Falacias de la teoría de los bienes públicos y la producción de seguridad

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En este ensayo, publicado originalmente en 1989 en la revista académica Journal of Libertarian Studies, el profesor Hans-Hermann Hoppe ofrece un examen de la teoría de los bienes públicos y del tema de la producción de seguridad.

En 1849, cuando el liberalismo clásico era todavía la ideología predominante y los términos «economista» y «socialista» se consideraban (con razón) antónimos, Gustave de Molinari, prestigioso economista belga, escribió: «Si existe en economía política una verdad bien fundamentada, es ésta: En todos los casos, sean cuales fueren los bienes que satisfacen las necesidades materiales e inmateriales del consumidor, lo que más le conviene a este es que el trabajo y el comercio se desarrollen en libertad, porque esto tiene como consecuencia necesaria y permanente la máxima disminución del precio. Y ésta: Sea cual fuere el bien de que se trate, el interés del consumidor debe prevalecer siempre por sobre los intereses del productor. La observación de estos principios lleva a esta rigurosa conclusión: Que la producción de seguridad debe someterse a la ley de la libre competencia, en interés de los consumidores de este bien intangible. Por consiguiente: Ningún gobierno tiene el derecho de evitar que otro gobierno entre en competencia con él o de exigir a los consumidores de seguridad que acudan exclusivamente a él en procura de este bien».1 Y, con respecto a la totalidad de la argumentación, agrega: «Si esto no es lógico y verdadero, los principios sobre los cuales se basa la ciencia económica carecen de validez».2

Aparentemente, solo hay un modo de rehuir esta desagradable conclusión (así, por lo menos, la consideran todos los socialistas): sostener que existen determinados bienes a los cuales no se aplica este razonamiento general, por ciertas razones especiales. Y esto es lo que han decidido probar los denominados teóricos de los bienes públicos.3 Sin embargo, demostraré que en realidad no existen bienes ni razones especiales, y que la producción de seguridad no plantea un problema diferente del de la producción de cualquier otro bien o servicio, ya se trate de casas, quesos o seguros. Toda la teoría de los bienes públicos, pese a sus numerosos seguidores, es defectuosa, de razonamientos llamativos, cargada de internas inconsistencias y falsas conclusiones, apelando a los prejuicios populares y a las creencias aceptadas y se sirve de ellas, pero no posee ningún mérito científico.4

Entonces, ¿cómo es entonces la vía de escape que los economistas socialistas han encontrado para evitar sacar la conclusión de Molinari? Desde los tiempos de Molinari, la pregunta de si existen bienes a los que pueden aplicarse distintos análisis económicos ha recibido, con creciente frecuencia, una respuesta afirmativa. En realidad, es casi imposible encontrar un solo texto de economía contemporáneo que no destaque la importancia vital de distinguir entre bienes privados, para los cuales se acepta en general la superioridad del orden de producción capitalista, y bienes públicos, en cuyo caso se la niega.5 Se afirma que ciertos bienes o servicios —entre ellos, la seguridad— poseen la característica especial de que no están limitados a quienes realmente han pagado por ellos. Por el contrario, pueden disfrutarlos aún las personas que no han participado en su financiación. Se los denomina bienes o servicios públicos, en contraste con los bienes o servicios privados, que benefician exclusivamente a los que los han pagado. Y se aduce que esta característica especial de los bienes públicos es la que determina que los mercados no los produzcan, o por lo menos no en la cantidad o con la calidad suficientes, por lo cual se necesita la acción compensadora del Estado.6

Los ejemplos que ofrecen diferentes autores acerca de los presuntos bienes públicos varían muchísimo. A menudo clasifican de manera diferente el mismo bien o servicio, lo que hace que ninguna clasificación de un bien particular sea irrefutable; esto prefigura claramente el carácter ilusorio de toda la diferenciación.7 Hay, sin embargo, algunos ejemplos de bienes públicos que gozan de particular aceptación entre el público, como la brigada de bomberos, que al apagar un incendio evitan que la casa del vecino sea alcanzada por el fuego, con lo cual éste se beneficia aunque no haya contribuido en absoluto a financiarlo; o la policía, que patrulla las inmediaciones de mi casa e impide así que los ladrones entren en la de al lado, aunque su dueño no coopera para el mantenimiento de ese servicio; o el ejemplo del faro, uno de los preferidos por los economistas,8 que ayuda al barco a hallar su ruta aunque el dueño de este no haya aportado nada para su construcción o conservación.

Antes de continuar con la presentación y el examen crítico de la teoría de los bienes públicos, investiguemos hasta qué punto resulta útil la distinción entre bienes privados y públicos para ayudar a decidir cuáles deben ser producidos en forma privada y cuáles por el Estado, o con ayuda de éste. Ni siquiera el análisis más superficial podría dejar de señalar que si se utiliza el supuesto criterio de no exclusión, en lugar de encontrar una solución razonable, se originarían grandes dificultades. Por lo menos a primera vista parecería que algunos de los bienes y servicios provistos por el Estado podrían calificarse verdaderamente como bienes públicos, pero no se ve con claridad cuántos de ellos, cuya producción está realmente a cargo de aquél, pueden incluirse en esa categoría. Los ferrocarriles, los servicios postales, los teléfonos, las calles y otros por el estilo, parecen ser bienes cuyo uso puede ser limitado a las personas que los financian, por lo cual se manifiestan como bienes privados. Lo mismo puede decirse sobre muchos aspectos de un bien tan polifacético como la «seguridad»: cualquier cosa pasible de ser asegurada puede calificarse como un bien privado. Con todo, esto no basta, ya que, así como hay un sinnúmero de bienes provistos por el Estado que parecen ser en realidad privados, también existen muchos, producidos en forma privada, que podrían incluirse en la clase de los bienes públicos. Es obvio que mis vecinos pueden disfrutar contemplando los rosales de mi jardín, con lo cual se benefician sin haberme ayudado jamás a cuidarlos. Lo mismo puede decirse de todas las mejoras que yo haya hecho en mi propiedad, que al mismo tiempo han aumentado el valor de las aledañas. La actuación de un músico callejero proporciona placer incluso a aquellos que no depositan una moneda en su gorra. Los pasajeros que viajan conmigo en el ómnibus no me han ayudado a comprar mi desodorante. Y todos aquellos que se relacionan conmigo son beneficiarios de los esfuerzos que he realizado, sin su aporte económico, para convertirme en una persona digna de aprecio. Entonces, todos estos bienes que poseen evidentemente características de bienes públicos —los rosales de mi jardín, las mejoras en mi propiedad, la música callejera, el desodorante, el perfeccionamiento personal—, ¿deben ser provistos por el Estado, o con ayuda de este?

Todos estos ejemplos indican que hay un serio error en la teoría según la cual los bienes públicos no pueden ser producidos en forma privada sino que requieren la intervención del Estado. Es obvio que el mercado puede producirlos. Más aún, la evidencia histórica demuestra que todos los denominados bienes públicos cuya producción está ahora a cargo del Estado fueron en otros tiempos provistos por la empresa privada, y aún lo son hoy en día en algunos países. Por ejemplo, los servicios postales se financiaban en forma privada prácticamente en todas partes; las calles eran privadas (todavía siguen siéndolo en algunos lugares); hasta los dilectos faros fueron originalmente el resultado de la iniciativa privada;9 existen fuerzas de policía, detectives y árbitros privados, y tradicionalmente las organizaciones caritativas privadas han velado por los enfermos, los pobres, los ancianos, los huérfanos y las viudas. Por lo tanto, decir que tales cosas no pueden producirse en un sistema puro de mercado es falsado por la experiencia cien veces más.

Además, surgen otras dificultades cuando se utiliza la distinción entre bienes públicos y privados para decidir qué dejar y qué no al mercado. Por ejemplo, ¿qué pasaría si la producción de bienes públicos tuviera consecuencias negativas, y no positivas, para otras personas, o si las consecuencias fueran positivas para algunos y negativas para otros? ¿Qué pasaría si el vecino cuya casa se salvó del fuego por la intervención de los bomberos que yo contribuí a financiar hubiese deseado que se quemara (tal vez porque estaba asegurada en una suma importante); o si mis vecinos detestaran las rosas o los que viajan conmigo en el ómnibus encontraran desagradable el perfume de mi desodorante? Además, los cambios tecnológicos pueden modificar el carácter de un bien determinado. Es lo que ocurre, por ejemplo, con el desarrollo de la televisión por cable, que ha transformado en privado un bien que antes era (aparentemente) público. Las modificaciones en las leyes que rigen la propiedad —la asignación de la propiedad— pueden tener un efecto similar al cambiar el carácter de un bien público o privado. Por ejemplo, el faro sólo es un bien público en la medida en que el mar en el que se encuentra es de propiedad pública (y no privada). Pero si se permitiera la privatización de algunos sectores del océano, tal como sucedería en un sistema puramente capitalista, entonces como el faro alumbra solamente sobre un terreno limitado, sería claramente posible excluir del disfrute de sus servicios a quienes no pagan por ellos.

