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3 tipos de políticas del socialismo conservador

Este es un extracto de la traducción del capítulo 5, «El socialismo del conservadurismo», del libro A Theory of Socialism and Capitalism de Hans-Hermann Hoppe.

Existen tres tipos de políticas de ese tipo: los controles de precios, las regulaciones y los controles de comportamiento, todas las cuales, desde luego, son medidas socialistas, como son los impuestos, pero todas ellas curiosamente han sido generalmente relegadas en los intentos de evaluar el grado total de socialismo en distintas sociedades, de la misma forma en que la importancia de los impuestos en este sentido ha sido sobrevalorada.[1] Discutiré ahora esos esquemas específicos de políticas conservadoras.

Cualquier cambio en los precios (relativos) evidentemente causa cambios en la posición relativa de la gente que provee los respectivos bienes o servicios. Por tanto, para fijar su posición parecería que todo lo que se necesita hacer es fijar precios: esta es la justificación conservadora para introducir controles de precios. Para verificar la validez de esta conclusión, los efectos económicos de la fijación de precios necesitan ser examinados.[2] Para empezar, se asume que un control de precios selectivo sobre un producto o grupo de productos ha sido puesto en vigor y que el precio fijado ha sido decretado como el precio por encima o por debajo del cual el producto podría no venderse. Ahora bien, en la medida en que el precio fijado es idéntico al del mercado, el control de precios simplemente será inefectivo. Los efectos peculiares de la fijación de precios solo pueden darse toda vez que no sean idénticos. Y dado que la fijación de precios no elimina las causas que generaron los cambios de precios, sino que simplemente decreta que ninguna atención debe prestárseles, ella ocurre tan pronto como aparece cualquier cambio en la demanda, por la razón que sea, para el producto en cuestión. Si la demanda aumenta (y los precios, sin control, aumentarían también) entonces el precio fijado se convierte en la práctica en un precio máximo efectivo, es decir, un precio por encima del cual se vuelve ilegal vender. Si la demanda decrece (y los precios, sin control, caerían también) entonces el precio fijo se vuelve un precio mínimo efectivo, es decir, un precio por debajo del cual se vuelve ilegal vender.[3]

La consecuencia de imponer un precio máximo es un exceso de demanda para los bienes provistos. No todos los que desean comprar al precio fijado pueden hacerlo. Y esta escasez se prolongará mientras que a los precios no se les permita aumentar respondiendo a la mayor demanda, y por tanto, no existe posibilidad para los productores (quienes presuntamente habían estado produciendo hasta el punto en que los costos marginales, es decir, el costo de producir la última unidad del producto en cuestión, igualen la ganancia marginal) de dirigir recursos adicionales hacia la línea de producción específica, es decir, aumentando la oferta sin incurrir en pérdidas. Las colas, el racionamiento, el favoritismo, los pagos por debajo de la mesa y los mercados negros se volverán aspectos permanentes de la vida. Y los desabastecimientos y otros efectos secundarios que acarreen se incrementarán más, ya que ese exceso de demanda para los bienes con precios fijos se regará hacia otros bienes no controlados (en particular, desde luego, a los sustitutos), aumentarán sus precios y crearán un incentivo adicional para mover recursos desde las líneas de producción controladas hacia las no controladas.

Imponer un precio mínimo, es decir, un precio por encima del precio potencial de mercado y por debajo del cual las ventas se vuelven ilegales, mutatis mutandis produce un exceso de oferta por sobre la demanda. Existirá un exceso de bienes producidos que simplemente no encontrarán compradores. Y nuevamente: este exceso se prolongará mientras que a los precios no se les permita bajar habiendo bajado la demanda del bien en cuestión. Lagos de leche y vino, montañas de mantequilla y granos, para citar algunos ejemplos, se desarrollarán y crecerán; y a medida que los contenedores se llenen será necesario destruir repetidamente el exceso de producción (o, como alternativa, habrá de pagarse a los productores para que ya no produzcan tal exceso). El exceso de la producción se agravará aún más porque el precio artificialmente alto atrae una inversión de recursos mayor en esa área en particular, que entonces se volverán faltantes en otras líneas de producción donde hay en realidad una mayor necesidad de ellos (en términos de demanda de los consumidores), y donde, como consecuencia, los precios de los productos se elevarán.

