Civilización, mercado y orden moral

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(Procesos de Mercado: Revista Europea de Economía Política Vol. VIII, n.º 2, Otoño 2011, pp. 305 a 308).

Reflexiones con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, Madrid agosto 2011.

En diferentes trabajos, pero sobre todo en mi artículo titulado «La teoría de la eficiencia dinámica» (Procesos de Mercado, vol. I, n.º 1, primavera 2004, pp. 11-71), he tratado de demostrar de qué manera la moral personal (especialmente en los ámbitos de la moral sexual, familiar y de la ayuda a los que nos necesitan) impulsa la eficiencia dinámica basada en la creatividad y la coordinación empresarial que expande sin límite el proceso espontáneo del mercado. La estabilidad, seguridad y prosperidad de la institución familiar hace posible el aumento del número de seres humanos que, además, cada vez son más ricos, capaces y morales. En suma, impulsa un aumento del número de personas que cada vez son mejores; es decir, un crecimiento sin límite de una población cada vez más numerosa, más productiva, más próspera, más ingeniosa, más culta, más solidaria y, sobre todo, más creativa y capaz de hacer avanzar la civilización humana hacia cotas que hoy ni siquiera podemos imaginar.

La Religión cristiana (y también la judía, y la musulmana en la medida en que logre integrarse en la modernidad, abandonando cualquier atisbo de justificación para la guerra «santa», el estatismo religioso y su discriminación fáctica de la mujer) facilita y se convierte en la mejor aliada e impulsora de este progreso social a través de dos vías: por un lado, posibilita que los seres humanos internalicen el cumplimiento de las normas de la moral personal (familiar, sexual, etc.) que, por su propia naturaleza, no pueden imponerse coactivamente; y, por otro lado, generaliza y hace habitual el cumplimiento de las normas de la ética social (es decir, la que garantiza el respeto a los principios de la propiedad privada). De hecho, si la gente a lo largo de la historia no hubiera internalizado de manera generalizada que está mal atentar contra la vida humana, robar o no cumplir lo pactado en los contratos, ni siquiera todos las policías y ejércitos juntos del mundo (públicos o privados) bastarían para hacer posible la civilización y el orden pacífico de cooperación social.

Además, no debe olvidarse que el orden espontáneo del mercado promueve, como condición necesaria aunque no suficiente, los comportamientos morales. En efecto, los intercambios voluntarios en los que se basa, convierten en habitual el respeto y el diálogo con el otro, el esforzarse por descubrir lo que necesita y la mejor manera de proporcionárselo, a la vez que convierte la reputación personal de que nos portamos bien en algo que socialmente se valora y que nos interesa —e incluso consideramos un orgullo— mantener. Ahora bien, este proceso de cooperación social en libertad necesita también, como hemos indicado, de la levadura de la moral y de la Religión por lo que, aunque sólo sea por esto, los poderes públicos (mientras sigan existiendo y no sean sustituidos por el entramado de agencias privadas de seguridad y justicia del muy superior orden social anarcocapitalista) deberían con carácter prioritario alentar y defender las instituciones religiosas, y no llevar su neutralidad política con relación a las mismas hasta el punto de considerarlas como algo que debe estar encerrado en la esfera estrictamente subjetiva de cada individuo y que, por tanto, ni puede ni debe influir en el fomento e impulso del proceso pacífico de cooperación social.

