Habitualmente, los estatistas son incapaces de concebir una sociedad ordenada espontáneamente, en la que todos los servicios sean provistos de manera privada, es decir, mediante relaciones voluntarias; el sesgo del status quo les nubla la vista. No obstante, su estremecimiento es capital al reflexionar sobre la provisión privada de la justicia, pues los siglos de provisión pública los tienen obnubilados. Una de las impulsivas y desatinadas críticas que suelen proferir en contra de la privatización de este servicio es que un sistema privado sería fácilmente sobornable,1 por lo que los derechos de los individuos quedarían al albur de la élite económica. Parecen asociar corrupción con provisión privada: nada más alejado de la realidad.
Sin embargo, antes de comenzar con el argumento es necesario comprender por qué es necesario el castigo y, por tanto, la impartición de un castigo justo: la justicia. El castigo persigue varios propósitos: disuadir la comisión de nuevos crímenes, rehabilitar a los criminales, satisfacer el deseo de venganza de la víctima, obtener restitución o recompensa por los daños recibidos, etc.2, 3 No obstante, es preciso señalar que quienes defendemos el libertarismo por motivos deontológicos percibimos el castigo como una herramienta para impartir justicia material —dar a cada uno lo suyo—, por lo que no nos dejamos llevar por argumentos consecuencialistas. Para ello, establecemos que los seres humanos tienen derechos por el mero hecho de existir y que deben ser salvaguardados, siendo varias las justificaciones que se emplean para fundamentar dicha afirmación, aunque algunas de las más notables son el utilitarismo de Mises, los derechos naturales de Rothbard,4 y la ética de la argumentación de Hoppe,5, 6 probablemente la más satisfactoria pues el propio Rothbard le acabaría dando el calificativo de haber trascendido la dicotomía del deber y el ser,7 pero ese tema no nos atañe en este artículo.
Como decíamos, el libertarismo establece un solo derecho del que se derivan los demás, a saber, la propiedad privada (sobre el cuerpo y sobre los recursos escasos). Empero, todo derecho para tener vigencia debe ser respetado, y para ello, el titular del derecho debe poder exigir ese respeto, es decir, emplear la fuerza (legítima) para disuadir, prevenir y/o castigar la violación de su derecho,8 y en caso de vulnerarse, debe poder usar los medios legítimos (según la institución de la propiedad privada) para restituir los daños, ya sea por cuenta propia o delegando su derecho a la defensa. Por lo tanto, es menester alcanzar una teoría que delimite el máximo de fuerza aplicable para proteger un derecho, puesto que es evidente que un tiro en la sien es un empleo de fuerza desproporcionado contra el ladrón de un caramelo en una tienda. Rothbard abrió el camino con su teoría de la proporcionalidad,1 que luego sería desarrollada con mayor profundidad por Block: dos ojos por un ojo, más los costes de atrapar y juzgar al agresor, más un susto equivalente al sufrido por la víctima.3
Cerrado este breve paréntesis aclaratorio, nos concentraremos en el tema de la corrupción. En primer lugar, es necesario subrayar que la corrupción no es mala per se. Si, por ejemplo, un policía descubre una plantación de marihuana donde estuviese prohibido, sería preferible que aceptase un soborno a que denunciase al propietario, cuyo cultivo pacífico no estaría agrediendo contra la propiedad de nadie y, por tanto, no debería constituir delito alguno. De esta manera, la corrupción judicial es beneficiosa cuando nos acerca más a la justicia que la ‘legalidad’. Pese a ello, en la actualidad y a lo largo de la historia, la corrupción ha sido inseparable de los órganos estatales. Esto se debe a que, al no poder perder a sus “clientes”, no tienen incentivos a dar un buen servicio, sino a buscar el lucro personal, a saber, maximizar su salario trabajando lo mínimo posible. A esto se suma el errado sistema de recompensas estatal, que aumentará las partidas de aquellos servicios que peor estén cumpliendo su función y las rebajará en el caso de que sean eficientes. Finalmente, puesto que “el dinero público no es de nadie” y que los funcionarios y políticos no arriesgan su patrimonio, los agentes estatales tenderán a tomar decisiones más irracionales, irresponsables, injustas y antieconómicas. El caso de la justicia pública no es dispar: debido a la propia estructura de incentivos antes expuesta, los jueces tenderán a ceder ante las presiones políticas y a los pagos extraordinarios, pues de ellos provienen buena parte de su sustento y posición e incluso las esperanzas de aún mejores ingresos, aunque sus decisiones arremetan contra los intereses particulares de los individuos, y estarán incentivados a no reducir los plazos y mantener su tardanza, pues conservarán su sueldo restringiendo sus horas de trabajo, pudiendo incrementar eventualmente su asignación en los Presupuestos Generales del Estado.