Dejemos este nivel de análisis un tanto superficial y examinemos con más detalle la distinción entre bienes públicos y privados; descubriremos así que resulta ser totalmente ilusoria. La causa fundamental de que haya tanto desacuerdo en cuanto a la clasificación de un bien dado es que no existe una dicotomía inequívoca. Todos los bienes son más o menos privados o públicos, y el grado en que lo son puede cambiar —de hecho, lo hace constantemente— según se van modificando los valores y las evaluaciones de las personas y va cambiando la composición de la población. Para reconocer que los bienes no pueden ser incluidos de una vez y para siempre en una u otra categoría, sólo hay que recordar qué es lo que convierte a una cosa en un bien. Para que lo sea, alguien tiene que considerarlo escaso y tratarlo como tal. Esto significa que una cosa no es un bien en sí misma, sino que sólo lo es para alguien. Únicamente adquiere la condición de bien si una persona la evalúa subjetivamente como tal. De esto se desprende que, si las cosas nunca son bienes en sí mismas —si su condición de bienes económicos no puede determinarse por un análisis fisicoquímico—, es obvio que no existe un criterio invariable para clasificar un bien como privado o público. Los bienes nunca pueden ser una cosa u otra en sí mismos. Su carácter público o privado depende de cuántas o cuán pocas personas los consideren como bienes, y el grado en que son públicos o privados varía a medida que lo hacen las evaluaciones y va desde uno hasta el infinito. Aun aquellas cosas que, al parecer, son absolutamente privadas, como el interior de mi departamento o el color de mis prendas íntimas, pueden convertirse en bienes públicos si despiertan el interés de alguien.10 Y a la inversa, bienes aparentemente públicos, como la fachada de mi casa o el color de mi overol, pueden llegar a ser muy privados apenas otras personas dejan de interesarse por ellos. Además, las características de un bien pueden cambiar una y otra vez; incluso puede dejar de ser un bien, público o privado, para convertirse en un mal, público o privado, o viceversa; esto sólo depende de cómo cambien las consideraciones acerca de él. Siendo así, no es posible basar ninguna decisión sobre la clasificación de un bien como público o privado.11 En realidad, para hacerlo sería necesario preguntar virtualmente a cada persona si le interesa o no cada uno de los bienes en particular —en forma positiva o negativa, e incluso hasta qué punto—, para determinar quién se beneficiaría con qué y, en consecuencia, quién participaría en la financiación del bien. (¿Y cómo saber si dicen la verdad?) También sería necesario controlar permanentemente los cambios que se producen en las evaluaciones, con lo cual jamás se podría tomar una decisión definitiva con respecto a la producción de nada, y como resultado de esta teoría sin sentido estaríamos todos muertos desde hace mucho tiempo.12

Pero aún si pasáramos por alto todas estas dificultades y admitiéramos, en beneficio del argumento, que la distinción entre bienes públicos y privados es aplicable al agua, aquel no probaría lo que supuestamente debe probar. No proporciona razones concluyentes de por qué los bienes públicos —suponiendo que existan como una categoría separada de bienes— deberían ser producidos en modo alguno, ni de por qué debería producirlos el Estado y no la empresa privada. La teoría de los bienes públicos, introduciendo la distinción conceptual referida, dice en esencia esto: El hecho de que los bienes públicos tengan efectos positivos para las personas que no contribuyen en absoluto a producirlos o financiarlos demuestra que dichos bienes son deseables. Pero es evidente que no serían producidos en un mercado libre y competitivo, o por lo menos no en cantidad y calidad suficientes, porque ninguno de los que se beneficiarían con su producción contribuiría económicamente a ella. Por lo tanto, para que sea posible producir esos bienes (que, aunque evidentemente deseables, no serían producidos de otro modo) el Estado debe intervenir y prestar su ayuda. Un razonamiento como este, que puede encontrarse en casi todos los textos de economía (incluso en los de algunos laureados con el premio Nobel),13 es totalmente erróneo, y lo es en dos aspectos.

En primer lugar, para llegar a la conclusión de que el Estado debe proveer bienes públicos que de otro modo no se producirían, uno debe introducir de contrabando una norma en su cadena de razonamiento. De otra manera, partiendo de la afirmación de que algunos bienes, por ciertas características especiales que poseen, no serían producidos, uno no podría inferir jamás que deberían serlo. Pero requiriéndose una norma para justificar su conclusión, los teóricos de los bienes públicos han traspasado los límites de la economía como ciencia wertfei, una ciencia positiva. En lugar de eso, han entrado en el ámbito de la moral o de la ética y, en consecuencia, podría esperarse que enunciaran una teoría de la ética como disciplina cognitiva para legitimar lo que están haciendo y extraer su conclusión de manera justificada. Sin embargo, nunca se podrá destacar lo suficiente el hecho de que en toda la bibliografía existente acerca de los bienes públicos no hay una sola mención de algo que se parezca siquiera vagamente a una teoría cognoscitiva de la ética.14 Por eso, es necesario aclarar desde el vamos que los teóricos de los bienes públicos están haciendo un mal uso del prestigio que podrían tener como economistas positivos por sus pronunciamientos respecto de temas en los cuales, como sus propios trabajos lo indican, carecen en absoluto de autoridad. ¿Es que, quizá, dieron accidentalmente con algo correcto, sin fundamentarlo en una teoría moral elaborada? Se hace evidente que nada podría estar más lejos de la verdad apenas se pronuncia en forma explícita la norma necesaria para llegar a la conclusión de que el Estado debe ayudar a proveer bienes públicos. La norma es esta: Toda vez que se demuestre de algún modo que la producción de un bien o servicio particular tiene un efecto positivo sobre alguien, pero no se lo puede producir en absoluto, o no se lo puede producir en una cantidad o con una calidad definida a menos que ciertas personas participen en su financiación, está permitido ejercer violencia contra ellas, sea en forma directa o indirectamente con la ayuda del Estado, y esas personas deben ser compelidas a compartir las obligaciones financieras necesarias. No hace falta aclarar que la implementación de esta regla conduciría al caos, porque equivale a decir que cualquiera puede atacar a otro cuando le parezca. Más aún, como lo he demostrado en detalle en otro trabajo,15 esta norma nunca puede ser considerada como justa. Este tipo de razonamiento, en realidad todo razonamiento, en favor o en contra de cualquier posición, sea esta moral o no, sea empírica o lógico-analítica, debe dar por sentado que, a la inversa de lo que dice realmente la norma, queda asegurada la integridad de cada individuo como una unidad físicamente independiente para la toma de decisiones. Solo se puede afirmar algo, y después llegar a un posible acuerdo o desacuerdo al respecto, si cada uno está libre de agresión física por parte de otro. Por lo tanto, el principio de no agresión es la precondición necesaria para el debate y el posible acuerdo y por eso se lo debe defender racionalmente como una norma justa por medio de un raciocinio a priori.

Pero el razonamiento defectuoso que implica la teoría de los bienes públicos no es la única causa de su fracaso. Incluso el raciocinio utilitario, económico, contenido en el argumento es evidentemente erróneo. Bien podría ser que, como lo sostiene la teoría, fuera mejor tener bienes públicos que no tenerlos, aunque no debemos olvidar que no existe una razón a priori por la cual deba ser necesariamente así (en tal caso, el razonamiento de los teóricos de los bienes públicos terminaría aquí mismo). Es muy posible (en realidad es un hecho comprobado) que existan anarquistas cuyo rechazo por la acción estatal llegue a tal punto que prefieran no tener los denominados bienes públicos a tenerlos provistos por el Estado.16 Sea como fuere, aun si aceptamos el argumento hasta este punto, una cosa es afirmar que los bienes públicos son convenientes y otra muy distinta sostener que, por lo tanto, debe proveerlos el Estado; esto no es convincente en absoluto, ya que la elección que se nos plantea no es ésta. En vista de que es preciso retirar dinero u otros recursos de posibles usos alternativos para financiar bienes públicos que supuestamente son convenientes, la única pregunta pertinente y apropiada es si estos usos alternativos que se habrían dado al dinero (es decir, los bienes privados que se habrían podido adquirir pero que ya no es posible comprar porque el dinero se gastó en bienes públicos) son más valiosos —más urgentes— que los bienes públicos. Y la respuesta a esta pregunta es bien clara. Desde el punto de vista del consumidor, por alto que sea el nivel absoluto de los bienes públicos, su valor es relativamente más bajo que el de los bienes privados que compiten con ellos, porque si los consumidores pudieran elegir libremente (en lugar de que se les imponga una alternativa), por supuesto habrían preferido gastar de otro modo su dinero (de lo contrario no habría sido necesario usar la fuerza). Esto demuestra, más allá de toda duda, que los recursos empleados en la provisión de bienes públicos se malgastan, porque lo que se provee a los consumidores es, a lo sumo, bienes y servicios de importancia secundaria. En resumen, aun asumiendo que existiesen bienes públicos claramente distinguibles de los privados, y si se pudiera garantizar la utilidad de determinado bien, los bienes públicos deberían competir con los privados. Existe un solo método para descubrir si son más necesarios —urgentes— o no, y hasta qué punto o, mutatis mutandis, si se los debe producir a expensas de no producir, o producir en menor cantidad, bienes privados más urgentes, y hasta qué punto: siendo todo provisto mediante la libre competencia entre empresas privadas. De ahí que, contrariamente a lo que afirman los teóricos de los bienes públicos, la lógica nos obliga a aceptar la conclusión de que sólo un sistema de mercado libre puede salvaguardar la racionalidad, desde el punto de vista de los consumidores, de la decisión de producir un bien público. Y sólo en un orden puramente capitalista se puede asegurar que la decisión acerca de la cantidad que se debe producir (si es que se debe producir algo) será también racional.17 Para que el resultado fuese diferente haría falta una revolución semántica de características verdaderamente orwellianas. Los teóricos de los bienes públicos sólo podrían «demostrar» lo que afirman si se interpretara que cuando alguien dice «no», en realidad quiere decir «sí», que cuando una persona «no compra una cosa» es porque la prefiere a cualquier otra, que la «violencia» realmente significa «libertad», que «no hacer un contrato» implica «contratar», etcétera.18 Pero en este caso, ¿cómo podríamos estar seguros de que realmente quieren decir lo que parecen decir cuando dicen lo que dicen y no quieren significar exactamente lo contrario, o incluso dicen algo que tiene un sentido definido pero no hacen otra cosa que parlotear? El caso es que no podemos saberlo. En consecuencia, M. N. Rothbard está totalmente en lo cierto al hablar de los esfuerzos que hacen los ideólogos de los bienes públicos para probar la existencia de lo que denominan fallas del mercado debido a la falta de producción de bienes públicos, o a una producción cuantitativa o cualitativamente «deficiente» de éstos. Escribe que «un punto de vista como éste interpreta de manera incorrecta la aseveración de la ciencia económica de que la acción del mercado libre es siempre óptima. No lo es desde la perspectiva de la ética personal de un economista, sino desde la de las acciones libres, voluntarias, de todos los participantes, y porque satisface las necesidades libremente expresadas de los consumidores. Por ende, la interferencia gubernamental siempre, y de modo inevitable, alejará esa acción de su punto óptimo».19

