En defensa de la sedición

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Este artículo es el capítulo 28 del libro Crimen Organizado, escrito por Thomas DiLorenzo y traducido por Juan José Gamón Robres. Descarga el libro aquí.

Joe Klein de la revista Time acudió una vez al programa de televisión de una cadena donde acusó a Glenn Beck y a Sarah Palin de “sedición” por sus críticas a la administración de Obama por gastar billones de dólares en ayudas corporativas bajo la forma de rescates; por su nacionalización al estilo soviético de la industria del automóvil, de los bancos, de las entidades de crédito para estudiantes y de las entidades de crédito del mercado hipotecario; por un gasto salvaje, que no tiene precedentes históricos; por una expansión brutal del crédito; por su defensa de la medicina socializada y por sus planes de llevar a la ruina al capitalismo norteamericano a base de aumentar los impuestos. Quienquiera que se atreva a criticar esas cosas debería ser enviado al Gulag, decía Klein. Otro busto parlante del mismo programa televisivo que Klein pedía a gritos que Rush Limbaugh fuese también procesado por “sedición” por el crimen de osar criticar la agenda política izquierdista radical del Rey Obama.

Joe Klein nos decía que constituye sedición toda amenaza a la “autoridad del Estado”. Pero la cuestión clave es: ¿Autoridad para hacer qué? ¿Tiene el Estado americano una ilimitada “autoridad” para cumplir los sueños de cualquier político estatista? Si pueden nacionalizar empresas de la industria del automóvil, bancos y la industria sanitaria ¿Pueden también nacionalizar los comercios de alimentación, la construcción de viviendas, la fabricación de acero y todo lo demás? Joe Klein obviamente lo cree posible. Al hacerlo, apoya la “autoridad” de un Estado totalitario. Oponerse a un gobierno totalitario equivale, para Joe Klein y sus colegas en la función de bustos parlantes de la cadena de “noticias”, a un acto de “sedición”.

Originalmente, el gobierno americano estaba diseñado de manera que la única “autoridad” que tenía el gobierno central venía circunscrita a los poderes que le hubieran sido delegados por los Estados libres, soberanos e independientes de entre los enumerados por el Artículo 1 Sección 8ª de la Constitución. Todos los demás poderes son, según la Décima Enmienda, responsabilidad respectivamente del pueblo y de los Estados, lo cual para el mismo Jefferson constituía la piedra angular del documento. Esos poderes fueron delegados al gobierno central en beneficio de los Estados soberanos, que al adoptar la Constitución nombraron como apoderado suyo al gobierno central (principalmente para cuestiones relativas a la guerra y a la política exterior). Es por eso por lo que la traición, tal como la contempla la Constitución en su Artículo 3 Sección 3ª, se define como sigue: “La traición contra los Estados Unidos consistirá solo en hacer la guerra contra ellos, o unirse a sus enemigos y prestarles ayuda y aliento…”. Como en todos los documentos fundacionales, los “Estados Unidos” está escrito en plural significando así que los Estados libres e independientes estaban unidos al delegar ciertos poderes, que se enumeran, en su propio y mutuo beneficio. Así pues, “hacer la guerra contra ellos” se refiere a los Estados. Hacerles la guerra a los Estados libres e independientes es lo que constituye traición según la Constitución de los Estados Unidos.

Como este autor ya escribiera en su obra The Real Lincoln, lo único inequívocamente positivo que resultó de la guerra de Lincoln fue la abolición de la esclavitud. Pero la peor cosa que trajo consigo (y que constituyó la verdadera finalidad de la guerra) fue la centralización de virtualmente todos los poderes políticos en Washington, D. C. y la patente defunción del sistema jeffersoniano de derechos de los Estados o Federalismo que fue la esencia de la Constitución de antes de la guerra. Tras 1865, el gobierno federal se convirtió en el único que podía decidir con respecto de los límites a sus propios poderes. Ejerció este poder decisorio en el sistema judicial federal, y, como los jeffersonianos siempre habían temido, eventualmente acordó que sus poderes no tenían, de hecho, límites.