Los precios máximos o mínimos, en cualquier caso, los controles de precios generarán el empobrecimiento relativo. De cualquier manera llevarán a una situación en que existen demasiados recursos (en términos de demanda de los consumidores) en áreas productivas de menor importancia y no los suficientes en áreas de mayor importancia. Los factores de producción ya no pueden ser asignados para que las necesidades más apremiantes sean satisfechas primero, las siguientes en urgencia en segundo lugar, etc., o dicho con más precisión, para que la producción de cualquier bien determinado no se extienda por encima (o por debajo) del nivel en el cual la utilidad de la producción marginal caiga debajo (o se mantenga encima) de la utilidad marginal de cualquier otro producto. Más bien, la imposición de controles de precios significa que necesidades menos urgentes son satisfechas a costa de una satisfacción reducida de necesidades más urgentes. Y esto significa nada más que el estándar de vida se verá reducido. Que la gente desperdiciará su tiempo buscando bienes porque existe una oferta escasa o que se desecharán bienes porque se mantienen artificialmente en alta oferta son solo dos de los síntomas más conspicuos de esta riqueza social disminuida.

Pero esto no es todo. El análisis anterior también revela que el conservadurismo no podría ni siquiera alcanzar su objetivo de estabilidad distributiva por medio de un control de precios parcial. Con precios solo parcialmente controlados, las perturbaciones en las posiciones de ingreso y riqueza tendrían que darse de todos modos, ya que los productores en las áreas no controladas, o en líneas de producción con precios mínimos son favorecidos a expensas de aquellos en líneas controladas o en líneas de producción con precios máximos. Por lo tanto, seguirá existiendo un incentivo para que los productores individuales cambien de una línea de producción a otra diferente, una más rentable, con la consecuencia de que las diferencias en la capacidad de alerta empresarial y la habilidad para prever e implementar esos cambios rentables aparecerán y resultarán en perturbaciones del orden establecido. El conservadurismo entonces, si en realidad es intransigente en su compromiso con la preservación del statu quo, se ve obligado a expandir constantemente el círculo de bienes sujetos a controles de precios y efectivamente no puede detenerse antes de un control o congelamiento total de los precios.[4] Solo si los precios de todos los bienes y servicios, tanto de capital como de consumo, se congelan a cierto nivel, y el proceso de producción es así separado completamente de la demanda —en vez de desconectar la producción y la demanda solo en ciertos puntos o sectores como ocurre bajo el control parcial de precios—, parece posible preservar un orden distributivo en su totalidad. Nada sorprendente, sin embargo, es que el precio que debe pagarse por ese conservadurismo total es aún más alto que el de los controles parciales de precios solamente.[5] Con el control total de los precios, la propiedad privada de los medios de producción es de hecho abolida. Aún puede haber propietarios privados nominalmente, pero el derecho a determinar el uso de su propiedad y de entablar en cualquier intercambio contractual que consideren beneficioso se pierde por completo. Las consecuencias de esta expropiación silenciosa a los productores son una reducción del ahorro y la inversión y, mutatis mutandis, un incremento en el consumo. Debido a que uno ya no puede obtener los frutos del propio trabajo que el mercado esté dispuesto a darnos, se pierde un motivo para trabajar. Y adicionalmente, ya que los precios están fijados —independientemente del valor que los consumidores otorguen a los productos en cuestión—, habrá también una razón menos para preocuparse por la calidad del tipo de trabajo o producto en particular que uno aún desempeñe o produzca, y por tanto la calidad de todos y cada uno de los productos caerá.

Pero aún más importante que esto es el empobrecimiento que resulta del caos en la asignación de recursos creado por los controles universales de precio. Mientras todos los precios de los productos, incluyendo los de los costos de producción y en particular de los salarios, estén congelados, la demanda de distintos productos aún cambia constantemente. Sin controles de precios, los precios seguirían la dirección de estos cambios y de ese modo crean un incentivo para retirarse de áreas productivas menos valoradas hacia áreas de producción más valoradas. Bajo controles universales de precio, este mecanismo es destruido completamente. Si la demanda de un producto aumenta, se generará desabastecimiento debido a que los precios no pueden elevarse, y consecuentemente, porque la rentabilidad de producir ese bien en particular no se ha alterado, no se atraerá hacia él factores productivos adicionales. Como consecuencia, el exceso de demanda, dejado insatisfecho, se regará hacia otros productos, elevando la demanda de ellos por encima del nivel que hubiera existido de otro modo. Pero aquí nuevamente, a los precios no se les permite elevarse respondiendo a una demanda mayor, y nuevamente se generará una escasez. Y así el proceso de trasladar la demanda de los productos requeridos con mayor urgencia a los productos de importancia secundaria, y de ahí a productos de aún menor relevancia, ya que nuevamente no puede satisfacerse la intención de todos de comprarlo al precio controlado, debe continuar y continuar. Finalmente, ya que no hay alternativas disponibles y el papel moneda que la gente aún tiene para gastar tiene un valor intrínseco menor que incluso el producto menos valorado disponible para la venta, la demanda excesiva se regará hacia productos cuya demanda había declinado originalmente. Por lo tanto, incluso en aquellas líneas de producción donde un excedente había aparecido como consecuencia de una demanda decreciente pero donde a los precios no se les había permitido bajar correspondientemente, las ventas se repondrán como consecuencia de una demanda insatisfecha en otro lugar de la economía; a pesar de los precios altos artificialmente fijados, el excedente se volverá vendible; y, con la rentabilidad así restablecida, una salida de capital será impedida incluso aquí.