En realidad, los argumentos con los que se intenta probar las fallas del mercado son claramente absurdos. Si se prescinde de la jerga técnica, lo único que demuestran es esto: un mercado no es perfecto y se caracteriza por regirse por el principio de no agresión impuesto en condiciones signadas por la escasez; de este modo, aquellos bienes o servicios que sólo podrían producirse si la agresión estuviera permitida, simplemente no se producen. Muy cierto. Ningún teórico de la economía de mercado se atrevería a negarlo. Pero, y esto es fundamental, esta «imperfección» del mercado es defendible, tanto en el aspecto moral como en el económico, mientras que las supuestas «perfecciones» de los mercados que preconizan los teóricos de los bienes públicos no lo son.20 También es cierto que si el Estado abandonara la práctica actual de proveer bienes públicos, se producirían algunos cambios en la estructura social existente y en la distribución de la riqueza, y no hay duda de que esta reorganización acarrearía dificultades a algunas personas. Precisamente a esto se debe la resistencia de gran parte del público a una política de privatización de las funciones estatales, aunque ésta incrementaría la riqueza total a largo plazo. Sin embargo, este hecho sin duda no puede aceptarse como argumento válido para demostrar el fracaso de los mercados. Si a un hombre se le hubiese permitido golpear a otros en la cabeza y a partir de cierto momento se le impide hacerlo, lógicamente se sentirá perjudicado, pero uno difícilmente aceptaría eso como excusa válida para mantener las antiguas reglas (sobre golpear). Si bien ha sido afectado, esto significa que se ha sustituido un sistema en el que algunos consumidores tienen el derecho de determinar en qué casos a otros no se les permite comprar en forma voluntaria lo que desean con medios legítimamente adquiridos y de los cuales disponen, por otro en el que todos tienen igual derecho a decidir qué bienes se deben producir y en qué cantidad. Y ciertamente, desde la perspectiva de todos los consumidores como consumidores voluntarios, tal sustitución sería preferible.

La fuerza del razonamiento lógico, pues, nos lleva a aceptar la conclusión de Molinari de que, para beneficio de los consumidores, todos los bienes y servicios deben ser producidos por los mercados.21 Es falso que haya categorías de bienes claramente diferenciables cuya existencia haría necesaria una corrección especial a la tesis general sobre la superioridad económica del capitalismo; aun si existieran, no sería posible encontrar una razón específica por la cual esos bienes públicos, supuestamente especiales, no deberían ser producidos por empresas privadas, puesto que invariablemente entran en competencia con los bienes privados. En realidad, la mayor eficiencia de los mercados en comparación con el Estado en lo que respecta a un número creciente de bienes presuntamente públicos es cada vez más evidente a pesar de la propaganda de los teóricos de los bienes públicos. Nadie que hiciera un estudio serio acerca de estos temas podría negar, ante la experiencia de todos los días, que los mercados pueden producir en la actualidad servicios postales, ferrocarriles, electricidad, teléfonos, educación, dinero, caminos, etcétera, con más eficiencia que el Estado, es decir, satisfaciendo mejor las preferencias de los consumidores. Sin embargo, las personas rehuyen la intervención del mercado en un sector en el cual la lógica indica que se la debe aceptar: en la producción de seguridad. Por eso, me ocuparé a partir de ahora de explicar por qué la economía capitalista tiene un funcionamiento superior en esa área; la superioridad ha quedado ya demostrada desde el punto de vista lógico, pero será más evidente cuando veamos algunos ejemplos que la experiencia aporta al análisis y consideremos este asunto como un problema por derecho propio.22

¿Cómo funciona un sistema de productores de seguridad no monopólicos, que compiten entre sí? Es preciso tener bien claro desde el principio que al responder a esta pregunta abandonamos la esfera del análisis puramente lógico, por lo cual las respuestas carecerán en forma inevitable del carácter apodíctico de los pronunciamientos sobre la validez de la teoría de los bienes públicos. El problema en este caso es análogo al que tendría que resolver un mercado que tuviese que dedicarse a producir hamburguesas, en especial si hasta ese momento su producción hubiera estado exclusivamente a cargo del Estado y por lo tanto no hubiese experiencia previa al respecto. Sólo se pueden dar respuestas tentativas. Es posible que nadie pudiera conocer cómo es exactamente la industria de las hamburguesas: cuántas compañías competidoras debería haber, qué importancia tendría esta industria en comparación con otras, cómo serían las hamburguesas, cuántos tipos diferentes saldrían a la venta y quizá desaparecerían por falta de demanda, etcétera. Nadie conocería todas las circunstancias y los cambios que podrían influir sobre la estructura de esta industria: cambios en la demanda de los distintos grupos consumidores, en la tecnología, en los precios de los diversos bienes que la afectan en forma directa o indirecta, y así sucesivamente. Es preciso destacar que aunque la producción privada de seguridad plantea problemas similares, esto no significa que no se pueda decir nada concluyente. Partiendo de la base de que existen ciertas condiciones generales para la demanda de servicios de seguridad (y estas condiciones son el reflejo, más o menos realista, de cómo es el mundo en la actualidad), lo que podemos y debemos decir es que los diversos órdenes sociales de producción de seguridad caracterizados por tener que operar dentro de distintas limitaciones estructurales, responderán de maneras diferente.23 Analicemos primero en detalle la producción de seguridad por el Estado, de carácter monopólico, porque al menos en este caso disponemos de amplia evidencia con respecto a la validez de las conclusiones; después compararemos este sistema con el que existiría si este modo de producción fuera reemplazado por uno no monopolista.

Aunque la seguridad se considere un bien público, debe competir con otros bienes en lo que respecta a la asignación de recursos. Lo que se gasta en seguridad ya no se puede gastar en otros bienes que también aumentan la satisfacción del consumidor. Además, la seguridad no es un bien único y homogéneo, sino que posee numerosos aspectos y componentes. No se limita a la prevención del crimen, al descubrimiento de los criminales y al cumplimiento forzoso de la ley, sino que también implica protección contra los rateros, los violadores, los que contaminan el ambiente, los desastres naturales, etcétera. Por otra parte, no se produce «en conjunto», sino que se la puede proveer en unidades marginales. Por añadidura, cada uno asigna una importancia diferente a la seguridad, considerada en su conjunto, y también a sus diversos aspectos, y eso depende de sus características personales, de las experiencias que haya tenido con respecto a distintos factores de inseguridad, y del tiempo y el lugar en que le toca vivir.24 Entonces, teniendo en cuenta sobre todo el problema económico fundamental que significa la asignación de recursos escasos a fines que compiten entre sí, ¿cómo puede el Estado, una organización que no se financia sólo por las contribuciones voluntarias y por la venta de sus productos, sino parcial o totalmente por medio de impuestos, decidir cuánta seguridad debe producir, en cuántos de cada uno de sus innumerables aspectos, a quién proporcionar determinada cantidad de qué producto, y dónde? Y la única respuesta posible es que no hay una manera racional de resolver este problema. Si se la considera desde el punto de vista de los consumidores, la respuesta a sus demandas de seguridad debe considerarse arbitraria. ¿Necesitamos un solo policía, o un solo juez, o cien mil? ¿Hay que pagarles $100 por mes, o $10.000? Los policías, cualquiera que sea su número, ¿deben emplear más tiempo patrullando las calles, persiguiendo ladrones o recuperando objetos robados, o buscando a aquellos que cometen delitos tales como la prostitución, el abuso de drogas o el contrabando? Y los jueces, ¿deben emplear más tiempo y energía en atender casos de divorcio, contravenciones de tránsito, raterías en negocios, o en casos de asesinato y actos perpetrados contra los monopolios? Es obvio que hay que dar alguna respuesta a estas preguntas, porque como vivimos en condiciones de escasez y nuestro mundo no es un paraíso, el tiempo y el dinero que se gasten en una cosa ya no podrán dedicarse a otra. Si bien el Estado también debe dar respuesta a estas preguntas, lo hace sin sujeción alguna al criterio que rige las pérdidas y las ganancias. Por eso, su acción es arbitraria e implica necesariamente enormes desperdicios de recursos, desde el punto de vista de los consumidores.25 Independientemente de la gran cantidad de necesidades de los consumidores, como todos sabemos, los productores de seguridad empleados por el Estado producen lo que quieren. En lugar de hacer lo que deben, prefieren holgazanear, y si tienen que trabajar se inclinan por las tareas más fáciles o por estar allí donde pueden sentirse poderosos, en lugar de servir a los consumidores. Los oficiales de policía se pasean en los coches patrulleros a la caza de pequeños infractores de tránsito, gastan enormes sumas de dinero en la investigación de delitos que no afectan a terceros y que si bien es cierto que desagradan a mucha gente (es decir, a los que no los cometen), también lo es que pocos gastarían su dinero en combatirlos, en la medida en que no los perjudican en forma inmediata. Sin embargo, es notoria la ineficiencia de la policía, pese a los presupuestos cada vez mayores con que cuenta, con respecto a lo que los consumidores necesitan con más urgencia, a saber, la prevención de delitos graves (por ejemplo, los crímenes perpetrados contra las personas), la captura y el castigo efectivo de los criminales, la recuperación del dinero o los objetos robados y la garantía de que las víctimas serán compensadas por sus agresores.

