El capitalismo es el único sistema posible de relaciones sociales

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Este es un extracto del libro Liberalismo: La tradición clásica.

Cualquier examen de las diferentes posibilidades de organización de la sociedad basada en la división del trabajo conduce siempre al mismo resultado: una sociedad tal puede elegir solamente entre propiedad colectiva y propiedad privada de los medios de producción. Todas las formas intermedias son teóricamente irracionales y prácticamente contraproducentes con respecto al objetivo perseguido. Si además se demuestra que el socialismo es irrealizable, entonces no hay más remedio que reconocer que el capitalismo es la única forma realizable de relaciones sociales en una sociedad basada en la división del trabajo. Este resultado del análisis teórico no podrá sorprender al historiador y al filósofo de la historia. Si el capitalismo se ha convertido en realidad a pesar de la hostilidad que siempre ha encontrado en la masa y en los gobiernos; si no ha tenido que ceder el paso a otras formas de convivencia social que han contado con mayor simpatía entre los hombres de pensamiento y de acción, ello debe atribuirse tan sólo al hecho de que ningún otro sistema de organización social es posible.

No es necesario entrar en más explicaciones porque no es posible volver a formas de economía social medievales. Sobre la superficie geográfica habitada por los pueblos civilizados europeos la Edad Media conseguía alimentar sólo a una fracción de la población que hoy habita en estos territorios, y a poner a disposición de cada uno una cantidad de bienes materiales esenciales para cubrir sus necesidades diarias, que eran con mucho inferiores a las que la moderna forma capitalista de producción ofrece hoy al hombre moderno. Un retorno a la Edad Media es impensable, a no ser que se empiece por reducir la población a una 128 décima o una vigésima parte de su nivel actual, y luego se imponga a cada uno la obligación de una austeridad inimaginable para el hombre moderno. Los mismos escritores que invocan el retorno a la Edad Media o, como ellos dicen, a una «nueva Edad Media» como único modelo ideal de sociedad, y que reprochan a la era capitalista sobre todo su mentalidad y sus principios materialistas, están a su vez imbuidos de mentalidad materialista mucho más de lo que creen. En efecto, ¿qué mayor signo del más craso materialismo que pensar —como hacen estos escritores— que la sociedad, tras volver a formas de economía y a sistemas políticos medievales, conserve todos los instrumentos técnicos de producción que el capitalismo ha creado y con los que al mismo tiempo ha garantizado al trabajo humano el alto nivel de productividad que ha alcanzado en la época capitalista? La productividad que caracteriza al modo de producción capitalista es resultado precisamente de la mentalidad capitalista y de la actitud capitalista de los individuos hacia la economía, y es un resultado de la tecnología moderna sólo en la medida en que del espíritu capitalista no podía menos de seguirse necesariamente el desarrollo tecnológico.

Nada hay tan absurdo como aquel teorema de la concepción materialista de la historia de Marx, según el cual «el molino manual genera una sociedad de señores feudales, el molino de vapor una sociedad de capitalistas industriales». Para generar la idea del molino de vapor, y para crear las premisas de la realización de esta idea, se precisó la sociedad capitalista. Es el capitalismo el que ha generado la tecnología y no al revés. Pero no menos absurda es la idea de poder conservar la organización técnico-material de nuestra economía si se eliminan sus bases espirituales. Sería imposible seguir gestionando racionalmente la economía si todo el universo mental se reconvirtiera al tradicionalismo y al autoritarismo. El empresario, elemento dinámico de la sociedad capitalista y por tanto de la tecnología moderna, es inimaginable en un ambiente de hombres consagrados a la vida contemplativa.

Pero decir que cualquier forma social distinta de la que se basa en la propiedad privada de los medios de producción es imposible significa decir exactamente que la propiedad como base de la asociación y la cooperación humana debe mantenerse, y que debe combatirse enérgicamente cualquier intento de abolirla. Calificar, pues, de apologistas de la propiedad privada a los liberales es perfectamente correcto, ya que la palabra de origen griego «apologista» significa cabalmente «defensor». Sin embargo, sería mejor evitar esa palabra de origen extranjero, dado que para muchos los términos «apología» y «apologista» sugieren la idea de que lo que se defiende es algo injusto.

No obstante, más que rechazar el supuesto implícito en el uso de esta expresión, es importante establecer otro punto, es decir, que la institución de la propiedad privada no tiene necesidad de defensa alguna, ni de justificación, motivación o explicación. La sociedad tiene necesidad de la propiedad privada para subsistir, y como los hombres tienen necesidad de la sociedad, deben preservar la propiedad privada para no dañar sus propios intereses, es decir, los intereses de todos. Puesto que la sociedad sólo puede sostenerse sobre la base de la propiedad privada, quien la defiende, defiende el mantenimiento del nexo social que liga a todos los hombres, el mantenimiento de la cultura y la civilización del hombre. Se hace apologista y defensor de la sociedad, de la cultura y la civilización y, si quiere estos fines, debe también querer y defender el único medio que conduce a ellos, o sea, la propiedad privada.

Pero quien defiende la propiedad privada de los medios de producción no por ello defiende sin más que el orden social capitalista que en ella se basa sea perfecto. La perfección no es de este mundo. También del orden social capitalista a cada uno de nosotros puede no gustar esto o aquello, mucho o incluso todo. Pero ése es, precisamente, el único orden social posible. Podemos esforzarnos en modificar esta o aquella institución, a condición de no tocar la propiedad, que es la esencia y la base del orden social. Pero en conjunto debemos contentarnos con este orden social porque no puede haber otro.