La imposición del control total de los precios significa que el sistema de producción se ha vuelto completamente independiente de las preferencias de los consumidores para cuya satisfacción la producción es emprendida en realidad. Los productores pueden producir cualquier cosa y los consumidores no tendrán otra alternativa que comprarla, cualquiera que sea. Consecuentemente, cualquier cambio en la estructura productiva que se haga o se ordene hacer sin la ayuda de precios de libre movilidad no es sino dar palos de ciego, remplazando un conjunto arbitrario de bienes en oferta por otro igualmente arbitrario. Sencillamente ya no existe ninguna conexión entre la estructura de la producción y la estructura de la demanda. A nivel de la experiencia del consumidor esto significa, como ha sido descrito por G. Reisman, “… inundar a la gente con camisas, mientras se les obliga a ir descalzos, o inundarles con zapatos obligándoles a ir descamisados; darles enormes cantidades de papel, pero no lápices o tinta, o viceversa; … en efecto, darles cualquier combinación absurda de bienes”. Pero claro, “… dar simplemente a los consumidores unas combinaciones de bienes es en sí mismo equivalente a un grave declive en la producción, ya que representa un igual perjuicio en el bienestar humano”.[6] El estándar de vida no depende simplemente de un total físico de producción; depende muchísimo más de una distribución o proporcionalidad de los diversos factores de producción específicos para producir una composición bien balanceada de bienes de consumo variados. Los controles universales de precios, como ‘ultima ratio’ del conservadurismo, impiden que se produzca dicha composición bien balanceada. El orden y la estabilidad sólo se generan en apariencia; en realidad son medios que crean caos de asignación y arbitrariedades, y de ese modo reducen el estándar general de vida.

Además, y esto lleva a la discusión del segundo instrumento específico de la política conservadora, es decir, las regulaciones, aún si los precios son controlados masivamente esto sólo puede salvaguardar un orden existente de distribución de ingresos y riquezas si se asume de forma irrealista que los productos tanto como los productores son “estacionarios”. Sin embargo, los cambios en el orden existente no pueden ser ignorados si existen nuevos y diferentes productos, si son desarrolladas nuevas tecnologías para producir productos, o si emergen productores adicionales. Todo esto llevaría a disrupciones en el orden existente, mientras que los viejos productos, tecnologías y productores, sujetos como están a los controles de precios, tendrían entonces que competir con productos y servicios nuevos y diferentes (los cuales, ya que son nuevos, no pueden haber estado bajo controles de precios), y perderían probablemente parte de sus rentas establecidas frente a los nuevos participantes en el transcurso de esta competencia. Para compensar tales disrupciones, el conservadurismo podría nuevamente utilizar como mecanismo los impuestos y de hecho hasta cierto punto lo hace. Pero permitir que las innovaciones ocurran primero sin impedimento y luego gravar las ganancias de los innovadores y restaurar el viejo orden, es, como se explicó, un instrumento demasiado progresista para una política del conservadurismo. El conservadurismo prefiere las regulaciones como medio para impedir o enlentecer las innovaciones y los cambios sociales que estas provocan.