Además, sea cual sea el desempeño de la policía o de los jueces empleados por el Estado (arbitrario como este debe ser), este tenderá a ser deficiente porque sus retribuciones son más o menos independientes de las evaluaciones de los consumidores sobre sus servicios. La arbitrariedad y la brutalidad de la policía y la lentitud de los procesos judiciales son una consecuencia de esto. También es digno de destacarse el hecho de que ni la policía ni el sistema judicial ofrecen a los consumidores nada que se parezca a un contrato de servicio en el que conste en términos inequívocos el procedimiento que se pondrá en marcha en una situación específica. En cambio, ambos actúan en un vacío contractual que con el tiempo los lleva a cambiar en forma arbitraria sus reglas de procedimiento y que explica el hecho, verdaderamente ridículo, de que las controversias en las que participan policías y jueces, por un lado, y ciudadanos privados por el otro, no sean dirimidas por un árbitro independiente sino por otro policía u otro juez que es también parte interesada en la disputa por ser empleado del Estado.

En tercer lugar, todo el que haya estado alguna vez en un departamento de policía o en un juzgado, para no hablar de las cárceles, sabe bien que los factores productivos empleados para proveer de seguridad al público están deteriorados por el uso excesivo, mal conservados y sucios. Como ninguno de los que usan esos factores productivos los posee realmente (nadie puede venderlos y apropiarse privadamente del producto de esa venta) y en consecuencia las pérdidas (y las ganancias) del valor incorporado en el capital utilizado quedan socializadas, todos tratarán de incrementar sus ingresos privados resultantes del uso de los factores a expensas de pérdidas en el valor del capital. Por eso, el costo marginal tenderá a sobrepasar cada vez más el valor del producto marginal, de lo que resultará un uso excesivo del capital. Y si se diera el caso excepcional de que esto no ocurriese y no se pusiera de manifiesto un exceso de uso del capital, esto solamente habría sido posible con costos comparativamente mucho más elevados que los de cualquier empresa privada similar.26

Es indudable que todos estos problemas inherentes a un sistema que tiene el monopolio de la producción de seguridad se resolverían con relativa rapidez si un mercado competitivo, con su estructura totalmente diferente concebida para incentivar a los productores, se hiciera cargo de una demanda determinada de servicios de seguridad. Esto no significa que se encontraría la solución «perfecta» al problema de la seguridad. Seguiría habiendo robos y asesinatos, y no todos los bienes robados podrían recuperarse ni sería posible capturar a todos los asesinos, pero en lo que respecta a las evaluaciones de los consumidores, la situación mejoraría en la medida en que puede mejorar siendo la naturaleza humana como es. En primer lugar, siempre que haya un sistema competitivo, es decir, siempre que los productores de servicios de seguridad dependan de las adquisiciones voluntarias (que en su gran mayoría tomarán la forma de contratos de servicio y seguro, concertados antes de que se produzca efectivamente un acto de agresión o que se manifieste una inseguridad), ningún productor podrá aumentar sus ingresos sin mejorar sus servicios o la calidad de su producto según la evaluación de los consumidores. Además, todos los productores de seguridad tomados en su conjunto no podrían afirmar la importancia de su industria particular a menos que, por cualquier razón, los consumidores empezaran a valorar la seguridad más que otros bienes, con lo cual asegurarían que la producción de seguridad no se llevaría a cabo nunca y en ningún lugar a expensas de la no producción (o de la producción reducida) de, por ejemplo, queso, como bien privado competitivo. Por añadidura, los productores de servicios de seguridad deberían diversificar sus ofrecimientos en un grado considerable, porque la demanda de sus productos por parte de millones de consumidores es muy variada. Como dependerían directamente del apoyo de éstos, si no respondieran del modo adecuado a sus necesidades, o a los cambios en esas necesidades, sufrirían inmediatamente un perjuicio financiero. Por lo tanto, cada consumidor ejercería una influencia directa, aunque pequeña, sobre la aparición o desaparición de productos en el mercado de la seguridad. Esto ofrecería un sinnúmero de servicios a cada uno, en lugar del «paquete de seguridad» uniforme que brinda el Estado. Y esos servicios estarían adaptados a los distintos requerimientos de seguridad de los diferentes consumidores, según sus ocupaciones, su conducta más o menos arriesgada, sus necesidades de protección y seguros, y también sus circunstancias geográficas y la urgencia que manifiesten.

Pero esto no es todo. Además de la diversificación, los productos también mejorarían en cuanto a cantidad y calidad. No solamente el trato a los consumidores por parte de los empleados de empresas de seguridad mejoraría inmediamente, sino que desaparecerían finalmente la desidia, la arbitrariedad e incluso la brutalidad, la negligencia y la lentitud de la policía y el sistema judicial actuales. Puesto que los policías y los jueces dependerían del apoyo voluntario de los consumidores, cualquier maltrato, descortesía o ineptitud hacia estos podrían costarles sus empleos. Asimismo, casi seguramente se daría fin a la costumbre tan peculiar de que la conciliación de las controversias entre un cliente y una empresa se confíe invariablemente al dictamen de esta última, y los productores de seguridad encargarían la resolución a árbitros independientes. Lo que es más importante, los productores de esos servicios deberían ofrecer, con el fin de atraer y retener a los consumidores, contratos por los cuales estos pudieran saber con exactitud lo que están adquiriendo y que les permitieran plantear reclamaciones válidas, sujetas a comprobación intersubjetiva, si el desempeño real del productor de seguridad no se ajustara a lo especificado en el contrato. Más precisamente, como no se trataría de contratos de servicios individualizados en los cuales el consumidor paga para que se cubran sólo sus propios riesgos, sino más bien contratos de seguros propiamente dichos, mancomunados, a la inversa de lo que ocurre en la política estatal vigente, ya no contendrían ningún esquema redistributivo concebido adrede para favorecer a un grupo a expensas de otro. Si por otra parte, alguien considerara que el contrato que se le ofrece implica que debe pagar por los riesgos y necesidades de otras personas —por ejemplo, por factores de posible inseguridad que no estima aplicables a su caso personal—, simplemente podría rehusarse a firmarlo o dejar de pagar.

No obstante, después de todo lo dicho surge en forma inevitable un interrogante: «¿Un sistema competitivo de producción de seguridad tendría como consecuencia necesaria el conflicto social permanente, el caos y la anarquía?» Las respuestas pueden ser varias. En primer lugar, debe tenerse en cuenta que la evidencia histórica, empírica, no concuerda en absoluto con esta impresión. Antes del advenimiento del Estado-nación hubo en diversos lugares sistemas judiciales competitivos (por ejemplo, en la antigua Irlanda o en los tiempos de la Liga Hanseática) y, por lo que sabemos, funcionaron bien».27 A juzgar por los índices de criminalidad existentes en la época (crímenes per cápita), la policía privada en el llamado Salvaje Oeste (que, entre paréntesis, no era tan salvaje como lo muestran algunas películas) era relativamente más eficaz que la policía estatal de nuestros días.28 Y si nos remitimos a la experiencia y a los ejemplos contemporáneos, incluso ahora existen millones de relaciones internacionales —comerciales y turísticas— y realmente sería una exageración decir, por ejemplo, que el fraude, el crimen y el incumplimiento de los contratos son mayores en esta esfera que en las relaciones internas de cada país. Y esto (es importante destacarlo) sin que haya un gran productor monopólico en materia de seguridad ni un legislador supremo. Por último, no debemos olvidar que en muchos países existen diversos productores de seguridad privados que actúan paralelamente al Estado: investigadores privados, detectives de seguros y árbitros privados, cuyo trabajo demuestra que son más eficientes en lo que respecta a resolver los conflictos sociales que sus contrapartes públicas.