No le costó mucho tiempo al gobierno federal declarar nula y sin validez la idea de los derechos naturales, que era el fundamento mismo de la filosofía jeffersoniana sobre el gobierno. Lo hizo al adoptar el impuesto sobre la renta en 1913 junto con la gran estratagema de falsificación conocida como la Reserva Federal. El impuesto sobre la renta declara que todas las ganancias, todos los ingresos, son efectivamente propiedad del Estado y que el Estado, al establecer los tipos o porcentajes del impuesto, nos hará de vez en cuando saber con qué parte de nuestros ingresos podemos quedarnos para seguir viviendo. Cuatro años después, la Reserva Federal y el impuesto sobre la renta permitieron al gobierno financiar una explosión sin límites de estatismo y que los Estados Unidos entraran en la primera guerra mundial, el desastre mundial que condujo al siglo más destructivo y sangriento de toda la historia de la humanidad.

El impuesto sobre la renta y la Reserva Federal centralizaron por fin todo el poder político en Washington, ya que al Estado central le resultó trivialmente fácil reclutar a millones de hombres para sus guerras, gastar cantidades alucinantes de dinero en cosas como el Estado del bienestar y la nacionalización de la educación para lo que carecía de toda autoridad y para sobornar fácilmente a cualquier gobierno local o estatal, que airease el mínimo disenso, amenazándole con quitarle los préstamos federales. Más de la mitad de la población norteamericana es hoy sobornada y manipulada por procedimientos parecidos en su condición de perceptores de una miríada de subsidios federales.

En la década de los años 1930 y siguientes, el Estado central estaba enfermo y cansado de lo que consideraba que eran despreciables argumentos constitucionales que limitaban el tamaño y el alcance de la acción de gobierno. El presidente Franklin Delano Roosevelt (FDR) condenó a la Constitución diciendo de ella que contenía los irrelevantes garabatos de una generación perdida y abogó por una masiva intervención de un gobierno socialista en virtud de la cual y por arte de magia garantizaría a todos un trabajo muy bien remunerado, altos precios de los alimentos a los granjeros, una “vivienda digna”, toda la asistencia sanitaria que pudiera uno querer, que todos se viesen librados de las inquietudes asociadas a la vejez, a la enfermedad, a los accidentes y, por supuesto, educación financiada con recursos públicos. Esa era, en esencia, la lista infantil de deseos de FDR inspiradora de una “carta de derechos económicos”. Por supuesto que el gobierno no puede prometer a nadie nada sin que al mismo tiempo confisque a alguien los ingresos necesarios para pagarlo. Ni tampoco podía entonces “garantizar” ninguno de los deseos de la lista de FDR a no ser que se rechazaran las leyes económicas, cosa que por supuesto nunca puede ocurrir.

Como los derechos de los Estados habían sido destruidos por la guerra de Lincoln, ya no había ninguna oposición efectiva a la mente totalitaria de halcones políticos como FDR. De modo que pudo nombró jueces de la Corte Suprema en número suficiente como para que en 1937 la Corte estuviera en condiciones de eliminar toda una larga tradición de decisiones anteriores que intentaron reforzar las restricciones constitucionales sobre la actuación del gobierno. Y lo lograron: según Andrew Napolitano, autor de The Constitution in Exile (La Constitución en el exilio), entre 1937 y 1995 ninguna ley federal fue declarada inconstitucional. El estudioso del Derecho Bernard Siegan hizo la misma observación en Economic Liberties and the Constitution (La Constitución y las libertades económicas).

Durante generaciones, los americanos han vivido bajo una dictadura judicial que aprueba toda expansión del poder federal, sin que importe cuán en oposición pueda hallarse respecto a la propia Constitución. El cuerpo de “leyes constitucionales” que se ha ido desarrollando durante ese tiempo no es más que un amasijo de impronunciable jerga leguleya diseñada para pervertir y destruir cualquier vestigio que pudiera quedar de las limitaciones constitucionales a los poderes del Estado central.