La forma más drástica de regular el sistema productivo sería simplemente prohibir cualquier innovación. Tal política, debe señalarse, tiene adherentes entre aquellos que critican el “consumismo” de otros, es decir, el hecho de que hoy en día existen ya “demasiados” bienes y servicios en el mercado, y que desean congelar o reducir la diversidad presente; y también, por razones ligeramente distintas, tiene adherentes entre aquellos que quieren congelar la tecnología productiva actual por miedo a que tales innovaciones tecnológicas, como las máquinas que ahorran trabajo humano, pudieran “destruir” empleos (existentes). Sin embargo, una prohibición frontal de todo cambio innovador casi nunca se ha dado —quizá con la reciente excepción del régimen de Pol Pot— debido a la falta de apoyo en la opinión pública que jamás pudo ser persuadida de que dicha política no sería extremadamente costosa en términos de pérdidas de bienestar. Bastante popular, sin embargo, ha sido un mecanismo algo moderado: si bien ningún cambio se prohíbe en principio, toda innovación debe ser aprobada oficialmente (aprobada, es decir, por gente distinta al propio innovador) antes de poder ser implementada. De este modo, argumenta el conservadurismo, se garantiza que las innovaciones sean socialmente aceptables, que el progreso sea gradual, que puedan ser introducidas simultáneamente por todos los productores y que todos puedan obtener sus ventajas. Los carteles forzosos, es decir, gubernamentalmente implementados, son los medios más populares para alcanzar este efecto. Al requerir que todos los productores, o que todos los productores de una industria, se vuelvan miembros de una única organización supervisora —el cartel—, se hace posible evitar el demasiado visible exceso de producción generado por los controles de precios mínimos, a través de la imposición de cuotas de producción. Por otra parte, las disrupciones causadas por cualquier acción innovadora pueden ser centralmente monitoreadas y moderadas. Pero mientras que este método ha ido ganando terreno constantemente en Europa y en un grado algo menor en Estados Unidos, y si bien ciertos sectores de la economía están de hecho ya sujetos a controles similares, el instrumento regulador socialista-conservador más popular y más frecuentemente utilizado es todavía aquel de establecer estándares predefinidos para categorías predefinidas de productos o productores a los cuales todas las innovaciones deben someterse. Estas regulaciones establecen el tipo de características que una persona debe poseer (otras aparte de las “normales” de ser el propietario legítimo de los bienes y no dañar la integridad física de la propiedad de otros a través de las acciones propias) para poder establecerse como productor de algún tipo; o estipulan la clase de pruebas (con respecto, por ejemplo, a materiales, apariencia o medidas) que un producto de un tipo determinado debe pasar antes de ser apenas aprobado en el mercado; o prescriben revisiones concretas que un avance tecnológico debe superar antes de ser aprobado como un método de producción nuevo. Con tales medidas regulatorias, las innovaciones no pueden ser ni completamente evitadas ni se puede evitar que algunos cambios puedan ser sorprendentes. Pero en la medida en que los estándares predefinidos a los que los cambios tienen que someterse deban ser necesariamente “conservadores”, es decir, formulados en términos de productos, productores y tecnologías existentes, sirven al propósito del conservadurismo en cuanto a que volverán realmente más lento el ritmo de cambios innovadores y el rango de posibles sorpresas.

En cualquier caso, toda esta clase de regulaciones, principalmente las primeras y menos directamente las últimas en mencionarse, llevarán a una reducción del estándar general de vida.[7] Una innovación, desde luego, solo puede ser exitosa y permitir al innovador romper el orden existente de distribución de ingresos y riqueza si es más altamente valorada que los productos antiguos alternativos. La imposición de regulaciones, sin embargo, implica una redistribución de títulos de propiedad desde los innovadores y hacia los productores, productos y tecnologías establecidos. Por lo tanto, al socializar total o parcialmente las posibles ganancias de ingresos y riqueza provenientes de cambios innovadores en el proceso de producción y mutatis mutandis al socializar total o parcialmente las posibles pérdidas provenientes de no innovar, el proceso de innovación se volverá más lento, habrá menos innovadores e innovaciones, y en su lugar emergerá una marcada tendencia a mantener las cosas tal y como están. Eso implica nada más y nada menos que el proceso de aumento de satisfacción del consumidor al producir bienes y servicios más altamente valorados en formas más eficientes y menos costosas es llevado a un estancamiento, o al menos se obstaculiza. De este modo, incluso si es de una forma distinta a los controles de precios, las regulaciones también harán que la estructura de la producción se descoordine con la demanda. Y mientras que eso puede ayudar a salvaguardar una estructura de distribución de la riqueza existente, nuevamente debe ser pagado por un declive en la riqueza general que se incorpora a esa misma estructura de la producción.

Finalmente, el tercer instrumento de política especialmente conservadora son los controles de comportamiento. Los controles de precio y las regulaciones congelan el lado de la oferta de un sistema económico y de esa forma lo divorcian de la demanda. Pero esto no impide que aparezcan cambios en la demanda; solamente hace que la oferta no pueda responder a ellos. Y así, puede ocurrir que no solo emerjan discrepancias, sino que se vuelvan dramáticamente evidentes como tales. Los controles de comportamiento son políticas designadas para controlar el lado de la demanda. Apuntan a evitar o retardar los cambios en la demanda para volver la falta de capacidad de respuesta del lado de la oferta menos visible, completando de ese modo la tarea del conservadurismo: la preservación del orden existente frente a cambios de cualquier tipo.

Los controles de precio y las regulaciones por un lado, y los controles de comportamiento por el otro, son entonces los dos aspectos complementarios de una política conservadora. Puede argumentarse con gran acierto que es ese lado de los controles de comportamiento la característica más distintiva de una política conservadora. Si bien las distintas formas de socialismo favorecen distintas categorías de personas no productivas y no innovadoras a expensas de diversas categorías de productores e innovadores potenciales, tanto como cualquier otra variante de socialismo, el conservadurismo tiende a generar gente menos productiva y menos innovadora, forzándoles a aumentar el consumo o canalizar sus energías productivas e innovadoras hacia los mercados negros. Pero de todas las formas de socialismo, solamente el conservadurismo interfiere directamente con el consumo y los intercambios no comerciales. (El resto de las formas de socialismo, desde luego, también tienen su efecto en el consumo, en la medida en que llevan a una reducción en el estándar de vida; pero a diferencia del conservadurismo, dejan al consumidor prácticamente libre con lo que sea que quede para su consumo). El conservadurismo no sólo debilita el desarrollo de nuestros talentos productivos; bajo el nombre del “paternalismo”, también busca bloquear el comportamiento de la gente en su rol de consumidores aislados o como partes de una relación en formas no comerciales de intercambio, y de ese modo también amordaza o suprime el talento propio para desarrollar un estilo de vida de consumidor que satisfaga mejor las necesidades recreativas propias.