Toda esta evidencia histórica está, sin embargo, sujeta en gran medida a discusión, sobre todo respecto de si puede extraerse de ella alguna información general. Pero también existen razones sistemáticas por las cuales el temor que suscita esta cuestión carece de un fundamento válido. El establecimiento de un sistema competitivo de productores de seguridad implica, por paradójico que esto parezca, la construcción de una estructura de incentivos institucionalizada para producir un orden legal y de cumplimiento de la ley que entrañe el mayor grado de consenso posible con respecto a la resolución de conflictos. Tal estructura tenderá a generar menos antes que más intranquilidad social y conflicto que bajo auspicios monopólicos.29 Para entender esta paradoja es preciso considerar más a fondo la única cuestión típica que preocupa a los escépticos y los lleva a creer en la superioridad de un sistema monopólico de producción de seguridad: cuando surge un conflicto entre A y B, ambos están asegurados por compañías diferentes y estas no pueden llegar a un acuerdo inmediato sobre la validez de las demandas opuestas que plantean sus respectivos clientes. (El problema no existiría si se alcanzara el acuerdo o si ambos clientes fueran asegurados por la misma compañía; por lo menos, esto no diferiría en absoluto de la situación emergente en condiciones de monopolio estatal.) ¿Una situación semejante tendría siempre un desenlace violento? Es muy improbable que así sea. Primero, cualquier lucha violenta entre empresas conllevaría un costo y un riesgo muy altos, sobre todo si han alcanzado un prestigio considerable (como deberían tenerlo para que sus futuros clientes puedan verlas en primer lugar como garantes efectivas de su seguridad). Lo que es más importante, en un sistema competitivo, los costos de cualquier conflicto entre compañías que dependen de la continuación de los pagos voluntarios de los consumidores tendrían que recaer forzosamente sobre todos y cada uno de los clientes de ambas. Bastaría que una sola persona dejara de pagar porque no está convencida de la necesidad de una confrontación violenta en el caso particular de que se trata para que hubiese una inmediata presión económica sobre la compañía que la obligaría a buscar una solución pacífica al conflicto.30 De ahí que cualquier productor de seguridad en un sistema competitivo debería ser muy cauto en lo que respecta a tomar medidas violentas para resolver las controversias. En lugar de hacerlo, y puesto que lo que los consumidores desean es que los litigios se resuelvan de forma pacífica, todos y cada uno de los productores de seguridad harían cuanto pudiesen para ofrecer esto a sus clientes y para establecer por anticipado, de modo que no quedasen dudas, el proceso de arbitraje al que se someterían, ellos y sus clientes, en caso de desacuerdo acerca de la evaluación de demandas incompatibles. Los clientes de las distintas compañías considerarían que un esquema semejante sólo podría funcionar si todos ellos estuvieran de acuerdo con respecto a las medidas arbitrales, por lo cual se desarrollaría naturalmente un sistema legal que regiría las relaciones entre compañías y sería aceptable para los clientes de todas las firmas competitivas, sin excepciones. Por otra parte, así aumentaría más aun la posibilidad de que se produjeran presiones económicas que generasen reglas representativas del consenso acerca del modo de dirimir las controversias. En un sistema competitivo, los árbitros independientes encargados de encontrar soluciones pacíficas a los litigios estarían supeditados al apoyo continuado de las dos compañías en disputa, puesto que cualquiera de ellas podría recurrir a un juez diferente, y por supuesto lo haría si estuviera insatisfecha con la sentencia dictada. Por lo tanto, estos jueces se sentirían presionados para encontrar soluciones (en este caso, no con respecto al procedimiento sino al contenido de la ley) que fuesen aceptables para todos los clientes de las firmas en disputa.31 Si no era así, una compañía, o todas, podrían perder clientes, lo que las llevaría a buscar otros árbitros la próxima vez que los necesitasen.32

Sin embargo, ¿no sería posible que en un sistema competitivo una compañía productora de seguridad se pusiera fuera de la ley, es decir que, con el apoyo de sus propios clientes, comenzara a agredir a otras? Por supuesto, no se puede negar que tal posibilidad existe, pero digamos nuevamente que nos encontramos en la esfera de la ciencia social empírica y nadie puede saber con certeza si es así. Y sin embargo, la sugerencia tácita de que la posibilidad de que esto ocurra indica de algún modo una grave deficiencia en los fundamentos filosóficos y económicos de un orden social puramente capitalista, es falsa.33

Ante todo, recordemos que la existencia continuada de cualquier sistema social, no menos de un orden estatista-socialista que de una pura economía de mercado, depende de la opinión pública y de que en todo momento un estado determinado de esa opinión pública delimite lo que puede y lo que no puede ocurrir, así como lo que es más o menos probable que ocurra. Por ejemplo, el estado actual de la opinión pública en Alemania occidental hace sumamente improbable, o aun imposible, que se pueda imponer allí un sistema estatista similar al soviético. La falta de apoyo público lo condenaría al fracaso y lo destruiría. Y sería aún más improbable que un sistema de ese tipo pudiera instituirse en los Estados Unidos, dadas las características de la opinión pública en ese país. Por lo tanto, si queremos comprender correctamente el problema de las compañías que podrían situarse al margen de la ley, tenemos que formular la cuestión en estos términos: ¿Qué probabilidad existe de que un hecho semejante pueda producirse en una sociedad dada, con un estado específico de la opinión pública? La respuesta a una pregunta expresada de esta manera será diferente según las distintas sociedades. En algunas, que se caracterizan por el profundo arraigo de ideas de corte socialista, la posibilidad de que surjan compañías que lleven a cabo políticas agresivas será mayor, y en otras será mucho menos probable que esto ocurra. Pero entonces, la perspectiva de un sistema competitivo de producción de seguridad en cualquier caso dado, ¿será mejor o peor que la continuación de un sistema estatista? Veamos, por ejemplo, el caso de los Estados Unidos en el presente. Supongamos que el Estado aboliera su derecho de proporcionar seguridad a cambio del pago de impuestos e introdujera un sistema de seguridad competitivo. Dado el estado actual de la opinión pública, ¿qué probabilidad existiría de que surgieran proveedores al margen de la ley, y qué sucedería en ese caso? Como es obvio, la respuesta depende de las reacciones de la gente a este cambio en la situación. Por lo tanto, lo primero que habría que replicar a quienes objetan la idea de un mercado privado en lo que respecta a la seguridad, sería: «¿Y qué va a hacer usted? ¿Cuál va a ser su reacción? ¿Su temor a las compañías que se autoproscriben significa que entraría en tratos con un productor de seguridad que agrediera a otros y a su propiedad, y que usted seguiría apoyándolo si lo hiciera?» Por cierto, cualquier crítica sería acallada por un contraataque así. Pero más importante que esto es el desafío sistemático implícito en este contraataque personal. Es evidente que el cambio de situación descripto implicaría una transformación en la estructura de costo-beneficio que cada uno debería enfrentar una vez tomada su decisión. Antes de la introducción de un sistema competitivo de producción de seguridad, podía ser legal participar en un sistema agresivo y sustentarlo. Ahora, esa actividad se convierte en ilegal. Por lo tanto, dado que el hombre posee una conciencia que hace que las decisiones que toma sean más o menos costosas, es decir, estén más o menos en armonía con los principios personales respecto de lo que es una conducta correcta, el apoyo a una compañía que explota a aquellos que no desean secundar voluntariamente sus acciones puede ser más costoso ahora que antes. Dado que es así, se debe presumir que la cantidad de personas, entre ellas las que en otras circunstancias se habrían apresurado a apoyar al Estado, dispuestas a gastar dinero para sustentar a una compañía que procede con honestidad sería cada vez mayor, e iría en aumento en todos los lugares en los que se llevara a cabo un experimento social semejante. Por el contrario, el número de aquellos que están de acuerdo con una política de explotación, en la cual unos ganan a expensas de otros, disminuiría. Por supuesto, el grado de rigurosidad de este efecto dependería del estado de la opinión pública. En el ejemplo que hemos tomado —el de los Estados Unidos, donde la teoría natural de la propiedad está ampliamente difundida y aceptada como una ética privada y la filosofía libertaria es, esencialmente, la filosofía fundacional del país y la que lo ha llevado al lugar que ocupa en el mundo—,34 el efecto es naturalmente muy acentuado. En consecuencia, las compañías productoras de seguridad comprometidas con la filosofía de proteger y hacer cumplir la ley libertaria atraerían la mayor parte del apoyo público y de la ayuda financiera. Y si bien es cierto que algunas personas, sobre todo las que se han beneficiado con el antiguo estado de cosas, pueden continuar respaldando una política de agresión, es muy improbable que su número y su poder financiero sean suficientes como para que lo hagan con éxito. En cambio, es casi seguro que las compañías honestas desarrollarán la fuerza necesaria —por si solas o en un esfuerzo conjunto que será apoyado por sus propios clientes voluntarios— para poner freno a la aparición de posibles productores rebeldes y destruirlos donde y cuando aparezcan.35


Traducción original revisada y corregida por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.


Notas

1 Gustave de Molinari, The Production of Security, trad. J. Huston McCulloch (Nueva York: The Center for Libertarian Studies, 1977), p. 3.

2 Ibíd., p. 4.

3 Pueden verse varios enfoques de los teóricos de los bienes públicos: J. Buchanan y G. Tullock, The Calculus of Consent, University of Michigan Press, Ann Arbor, 1962; J. Buchanan, The Public Finances, Richard Irwin, 1970; ídem, The Limits of Liberty, University of Chicago Press, Chicago, 1975; G. Tullock, Private Wants, Public Means, Basic Books, New York, 1970; M. Olson, The Logic of Collective Action, Harvard University Press, Cambridge, 1965; W. Baumol, Welfare Economics and the Theory of the State, Harvard University Press, Cambridge, 1952.

