Sobre la anarquía en la clase política

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Artículo número 15 de una serie de artículos que el profesor Miguel Anxo Bastos Boubeta publicó bajo el título de Algunas cuestiones disputadas sobre el anarcocapitalismo para el Instituto Juan de Mariana de España.

Cuando se discute sobre la imposibilidad teórica del anarcocapitalismo se suele obviar que en una parte muy sustancial de nuestras relaciones personales, sean estas comerciales o no, nos encontramos en ámbitos de anarquía. Las empresas, las iglesias, las relaciones amistosas o amorosas se desenvuelven en un plano de plena anarquía, esto es, se regulan por medios en los que está excluido el uso de la coerción física. Se dan, es cierto, relaciones asimétricas o jerárquicas en ellas, pero son siempre mutuamente aceptadas por las partes, al entender estas que es preferible la existencia de tal relación a su inexistencia. Así, buena parte de las relaciones humanas son perfectamente coordinadas en ausencia de fuerza o coacción, usando de medios anárquicos como el intercambio monetario, la exclusión o el boicot y valores de tipo moral como el honor o el deber. De la misma forma, las personas que conforman lo que denominamos Estado están a su vez coordinadas en última instancia por análogos medios entre ellas mismas.

La anarquía en el interior de la clase política es algo evidente, pero como muchas cosas evidentes no es bien comprendida. Si abrimos cualquier periódico al azar en la sección de política podemos leer cómo se reportan todo tipo de sediciones y rebeliones contra la autoridad supuestamente legítima. Podemos leer, por ejemplo, cómo en el Reino Unido diputados rebeldes se levantan contra Theresa May intentando destituirla (Margaret Thatcher fue forzada a abandonar su cargo de primera ministra en una rebelión similar) o cómo dos partidos, uno de centro y otro de ultraderecha, negocian a través de pactos (esto es, en anarquía) el gobierno de Austria. Sin salir del ámbito del Estado español, podemos observar cómo parte de la clase política catalana se levanta en rebeldía contra la mayor parte de la clase política española, reclamando el derecho a establecerse por su cuenta y conformar una clase política autónoma. Una secesión, de hecho, no es más que un grupo de gobernantes que decide establecerse por su cuenta, y que pueden contar o no con el apoyo de la población, que se puede ver obligada a optar por cuál de las dos clases políticas va a ser gobernada.[La decisión, que en tiempos antiguos era baladí, dado el pequeño tamaño de los gobiernos y su capacidad de influir en la vida cotidiana, y que por tanto se daba con mucha frecuencia, ha pasado ahora  a tener consecuencias muy relevantes para la vida de las personas y por tanto es en muchas ocasiones fuente de conflictos severos, entre los que desean el dominio de una u otra clase política]. En otros ámbitos podemos observar las duras luchas que se establecen dentro de las distintas clases políticas del mundo, con traiciones, revoluciones, golpes de Estado y putschs palaciegos llevados a cabo entre los que antes fueron viejos amigos y aliados (la traición en política, al igual que en los delitos de cuello blanco tan bien descritos por Sutherland, sólo puede darse si hay amistad o confianza previa). Todos estos procesos pueden darse precisamente porque no existe poder dentro de la clase política, sino relaciones de corte anárquico en su interior.

