El pegamento moral

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La reseña de Thomas Sowell del libro La fatal arrogancia de Friedrich Hayek.

John Stuart Mill dijo que el desarrollo lógico del conocimiento humano es lo opuesto a su desarrollo histórico. Lógicamente, deberíamos empezar con una definición de lo que estamos hablando, enunciar sus premisas fundamentales y luego deducir corolarios en áreas sucesivamente más específicas. Sin embargo, históricamente, es mucho más probable que empecemos con detalles aislados que nos interesan por una u otra razón, eventualmente empezamos a ver paralelos entre ellos y algunos otros detalles, empezamos a agruparlos y luego descubrimos las premisas fundamentales que subyacen a todos ellos, y finalmente le damos un nombre a todo. De este modo la humanidad puede empezar con remedios a base de hierbas para la enfermedad y mezclar otras sustancias para otros propósitos, y eventualmente acabar con la química.

Lógicamente, La fatal arrogancia debería haber sido el primero de los libros de Friedrich A. Hayek, porque en él sienta las bases de mucho de lo que se encuentra en sus otras obras: su teoría general del hombre y las interacciones humanas y de las percepciones intelectuales y las percepciones erróneas de estas interacciones. Una vez que hayamos entendido las suposiciones subyacentes del profesor Hayek, podríamos pasar a comprender mejor los estudios generales del gobierno occidental como su Derecho, legislación y libertad y, posteriormente, obras más específicas como Los fundamentos de la libertad y Camino servidumbre. En el lado económico, podríamos avanzar desde los escritos generales de Hayek sobre el papel del conocimiento hasta su trabajo técnico anterior y más específico sobre el capital. Sin embargo, hubiera sido completamente inconsistente con su propia visión general para el profesor Hayek haber procedido de esta manera mecanicista y racionalista.

Tal como está, podemos sencillamente dar la bienvenida a este desarrollo más completo de las premisas inherentes en muchos de los trabajos que constituyen el legado de Hayek. Además, tenemos una razón especial para darle la bienvenida, ya que es cronológicamente el primer libro en aparecer en una serie proyectada que se llamará The Collected Works of F. A. Hayek, aunque es enumerado como Volumen 12, Parte 1.

La fatal arrogancia no contiene nada sorprendentemente nuevo y, sin embargo, mi copia está muy marcada en casi cada página. Para aquellos ya familiarizados con Hayek, es un trabajo de clarificación. Para aquellos no familiarizados con sus escritos, es una excelente introducción, no solo a su pensamiento, sino también a los puntos de vista opuestos que dan título al libro. Ciertamente, si uno estuviera enseñando un curso sobre Hayek, La fatal arrogancia sería la primera tarea perfecta.

No todos los libertarios apreciarán la clarificación del profesor Hayek de sus premisas. La “razón” que es tan importante para algunos libertarios —incluso hasta el punto de dar nombre a una revista— tiene un papel muy limitado en Hayek. De hecho, esa limitación es una parte central de su tesis de que los patrones evolucionados de interacciones humanas son generalmente superiores a los diseños deliberados impuestos por la “razón”. La superioridad del capitalismo al socialismo es solo un caso especial de este principio más amplio.

Muchos libertarios argumentarían que existen razones analíticas explícitas por las que el capitalismo es preferible al socialismo y que es por estas razones explícitas que lo prefieren. En caso contrario, como lo expresó un escritor en un número reciente de The Cato Journal, sería necesario estar de acuerdo con la caracterización de Ronald Dworkin de la creencia en órdenes evolucionados como “una fe tonta”. Sin embargo, la dicotomía entre fe y razón omite la base de muchas decisiones (probablemente la mayoría de ellas).

Alguien puede preferir una marca de zapatos sobre otra, no porque tenga una fe ciega o porque haya investigado racionalmente las complejidades de la construcción del zapato o la anatomía del pie humano, sino simplemente porque una marca se siente más cómoda que la otra. De manera similar, mucho antes de que la economía austriaca o incluso Adam Smith explicaran la superioridad de las fuerzas del mercado sobre las políticas económicas impuestas políticamente, uno podría (no sin razón) haber preferido el mercado simplemente por sus demostrables mejores resultados.

La trascendencia de Hayek de la dicotomía fe-razón va más allá de las elecciones basadas empíricamente. Argumenta que la supervivencia evolutiva de algunos patrones culturales a expensas de culturas competidoras es un mecanismo importante para la selección de patrones que funcionan mejor, incluso cuando las razones por las que funcionan mejor no han sido comprendidas ni por los ganadores ni perdedores en la competencia. Descartar todo lo que no pueda justificarse ante el tribunal de la razón —en el sentido explícitamente articulado del racionalista filosófico— sería desechar la mayor parte de la civilización misma, no solamente el mercado. La “fatal arrogancia” de lo que Hayek llama “razón arrogante” es fatal sólo en este sentido.