4 Véase M. N. Rothbard, Man, Economy and State, Nash, Los Angeles, 1979, pp. 883 SS.; idem, «The Myth of Neutral Taxation» [PDF], Cato Journal (1981); W. Block, «Free Market Transportation: Denationalizing the Roads» [PDF], Journal of Libertarian Studies (1979); idem, «Public Goods and Externalities: the Case of Roads» [PDF], Journal of Libertarian Studies (1983).

5 Véase, por ejemplo, W. Baumol y A. Blinder, Economics. Principles and Policy, Harcourt, Brace, Jovanovich, New York, 1979, cap. II, párr. 3.2.2. 31.

6 Otro criterio de uso frecuente en relación con los bienes públicos es el del «consumo no rival». Por lo general, ambos criterios parecen coincidir: el consumo no competitivo es posible cuando no se puede excluir a los free riders; cuando pueden ser excluidos, pasa a ser competitivo o, por lo menos, así lo parece. Pero, como argumentan los teóricos de los bienes públicos, esta coincidencia no es perfecta. Según afirman, si bien es posible excluir a los free riders, su inclusión no puede relacionarse con ningún costo adicional (es decir, que el costo marginal de la admisión de los free riders es igual a cero), y el consumo del bien en cuestión por los free riders, admitidos en forma adicional, no llevara necesariamente a una disminución en el consumo del bien que se encuentra a disposición de otros. Un bien de esta naturaleza será, asimismo, un bien público. Y puesto que el mercado libre practicaría la exclusión y el bien no estaría disponible para el consumo no competitivo de quienes, en otras circunstancias, dispondrían de él –aun cuando dicho bien no tenga costos adicionales–, esto, desde el punto de vista de la lógica estatista-socialista, demostraría una falla del mercado, es decir, un nivel de consumo subóptimo. De ahí que la provisión de esos bienes recaiga sobre el Estado. (Por ejemplo, en un cine medio vacío, la admisión de espectadores adicionales sin pagar entrada podría estar libre de costos; el hecho de que miraran la película no afectaría a los que pagaron, por lo cual se podría considerar a esta como un bien público. Pero como el dueño del cine seguramente practicaría la exclusión, en lugar de permitir que los free riders disfrutaran gratis de la película, los cines deberían ser nacionalizados). Acerca de las numerosas falacias que se derivan de la definición de los bienes públicos en términos de consumo no competitivo, véanse las notas 12 y 17 abajo.

7 Acerca de este tema, véase W. Block, «Public Goods and Externalities».

8 Véase, por ejemplo, J. Buchanan, The Public Finances, p. 23; P. Samuelson, Economics, McGraw Hill, New York, 1976, p. 160.

9 Véase R. Coase, «The Lighthouse in Economics», Journal of Law and Economics (1974).

10 Véase, por ejemplo, el único caso que presenta W. Block en «Public Goods and Externalities», en el cual los calcetines se consideran bienes públicos.

11 Para evitar cualquier malentendido aquí, todo productor único o asociación de productores que tomen decisiones conjuntas puede decidir, en cualquier momento, producir o no un bien sobre la base de su evaluación como público o privado. En realidad, en una economía de mercado se toman constantemente este tipo de decisiones en cuanto a la producción privada de bienes públicos. Lo que es imposible es decidir si rechazar o no el resultado de la operación de un mercado libre basándose en la evaluación del grado en el cual un bien es público o privado.

12 Por lo tanto, introducir una distinción entre bienes públicos y privados equivaldría a volver a la era pre-subjetivista de la economía. Desde la perspectiva de la economía subjetivista ningún bien puede ser categorizado objetivamente como privado o público. Esa es, en esencia, la razón de que también fracase el segundo criterio propuesto en relación con los bienes públicos, a saber, que permiten un consumo no competitivo (véase nota 6). Porque, ¿cómo podría un observador desinteresado determinar si la admisión de un free rider adicional en forma gratuita no implica realmente una disminución del consumo de un bien por parte de otros? Es obvio que no puede, objetivamente, hacerlo en modo alguno. Bien podría ser que si se admitiera a demasiadas personas en un cine o en una carretera se redujera en forma considerable el placer de mirar una película o de conducir un vehículo. Nuevamente, para descubrir si es así o no, sería necesario preguntar a cada uno, y no todos estarían de acuerdo (¿y qué ocurriría en ese caso?). Además, si incluso un bien que permite un consumo no competitivo no es un bien libre, la admisión de free riders adicionales tendría como resultado, a la larga, una verdadera «aglomeración», y por eso habría que preguntar a cada uno acerca del «margen» apropiado. Por añadidura, mi consumo del bien puede verse afectado o no según quién sea la persona admitida gratuitamente, de modo que también habría que interrogarme acerca de eso. Y finalmente, cada uno podría cambiar de opinión sobre estos temas con el paso del tiempo. Por eso es tan imposible decidir si un bien es o no apropiado para su producción por parte del Estado (en lugar de la empresa privada) basándose en el criterio del consumo no competitivo como sobre la base del criterio de no exclusión (véase también la nota 17).

13 Véase P. Samuelson, «The Pure Theory of Public Expenditure», Review of Economics and Statistics (1954); igualmente, Economics, cap. 8; M. Friedman, Capitalism and Freedom, University of Chicago Press, Chicago, 1962, cap. 2; F. A. Hayek, Law, Legislation, and Liberty, vol. 3, University of Chicago, Chicago, 1979, cap. 14.

14 En los últimos años, los economistas, sobre todo los de la Escuela de Chicago, han manifestado un interés creciente por los derechos de propiedad (H. Demsetz, «The Exchange and Enforcement of Property Rights», Journal of Law and Economics [1964]; ídem, «Toward a Theory of Property Rights«, American Economic Review [1967]; R. Coase, «The Problem of Social Cost» [PDF], Journal of Law and Economics [1960]; A. Alchian, Economic Forces at Work, Liberty Fund, Indianapolis, 1977, parte 2; R. Posner, Economic Analysis of the Law, Brown and Co., Boston, 1977). Sin embargo, estos análisis no tienen nada que ver con la ética. Por el contrario, intentan sustituir el establecimiento de principios éticos justificables por consideraciones de eficiencia económica (en relación con la crítica de estas tentativas, véase M. N. Rothbard, The Ethics of Liberty, Humanities Press, Atlantic Highlands, 1982, cap. 26; W. Block, «Coase and Demsetz on Private Property Rights» [PDF], Journal of Libertarian Studies [1977]; R. Dworkin, «Is Wealth a Value», Journal of Legal Studies [1980]; M. N. Rothbard, «The Myth of Effíciency» [Web], en M. Rizzo [comp.], Time, Uncertainty, and Disequilibrium, D. C. Heat, Lexington, 1979). En Última instancia, todos los argumentos sobre la eficiencia son inaplicables porque sencillamente no existe un modo que no sea arbitrario de calcular, pesar y agregar las utilidades o desutilidades que resultan de determinada asignación de derechos de propiedad. De ahí que cualquier intento de recomendar un sistema particular para asignar derechos de propiedad en función de su supuesta maximización del «bienestar social» no es más que un fraude pseudocientífico (véase, en especial, M. N. Rothbard, «Toward a Reconstruction of Utility and Welfare Economics» [PDF], Center for Libertarian Studies, New York, Occasional Paper Series No 3, 1977; también L. Robbins, «Economics and Political Economy», American Economic Review [1981]).

El «principio de la unanimidad», que J. Buchanan y G. Tullock, siguiendo a K. Wicksell (Finanztheoretische Untersuchungen, G. Fischer, Jena, 1896), han propuesto en forma reiterada como guía para la política económica, tampoco debe confundirse con un principio ético propiamente dicho. De acuerdo con este principio, solo pueden ejecutarse aquellos cambios en la política para los cuales exista un consenso unánime; esto, con toda seguridad, parece muy atractivo; pero también determina, mutatis mutandis, que el statu quo debe ser preservado si el consenso respecto de cualquier propuesta de cambio no alcanza la unanimidad, y esto parece mucho menos atractivo porque implica que cualquier estado de cosas dado con respecto a la asignación de derechos de propiedad debe considerarse legítimo, sea como punto de partida o como situación que debe continuar de la misma manera. Sin embargo, los teóricos de los bienes públicos no ofrecen ninguna justificación de esta audaz exigencia, en términos de una teoría normativa de los derechos de propiedad, cuando se les solicita que lo hagan, por lo cual el principio de la unanimidad carece, en última instancia, de fundamentación ética. En realidad, el principio favorito de los seguidores de Buchanan resulta enteramente absurdo como criterio moral, porque reconoce legitimidad a cualquier statu quo posible (véase también, acerca de esto, M. N. Rothbard, The Ethics of Liberty, cap. 26; ídem, «The Myth of Neutral Taxation» [PDF], p. 549 s.).

Buchanan y Tullock, de nuevo siguiendo a Wicksell, liquidan lo que pueda haber quedado del principio de unanimidad reduciéndolo, efectivamente, a un principio de unanimidad «relativa» o «cuasi-unanimidad».

15 H. H. Hoppe, «From the Economics of Laissez Faire to the Ethics of Libertarianism». En: W. Block y L. Rockwell (comps.), Man, Economy and Liberty: Essays in Honor of Murray N. Rothbard, The Ludwig von Mises Institute, Aubum University, Aubum, Ala., 1988; infra, cap. 8.