Cualquier cambio en el patrón de comportamiento del consumidor tiene sus efectos económicos. (Si dejo más larga mi cabellera esto afecta a las peluquerías y la industria de las tijeras; si alguna persona se divorcia, esto afecta a los abogados y el mercado de vivienda; si empiezo a fumar cannabis, esto tiene consecuencias no sólo para el uso de tierra agrícola, sino también para la industria de helados, etc.; y sobre todo, tal comportamiento desequilibra el sistema de valores de quien sea vea afectado por ello). Cualquier cambio puede así parecer un elemento disruptivo frente a la estructura conservadora de producción, el conservadurismo, en principio, tendría que considerar todas las acciones, el total de los estilos de vida de la gente en su rol como consumidores individuales o intercambiadores no comerciales como objetos apropiados de los controles de comportamiento. El conservadurismo total equivaldría al establecimiento de un sistema social en que todo excepto la forma tradicional de comportarse (que está explícitamente permitida) esté prohibido. En la práctica, el conservadurismo jamás iría tan lejos, ya que existen costos asociados a los controles y porque tendría que lidiar con una creciente resistencia en la opinión pública. El conservadurismo “normal”, entonces, se caracteriza en cambio por un número menor o mayor de leyes y prohibiciones específicas que prohíben y castigan varias formas de comportamiento no agresivo de consumidores aislados, o de personas que participan en intercambios no comerciales; de acciones, lo que significa, que si se realizan efectivamente, ni cambiarían la integridad física de la propiedad de nadie ni violarían el derecho de nadie a negarse a cualquier intercambio que no parezca ventajoso, sino que más bien (solamente) quebrantaría el orden “paternal” establecido de valores sociales.

Nuevamente, el efecto de una política de controles de comportamiento, es en todo caso, el empobrecimiento relativo. A través de la imposición de tales controles no sólo un grupo de gente es afectado por el hecho de que ya no pueden participar de ciertos comportamientos pacíficos, sino que otro grupo se beneficia de tales controles en la medida en que ya no tiene que tolerar tales formas de comportamiento que les disgustan. Más específicamente, los perdedores en esta redistribución de derechos de propiedad son los usuarios-productores de las cosas cuyo consumo ahora está impedido, y ganan relativamente los no usuarios y no productores de los bienes de consumo en cuestión. De este modo, una nueva y diferente estructura con respecto a la producción o no producción es establecida y aplicada a una población. La producción de bienes de consumo ha sido vuelta más costosa ya que su valor ha caído como consecuencia de la imposición de controles respecto a su uso, y mutatis mutandis, la adquisición de satisfacción del consumidor mediante medios no productivos y no contractuales se ha hecho relativamente menos costosa. Como consecuencia, habrá menos producción, menos ahorro e inversión y una mayor tendencia en su lugar a obtener satisfacción a expensas de otros mediante métodos políticos, es decir, agresivos. Y, en particular, en la medida en que las restricciones impuestas por controles de comportamiento impliquen los usos que una persona puede hacer de su propio cuerpo, la consecuencia será un menor valor atribuido al mismo y, en consecuencia, una reducción de la inversión en capital humano.

Con esto hemos llegado al final de nuestro análisis teórico del conservadurismo como una forma especial de socialismo. Nuevamente, para completar la discusión se hará algunos comentarios que ayuden a ilustrar la validez de las conclusiones anteriormente mencionadas. Al igual que en la discusión del socialismo socialdemócrata, estas observaciones ilustradoras deben ser leídas con precauciones: en primer lugar, la validez de las conclusiones obtenidas en este capítulo pueden y deben ser establecidas independientemente de la experiencia. Y segundo, en tanto a la experiencia y la evidencia empírica conciernen, desafortunadamente no existen ejemplos de sociedades que puedan ser estudiadas con respecto a los efectos del conservadurismo en la misma medida en que se puede con las otras variantes de socialismo y capitalismo. No existe un caso cuasi experimental de estudio de un país que por sí solo pueda proveerle a uno lo que se considera evidencia “notoria”. La realidad es más bien una en que todo tipo de políticas —conservadoras, socialdemócratas, marxista-socialistas y también liberal-capitalistas— están tan mezcladas y combinadas que sus respectivos efectos no pueden ser usualmente conectados limpiamente con causas concretas, pero que deben ser desenredados y conectados una vez más a través de medios puramente teóricos.