Aparentemente el Estado opera como una maquinaria jerárquica coordinada por órdenes y mandatos, pero lo es en la misma medida que lo es, por ejemplo, una empresa privada. En ambas se dan órdenes y mandatos, pero en ambas se consigue la aquiescencia del receptor de las órdenes a través de intercambios voluntarios (el principal de ellos contraprestaciones económicas) y en ambas sus integrantes no pueden ser obligados a  obedecer bajo amenaza de coerción física. La coordinación de la jefatura de las organizaciones se da en anarquía y es esta muy bien lograda coordinación la que permite operar como un ente coordinado sobre el conjunto de la población. Podemos observar que cualquier gobernante moderno está rodeado de cientos de hombres armados que con un bofetón podrían acabar con ellos y ocupar su puesto. De hecho, esto ha ocurrido con mucha frecuencia, que se lo pregunten  sino a los emperadores romanos depuestos por sus pretorianos o a los emperadores chinos que sufrieron igual destino. Que esto no ocurra con más frecuencia y que la clase política no se descomponga con mucha más frecuencia en luchas intestinas, sino que aparente una solidez y permanencia de la que carece es, a pesar de todo, una de las principales pruebas de que la anarquía es la mejor y más permanente fuerza de cohesión y coordinación que existe. También es la prueba de que la anarquía puede generar dentro de sí los mecanismos necesarios para su propia permanencia y estabilidad. Si la anarquía del mercado ha conseguido crear de forma evolutiva un conjunto impresionante de instituciones que permiten dar la apariencia de que no es anárquico (dinero, bolsas, tribunales de arbitraje, seguros, cámaras de compensación…), de la misma forma las anárquicas clases políticas han conseguido crear instituciones que las ordenen y les den coherencia y cohesión y que nos lleven, por tanto, a pensar que tampoco lo son.

Las fórmulas de coordinación han sido varias a través de la historia, se han perfeccionado algunas y otras se han ido abandonando, pero en lo esencial podemos distinguir algunas, usadas normalmente en combinación, si bien es usual en cada época histórica o en cada país que predomine alguna de ellas. Quede claro también que me refiero en exclusiva a la coordinación en el interior de la clase política, no a la relación de esta con su aparato. Por aparato me refiero a los medios humanos y materiales que la clase política usa para ejercer su función de dominio, pero que no forman parte del grupo dominante: funcionarios rasos, tropas, policías, profesores o personal sanitario forman parte de tal aparato, pero salvo excepciones siguen prestando sus funciones aún con cambios profundos en el interior de la clase política. La relación de estos aparatos con la clase dirigente es a veces difícil de discernir, y merecería ser estudiada con más detenimiento, pues a veces sus líderes pasan a formar parte de la clase dominante, pero en este trabajo suponemos que acata las directrices de quien detenta en cada momento el liderazgo de la clase política y que tiene vocación de permanencia. También es conveniente apuntar que el estudio de la coordinación en el interior de un sistema político lleva ya mucho tiempo haciéndose, como muestran por ejemplo varias de las obras  de Charles Lindblom, en especial sus Técnicas de coordinación política. Pero la mayor parte de estos estudios buscan disimular el carácter anárquico del funcionamiento de la clase política y se centran en el estudio de los ajustes internos o en estrategias de negociación y coordinación.

La primera de todas es el uso de medios monetarios o materiales para organizar un grupo es garantizarles una buena remuneración, sea en dinero sea en bienes inmuebles que les haga preferir apoyar a no apoyar. Bruce Bueno de Mesquita lo explica en dos excelentes libros, The Logic of Political Survival y El manual del dictador. La clave es que si nos apoyan a nosotros obtengan más que apoyando a otros y que si nosotros perdemos ellos dejen de percibir tales sinecuras. Conseguimos, por tanto, organizar un grupo político por la vía del pago o bien haciéndolos socios en el “negocio” de gobernar.

Además del pago o los beneficios, una clase política se organiza por ideas. Alfred Cuzan en un artículo reciente [“Some Principles of Politics” en Libertarian Papers, vol. 9, nº 2, 2017] dice que la principal diferencia entre un grupo de piratas o bandidos y un noble grupo revolucionario o un Estado son que estos últimos operan en nombre de ideas o principios teóricos abstractos y los otros no. Las ideologías o programas políticos orientados a ordenar la sociedad en orden a cumplir determinados principios económicos o morales son una muy importante fuente de organización y pueden servir como factor de coordinación de las clases políticas, o al menos de las fracciones de ella denominadas partidos políticos. Muchas ideologías como el comunismo, el fascismo, el islamismo o el nacionalismo entre otras  han servido o sirven para aglutinar y legitimar el dominio de muchas clases políticas. Pero sin llegar a estos extremos de radicalismo, lo cierto es que la mayoría de los miembros de las distintas clases políticas comparten valores similares. Bryan Caplan, en su libro El mito del votante racional, afirma que las clases dirigentes en democracia comparten en esencia los mismos valores que el resto de la ciudadanía pues han sido educadas en valores muy similares. La atribución al Estado de atributos cuasidivinos, el culto al mismo o la idea de que existe una razón de Estado a la cual los individuos, y muy en especial los pertenecientes a la clase política, deben subordinar sus preferencias y valores individuales pueden ser algunos ejemplos. La asunción de valores como los de servicio al Estado (que no sé muy bien en qué consiste, más allá de llevar a cabo de la mejor forma posible las tareas encomendadas), en el cual están educados muchos funcionarios, es también un buen ejemplo, y recordemos que buena parte de los altos cargos políticos son extraídos de entre el funcionariado. Documentos políticos sacralizados (en la misma forma que muchos textos religiosos sagrados) en forma de estatutos o constituciones encima de los cuales hay que jurar o prometer pueden servir también a la labor de lograr cierta unidad de propósito. A eso se le pueden sumar códigos de honor, como los que existen en algunos estamentos como los militares, que pueden también contribuir a la cohesión interna de la clase política.

