Hay, por supuesto, varios problemas de libertad personal que no pueden ser incluidos en la categoría de “servidumbre involuntaria”. Durante mucho tiempo, la libertad de expresión y de prensa ha sido muy apreciada por quienes se limitan a ser “libertarios civiles” (“civil” tiene aquí el sentido de que la libertad económica y los derechos de propiedad privada se dejan fuera de la ecuación).
Pero ya hemos visto que la “libertad de expresión” no puede sostenerse como un absoluto salvo que quede comprendida entre los derechos generales de propiedad individual (incluyendo con todo énfasis los derechos de propiedad sobre la propia persona). Así, el hombre que grita “fuego” en un teatro lleno no tiene derecho a hacerlo porque está agrediendo los derechos de propiedad contractuales del dueño del teatro y de los patrocinadores de la función.
Sin embargo, y con excepción de las invasiones a la propiedad, todo libertario tiene que defender, necesariamente y al máximo, la libertad de expresión. La libertad de decir, imprimir y vender cualquier texto se convierte en un derecho absoluto, en cualquier área que deseen abarcar el discurso o la expresión. Aquí, los libertarios civiles tienen un importante historial, en términos generales, y en lo judicial, el extinto juez Hugo Black realizó una defensa particularmente notable de la libertad de expresión ante las restricciones gubernamentales, sobre la base de la Primera Enmienda de la Constitución.
Pero hay áreas en las cuales incluso el más ardiente de los libertarios civiles ha manifestado una lamentable confusión. Como, por ejemplo, la “instigación al desorden”, en la cual al orador se lo considera culpable de un delito por incitar a una multitud, que luego provoca disturbios y comete diversas agresiones y crímenes contra la persona y la propiedad. Desde nuestro punto de vista, la “instigación” sólo puede considerarse un delito si negamos el libre albedrío y la libertad de elección de cada hombre, y asumimos que si A le dice a B y a C: “¡Vayan a provocar desórdenes!”, esas personas estarán entonces determinadas en forma inevitable a actuar y cometer actos ilícitos. Pero el libertario, que cree en el libre albedrío, debe insistir en que, si bien podría ser inmoral o lamentable que A apoye un disturbio, esto pertenece estrictamente al ámbito de la propugnación personal y no debería estar sujeto a una sanción penal. Por supuesto que si A también participa en el desorden, se convierte en alborotador y, por lo tanto, es pasible de castigo. Aun más, si A es el jefe en una corporación criminal y, como parte de su actividad delictiva, ordena a sus secuaces: “Roben tal banco”, por supuesto, A, en su carácter de cómplice, se convierte en participante o incluso en líder de la corporación criminal.
Si la propugnación nunca debería ser considerada un crimen, tampoco debería serlo la “conspiración para propugnar”, dado que, a diferencia de lo que expresa la legislación contra la conspiración, que lamentablemente ha alcanzado gran desarrollo, “conspirar” (es decir, concordar) para hacer algo jamás debería ser más ilegal que el acto mismo. (¿Cómo puede definirse, de hecho, la “conspiración” sino como un acuerdo entre dos o más personas para hacer algo que a otro, al que define la acción, no le agrada?)
Otra área difícil es la de la ley de calumnias e injurias. Por lo general se ha sostenido que es legítimo restringir la libertad de expresión si ésta tiene el efecto de dañar falsa o maliciosamente la reputación de otra persona. Lo que hace la ley de calumnias e injurias, en resumen, es afirmar el “derecho de propiedad” de alguien sobre su reputación. Sin embargo, nadie posee ni puede “poseer” su “reputación”, dado que ésta es puramente una función de los sentimientos subjetivos y las actitudes de otras personas. Pero como en realidad nadie puede “poseer” la mente y la actitud de otro, esto significa que nadie puede tener literalmente un derecho de propiedad sobre su “reputación”. La reputación de una persona varía constantemente, según la actitud y las opiniones de los demás. Por ende, expresarse atacando a alguien no puede ser una invasión a su derecho de propiedad, y entonces esta expresión no debería estar sujeta a restricciones o sanciones legales. Por supuesto, es inmoral levantar falsos cargos contra otra persona, pero digamos nuevamente que para el libertario lo moral y lo legal son dos categorías muy diferentes.
Más aún, en la práctica, si no hubiera ninguna ley de calumnias e injurias, la gente estaría mucho menos dispuesta a creer las acusaciones no comprobadas. Hoy en día, si un hombre es acusado de alguna falta o delito, en general la gente tiende a creer que la acusación es cierta, ya que si fuera falsa, “¿por qué no inicia una acción legal por calumnias?” La ley de calumnias, como es obvio, resulta discriminatoria contra los pobres, dado que una persona de escasos recursos difícilmente estará dispuesta a llevar adelante un costoso juicio por calumnias, como sí podría hacerlo una persona adinerada. Además, ahora los ricos pueden utilizar esta ley en contra de los más pobres, evitando que hagan acusaciones y declaraciones perfectamente legítimas mediante la amenaza de entablarles juicio por calumnias. En consecuencia, paradójicamente, una persona de recursos limitados es más proclive a sufrir calumnias –y a ver restringida su propia expresión– en el sistema actual que en un mundo sin leyes contra las calumnias o las difamaciones.