Teniendo esto en cuenta, sin embargo, algo puede decirse sobre el desempeño real del conservadurismo en la historia. Una vez más la diferencia entre los estándares de vida entre Estados Unidos y los países de Europa Occidental (tomados en su conjunto) permite una observación que encaja con el cuadro teórico. Ciertamente, como se mencionó en el capítulo anterior, Europa tiene más socialismo redistributivo —como indica a grosso modo el nivel de impuestos— que Estados Unidos, y es más pobre debido a esto. Pero más notable aún es la diferencia que existe entre los dos con respecto al grado de conservadurismo.[8] Europa tiene un pasado feudal que es palpable hasta nuestros días, en particular en la forma de numerosas regulaciones que restringen el comercio y la entrada a distintas industrias, y prohibiciones de acciones no agresivas, mientras que Estados Unidos está notablemente libre de un pasado así. Atado a esto está el hecho de que por largos periodos durante el siglo XIX y XX, Europa había sido moldeada por políticas de partidos más o menos explícitamente conservadores más que por cualquier otra ideología política, mientras que un partido genuinamente conservador nunca existió en Estados Unidos. En realidad, incluso los partidos socialistas de Europa Occidental fueron infectados en gran medida por el conservadurismo, en particular bajo la influencia de los sindicatos de obreros, e impusieron numerosos elementos socialistas-conservadores (regulaciones y controles de precio) en las sociedades europeas durante sus periodos de influencia (si bien ayudaron ciertamente a abolir algunos de los controles conservadores de comportamiento). En todo caso, dado que Europa es más socialista que Estados Unidos y sus estándares de vida son relativamente menores, esto se debe menos a la influencia del socialismo socialdemócrata en Europa y más a la influencia del socialismo del conservadurismo, como se indica no tanto por sus niveles más altos de impuestos en general, sino más bien por el significativamente más alto número de controles de precios, regulaciones y controles de comportamiento en Europa. Debo apresurarme en añadir que Estados Unidos no es más rico de lo que es actualmente ni muestra su vigor económico del siglo XIX no sólo porque adoptó más y más políticas socialistas redistributivas a lo largo del tiempo, sino mucho más porque ese país también fue gradualmente volviéndose presa de una ideología conservadora de querer proteger un statu quo en la distribución de ingresos y riqueza frente a la competencia, y en particular la posición de propietarios entre los productores existentes por medio de regulaciones y controles de precio.[9]

En un nivel incluso más global, otra observación calza con el cuadro teóricamente derivado del conservadurismo como causante de empobrecimiento. Ya que afuera del denominado mundo occidental, los únicos países que igualan el miserable desempeño económico de los regímenes de socialismo marxista son precisamente aquellas sociedades en Latinoamérica y Asia que jamás han roto seriamente con su pasado feudal. En estas sociedades, vastas áreas de la economía están incluso ahora completamente exentas de la esfera y la presión de la libertad y la competencia y están más bien encerradas en su posición tradicional por medios regulatorios, aplicados, como es de esperar, mediante la agresión absoluta.

A nivel de observaciones más específicas los datos también indican claramente lo que la teoría le llevaría a uno a esperar. Volviendo a Europa Occidental, pocas dudas puede haber de que de los países europeos más grandes, Italia y Francia son los más conservadores, especialmente si se comparan con las naciones del norte que, en cuanto a socialismo se refiere, han estado inclinándose más hacia su versión redistributiva.[10] Mientras que el nivel de impuestos en Italia y Francia (gasto estatal como porción de su PNB) no es más alto que en el resto de Europa, estos dos países claramente exhiben más elementos socialistas-conservadores que en cualquier otra parte. Tanto Italia como Francia están plagadas literalmente de miles de controles de precios y regulaciones, volviendo altamente dudoso que algún sector de sus economías pueda ser llamado “libre” con alguna justificación. Como consecuencia (y tal como podría haberse predicho), el estándar de vida en ambos países es significativamente menor que aquel del norte de Europa, como cualquiera que viaja más allá de lugares netamente turísticos no puede dejar de notar. En ambos países, desde luego, uno de los objetivos del conservadurismo parece haber sido alcanzado: las diferencias entre los propietarios y no propietarios han sido muy bien preservadas —uno difícilmente encontrará diferencias de ingresos y riqueza tan extremas en Alemania o Estados Unidos como en Italia o Francia—, pero el precio es una caída relativa de la riqueza social. De hecho, esta caída es tan significativa que el estándar de vida para la clase baja y media-baja de ambos países es en el mejor de los casos tan solo un poco más alto que aquel de los países más liberalizados del bloque Oriental. Y las provincias sureñas de Italia, en particular, donde aún más regulaciones han sido amontonadas encima de aquellas en rigor en todo el resto del país, apenas han abandonado el bando de las naciones del tercer mundo.