Estas mutuas interacciones entre el orden moral y el orden espontáneo del mercado o, si se prefiere, entre el orden espontáneo del mercado y el orden moral, lamentablemente tampoco son bien entendidas, en muchas ocasiones, por los propios líderes morales y religiosos. Estos, a menudo, caen en la tentación de la crítica fácil al capitalismo ignorando que éste, aunque moralmente neutro, impulsa e incentiva, como hemos visto, los comportamientos morales. Además, suelen alentar, tácita o explícitamente, la idea peligrosa de que el origen del mal no está en nuestro interior sino en el sistema social inmoral, que nos inunda de egoísmo, consumismo, materialismo y todo tipo de otros perversos «ismos». E incluso la idea más peligrosa aún de que es preciso reforzar el estatismo, pues «obviamente» correspondería a los poderes públicos poner coto a todos estos excesos, y si no lo hacen, es porque al frente de los mismos se encuentran personas víctimas de ideologías perniciosas o carentes de moral. Sin embargo, como de muestra el teorema de la imposibilidad del socialismo (que analizo con detalle en mi libro sobre Socialismo, cálculo económico y función empresarial, 4.ª edición, Unión Editorial, Madrid 2010) el intento de sustituir el orden espontáneo del mercado por un sistema estatista (organizado e impuesto coactivamente desde arriba por el gobierno) es teóricamente imposible y lleva a la destrucción de la civilización y del género humano. Y ello aunque al frente de tal órgano coactivo y de sus correspondientes organizaciones burocráticas delegadas se encuentren los seres humanos más santos y morales que quepa imaginar (incluyendo, desde luego, a los propios líderes religiosos que tan a la ligera se permiten criticar al orden espontáneo del mercado y al sistema capitalista).

A pesar de todas estas incomprensiones, y del fastidio que a un católico de a pie (que, como el autor de estas líneas, por coherencia moral y científica, es a la vez anarcocapitalista) genera el hecho de que, por ejemplo, en las preces de las misas de cada domingo se pida sistemáticamente a Dios que ilumine a los poderes públicos para que solucionen todo tipo de problemas o hagan esto o aquello, olvidando siempre pedir a Dios que impulse la creatividad y buen hacer de los seres humanos por naturaleza empresarios y, por ende, el orden espontáneo del mercado, no hemos de caer en el desánimo sino, todo lo contrario, alentar continuamente nuestro optimismo y esperanza.

Y es que, a pesar de que olvidemos pedir a Dios lo verdaderamente importante en el ámbito de la cooperación social, El sabe perfectamente lo que, conforme a las leyes de la cooperación social espontánea que El mismo ha creado como consustanciales a nuestra propia naturaleza humana y empresarial, nosotros necesitamos cada día, para que la civilización siga avanzando y no desaparezca y pueda continuar multiplicándose la población y la calidad de la vida humana.

El ejercicio sistemático de la coacción sobre la función empresarial, que es la más íntima esencia del socialismo (o quizás mejor, deberíamos decir del «estatismo») bloquea la creatividad humana y su capacidad de coordinación, hace estragos en el proceso de cooperación social, destruye múltiples fuentes de riqueza y genera todo tipo de conflictos, violencia, pobreza y miseria por doquier. De hecho, Mises, en su libro sobre Crítica del intervencionismo del Estado en la economía (edición española de Unión Editorial, Madrid 2001) denomina destruccionismo al sistema socialista, a la vista de los perversos efectos que el mismo genera. Afortunadamente, y a pesar de los estragos que continuamente causa, el socialismo (o, de nuevo mejor dicho, el «estatismo») hasta ahora nunca ha logrado acabar del todo con el impulso que la libre iniciativa empresarial del ser humano genera haciendo posible el desarrollo de la civilización. Si el Mal (representado por el destruccionismo en la terminología de Mises) triunfara, hace ya mucho que el género humano y la civilización habrían desaparecido (y, de hecho, puede considerarse que eso es precisamente lo que de sea el Maligno cuando alienta —utilizando todo tipo de engaños y señuelos— las políticas destruccionistas: acabar con la obra de Dios). Que a pesar de todo, y del poder inmenso de seducción que tiene el socialismo (o, de nuevo mejor dicho, el «estatismo») sobre el género humano, siga desenvolviéndose el proceso de cooperación social, e incluso prosperando notablemente en determinadas etapas históricas y zonas geográficas, es la prueba irrefutable de que a la larga el Bien, representado por la libertad empresarial, la iniciativa individual y, sobre todo, los principios morales, siempre, con la ayuda de Dios, prevalece y es capaz de vencer al Mal (representado por la arrogancia fatal del ideal socialista y por el destruccionismo que siempre le caracteriza).


El artículo original se encuentra aquí.

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