaría a la anarquía. No podemos predicar la soberanía cuando encaja con nuestros propósitos y oponernos a ella cuando no nos gustan ciertas leyes en particular. Esto socavaría la racionalidad de la soberanía misma, específicamente en que los temas legales no pueden ser dejados a la discreción de individuos. La doctrina de los derechos naturales, como los que se oponen a la teoría del consenso señalan repetidamente, es inherentemente anarquista. Burke llamó a los derechos naturales como “síntesis de la anarquía”, mientras Bentham los castigó como “falacias anárquicas”.

Si en algún punto los objetivistas están dispuestos a admitir que los individuos deben tener el derecho a resistirse a una ley injusta o a remover un gobierno despótico, entonces estarían aceptando la premisa básica del anarquismo: a saber, que la verdadera soberanía se encuentra en cada individuo, quien tiene el derecho a valorar la justicia de una ley en particular, un procedimiento o un gobierno.

No puede existir ningún punto medio (lógicamente consistente) entre la soberanía del Estado y la soberanía del individuo, entre el absolutismo y el anarquismo. Personalmente defiendo la soberanía individual del anarquismo. Si los objetivistas no entienden cómo puedo defender al individuo como la “autoridad final en la ética”, les recomiendo leer el ensayo de Ayn Rand sobre este tema.

La lógica de la soberanía del Estado vs. la justicia objetiva

En más de veinticinco años de debate con minarquistas randianos, he encontrado pocos que parezcan siquiera remotamente conscientes de que el argumento de lógica de la soberanía ha sido un tema central en la teoría política por más de cuatro siglos. Aquellos a los que les es familiar su larga historia, entienden que este argumento siempre ha sido usado para defender y expandir el poder absoluto del gobierno.

En The Federalist Papers, por ejemplo, Madison y Hamilton repetidamente usaron la lógica de la soberanía para defender poderes amplios y discrecionales para el gobierno federal, entre estos, intentaron probar que no podía ponerse un límite lógico al poder del Congreso de imponer impuestos. De hecho, Hamilton insiste en que un poder “sin reservas” (es decir, absoluto) para imponer impuestos puede ser deducible lógicamente del axioma de la soberanía, y Madison defiende una posición similar.

Como dice el dicho, si te acuestas con perros, te levantas con pulgas. Los minarquistas que se acuestan con el argumento de la lógica de la soberanía están infestados con las pulgas del absolutismo, pero aparentemente no lo han notado o no les importa.

Nuestra primera preocupación debería ser alrededor de la justicia del sistema legal: es decir, cuáles leyes son las que se aplican, no quién las aplica. Esta justicia puede ser determinada por estándares objetivos de derecho.

Si el sistema legal de una agencia (privada o gubernamental) es establecido en verdaderos estándares objetivos, y si, por competencia, se da un intento de forzosamente derrocar este sistema legal, reemplazándolo con uno menos efectivo. Entonces la agencia inicial podría resistirse al nuevo sistema, señalando sus intentos de violar los derechos individuales.

Sin embargo, el derecho de hacer a un lado a la nueva agencia no quita la necesidad de un árbitro final. Es la simple aplicación del derecho individual, ya que un individuo sólo o en conjunto con otros tiene el derecho de rechazar el despotismo, cualquiera fuera su fuente. El tema pertinente, por lo tanto, no es si necesitamos o no un monopolio coercitivo para aplicar la justicia; sino si podemos determinar o no la justicia del sistema legal por métodos objetivos, y si, habiendo condenado objetivamente un sistema dado como injusto, podemos o no entonces resistirnos por la fuerza a cualquier individuo o agencia que busque imponernos ese sistema.

Esto está íntimamente relacionado al derecho individual de la autodefensa, manifestado en los derechos libertarios de resistencia y revolución, y no tiene nada que ver con la supuesta necesidad de un árbitro final.

Los objetivistas, si buscan mantenerse leales a los derechos defendidos por Ayn Rand, deben acordar con los anarquistas en que la legitimidad legal de un gobierno en particular depende, no en las declaraciones subjetivas de tal gobierno, sino en una medida verdadera de su sistema legal, evaluado por un criterio objetivo.