Finalmente, como un último ejemplo que ilustra el empobrecimiento causado por las políticas conservadoras, la experiencia con el nacionalsocialismo en Alemania y en menor grado con el fascismo en Italia debe ser mencionada. A menudo no se entiende que ambos fueron movimientos socialista-conservadores.[11] Es en tal forma, es decir, como movimientos dirigidos contra el cambio y las disrupciones sociales provocadas por las fuerzas dinámicas de una economía libre, que ellos —aparte de los movimientos de socialismo marxista— pudieron encontrar apoyo entre los propietarios establecidos, dueños de tiendas, agricultores y empresarios. Pero derivar de esto la conclusión de que debe haber sido un movimiento procapitalista o incluso la etapa más avanzada en el desarrollo del capitalismo antes de su deceso final, como hacen normalmente los marxistas, es completamente equivocado. En realidad, el enemigo más fervorosamente aborrecido por el fascismo y el nacionalsocialismo no era el socialismo como tal, sino el liberalismo. Desde luego, ambos detestaban el socialismo de los marxistas y bolcheviques, porque al menos ideológicamente eran internacionalistas y pacifistas (confiando en las fuerzas de la historia que llevarían a la destrucción del capitalismo desde adentro), mientras que el fascismo y el nazismo eran movimientos nacionalistas dedicados a la guerra y la conquista; y probablemente aún más importante con respecto a su apoyo público, porque el marxismo implicaba que los que tenían serían expropiados por los que no tenían y el orden social sería así trastornado, mientras que el fascismo y el nazismo prometían preservar el orden establecido.[12] Pero, y esto es decisivo para su clasificación como movimientos socialistas (en lugar de capitalistas), perseguir ese objetivo implica —como se ha explicado en detalle anteriormente— una negación de los derechos del usuario-propietario individual de cosas a hacer con ellas lo que le parezca mejor (siempre que uno no dañe físicamente la propiedad de otro o participe de intercambios no contractuales), como la que resulta de una expropiación de los propietarios naturales por parte de la “sociedad” (es decir, por gente que ni produjo ni adquirió contractualmente las cosas en cuestión) como lo hace la política marxista. Y en efecto, para alcanzar este objetivo, tanto el fascismo como el nazismo hicieron exactamente lo que su clasificación como socialista-conservadores le llevaría a uno a esperar: establecieron economías altamente controladas y reguladas en que la propiedad privada existía todavía nominalmente, pero en la práctica había perdido su significado, ya que el derecho de determinar el uso de las cosas había sido casi completamente transferido a instituciones políticas. Los nazis, en particular, impusieron un sistema casi completo de controles de precios (incluyendo controles de salarios), concibieron la institución de planes cuatrienales (casi como en Rusia, donde los planes se extendían por un periodo de cinco años) y establecieron organismos de planificación y supervisión económicas que tenían que aprobar cualquier cambio significativo en la estructura productiva. Un “propietario” ya no podía decidir qué producir o cómo producirlo, de quién comprar o a quién vender, qué precios pagar o cobrar, o cómo implementar cualquier cambio. Todo esto, desde luego, creaba una atmósfera de seguridad. A todos se les asignaba una posición fija, y tanto asalariados como dueños de capital recibían un ingreso garantizado, en términos nominales, estable o incluso creciente. Además, los programas gigantescos de trabajos forzosos, la reintroducción de la conscripción y finalmente la implementación de una economía de guerra fortalecieron la ilusión de expansión económica y prosperidad.[13] Pero como podría esperarse de un sistema económico que destruye el incentivo del productor para ajustar sus planes a la demanda y evitar descoordinarse con ella, y que en la práctica separa la demanda de la producción, esta sensación de prosperidad probó no ser nada más que una ilusión. En la realidad, en términos de los bienes que la gente podía comprar con su dinero, el estándar de vida cayó no sólo en términos relativos, sino incluso absolutos.[14] Y en cualquier caso, incluso dejando de lado toda la destrucción causada por la guerra, Alemania y en un grado menor Italia se vieron severamente empobrecidas luego de la derrota de los nazis y los fascistas.


Publicado en español originalmente en el libro ‘Libertad o Socialismo’. Revisión, edición, corrección y posterior adición de notas traducidas al español a cargo de Oscar Eduardo Grau Rotela.