16 Acerca de este argumento véase M. N. Rothbard, «The Myth of Neutral Taxation», p. 533. Entre paréntesis, la existencia de un solo anarquista también invalida todas las referencias al óptimo de Pareto como criterio para la acción estatal económicamente legítima.

17 En esencia, el mismo razonamiento que nos lleva a rechazar la teoría socialista-estatista, cuyo fundamento es el carácter supuestamente único de los bienes públicos de acuerdo con el criterio de no exclusión, se aplica también en el caso en el cual estos bienes se definen mediante el criterio de consumo no rival (véanse notas 6 y 12). En primer lugar, para inferir, a partir de la aseveración de que los bienes que permiten un consumo no competitivo no serían ofrecidos en un mercado libre a tantos consumidores como fuese posible, el enunciado normativo de que estos deberían ser ofrecidos de ese modo, esta teoría enfrentaría exactamente el mismo problema de requerir una ética justificable. Además, el razonamiento utilitario también es evidentemente absurdo. Los teóricos de los bienes públicos argumentan que la práctica del mercado libre, en el sentido de excluir a los free riders del uso de aquellos bienes que permiten un consumo no competitivo con un costo marginal igual a cero, indica un nivel subóptimo de bienestar social y por lo tanto se requiere la acción compensatoria del Estado; este razonamiento es defectuoso, en dos aspectos relacionados. En primer lugar, el costo es una categoría subjetiva y jamás puede ser calculado objetivamente por un observador externo. Por eso, es de todo punto inaceptable alegar que habría que admitir free riders adicionales sin costo alguno. En realidad, si la admisión de más consumidores en forma gratuita tuviese verdaderamente un costo subjetivo igual a cero, el productor privado del bien en cuestión la permitiría. El hecho de que no lo haga revela que para él el costo no equivale a cero. Esto puede deberse a que él piensa que si los admitiera disminuiría la satisfacción que pueden obtener otros consumidores y así tendería a rebajar el precio de su producto; o, simplemente, a que le disgustan los free riders; es lo que pasa, por ejemplo, cuando yo me opongo a admitir en mi living, que no está totalmente lleno de gente, a varias personas a quienes no he invitado para que hagan de él un consumo no competitivo. De todos modos, como no se puede presuponer que el costo es igual a cero, sea cual fuere la razón de ello, es ilógico hablar de una falla del mercado cuando ciertos bienes no se distribuyen sin cargo. Por otra parte, si se acepta la recomendación de los teóricos de los bienes públicos en el sentido de dejar que el Estado provea en forma gratuita los bienes cuyo consumo es supuestamente no competitivo, las pérdidas de bienestar serán, sin duda, inevitables. El Estado, que no depende de las adquisiciones voluntarias de los consumidores, además de cumplir la insuperable tarea de determinar qué bienes satisfacen este criterio, debe primero enfrentar y resolver el problema, también insoluble, de decidir racionalmente qué cantidad del bien público va a proveer. Claramente, como ni siquiera los bienes públicos son libres, sino que están sujetos a «aglomeración» en cierta etapa de su uso, no hay un punto en el cual el Estado pueda detener su producción, porque cualquiera que sea el nivel de la oferta, habrá usuarios que quedarán excluidos y que, si la oferta fuera mayor, podrían convertirse en free riders. Ahora bien, incluso si se pudiera resolver milagrosamente este problema, de todos modos el costo (necesariamente inflado) de producción y operación de los bienes públicos distribuidos en forma gratuita para un consumo no competitivo, tendría que pagarse por medio de impuestos. Y este hecho, es decir, que los consumidores han sido obligados a disfrutar de esos bienes como free riders, demuestra nuevamente más allá de toda duda que el valor de estos bienes públicos también es inferior, desde la perspectiva de los consumidores, al de los bienes privados que compiten con ellos y que ya no es posible adquirir.

18 Entre los modernos representantes del lenguaje ambiguo orwelliano los más importantes son J. Buchanan y G. Tullock (sus obras se citan en la nota 3). Afirman que el gobierno se basa en un «contrato constitucional» en el cual cada uno está «conceptualmente de acuerdo» en someterse a los poderes coercitivos de aquél con la condición de que todos los demás lo hagan también. Según esto, el gobierno, aparentemente coercitivo, en realidad sería voluntario. A este curioso argumento se le pueden oponer varias objeciones obvias. En primer lugar, no hay evidencia empírica de que alguna constitución haya sido aceptada en forma voluntaria por cada uno de los interesados. Peor aún, la sola idea de que todas las personas se obliguen voluntariamente es inconcebible, así como lo es negar el principio de contradicción. Porque si la coerción aceptada libremente es voluntaria, tendría que ser posible revocar la propia sujeción a la constitución, con lo cual el Estado no sería muy diferente de un club al que uno se asocia espontáneamente. Pero si no se tiene «el derecho de no hacer caso del Estado» –por supuesto, nadie lo tiene, y esto es lo que distingue al Estado de un club–, entonces es lógicamente inadmisible pretender que la aceptación del poder coercitivo del Estado es voluntaria. Además, incluso si lo fuera, el contrato constitucional no podría obligar a nadie, excepto a los signatarios originales de la constitución.

¿Cómo pueden Buchanan y Tullock manifestar ideas tan absurdas? Utilizando un truco semántica. Aquello que en el lenguaje pre-orwelliano era «inconcebible» o un «desacuerdo», es para ellos «algo conceptualmente posible» o un «acuerdo conceptual». En J. Buchanan, «A Contractarian Perspective of Anarchy», en Freedom in Constitutional Contract, Texas A. & M. University Press, College Station, 1977, puede verse un breve ejercicio, muy instructivo, acerca de este tipo de razonamiento «a saltos». Aquí nos enteramos (p. 17) de que incluso la aceptación de un límite de velocidad de 55 mph es posiblemente voluntaria (Buchanan no está totalmente seguro de ello), porque en última instancia depende de que todos nosotros aceptemos voluntariamente la constitución, y de que Buchanan no es un verdadero estatista sino, en realidad, un anarquista (p. 11).

19 M. N. Rothbard, Man, Economy, and State (Los Angeles, 1970), p. 887.

20 Se debe tener esto en mente, ante todo, cuando hay que evaluar la validez de argumentos que defienden el estatismo-intervencionismo, como el siguiente, que pertenece a J. M. Keynes («The End of Laissez Faire», en Collected Writings, Macmillan, Londres, 1972, vol. IX, p. 291): «El asunto más importante que debe atender el Estado no se relaciona con las actividades que desempeñan los individuos privadamente, sino con las funciones que caen fuera de la esfera individual, esas decisiones que nadie tomaría si el Estado no lo hiciera. Lo importante no es que el gobierno haga, mejor o peor, las cosas que los individuos particulares ya hacen, sino que se ocupe de las que no se hacen». Este razonamiento no sólo parece falso, sino que lo es.

21 Algunos libertarios minarquistas plantean la objeción de que la existencia de un mercado presupone el reconocimiento y puesta en vigor de un cuerpo de legislación y, en consecuencia, de un gobierno que debe tener el monopolio de la justicia y hacer cumplir las leyes. (Véase, por ejemplo, J. Hospers, Libertarianism, Nash, Los Angeles, 1971; T. Machan, Human Rights and Human Liberties, Nelson-Hall, Co., Chicago, 1975.) Por cierto, es correcto que el mercado presuponga el reconocimiento y la imposición de aquellas reglas que sustentan su operación, pero esto no significa que esa tarea deba ser confiada a un organismo monopólico. El mercado también presupone, de hecho, un lenguaje común; sin embargo, no se deduciría de ello que el gobierno debe asegurar la observancia de las normas lingüísticas. Las reglas que rigen la conducta del mercado, como el sistema del lenguaje, emergen en forma espontánea y lo que las hace cumplir es la «mano invisible» del interés personal. Si no se observan las reglas comunes del lenguaje, las personas no pueden disfrutar de las ventajas de la comunicación, y si no se obedecen las normas comunes que gobiernan la conducta, la gente no podría disfrutar de los beneficios de la mayor productividad de una economía de intercambio basada en la división del trabajo. Además, como ya lo he indicado, independientemente de cualquier gobierno, el principio de no agresión, que es el fundamento del accionar de los mercados, debe defenderse a priori como justo. Además, y sobre esto volveré al exponer mi conclusión, un sistema competitivo de administración y complimiento de la ley es precisamente el que genera la mayor presión posible para elaborar y poner en ejecución normas de conducta que entrañan el grado de consenso más elevado que pueda concebirse. Y estas son, por supuesto, aquellas que un razonamiento a priori establece como el presupuesto lógicamente necesario de la argumentación y del acuerdo argumentativo.

