Bancos, mentiras y estafas piramidales

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“—No habrá morosos, İhanet, puesto que no estoy prestando el dinero de mis clientes —respondió, esta vez en serio.

—No, peor aún, estás dando en intereses el dinero que se supone que tus clientes han guardado. ¿Y qué les vas a decir si vienen a retirarlo todos a la vez, que ya se lo entregaste el mes pasado a otros en un sobrecito?

Mr. da Morte le sonrió, acariciando su pelo como si fuese una niña pequeña defendiendo que el valor de una barra de pan se establece en función del dinero que la gente está dispuesta a pagar por ella. Aunque algunas personas defendían aquella idea, todos los banqueros de prestigio —como él— sabían que era errónea. El valor de cualquier bien, decían, dependía únicamente de lo que costase producirlo —de modo que si exigía más esfuerzo los compradores tendrían que pagar más por él—, y decir lo contrario eran  gilipolleces.

Por supuesto, ni Crucius ni el resto podían explicar por qué entonces 3 barras de pan costaban solo 6 espurias, y en cambio había que pagar 60 por un autógrafo de Mr. da Morte, que costaba unos dos segundos producir. Pero ante la duda, resolvieron que aquella cuestión respondía a otro tipo de criterio (sin determinar bien a cuál) y obviamente continuaron manteniendo su postura, porque para eso eran economistas escornios con una ilustre firma por delante.

La del Señor da Morte, por ejemplo, consistía en un garabato trazado sin esfuerzo alguno que se transformaba cada vez (por lo que, si en algún certificado de depósito se transformaba demasiado poco, es que era falsa), mientras él aún mantenía la esperanza de que se fuera revalorizando con el tiempo. Todos los días tenía que ejecutarla varias veces sobre un trozo papel improvisado; sobre la esquina de una servilleta húmeda; o directamente sobre la piel de sus admiradores con la mano izquierda mientras seguía comiendo con la habitual. Obviamente, estos se encargaban de llevarle hasta la mesa el folio inmaculado, porque él no es que tuviera mucha intención de levantarse. Generalmente se limitaba a hacer unos rayajos en el pergamino, apoyándolo directamente sobre los huesos de la bandeja, o sobre el vino y lo que hubiese escupido ese día en el plato. A continuación, les devolvía un abrupto y pringoso derrame de caviar y marisco por el que recibía 60 espurias con las que sus admiradores podrían haberse comprado 30 barras de pan, aunque no contendrían tanto alimento.

—No te preocupes, amor, que eso no sucederá nunca —respondió el banquero pensando que, efectivamente, jamás se daría la fatal coincidencia de que todos sus clientes quisieran llevarse sus ahorros a la vez.

—¿Cómo estás tan seguro?

El Señor da Morte volvió a esgrimir esa elegante y seductora sonrisa de superioridad que hacía pensar que tenía depositada más confianza en el banco que todos sus clientes juntos.

—Cielo, soy Crucius da Amarte, el gran magnate de los ahorros.

—Querrás decir mangante de los ahorros. Ya verás cuando la gente te acuse.

—La gente ya me acosa.

—Crucius, entregar como interés los ahorros de tus clientes a tus otros clientes es un suicidio, porque sabes que no te los van a devolver. ¿Qué harás si quieren recuperar su dinero todos a la vez? —insistía İhanet, con su tono burlón ya crispado ante la inquebrantable determinación de da Morte.

A Crucius le encantaba verla así de alterada y de preocupada por él, ante lo que podría sucederle en el imposible caso de que se descubriera la estafa piramidal.

—İhanet, amor, para que todos mis clientes quieran recuperar su dinero a la vez, tiene que suceder nada menos que una catástrofe económica; que tal y como van las cosas, es imposible que ocurra.

Por supuesto, relacionaba la expresión “catástrofe económica” y “desgracia económica” con la salida de Escornia del pozo de hambre y miseria en el que se hallaba inmersa. El Señor da Morte sabía que, como gracias a Dios tal emersión no iba a ocurrir de la noche a la mañana —y ni en siglos a ese paso—, los muertos de hambre seguirían eternamente dejando sus gags en el banco para algún día verlos convertidos en espurias y así tener un aliciente por el que conservar sus tristes vidas; si es que alguna vez eran capaces de esperar a tan ansiada conversión, y de no gastarse sus certificados de depósito al momento de recibirlos.

—Crucius, por favor… —le abrazó İhanet entonces, acariciándole por primera vez, a ver si así le convencía.

Al sentir el roce en su cuello, el Señor da Morte se estremeció y la abrazó a su vez.