También en la «naturaleza» puede haber algo que no nos gusta. Pero no por ello podemos modificar la esencia de los procesos naturales. Si, por ejemplo, alguien piensa —y hay quien lo ha afirmado— que el modo en que el hombre toma el alimento, lo asimila y lo digiere, es repelente, es inútil discutirlo; pero sin duda hay que decirle que sólo existe esa vía o la muerte por hambre. No hay tercera vía. Lo mismo ocurre con la propiedad: aut aut. O propiedad privada de los medios de producción, o bien hambre y miseria para todos.

El término que suelen emplear los enemigos del liberalismo para definir su concepción de política económica es «optimismo», entendido como una acusación o bien como una definición sarcástica de la mentalidad liberal. Si con esa definición de la doctrina liberal se pretende atribuir al liberalismo la idea de que el mundo capitalista es el mejor de los mundos posibles, se trata de una pura estupidez. Para una ideología como la del liberalismo, fundada enteramente sobre bases científicas, cuestiones como la de la bondad o no del orden social capitalista, de la posibilidad o no de imaginar otro mejor, de la necesidad o no de rechazarlo desde cualquier punto de vista filosófico o metafísico, ni siquiera se plantean. El liberalismo se basa en las ciencias de la economía política pura, las cuales dentro de su sistema no conocen juicios de valor, no hacen afirmaciones sobre el deber ser, sobre lo que está bien o está mal, sino que se limitan a tomar nota de lo que es y cómo es. Si estas ciencias nos muestran que de todas las formas posibles de organización social sólo una —la que se basa en la propiedad privada de los medios de producción— es capaz de sobrevivir, porque todas las demás son irrealizables, aquí no hay nada que pueda autorizar la definición de optimismo. Que la organización capitalista de la sociedad sea capaz de vivir y de funcionar, es una mera constatación que nada tiene que ver con el optimismo.

Pero los enemigos del liberalismo no cejan, y reafirman su punto de vista según el cual este orden social es malo. Ahora bien, puesto que este enunciado contiene un juicio de valor, no puede someterse a ninguna discusión que quiera ir más allá de los juicios puramente subjetivos y por tanto no científicos. Si en cambio se basa en una percepción errónea de los procesos que tienen lugar en el orden social capitalista, la economía política y la sociología pueden corregirla. Y también en este caso el optimismo nada tiene que ver. Prescindiendo completamente de toda otra consideración, tampoco el descubrimiento de los posibles defectos del orden social capitalista tendría significado alguno para los problemas político-sociales mientras no se demuestre que un orden social distinto sería no digo mejor, sino simplemente capaz de funcionar, y esto no se ha podido demostrar. Por el contrario, la ciencia ha logrado demostrar que todas las construcciones sociales imaginables en sustitución del orden social capitalista son internamente contradictorias e irracionales, y por tanto incapaces de producir aquellos efectos de los que sus defensores las consideran capaces.

La mejor demostración de lo mucho que es ilegítimo hablar de optimismo y de pesimismo, y de cómo la etiqueta de optimismo aplicada al liberalismo tiende en realidad a crear en torno a él un clima de prevención, introduciendo subrepticiamente factores emotivos extracientíficos, nos la ofrece la circunstancia de que, si es así, entonces con la misma legitimidad podrían calificarse también de optimistas quienes creen realizable la construcción de una comunidad basada en el socialismo o en el intervencionismo estatal.

Raramente la mayoría de los autores que se ocupan de los problemas de política económica dejan escapar la ocasión de verter sobre la sociedad capitalista una avalancha de ataques insensatos y pueriles, al tiempo que exaltan con palabras inspiradas aquellos magníficos modelos que se llaman socialismo o intervencionismo estatal, cuando no ya socialismo agrario y sindicalismo. En el frente opuesto han sido siempre muy pocos los autores que han tejido el elogio del orden social capitalista, aunque fuera en tonos más moderados. Si se quiere, se es libre de colgar a estos últimos la etiqueta de optimistas del capitalismo. Pero si se hace, con mayor razón se debe atribuir a aquellos autores antiliberales la definición de hiperoptimistas del socialismo, del intervencionismo estatal, del socialismo agrario y del sindicalismo. En caso contrario, es decir, si la definición de optimistas del capitalismo se reserva para los autores liberales como Bastiat, ello demuestra que no se trata en absoluto de un intento de clasificación científica sino de una deformación político-partidista sin más.

Repito, lo que el liberalismo sostiene no es que el orden capitalista sea óptimo desde cualquier punto de vista. Afirma simplemente que, para alcanzar los fines que los hombres persiguen, la sociedad capitalista es la única indicada, y que los modelos sociales que se llaman socialismo, intervencionismo, socialismo agrario y sindicalismo son irrealizables. Precisamente por esto los neurasténicos que no pueden soportar esta verdad califican a la economía política de ciencia triste. Pero la economía política y la sociología, por el hecho de que nos muestren el mundo tal como es, son tan poco tristes como la mecánica porque nos demuestra la imposibilidad del perpetuum mobile, o la biología porque nos enseña que los seres vivos son mortales.


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