El conservador carece de objetivo propio

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Un extracto del ensayo Por qué no soy conservador (1959).

Cuando, en épocas como la nuestra, la mayoría de quienes se consideran progresistas no hacen más que abogar por continuas menguas de la libertad individual, aquellos que en verdad la aman suelen tener que malgastar sus energías en la oposición, viéndose asimilados a los grupos que habitualmente se oponen a todo cambio y evolución. Hoy por hoy, en efecto, los defensores de la libertad no tienen prácticamente más alternativa, en el terreno político, que apoyar a los llamados partidos conservadores. La postura que he defendido a lo largo de esta obra suele calificarse de conservadora, y, sin embargo, es bien distinta de aquella a la que tradicionalmente corresponde tal denominación. Encierra indudables peligros esa asociación de los partidarios de la libertad con los conservadores, en común oposición a instituciones igualmente contrarias a sus respectivos ideales. Conviene, pues, trazar una clara separación entre la filosofía que propugno y la que tradicionalmente defienden los conservadores.

El conservadurismo implica una legítima, seguramente necesaria y, desde luego, bien difundida actitud de oposición a todo cambio súbito y drástico. Nacido tal movimiento como reacción frente a la Revolución Francesa, ha desempeñado, durante siglo y medio, un importante papel político en Europa. Lo contrario del conservadurismo, hasta el auge del socialismo, fue el liberalismo. No existe en la historia de los Estados Unidos nada que se asemeje a esta oposición, pues lo que en Europa se llamó liberalismo constituyó la base sobre la que se edificó la vida política americana; por eso, los defensores de la tradición americana han sido siempre liberales en el sentido europeo de la palabra. La confusión que crea esa disparidad entre ambos continentes ha sido últimamente incrementada al pretenderse trasplantar a América el conservadurismo europeo, que, por ser ajeno a la tradición americana, adquiere en los Estados Unidos un tinte hasta cierto punto exótico. Aun antes de que esto ocurriera, los radicales y los socialistas americanos comenzaron a atribuirse el apelativo de liberales. Pese a ello, yo continúo calificando de liberal mi postura, que estimo difiere tanto del conservadurismo como del socialismo. Sin embargo, últimamente siento graves dudas acerca de la conveniencia de tal denominación, y más adelante examinaremos el problema de la que mejor convendría al partido de la libertad. Mi recelo ante el término liberal brota no sólo de que su empleo, en los Estados Unidos, es causa de constante confusión, sino del hecho de que el liberalismo europeo de tipo racionalista, lejos de propagar la filosofía realmente liberal, desde hace tiempo viene allanando los caminos al socialismo y facilitando su implantación.

Permítaseme ahora pasar a referirme al mayor inconveniente que veo en el auténtico conservadurismo. Es el siguiente: la filosofía conservadora, por su propia condición, jamás nos ofrece alternativa ni nos brinda novedad alguna. Tal mentalidad, interesante cuando se trata de impedir el desarrollo de procesos perjudiciales, de nada nos sirve si lo que pretendemos es modificar y mejorar la situación presente. De ahí que el triste destino del conservador sea ir siempre a remolque de los acontecimientos. Es posible que el quietismo conservador, aplicado al ímpetu progresista, reduzca la velocidad de la evolución, pero jamás puede hacer variar de signo al movimiento. Tal vez sea preciso “aplicar el freno al vehículo del progreso”; pero yo, personalmente, no concibo dedicar con exclusividad la vida a tal función. Al liberal no le preocupa cuán lejos ni a qué velocidad vamos; lo único que le importa es aclarar si marchamos en la buena dirección. En realidad, se halla mucho más distante del fanático colectivista que el conservador. Comparte este último, por lo general, todos los prejuicios y errores de su época, si bien de un modo moderado y suave; por eso se enfrenta tan a menudo al auténtico liberal, quien, una y otra vez, ha de mostrar su tajante disconformidad con falacias que tanto los conservadores como los socialistas mantienen.


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