Si un sistema legal es objetivamente justo, entonces la agencia que lo aplica (gubernamental o privada) se vería capacitado para efectivamente desincentivar una “competencia” por parte de un sistema legal injusto, gubernamental o privado. Sin embargo, si el competidor trabaja dentro de un marco legal justo (tal vez diferenciándose del otro en temas de procedimiento), entonces tal competidor probablemente no sea impedido de ofrecer contratos a potenciales clientes.

El argumento de la “lógica de la soberanía” es válido solamente dentro del marco teórico subjetivo de la justicia, donde un árbitro coercitivo debe prevalecer cuando la razón no pueda. Dentro de la teoría objetiva de la justicia, sin embargo, lo que parecería desde el punto de vista minarquista (equivocadamente) como la “lógica de la soberanía” (el derecho a forzosamente eliminar agencias injustas) no tiene nada que ver con la supuesta necesidad de un árbitro final, sino que es en cambio la aplicación del derecho individual a la legítima defensa.

Los minarquistas, después de haber notado que la teoría objetiva de la justicia puede generar el derecho a excluir agencias competidoras en algunos casos (es decir, cuando la agencia es injusta), erróneamente concluyen que tal derecho fluye directamente de la soberanía política. Pero la soberanía exige la exclusión de agencias competidoras en todos los casos, aún si un competidor es mucho más justo que la institución soberana misma. La soberanía, basada en su subjetividad, no puede discriminar lógicamente entre sistemas legales justos e injustos, por ende se transforma “de facto” cualquier gobierno en soberano; operando, de hecho, bajo la máxima de Alexander Pope: “Cualquier cosa que sea, es lo justo”. Esta es la razón por la cual la teoría de la soberanía y su escondido absolutismo siempre han negado el derecho a la resistencia y a la revolución.

Un sistema de justicia objetiva, por el contrario, nos permite discriminar entre la iniciación de la fuerza y el uso de la fuerza como respuesta. De este modo proporcionando un método racional para la persona, agencia o gobierno que reclame el uso legal de la fuerza. Además, un sistema de justicia objetiva defina y sanciona el uso defensivo de la violencia, que han sido descritos por la teoría libertaria como los derechos a la resistencia y a la revolución.

Estos derechos, derivados del derecho individual a la defensa propia, pueden justificar la cancelación de cualquier agencia o gobierno que busca imponer un sistema legal injusto. Y, aunque tal cancelación de la “competencia” tenga un parecido con la eliminación de toda la competencia (justa o injusta), esto no debería confundir a objetivistas y libertarios y hacerlos suponer que estas dos acciones —una por parte de un gobierno soberano, la otra por parte de una agencia privada de justicia— están basadas en la misma justificación.

La primera (la cancelación en las manos de un gobierno soberano) tiene sus raíces en el subjetivismo político (o relativismo), y no tiene relación con la justicia o injusticia de la agencia suprimida. La segunda (la cancelación en las manos de una agencia de justicia) está basada en el objetivismo político y solamente puede eliminar agencias y gobiernos injustos. El primer poder es justificado por la soberanía política, un derecho que no puede ser reducido a los derechos individuales. El segundo implica un poder basado en el derecho a la autodefensa, un derecho que posee de igual manera cada individuo y puede ser delegado (o no) a una agencia especializada. La primera teoría desemboca necesariamente en absolutismo y no puede ser reconciliada con un acuerdo común. La segunda genera agencias cuyo poder es limitado específicamente por la delegación consensual de derechos por parte de los individuos.

Como he dicho anteriormente, en última instancia debemos decidir entre soberanía estatal y soberanía de uno mismo, entre absolutismo y anarquía, entre decretos subjetivos y justicia objetiva. No hay término medio en la lógica. Los pollos de la Ley del Medio Excluidos han llegado al gallinero. Y están ensuciando el nido minarquista.

El pluralismo legal vs. la soberanía del Estado en la historia

La lección aquí es que el poder siempre es peligroso, independientemente de quién lo ejerce: ya sea una agencia de protección privada o un gobierno soberano.

Como dijo Acton, ”El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”. Incluso los gobernantes en una sociedad objetivista ideal probablemente abusarían de su poder, y por lo tanto requerirían una vigilancia constante. (Te pregunto, ¿quién es más probable que busque el poder en una sociedad objetivista, los Howard Roark o los Ellsworth Toohey?) Fue esta preocupación por el abuso del poder lo que llevó a Thomas Jefferson y otros en su tradición a favorecer la descentralización, un sistema en que el poder es controlado por otros poderes externos.

