Un extracto del ensayo Por qué no soy conservador (1959).
Ya hemos aludido a las diferencias que separan a conservadores y liberales en el campo estrictamente intelectual. Conviene, no obstante, volver sobre el tema, pues la postura conservadora en tal materia no sólo supone grave quiebra para el conservadurismo como partido, sino que, además, puede perjudicar gravemente a cualquier otro grupo que con él se asocie. Intuyen los conservadores que son sobre todo nuevos idearios los agentes que provocan las mutaciones sociales. Y teme el conservador a las nuevas ideas precisamente porque sabe que carece de pensamiento propio que oponerles. Su repugnancia a la teoría abstracta, y la escasez de su imaginación para representarse cuanto en la práctica no ha sido ya experimentado, le dejan por completo inerme en la dura batalla de las ideas. A diferencia del liberal, convencido siempre del poder y la fuerza que, a la larga, tienen las ideas, el conservador se encuentra maniatado por los idearios heredados. Como, en el fondo, desconfía totalmente de la dialéctica, acaba siempre apelando a una sabiduría particular que, sin más, se atribuye.
Donde mejor se aprecia la disparidad entre estos dos modos de pensar es en su respectiva actitud ante el progreso de las ciencias. El liberal no comete el error de creer que toda evolución implica mejora; pero estima que la ampliación del conocimiento constituye uno de los más nobles esfuerzos del hombre y piensa que sólo de este modo es posible resolver aquellos problemas que tienen humana solución. No es que lo nuevo, por su novedad, le atraiga; pero sabe que es típico del hombre buscar siempre cosas nuevas antes desconocidas, y por eso está siempre dispuesto a examinar todo desarrollo científico, aun en aquellos casos en que le disgustan las consecuencias inmediatas que la novedad parezca implicar.
Uno de los aspectos para mí más recusables de la mentalidad conservadora es su oposición, por principio, a todo nuevo conocimiento, por temor a las consecuencias que, a primera vista, parezca haya de producir; digámoslo claramente: lo que me molesta del conservador es su oscurantismo. Reconozco que, mortales al fin, también los científicos se dejan llevar por modas y caprichos, por lo que siempre es conveniente recibir sus afirmaciones con cautela y hasta con desconfianza. Ahora bien, nuestra crítica deberá ser siempre racional, y, al enjuiciar las diferentes teorías, habremos de prescindir necesariamente de si las nuevas doctrinas chocan o no con nuestras creencias preferidas. Siempre me han irritado quienes se oponen, por ejemplo, a la teoría de la evolución o a las denominadas explicaciones mecánicas del fenómeno de la vida simplemente por las consecuencias morales que, en principio, parecen deducirse de tales doctrinas, así como quienes estiman impío o irreverente el mero hecho de plantear determinadas cuestiones. Los conservadores, al no querer enfrentarse con la realidad, sólo consiguen debilitar su posición. Las conclusiones que el racionalista deduce de los últimos avances científicos encierran frecuentemente graves errores y no son las que en verdad resultan de los hechos; ahora bien, sólo participando activamente en la discusión científica podemos, con conocimiento de causa, atestiguar si los nuevos descubrimientos confirman o refutan nuestro anterior pensamiento. Si llegamos a la conclusión de que alguna de nuestras creencias se apoyaba en presupuestos falsos, estimo que sería incluso inmoral seguir defendiéndola pese a contradecir abiertamente la verdad.
Esa repugnancia que el conservador siente por todo lo nuevo y desusado parece guardar cierta relación con su hostilidad hacia lo internacional y su tendencia al nacionalismo patriotero. Esta actitud también resulta perjudicial para la postura conservadora en la batalla de las ideas. Es un hecho incuestionable para el conservador que las ideas que modelan y estructuran nuestro mundo no respetan fronteras. Y pues no está dispuesto a aceptarlas, cuando tiene que luchar contra las mismas advierte con estupor que carece de las necesarias armas dialécticas. Las ideas de cada época se desarrollan en lo que constituye un gran proceso internacional; y sólo quienes participan activamente en el mismo son luego capaces de influir de modo decisivo en el curso de los acontecimientos. En estas lides de nada sirve afirmar que cierta idea es antiamericana, antibritánica o antigermana. Una teoría torpe y errada no deja de serlo por haberla concebido un compatriota.
Aunque mucho más podría decir sobre el conservadurismo y el nacionalismo, creo que es mejor abandonar el asunto, pues algunos tal vez pensarán que es mi personal situación lo que me induce a criticar todo tipo de nacionalismo. Sólo agregaré que esa predisposición nacionalista que nos ocupa es con frecuencia lo que induce al conservador a emprender la vía colectivista. Después de calificar como nuestra tal industria o tal riqueza, sólo falta un paso para demandar que dichos recursos sean puestos al servicio de los intereses nacionales. Sin embargo, es justo reconocer que aquellos liberales europeos que se consideran hijos y continuadores de la Revolución francesa poco se diferencian en esto de los conservadores. Creo innecesario decir que el nacionalismo nada tiene que ver con el patriotismo, así como que se puede repudiar el nacionalismo sin por ello dejar de sentir veneración por las tradiciones patrias. El que me agrade mi país, sus usos y costumbres, en modo alguno implica que deba odiar cuanto sea extranjero y diferente.
Sólo a primera vista puede parecernos paradójico que la repugnancia que el conservador siente por lo internacional vaya frecuentemente asociada a un agudo imperialismo. El repugnar lo foráneo y el hallarse convencido de la propia superioridad inducen al individuo a considerar como misión suya civilizar a los demás y, sobre todo, civilizarlos, no mediante el intercambio libre y deseado por ambas partes que el liberal propugna, sino imponiéndoles “las bendiciones de un gobierno eficiente”. Es significativo que en este terreno encontremos con frecuencia a conservadores y socialistas aunando sus fuerzas contra los liberales. Ello aconteció no sólo en Inglaterra, donde fabianos y webbs fueron siempre abiertamente imperialistas, o en Alemania, donde fueron de la mano el socialismo de Estado y la expansión colonial, también en los Estados Unidos, donde ya en tiempos del primer Roosevelt pudo decirse: “Los jingoístas y los reformadores sociales habían aunado sus esfuerzos formando un partido político que amenazaba con ocupar el poder y utilizarlo para su programa de cesarismo paternalista; tal peligro, de momento, parece haber sido evitado, pero sólo a costa de haber adoptado los demás partidos idéntico programa, si bien en forma más gradual y suave”.
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