En pocas palabras, el gobierno de Washington no ha sido un gobierno consentido (por el pueblo) desde 1865. En respuesta a la declaración de los ciudadanos residentes en los Estados del Sur en 1860-61 por la que decidieron que ya no consentían ser gobernados por Washington D. C., el gobierno de los Estados Unidos lanzó una guerra contra toda la población civil del Sur, matando a unos 350.000 de sus compatriotas, ciudadanos americanos como ellos, una cifra que supera al número de norteamericanos muertos en todas las guerras. Además, las ciudades y pueblos del Sur fueron incendiados, bombardeados y saqueados. Los saqueos siguieron durante una década después de acabada la guerra durante lo que, no sin sorna, convino en llamarse periodo de “reconstrucción”.

Los americanos, en especial los conservadores, se engañan a sí mismos cuando expresan la idea de que sería posible restaurar un gobierno constitucional ¿Cómo iba a suceder algo así? ¿Quién haría cumplir la Constitución? ¿Por qué habría el gobierno federal de renunciar al monopolio en la interpretación de la Constitución que hoy detenta para volver al sistema vigente antes de 1865 cuando con frecuencia se reconocía a las tres ramas del gobierno y a los ciudadanos de los Estados libres, soberanos e independientes el mismo peso a la hora de interpretar la Constitución? El Estado central asesinó a cientos de miles de sus propios ciudadanos para conseguir esa posición de monopolio y jamás renunciará a ella.

Es el régimen de Washington, que incluye a los que son sus perritos falderos, es decir, a los medios de comunicación como Joe Klein, quienes son culpables de sedición. La legítima autoridad del Estado viene escrita en la Constitución de los Estados Unidos. Es el régimen de Washington el que ha abandonado esa legítima autoridad y el que se ha concedido a sí mismo unos poderes virtualmente ilimitados. Por consiguiente, no puede haber nada más patriótico y “americano” que oponerse a todas las iniciativas del Estado central dirigidas a aumentar de cualquier forma su tamaño y sus poderes. Si no tiene ningún tipo de restricción constitucional ni está sujeto a un control ciudadano efectivo, el gobierno federal se convierte, como dijo Murray Rothbard, en una banda criminal más. El hecho de que sea una banda muy numerosa no le da ningún plus de legitimidad. El TEA Party y todos cuantos se oponen a la opresión del Estado central deben ignorar los pueriles y enfáticos discursos de los Joe Klein(s) de este mundo y recordar lo que Thomas Jefferson escribió en la Declaración de Independencia cuando dijo:

Los hombres han sido dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables, entre los que se cuenta el derecho a la vida, a la libertad y a perseguir la felicidad. — Para asegurar esos derechos, se instituye un Gobierno entre los hombres, cuyos justos poderes derivan del consentimiento de los gobernados. — Siempre que cualquier forma de gobierno deviene destructiva para esos fines, el pueblo tiene derecho a alterarlo o abolirlo e instituir un nuevo gobierno… (énfasis añadido).

Los activistas del “TEA Party” dicen que ya pagan bastantes impuestos[1]. Eso no es suficiente. Si se tomaran en serio su propia retórica sobre el gobierno constitucional, reconocerían que lo que se necesita es por lo menos una reducción del 90 % de los impuestos federales. No pueden quedarse meramente con el “ya pagamos bastante”.

Como semejante reducción de impuestos no es probable que se lleve a cabo con la colaboración del régimen de Washington y como, a estos efectos, no importa quien sea elegido presidente, la única posibilidad real de éxito es que nos tomemos en serio las palabras de Thomas Jefferson, autor de la Declaración de Secesión Americana del Imperio Británico, y que organicemos numerosos movimientos pacíficos de secesión. Dejemos que tengan su utopía socialista a orillas del río Potomac. El resto de nosotros podemos contemplar con gran deleite cómo arruinan su pequeña sociedad, se empobrecen y convierten a Washington D. C. en una ciénaga del Primer Mundo, que es lo que fue cuando se fundó la ciudad hace algunos cientos de años.


Traducido del inglés originalmente por José Ramón Robres. Revisado y corregido por Oscar Eduardo Grau Rotela. El material original se encuentra aquí.

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