Otros elementos de coordinación, pueden ser la corrupción y el chantaje a ella asociado. Si bien es de naturaleza distinta a los  medios antes explicados, el uso del chantaje como bien han explicado Murray Rothbard o Walter Block  no lleva consigo ninguna violación del principio de no agresión. Simplemente el chantajista guarda alguna información sobre le chantajeado y amenaza con difundirla en caso de no seguir sus órdenes o directrices, pero el chantajeado no tiene derecho a que el otro no haga uso de lo que sabe. No es una práctica muy ética pero sirve bien para hacer entrar en razón a los díscolos. El siempre imprescindible archivo de dosieres ha jugado siempre un importantísimo papel en la caja de herramientas de muchos grandes políticos. A esto se le suma el uso de la corrupción como elemento de control. Es fama que muchos políticos toleran la corrupción a su alrededor (cuidando bien de dejarla bien documentada) para después poder garantizar la obediencia del colaborador en caso necesario. De hecho, presumo que buena parte de las denuncias por corrupción que se filtran  a los medios de comunicación no responden tanto a la labor investigadora de los cuerpos policiales como a ajustes de cuentas internos dentro de la clase política.

Quedaría, por último, hacer referencia al uso de la violencia dentro de la clase política. Brzezinski escribió hace ya bastantes años un libro a mi entender magistral, La purga permanente, y que ha pasado bastante desapercibido. En él se nos narran no sólo los procedimientos para llevar a cabo una purga dentro de un partido o una clase dominante, sino su absoluta necesidad para garantizar el dominio de los jerarcas, sobre todo en regímenes totalitarios. Se trata de fomentar el miedo y la desconfianza entre los cuadros dirigentes para que estos obedezcan sin rechistar las órdenes del líder supremo y, sobre todo, para impedir que estos a su vez puedan de alguna forma coordinarse para derrocarlo. Podría argumentarse correctamente que este tipo de técnicas no es anárquica pues hacen uso de la violencia para conseguir la conformidad de los demás miembros de la clase política y en efecto podría así ser considerado. Pero no explica la lealtad de los ejecutores de la purga al líder y de qué forma este consigue su lealtad, que no puede ser más que a través de los medios arriba indicados. La purga y la violencia o amenaza de la misma dentro de la clase política se da sobre todo en situaciones en las cuales la clase política alcanza unas dimensiones poco funcionales y pueden estar compuestas de arribistas, aún no aculturizados en los valores del régimen. Podríamos decir que es necesario algún tipo de camarilla bien coordinada para dirigir al resto. Los estudios norteamericanos sobre el deep state, como los de Peter Dale Scott, apuntan en esta dirección.

Es obvio que nunca se usa en exclusiva una de estas técnicas y que el arte de gobernar consiste en una sabia combinación de las mismas, adecuándolas a cada contexto, pero lo que es obvio, aunque no aparente, es que incluso para conformar un aparato de dominio es necesario, el orden proviene de la anarquía. La vieja frase de Proudhon de que la anarquía es la madre del orden a poco que se la estudie no deja nunca de ser evidente.


El artículo original se encuentra aquí.

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