Afortunadamente, en los últimos tiempos estas leyes fueron perdiendo cada vez más su fuerza, de modo que ahora es posible expresar críticas cáusticas y enérgicas a funcionarios y a personas que poseen notoriedad pública sin temor a una onerosa acción legal.
Otra acción que debería estar completamente libre de restricciones es el boicot. En un boicot, una o más personas utilizan su derecho de expresión para exhortar a otras, por cualquier razón –importante o trivial–, a que dejen de comprar los productos de algún otro. Si, por ejemplo, varias personas organizan una campaña –por cualquier motivo– para instar a los consumidores a que dejen de comprar la cerveza XYZ, esto nuevamente es abogar por algo y, además, propugnar un acto perfectamente legítimo: no comprar la cerveza. Un boicot exitoso puede ser lamentable para los fabricantes de la cerveza XYZ, pero esto se encuadra estrictamente dentro del ámbito de la libertad de expresión y de los derechos de propiedad privada. Los fabricantes corren el riesgo que implica la libre elección de los consumidores, y éstos pueden escuchar a quien quieran y ser persuadidos por quien les parezca mejor. Sin embargo, en los Estados Unidos las leyes laborales han violado el derecho de los sindicatos a organizar boicots contra empresas. También es ilegal, según la legislación bancaria, difundir rumores acerca de la insolvencia de un banco; éste es un ejemplo evidente de los privilegios especiales que el gobierno otorga a los bancos al afectar la libertad de expresión de quienes se oponen a su utilización.
Un tema particularmente espinoso es la cuestión de los piquetes y las manifestaciones. La libertad de expresión implica, por supuesto, la libertad de reunión, es decir, de juntarse con otros y expresarse en forma concertada. Pero la situación se hace más compleja cuando está involucrado el uso de las calles. Es obvio que los piquetes son ilegítimos cuando se los utiliza, como ocurre por lo general, para bloquear el acceso a un edificio o fábrica privados, o cuando amenazan con el uso de la violencia a aquellos que cruzan la línea demarcatoria. También está claro que las sentadas constituyen una invasión ilegítima de la propiedad privada. Pero ni siquiera el “piquete pacífico” es claramente legítimo, dado que forma parte de un problema mayor: ¿quién decide sobre el uso de las calles? El problema surge del hecho de que las calles pertenecen casi universalmente al gobierno (local). Pero éste, por no ser un propietario privado, carece de criterio para asignar el uso de sus calles y, en consecuencia, cualquier decisión que tome será arbitraria. Supongamos, por ejemplo, que la Asociación Amigos de Wisteria desea manifestarse y desfilar a favor de Wisteria en una calle pública. La policía prohíbe la manifestación, aduciendo que obstruirá las calles y perturbará el tránsito. Los libertarios civiles automáticamente protestan y sostienen que se está violando injustamente el “derecho a la libre expresión” de la Asociación Amigos de Wisteria. Pero la policía, al mismo tiempo, puede tener una postura perfectamente legítima: las calles podrían quedar demasiado atascadas, y es responsabilidad del gobierno mantener el flujo del tránsito. ¿Cómo decidir, entonces? Cualquiera que sea la decisión del gobierno, perjudicará a algún grupo de contribuyentes. Si decide permitir la manifestación, los automovilistas y los transeúntes serán afectados; si no lo hace, entonces lo será la Asociación Amigos de Wisteria. En un caso u otro, el mismo hecho de la toma de decisión del gobierno generará inevitablemente un conflicto sobre quién debería, y quién no debería, entre los contribuyentes y los ciudadanos, utilizar el recurso gubernamental.
Lo único que hace que este problema sea insoluble, y oculta la verdadera solución es el hecho universal de la propiedad y el control gubernamental de las calles. La cuestión es que quienquiera que sea dueño de un recurso decidirá cómo utilizarlo. El dueño de una imprenta decidirá qué se va a imprimir en ella. Y el dueño de las calles decidirá cómo asignar su uso. En resumen, si las calles fueran de propiedad privada y la Asociación Amigos de Wisteria solicitara utilizar la Quinta Avenida para manifestarse, la decisión de alquilar la calle para la manifestación o mantenerla libre para el tránsito dependerá del dueño de la Quinta Avenida. En un mundo puramente libertario, en el que todas las calles fueran de propiedad privada, los diversos propietarios decidirían, en cualquier momento dado, si alquilar su calle para manifestaciones, a quién alquilársela y a qué precio. Entonces estaría claro que el punto en cuestión no es la “libertad de expresión” o la “libertad de reunión”, sino los derechos de propiedad: el derecho de un grupo a ofrecer alquilar una calle, y el derecho del dueño de la calle a aceptar o rechazar la oferta.
Este segmento pertenece al capítulo 6 titulado ‘Libertad personal’ del libro «Por una nueva libertad» de Murray Rothbard.