Esa fue la idea original detrás del “gobierno limitado”. Un “gobierno limitado” era un gobierno cuyo poder era limitado, o controlado, por otro poder externo a sí mismo. En última instancia, según Locke, Jefferson y otros minarquistas, el único control efectivo sobre el poder soberano es el derecho del pueblo a resistir las leyes injustas y derrocar a los gobiernos despóticos. Este derecho soberano del pueblo fue la verificación externa que impuso límites reales sobre un “gobierno limitado”.

Hay muy buenas razones para suponer que el pluralismo jurídico sería más eficaz en la preservación de la justicia que el monismo jurídico. La tradición legal occidental, como muchos historiadores han señalado, tenía sus raíces en el pluralismo jurídico. El pluralismo jurídico existió en Europa durante muchos siglos, hasta que finalmente fue destruido por los monarcas rapaces y violentos. En la Europa medieval había una compleja red de autoridades políticas, sistemas jurídicos y superposición de jurisdicciones. Existía el derecho consuetudinario, la ley del rey, el derecho feudal, el derecho municipal, el derecho canónico, y así sucesivamente. Lo que algunos minarquistas afirman que no puede existir, pues, existió en realidad por muchos siglos.

Por otra parte, como Voltaire, Lord Acton y otros historiadores liberales han argumentado, el mundo occidental debe su libertad a los conflictos entre estas autoridades en competencia. Ni las autoridades espirituales, ni las autoridades temporales tenían intenciones libertarias, pero la competencia existente entre estas instituciones poco a poco llevó al desarrollo de instituciones “intermedias” (como los municipios), a medida que el Papa y el Príncipe reconocían varias “libertades” e “inmunidades“ en un esfuerzo por ganar aliados a su lado. Y fueron estas instituciones intermedias, no los gobiernos, responsables en gran parte de la libertad que es única en el mundo occidental.

Un notable sistema de gobiernos en competencia existió también en los Estados Unidos por muchas décadas antes de la Guerra de la Independencia. Los colonos llegaron a considerar a sus gobiernos provinciales como instituciones independientes y autónomas que eran necesarias para controlar el poder británico. Y el gobierno británico, a su vez, el poder de las asambleas coloniales. Esta situación dio lugar a una parálisis del poder (ya que ninguno de los gobiernos podía hacer mucho) y a mucha libertad personal.

Más tarde, después de que el poder de negociación de Gran Bretaña había sido eliminado por una revolución exitosa, la Constitución estableció un gobierno nacional de gran alcance: que como Madison con orgullo había anunciado en la Convención de Filadelfia, fue investido de mayores poderes que incluso el que tenía el Parlamento británico contra el cual los estadounidenses se habían revelado.

Esta opinión fue secundada en The Federalist Papers por Alexander Hamilton, quien criticó los principios fundamentales de la Revolución americana, pidió su rechazo por el pueblo estadounidense, y pidió en su lugar una Constitución y un gobierno monopólico que se basaban en una más nueva y más sofisticada “ciencia” de la soberanía política.

En sólo unos pocos años el pluralismo jurídico descentralizado del Estados Unidos prerrevolucionario había sucumbido a la lógica de la soberanía y un gobierno central fuerte: esos malvados gemelos siameses que son en gran parte responsables de nuestra presente condición infeliz.

Consideremos dos de las ideas más poderosas e influyentes en la política del siglo XX: la noción de un Estado todopoderoso que es el único árbitro de la justicia, y la noción de una infalible voluntad general que puede obligar a la gente a ser libre. El primero fue la creación de Thomas Hobbes, el último de J. J. Rousseau. Considerando también que fueron estos dos filósofos de la soberanía quienes, más que nadie, separaron la soberanía de sus raíces religiosas en el derecho divino de los reyes, le dieron una base secular, y desataron el “dios mortal” del Leviatán en el mundo occidental.

No defiendo el anarquismo porque espere ver alguna vez una sociedad anarquista (un Estados Unidos anarquista es casi tan improbable como un Estados Unidos objetivista). Pero sí creo que se puede luchar eficazmente contra el estatismo con la correcta munición intelectual, y esto incluye el rechazo total de la soberanía política en favor de los derechos individuales y las instituciones voluntarias.


Traducido del inglés por Gerardo Caprav y Alejandro Veintimilla. Corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.

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