Notas

[1] Nótese la interesante relación entre nuestra tipología sociológica de políticas socialistas y la tipología lógica de intervenciones de mercado desarrollada por M. N. Rothbard. Rothbard (Power and Market, Kansas City, 1977, pp. 10ff) distingue entre “intervención autista” en la que “el interviniente puede ordenar a un sujeto individual que haga o no ciertas cosas cuando estas acciones involucran directamente a la persona o propiedad del individuo a/uno… (es decir) cuando el intercambio no está involucrado”; “intervención binaria” en la que “el interviniente puede imponer un intercambio forzado entre el sujeto individual y él mismo”; e “intervención triangular” donde “el interviniente puede obligar o prohibir un intercambio entre un par de sujetos” (p. 10). En términos de esta distinción, la marca característica del conservadurismo es su preferencia por la “intervención triangular” —y como se verá más adelante en este capítulo, la “intervención autista” en la medida en que las acciones autistas también tienen repercusiones naturales en el patrón de intercambios interindividuales— ya que tales intervenciones son especialmente adecuadas, de acuerdo con la psicología social del conservadurismo, para ayudar a “congelar” un patrón dado de intercambios sociales. En comparación con esto, el socialismo igualitario, en línea con su psicología “progresista” descrita, exhibe una preferencia por las “intervenciones binarias” (impuestos). Tenga en cuenta, sin embargo, que las políticas reales de los partidos socialistas y socialdemócratas no siempre coinciden precisamente con nuestra descripción típica-ideal del socialismo de estilo socialdemócrata. Si bien en general lo hacen, los partidos socialistas —sobre todo bajo la influencia de los sindicatos— también han adoptado políticas típicamente conservadoras hasta cierto punto y de ninguna manera se oponen totalmente a cualquier forma de intervención triangular.

[2] Véase en el siguiente M. N. Rothbard, Power and Market, Kansas City, 1977, pp. 24ff.

[3] Aunque para estabilizar las posiciones sociales, es necesario congelar los precios y el congelamiento de precios puede resultar en precios máximos o mínimos, los conservadores favorecen claramente los controles de precios mínimos en la medida en que comúnmente se considera aún más urgente que se impida la erosión de la posición de riqueza absoluta —en vez de la relativa— de uno.

[4] Sin duda, los conservadores no están de ninguna manera siempre dispuestos a llegar tan lejos. Pero lo hacen de forma recurrente; la última vez en Estados Unidos fue durante la presidencia de Nixon. Por otra parte, los conservadores siempre han mostrado una admiración más o menos abierta por el gran espíritu social unificador provocado por una economía de guerra que típicamente se caracteriza precisamente por controles de precios a gran escala.

[5] Véase G. Reisman, Government Against the Economy, Nueva York, 1979. Para un tratamiento apologético de los controles de precio, véase J. K. Galbraith, A Theory of Price Control, Cambridge, 1952.

[6] G. Reisman, Government Against the Economy, Nueva York, 1979, p. 141.

[7] Sobre la política y la economía de la regulación cf. G. Stigler, The Citizen and the State: Essays on Regulation, Chicago, 1975; M. N. Rothbard, Power and Market, Kansas City, 1977, capítulo 3.3; sobre licencias véase también M. Friedman, Capitalism and Freedom, Chicago, 1962, capítulo 9.

[8] Véase también B. Badie y P. Birnbaum, The Sociology of the State, Chicago, 1983, esp. pp. 107f.

[9] Véase sobre esto R. Radosh y M. N. Rothbard (eds.), A New History of Leviathan, Nueva York, 1972.

[10] Véase Badie y Birnbaum, The Sociology of the State, Chicago, 1983.

[11] Véase L. v. Mises, Omnipotent Government, New Haven, 1944; F. A. Hayek, The Road to Serfdom, Chicago, 1956; W. Hock, Deutscher Antikapitalismus, Frankfurt/M, 1960.

[12] Véase uno de los principales representantes de la “Escuela Histórica” alemana, el “Kathedersozialisr” y naziapólogo: W. Sombart, Deutscher Sozialimus, Berlín, 1934.

[13] Véase W. Fischer, Die Wirtschaftspolitik Deutschlands 1918-45, Hannover, 1961; W. Treue, Wirtschaftsgeschichte der Neuzeit, vol. 2, Stuttgart, 1973; R. A. Brady, “Modernized Cameralism in the Third Reich: The Case of the National Industry Group”, en: M. I. Goldman (ed.), Comparative Economic Systems, Nueva York, 1971.

[14] El ingreso bruto promedio de las personas empleadas en Alemania en 1938 (última cifra disponible) era (en términos absolutos, es decir, ¡sin tener en cuenta la inflación!) aún más bajo que el de 1927. Hitler comenzó entonces la guerra y los recursos se desplazaron cada vez más de usos civiles a no civiles, por lo que se puede asumir con seguridad que el estándar de vida disminuyó aún más y de manera más drástica a partir de 1939 en adelante. Véase Statistisches Jahrbuch fuer die BRD, 1960, p. 542; véase también V. Trivanovitch, Economic Development of Germany Under National Socialism, Nueva York, 1937, p. 44.

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