22 De paso, la misma lógica que nos obligaría a aceptar la idea de que la producción de seguridad por parte de la empresa privada es la mejor solución, desde el punto de vista económico, para satisfacer las preferencias del consumidor, también nos lleva a abandonar, en lo que respecta a posiciones de carácter moral o ideológico, la teoría política del liberalismo clásico y dar (desde allí) un paso pequeño pero, no obstante, decisivo hacia la teoría del libertarismo o anarquismo de propiedad privada. El liberalismo clásico, cuyo mayor representante en este siglo es Ludwig von Mises, aboga por un sistema social basado en el principio de no agresión. La doctrina del libertarismo también lo hace. Pero para el liberalismo clásico ese principio debe estar respaldado por un ente monopólico (el gobierno, el Estado), es decir, por una organización que no depende exclusivamente del apoyo voluntario, contractual, de los consumidores de los respectivos servicios, sino que tiene el derecho de determinar de manera unilateral sus propios ingresos, es decir, los tributos que impondrá a aquéllos para poder cumplir su tarea en el área de la producción de seguridad. Esto, por plausible que parezca, es evidentemente incoherente. O el principio de no agresión es válido, en cuyo caso el Estado como ente monopólico es inmoral, o lo es el hecho de que las transacciones estén basadas sobre la agresión y giren en tomo a ella –la agresión implica el uso de la fuerza y de medios no contractuales para adquirir recursos–, y en este caso hay que descartar la primera teoría. Es imposible sostener ambos argumentos sin caer en la incoherencia, a menos que, por supuesto, se pueda enunciar un principio más fundamental que los otros dos y del cual ambos puedan derivarse lógicamente, con las respectivas limitaciones en lo que tiene que ver con sus ámbitos de validez. Pero el liberalismo nunca enunció un principio semejante y jamás podrá hacerlo, porque para argumentar en favor de algo es preciso estar libre de la agresión. Entonces, en vista del hecho de que no se puede sostener por vía de la argumentación la validez moral del principio de no agresión sin reconocer implícitamente esa validez, la lógica nos obliga a abandonar el liberalismo y adherir, en cambio, a su vástago más radical: la doctrina del libertarismo, la filosofía del capitalismo puro, que exige que la producción de la seguridad también esté a cargo de la empresa privada.

23 Acerca del problema de la producción competitiva de seguridad, véase Gustave de Molinari, «Production of Security»; M. N. Rothbard, Power and Market (Kansas City, 1977), cap. 1; igualmente, For a New Liberty, Macmillan, New York, 1978, cap. 12; W. C. Wooldridge, Uncle Sam the Monopoly Man, Arlington House, New Rochelle, 1970, caps. 5-6; M. y L. Tannehill, The Market for Liberty, Laissez Faire Books, New York, 1984, parte 2.

24 Véase F. Murck, Soziologie der Öffentlichen Sicherheit, Campus, Frankfurt, 1980.

25 Sin embargo, el hecho de que el proceso de asignación de recursos se tome arbitrario si no existe un criterio respecto de las pérdidas y las ganancias, no significa que las decisiones que se deben tomar no estén sujetas a restricciones y respondan únicamente a la pura arbitrariedad. No es así, y el que las toma se mueve dentro de ciertos límites. Si, por ejemplo, la asignación de factores productivos se realiza democráticamente, es obvio que se debe apelar a la decisión de la mayoría. Pero, sea que la decisión se tome de esta manera o de otra, siempre será arbitraria desde el punto de vista de los consumidores que deciden comprar o no el producto. En lo que respecta a las asignaciones controladas de manera democrática, existen algunas deficiencias evidentes. Tal como lo dicen, por ejemplo, J. Buchanan y R. Wagner (The Consequences of Mr. Keynes, Institute of Economic Affairs, Londres, 1978, p. 19): «La competencia en el mercado es constante; para cada compra, un comprador puede elegir entre vendedores que compiten. La competencia política es intermitente; una decisión es obligatoria por un número determinado de años. La competencia del mercado permite que varios competidores puedan sobrevivir al mismo tiempo […] en la competencia política, el resultado es todo o nada […] en la competencia del mercado el comprador puede tener una razonable seguridad con respecto a lo que recibe a cambio. En la competencia política, en realidad compra los servicios de un agente al que no puede obligar de ninguna manera […l. Además, como un político necesita asegurarse la cooperación de la mayoría de sus pares, para él un voto tiene un significado mucho menos limpio que el que tiene el ‘voto’ que se le otorga a una firma privada». (Véase también J. Buchanan, «Individual Choice in Voting and the Market», en lo mismo, Fiscal Theory and Political Economy, University of North Carolina Press, Chapel Hill, 1962; en J. Buchanan y G. Tullock, The Calculus of Consent, puede encontrarse un tratamiento más general del problema).

Sin embargo, casi siempre se pasa por alto la deficiencia más importante (y lo hacen sobre todo quienes exaltan el hecho de que la democracia otorga el mismo valor a los votos de todos, mientras que el sistema en el cual el consumidor es el soberano permite «votos» desiguales): cuando impera la soberanía de los consumidores los votos pueden ser desiguales pero, en todo caso, aquéllos ejercen su control exclusivamente sobre las cosas que han adquirido a través de una apropiación original o de un contrato, y por lo tanto están obligados a adoptar una conducta moral. En un sistema de producción basado en la democracia, se supone que todos tienen algo que decir incluso acerca de las cosas que no han adquirido, con lo cual existe una invitación permanente no sólo a crear una inestabilidad legal, con todos sus efectos negativos sobre el proceso de formación de capital, sino, además, a actuar de manera inmoral. Acerca de esto, véase L. von Mises, Socialism, Liberty Fund, Indianapolis, 198 1, cap. 31.

26 Recapitulemos a Molinari («Production of Security» pp. 13-14): «Si […] el consumidor no tiene la libertad de comprar seguridad donde le parezca mejor, veremos de inmediato cómo se ponen en acción numerosos profesionales especializados en la arbitrariedad y en la mala administración. La justicia será cada vez más lenta y costosa, la policía, ofensiva, la libertad individual dejará de ser respetada, el precio de la seguridad se elevará en forma abusiva y se la impartirá injustamente, según el poder y la influencia de una u otra clase de consumidores».

27 Véanse las obras citadas en la nota 22; también, B. Leoni, Freedom and the Law, Van Nostrand, Princeton, 1961; J. Peden, «Property Rights in Celtic Irish Law» [PDF], Journal of Libertarian Studies (1977).

28 Véase T. Anderson y P. J. Hill, «The American Experiment in Anarcho-Capitalism: The Not So Wild, Wild West» [PDF], Journal of Libertarian Studies (1980).

29 Con respecto a lo siguiente, véase H. H. Hoppe, Eigentum, Anarchie und Staat, Westdeutscher Verlag, Opladen, 1986, cap. 5.

30 Esto ofrece un marcado contraste con la política estatal, por la cual se entablan conflictos violentos sin el apoyo voluntario de nadie, porque el Estado tiene el derecho de imponer tributos; y pensemos si el riesgo de una guerra sería mayor o menor en el caso de que el ciudadano tuviera el derecho de dejar de pagar impuestos en el mismo momento en que considerara que la política estatal en materia de relaciones exteriores no es de su agrado.

31 Nuevamente debemos hacer notar que las normas que tienen el mayor grado posible de consenso son, por supuesto, aquellas cuya validez se desprende del razonamiento y cuya aceptación, acerca de cualquier cosa que sea posible, es unánime, como ya lo hemos indicado.

32 También en este caso puede observarse el contraste con los jueces empleados por el Estado, cuyos sueldos se pagan con el producto de los impuestos y que, por lo tanto, son relativamente independientes de la satisfacción de los consumidores; por eso, pueden dictar sentencias que, como es obvio, no todos aceptan como justas; y preguntémonos si el riesgo de que no se descubriera la verdad en un caso determinado aumentaría o disminuiría si uno tuviese la posibilidad de ejercer presión económica toda vez que pensara que un juez, que tal vez algún día tendría que juzgar nuestra propia causa, no es lo suficientemente cuidadoso en la consideración de los hechos y en el dictamen acerca de ellos, o quizás es sencillamente un estafador.

33 Acerca de lo que sigue, véase en particular M. N. Rothbard, For a New Liberty, pp. 233ff.

34 Véase B. Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution, Harvard University Press, Cambridge, 1967; J. T. Main, The Anti-Federalists: Critics of the Constitution, University of North Carolina Press, Chape1 Hill, 1961; M. N. Rothbard, Conceived in Liberty, Arlington House, New Rochelle, 1975-1979.

35 Por supuesto, las compañías de seguros desempeñarán un papel especialmente importante en la tarea de poner un freno a la aparición de compañías infractoras de la ley. Véase M. y L. Tannehill, The Market of Liberty, pp. 110-11:

«Las compañías de seguros, un sector decisivo en cualquier economía totalmente libre, tendrán un incentivo especial para disociarse de cualquier agresor y, además, para emplear toda su considerable influencia comercial para combatirlo. La violencia agresiva ocasiona pérdidas de valor, y la industria de los seguros soporta los mayores costos en estos casos. Un agresor al que no se le ponen límites es un riesgo ambulante, y ninguna compañía de seguros, por apartada que esté de su agresión original, desearía hacerse cargo del riesgo de que agrediese después a uno de sus propios clientes. Además, los agresores y quienes se asocian con ellos tienen más posibilidades de verse envueltos en situaciones de violencia y son, por lo tanto, clientes indeseables. Es probable que una compañía de seguros se rehúse a brindar cobertura a estas personas a causa del deseo prudente de minimizar cualquier pérdida futura que su agresión pudiese causar. Pero incluso si su motivación no fuera tal prudencia, se vería obligada a elevar drásticamente sus primas o a cancelar cualquier tipo de cobertura para evitar el riesgo adicional que implica su inclinación a la violencia. En una economía competitiva, ninguna compañía de seguros puede afrontar el riesgo de continuar cubriendo a individuos agresivos o a quienes tienen tratos con ellos, y hacer que sus clientes honestos carguen con los costos; pronto los perdería, porque preferirían firmas más honorables cuya cobertura representase un cargo menor».