En repetidas ocasiones, Hayek deja en claro que lo que ve en juego en estos asuntos metodológicos aparentemente arcanos es nada menos que la supervivencia de la civilización. El pegamento moral que hace que todo se mantenga unido no puede justificarse —o, lo que es más importante, perpetuarse— sobre la base de una racionalidad silogística articulada como la que exigen los intelectuales. Él dice: «El punto de partida de mi labor bien podría ser la idea de David Hume de que ‘las reglas de la moralidad… no son conclusiones de nuestra razón’». La moral, según Hayek, “no es una creación de la razón del hombre, sino una segunda dotación que le confiere la evolución cultural”.

Hayek se basa mucho en la tradición —“lo que se encuentra entre el instinto y la razón”— para preservar la civilización. Pero también reconoce que existen límites para tal confianza en la tradición, así como existen límites para el ámbito de la racionalidad explícitamente articulada. Él dice: “No afirmo que los resultados de la selección grupal de tradiciones sean necesariamente ‘buenos’, como tampoco afirmo que otras cosas que han sobrevivido en el transcurso de la evolución, como las cucarachas, tengan valor moral”. Lo que él sí cree es que “una comprensión de la evolución cultural tenderá, en efecto, a trasladar el beneficio de la duda a las reglas establecidas, y a colocar la carga de la prueba en aquellos que deseen cambiarlas”.

Un motivo por el cual ningún sistema determinado de moralidad es considerado categórica y eternamente “bueno” por Hayek es que el tipo de moralidad más propicio al bienestar de pequeñas comunidades, como las familias y las tribus, es radicalmente diferente del tipo de moralidad necesaria para preservar agregaciones mucho más grandes como los Estados-nación y las civilizaciones. Sostiene que los primeros son instintivamente más atractivos para nosotros, no solo por sus profundas raíces en nuestro pasado ancestral, sino también por su continua importancia en nuestras relaciones con los más cercanos y queridos por nosotros.

Los instintos de “solidaridad y altruismo”, el sentido de cooperación y consenso, la coincidencia de objetivos específicos y de los esfuerzos para lograrlos, están en el corazón del pequeño grupo. Pero el gran Estado-nación o una vasta civilización no pueden coordinarse de esta manera. Por lo tanto, Hayek ve los movimientos socialistas, que tienden a pensar de sí mismos como la vanguardia del progreso, al contrario como un retroceso a una sociedad más primitiva cuyo atractivo emocional todavía está con nosotros. Dice: “Creo que un anhelo atávico por la vida del buen salvaje es la fuente principal de la tradición colectivista”.

Las grandes civilizaciones ahora necesarias, no solo para nuestros niveles actuales de bienestar, sino incluso para la supervivencia física de las enormes poblaciones que hace posible su productividad, funcionan en principios completamente diferentes, de los cuales el mercado es solamente uno. Fundamentalmente, tal “orden extendido”, como lo llama Hayek, se rige por reglas, reglas dentro de las cuales los individuos persiguen en gran medida egoístamente sus metas radicalmente diferentes. Según Hayek, tal patrón de interacciones humanas puede “dar poca satisfacción a los deseos ‘altruistas’ profundamente arraigados de hacer el notable bien”. Sus beneficios, aunque son muchos, son en gran parte sistémicos y, por lo tanto, emocionalmente insatisfactorios para aquellos que quieren verse a sí mismos “hacer una diferencia” en la vida de los demás.

Hayek fue una vez acusado por Joseph A. Schumpeter de excesiva generosidad con sus adversarios, una acusación de la que pocos intelectuales han sido objeto. Sin embargo, aunque Hayek reconoce la manipulación cínica de palabras y emociones con fines políticos de aquellos en la izquierda, tales fenómenos no son esenciales para su crítica de la posición de ellos. Según Hayek, “cuanto más subimos en la escala de la inteligencia, más hablamos con los intelectuales, más probable es que encontremos convicciones socialistas”. Esto es debido a que “la gente inteligente tenderá a sobrevalorar la inteligencia y a suponer que debemos todas las ventajas y oportunidades que ofrece nuestra civilización al diseño deliberado antes que a seguir reglas tradicionales”. Para Hayek, los socialistas son solo un caso especial de la fatal arrogancia de los racionalistas. “Aunque esto sea un error, es uno noble”, dice.

Tal vez. Pero la concepción de Hayek es una más noble. Acepta nuestras limitaciones y todo lo que implican, incluida una disciplina de abnegación en lugar de la superioridad moral autoindulgente de la izquierda.


Traducido del inglés por Oscar Eduardo Grau Rotela. El artículo original se encuentra aquí.

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