—Visto lo visto, estoy casi por subir aún más los intereses a los depositantes y empezar a dar préstamos a los mendigos… —bromeó Crucius.

—¡Huy, no, por Dios…! ¿Por qué limitarte a darles solo préstamos que luego tendrán que devolver, cuando directamente puedes regalarles el dinero? —respondió İhanet sarcásticamente, soltándole al ver que esta vez las caricias no funcionaban para convencerle—. ¡¿Te imaginas luego qué emoción cuando todos tus clientes quieran liquidarte en la Plaza Mayor?!

—¡Ya lo creo, querrán “liquidar” sus deudas! ¡Joder, entonces la única pega que veo en todo esto es que al final voy a regalar tanto dinero que no me va a quedar ni para mí…! —exclamó Mr. da Morte, siguiendo con la broma.

—Eso es precisamente lo que trataba de decirt…

—¡Tendré que crear mi propia moneda, el…!

—¡El Crucio! —se le adelantó İhanet—. Para que, si en algún momento el Banco de Escornia tiene que imprimir billetes nuevos para prestártelos, y que de ese modo puedas devolver el dinero a tus depositantes después de habérselo regalado a los mendigos; que al menos la gente sepa a por quién tiene que ir cuando empiecen a subir los precios y quiera devolverte el regalito…

Mr. da Morte soltó una sonora carcajada.

—¿Subir los precios, İhanet? ¿Quién te ha dicho tal cosa? Cuando se imprime dinero y se pone en circulación, no necesariamente tienen que subir los precios. Solo suben si aumenta más la cantidad de dinero en circulación que la cantidad de bienes. Si en un principio hay diez espurias, y diez panes, valdrá una espuria cada pan. Si luego hay veinte espurias, y veinte panes, seguirá valiendo una espuria cada pan. El precio del pan no aumenta, amor.

—¿Y si antes había 10 espurias y 10 panes; y ahora hay 20 espurias porque el Banco de Escornia o el gobierno ha tenido que crearlas por tu culpa, y sigue habiendo solo 10 panes?

—Entonces cada pan valdrá 2 espurias.

—¡Vaya, no me digas! ¿Y eso no es subir los precios?

Crucius volvió a reírse.

—A ver qué culpa tengo yo de que la gente no haga más pan para que siga habiendo 20 espurias y 20 panes —respondió.

—O igualmente podría seguir habiendo 10 espurias y 10 panes, ¿no?

…………..

—Espera, İhanet —interrumpió Crucius antes de que lo soltase—. Dame un solo motivo por el que la gente sacaría su dinero mientras yo siga dando intereses del 2% —añadió, solo por prolongar aquel maravilloso abrazo que le estaba llegando hasta el fondo del alma.

Él sabía perfectamente que nadie iba a llevarse sus ahorros del banco de la caridad, pues ya había tomado las medidas necesarias para evitar esa desgracia. En primer lugar, ofreciendo a sus depositantes un interés del 2% por mantener su dinero en el banco, presentando todos los meses sus certificados de depósito. Y en segundo lugar —y por si con todo y esto algún cliente todavía se le resistía—, amañando los certificados de depósito que les entregaba, para que pudieran utilizarlos como medios de pago en cualquier tienda y no tuvieran que ir previamente a retirar su dinero al banco, si es en algún momento tenían la imperiosa necesidad de comprarse alguna birria.

Crucius era consciente de que, una vez que los certificados de depósito empezaban a circular de mano en mano, se convertían en sustitutos monetarios perfectos, capaces de reemplazar a todo ese dinero que continuaría depositado en el banco. En cualquier momento, los actuales propietarios de los certificados —que ya no serían los antiguos depositantes, sino aquellas personas que los hubieran recibido en pago por algún bien o servicio— podrían ir al banco para canjear dichos papeles por el dinero originalmente depositado; y el Señor da Morte no podría negarse a realizar la conversión, pues la había garantizado por escrito en los propios resguardos que entregó. Sin embargo, estaba seguro de que tal eventualidad no sucedería nunca mientras los certificados de depósito siguieran cumpliendo exactamente las mismas funciones que el dinero originalmente depositado, y circulando de mano en mano como si se tratasen del mismo.

—Crucius, efectivamente, todo parece indicar que mientras sigas dando un 2% de interés, la gente no tendrá ningún motivo por el que sacar su dinero del banco… Solo espero que al final tengas razón y que no encuentren ninguno.”

 

Páginas 123 a 129 de la novela “Copia de un libro para enfermos” (Unión Editorial), de Sara de Mingo Fernández.

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