No obstante, en el libre mercado se produce el efecto adverso. Como señalaba Olson,9 “por la propia naturaleza del mercado, los tribunales deberán esforzarse por aproximarse a la justicia lo máximo posible para evitar la responsabilidad” (si se exceden en el castigo podrán ser juzgados por el acusado). Además, “la cortesía y la eficiencia serían activos muy importantes”, ya que los tribunales “dependerían de su reputación” como cualquier otro servicio en el mercado. Ahondando en estas afirmaciones, las agencias de justicia (y arbitraje) se comportarían como un negocio más, por lo que para obtener beneficios deberán ofrecer un servicio que satisfaga las necesidades de la población de la mejor manera posible. De este modo, aquellos jueces y agencias que no actúen con arreglo al criterio de justicia, es decir, no cumplan con el objetivo por el que han sido contratados, perderán su prestigio si lo habían ganado, o ni siquiera serán capaces de obtenerlo, perdiendo así cualquier oportunidad de satisfacer clientes y percibir beneficios.
Asimismo, los jueces tenderían a actuar de la forma más justa posible, no sólo para incrementar su lucro, sino también para protegerse. En un sistema privado, los árbitros no ostentarían ningún privilegio, por lo que si se excediesen en su condena o erraran el aplicar los criterios objetivos de justicia, estarían iniciando una agresión contra el acusado, por la que podrían luego ser juzgados. Si, por ejemplo, se sentencia la pena capital contra un hurtador, el acusado (o suponiéndose que la pena haya sido consumada, su representante) podría enjuiciar al juez por asesinato, pudiendo de este modo ajusticiarse al corrupto árbitro. Así, el árbitro vería sus derechos e intereses económicos en juego en el propio litigio, por lo que buscaría una condena justa y prudente que satisficiera a ambas partes, a fin de evitarse cualquier disgusto. A este mecanismo para evitar las arbitrariedades del poder judicial se suma la reinterpretación del estoppel (“el principio legal que impide a una parte negar o alegar un hecho determinado debido a la conducta, alegación o negación previa de esa parte”)10 de Kinsella que presento a continuación.
El estoppel trata de justificar por qué un criminal pierde sus derechos proporcionalmente al cometer un delito y, por lo tanto, no puede oponerse al castigo. Para entenderlo, un ladrón que roba 10.000€ deberá devolver los 10.000€ que ha robado para reparar el daño, es decir, para devolver la propiedad robada, más otros 10.000€ (a los que habría que sumar otros gastos, pero eso lo obviaremos por el momento) por los derechos que proporcionalmente ha perdido. Kinsella justificará esto a través del estoppel,11 conocido en español como ‘doctrina de los actos propios’, principio general del derecho emanado del Common Law que afirma que nadie puede actuar contra sus propios actos. Es muy sencillo de entender a través de un ejemplo real. Un padre le promete a su hija que le va a pagar los estudios, por lo que la hija entra en una carrera y acumula una deuda de 6.000€. Cuando la universidad se los reclama, la hija no los puede pagar y el padre se niega a cumplir la promesa. Una promesa, normalmente, no tiene carácter vinculante, no obstante, la hija había confiado en la palabra de su padre para incurrir en los gastos, por lo que el juez puede invocar el estoppel y obligarlo a pagar.12 Por lo tanto, el estoppel se puede alegar cuando la palabra del acusado ha dado lugar a acciones que no se hubiesen producido de otra manera.
