«Mi cuerpo, mi decisión» [My body, my choice] consigna popularizada en el mundo por el movimiento feminista con respecto a la despenalización del aborto adquiere hoy un significado renovado al aplicarse a otras discusiones contingentes.
Dicha postura, a veces polémica, encuentra detractores principalmente entre quienes defienden el «derecho a la vida» como principio moral básico. Sin ahondar demasiado en aquella discusión —que como correctamente apunta el filósofo Michael Huemer en su famoso artículo es un tema muy difícil de tratar— me interesa abordar la importancia de la idea de la soberanía sobre el propio cuerpo, i.e., el principio de autoposesión, como norte ético ineludible, base para cualquier orden social que pretenda minimizar o eliminar el conflicto.
Una buena norma ética debe ser universal, aplicable a todo tiempo y lugar, racional, simétrica y funcional. Y para que pueda ser funcional, debe atender a nuestra realidad material: un mundo de escasez.
Si reconocemos que vivimos en un mundo de recursos, de espacio y de tiempo finitos, nos veremos en la obligación de reconocer también que las normas que debemos establecer en sociedad son necesariamente normas de propiedad sobre los recursos. Incluso en escenarios imaginarios de superabundancia el propio cuerpo funciona como un bien escaso y es necesario, por lo tanto, establecerlas:
«Entonces, dada la escasez de cuerpo y tiempo, incluso en el Jardín del Edén las regulaciones de propiedad deberán establecerse. Sin ellas, y asumiendo que existe más de una persona, que sus esferas de acción coinciden, y que no existe una sincronización de intereses ni armonía preestablecida, los conflictos sobre el uso del propio cuerpo son inevitables. Yo podría, por ejemplo, querer usar mi cuerpo para disfrutar bebiendo una taza de té, mientras que otra persona podría querer iniciar un amorío con él, impidiéndome por tanto tomar mi té y reduciendo el tiempo restante para la búsqueda de mis propios objetivos mediante el uso de este cuerpo. Para poder evitar tales conflictos, deben formularse normas de posesión exclusiva. En efecto, siempre que exista acción humana, existirá necesidad de establecer normas de propiedad»
(Hoppe, 2010, p. 20)
Si la propiedad sobre un bien implica la facultad de usar, gozar y disponer de dicho bien a voluntad, un esquema de interacción social que permita que una de las partes pueda someter a la otra privándola del libre uso, disposición y goce de su propio cuerpo, no cumple con el principio de simetría que establece que las normas deben aplicarse por igual a todos los agentes involucrados.
Para que los seres humanos puedan relacionarse intentando minimizar los conflictos, entonces, las normas deben ser —primero que todo— normas de posesión exclusiva sobre el propio cuerpo: nadie puede disponer del cuerpo de otro, a menos que exista voluntariedad de permitir aquella disposición.
Quien desee disponer y controlar las decisiones sobre el cuerpo de otro por medio de la fuerza está necesariamente violando el principio de no agresión.
El acto de argumentar, por el contrario, presupone ipso facto —e incluso aunque las partes no estén de acuerdo— que han rechazado usar la fuerza para relacionarse.
Por lo tanto, si yo deseo que otro realice una acción con su cuerpo (o que deje de hacerla) sólo puedo intentar argumentar para intentar convencerlo (a menos que considere que es un animal o un esclavo).
De este modo, y aunque parezca paradójico, una postura «provida» puede ser perfectamente compatible con una ética libertaria: agrupaciones voluntarias «provida» podrían, en efecto, ayudar a embarazadas que desean abortar proporcionándoles ayuda económica y/o psicológica para intentar convencerlas de que desistan, o de proveer tratamientos anticonceptivos en mujeres en situación vulnerable, por ejemplo, como acción preventiva.
«El trinfo de la persuasion por sobre la fuerza es el signo de una sociedad civilizada»
Mark Skousen
Vacunación forzosa
«(..) Esta “propiedad” del propio cuerpo implica un derecho a invitar a (acordar con) otra persona a hacer algo con el propio cuerpo: mi derecho a hacer lo que quiera con mi cuerpo, por tanto, incluye el derecho a pedir y dejar que otro use mi cuerpo, lo ame, lo examine, inyecte medicinas o drogas en él, cambie su apariencia física e incluso lo golpee, dañe o mate, si eso es lo que quiero y ha acordado»
(Hoppe, 2010, p. 22)
Autopropiedad como base de una ética libertaria implica que, aun si estamos en presencia de una enfermedad infectocontagiosa global cuyo control requiere de inmunización colectiva —reconociendo en el otro a un ser humano, y no a un animal o a un esclavo— sólo se puede recurrir a la persuasión. Esto es particularmente importante porque reconozco la autopropiedad del otro y respeto su decisión sobre lo que permite hacer con su propio cuerpo. Y eso incluye el derecho a decidir cómo desea adquirir su inmunidad, ya sea de modo natural —exponiéndose al patógeno y permitiendo a su sistema inmunológico generar anticuerpos— o artificial —a través de la vacuna—. Incluso suponiendo que el riesgo de morir sea elevado y que no vacunarse sea muy riesgoso, que un individuo no pueda decidir sobre su propio cuerpo siendo forzado a aceptar un tratamiento médico es necesariamente una acción esclavista. ¿Quién más que el propio individuo debe decidir el nivel de riesgo al que desea exponerse?
Los pases de movilidad tampoco pueden permitirse, pues se tratan de extorsión a cambio de la concesión de libertades, donde nuevamente se viola la autopropiedad del individuo.
Si no se comprende la importancia de defender ahora la soberanía sobre nuestros cuerpos, mañana será demasiado tarde. Si no es tu cuerpo, no puede ser tu decisión. Y si no puedes decidir, eres un esclavo.
El artículo original se encuentra aquí.