En consecuencia, el estoppel es un principio que busca la coherencia entre los actos y las palabras, impidiendo la contradicción. Kinsella establecerá que un reo sólo puede oponerse a ser encarcelado mediante la argumentación, por lo que tendrá que justificar que la fuerza que se va a aplicar contra él es ilegítima o desproporcionada. Continuará explicando mediante un ejemplo que si un asesino ha sido condenado a muerte, no podrá oponerse a la sentencia debido al estoppel. Esto se debe a que si el acusado alega que la fuerza es ilegítima o desproporcionada porque atenta contra su propia vida, caerá en una contradicción discursiva (implícita), pues mediante sus actos ha considerado legítimo asesinar a la víctima, y, por tanto, quitarle la vida. De acuerdo con el ‘Principio de No Contradicción’ (PNC) una proposición (el asesinato es ilegítimo) y su negación (el asesinato es legítimo) no pueden ser ambas verdaderas al mismo tiempo y en el mismo sentido, luego el juez podrá invocar el estoppel y condenar definitivamente al culpable, que deberá obedecer. Es importante remarcar que el estoppel se invoca para imponer sentencias contra la voluntad del acusado, ya que, si el reo consintiese a ser castigado tras ser declarado culpable, no sería necesario justificar la violencia. Se puede llegar a esta misma conclusión aplicando el ‘Principio de Consistencia Genérica’ (PGM) enunciado por Pilon y Gewirth,8 que establece que se debe “actuar de acuerdo con los derechos genéricos de tus destinatarios, así como con los tuyos”. Por ende, si un individuo al actuar atenta contra los derechos ajenos, debido a la reciprocidad de este principio, estaría reconociendo que él mismo carece de ellos.
El estoppel puede ser aplicado, mutatis mutandi, sobre los jueces y otros responsables de impartir justicia. Esto ya lo llevaron a cabo parcialmente los romanos, pues el pretor (encargado de la jurisdicción) quedaba sometido a las novedades que hubiese introducido en el Edicto (ius novum), que recogía todas las fórmulas legales. De este modo, aunque el Edicto fuese modificado y la cláusula recientemente introducida fuese derogada, el pretor quedaba sometido al ius novum en su contra si se daba la ocasión en un futuro.13 Esto buscaba evitar las arbitrariedades del pretor en la aplicación de la justicia. Empleando el análisis de Kinsella, el juez al dictaminar una condena para un caso concreto está considerando la violencia ejercida contra el acusado legítima, por lo que, de repetirse las circunstancias en el futuro con el juez como acusado, se le podría imponer su propia sentencia alegando, mediante el estoppel, que había reconocido la legitimidad de la pena en su momento, por lo que en pos de no caer en una contradicción deberá aceptar la legitimidad de la condena contra él. De este modo, si un juez fallase que por un robo de 100.000€ el acusado solamente debe devolver 30.000€, el juez vería su patrimonio en riesgo: si tras la sentencia cualquier individuo le robase al juez 100.000€ en un caso en el que se reprodujese un nivel similar de certeza aportado por las pruebas como en el primer fallo, sólo estarían obligados a restituirle 30.000€, llevándose un beneficio neto de 70.000€. Por lo tanto, el estoppel puede ser aplicado tanto para evitar que el juez se extralimite, como para evitar que se quede corto.
En definitiva, un sistema de justicia privada tiene un sistema de incentivos correctamente alineados, que desalienta la corrupción y conduce a la búsqueda de la justicia y el trato cordial y eficaz al cliente. Además de evitar todos los problemas del monopolístico sistema estatal,14 el libre mercado logra reducir los precios y mejorar la calidad del servicio. Como en el resto de servicios, por mucho que a los minarquistas les cueste aceptarlo, el mercado también es más ético (de hecho es el único modo de intercambio de bienes ético) y eficiente proveyendo justicia.
Notas
1 Un anarquista refutando a Murray Rothbard de Draven
2 A Libertarian Theory of Punishment and Rights de Stephan Kinsella.
3 Nulla Libertarian Poena since NAP: Reexamination of Libertarian Theories of Punishment de Eduardo Blasco y David Marcos.
4 The Ethics of Liberty de Murray Rothbard.
5 The Economics and Ethics of Private Property de Hans-Hermann Hoppe (capítulo 13).
6 A Theory of Socialism and Capitalism de Hans-Hermann Hoppe (capítulo 7).
7 Beyond Is and Ought de Murray Rothbard.
8 New Rationalist Directions in Libertarian Rights Theory de Stephan Kinsella.
9 Law in Anarchy de Charles Olson.
10 La ética de la argumentación de Hans-Hermann Hoppe.
11 Punishment and Proportionality: the Estoppel Approach de Stephan Kinsella.
12 Kinsella pone este ejemplo real en New Rationalist Directions in Libertarian Rights Theory, no obstante, el ejemplo no termina de ser satisfactorio, puesto que, de acuerdo con la teoría de contratos rothbardiana, una promesa no tiene carácter vinculante, pues no se produce una transferencia de títulos (y, por tanto, su incumplimiento no puede clasificarse como robo).
13 Historia del derecho romano y su recepción europea de Javier Paricio y Alejandrino Fernández.
14 Sobre las Fuerzas de Seguridad Públicas y Privadas de Eduardo Blasco.