Estatuto para la Libertad Religiosa de Virginia

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El Estatuto para la Libertad Religiosa de Virginia fue redactado en 1777 —sin embargo, no fue introducido por primera vez en la Asamblea General de Virginia hasta 1779, siendo su aprobación postergada—​ por Thomas Jefferson. El 16 de enero de 1786, luego de años de luchas políticas por la libertad de conciencia en materia religiosa, con alguna resistencia de parte de las facciones clericalistas, la Asamblea promulgó el estatuto en la ley del estado. El estatuto desestableció (des-oficializó) la Iglesia de Inglaterra en Virginia y garantizó la libertad de religión a las personas de todas las creencias religiosas. El estatuto se convirtió en un precursor de la Primera Enmienda de la Constitución americana.

El estatuto fue el primer documento oficial en el mundo que garantizó la «separación» entre las iglesias y el Estado, un término que fue acuñado por Jefferson en otro documento.

Jefferson estaba tan complacido con su logro que ordenó que se inscribiera su autoría en su lápida como uno de los tres más grandes éxitos de su vida.


Una ley para establecer la libertad religiosa.

Considerando que Dios Todopoderoso ha creado la mente libre;

Que todos los intentos de influir en ella mediante castigos o cargas temporales, o mediante incapacidades civiles, sólo tienden a engendrar hábitos de hipocresía y mezquindad, y por lo tanto se apartan del plan del santo autor de nuestra religión, quien siendo Señor, tanto del cuerpo como de la mente, eligió no propagarla mediante coacciones en ninguno de los dos, como estaba en su poder omnipotente,

Que la impía presunción de los legisladores y gobernantes, tanto civiles como eclesiásticos, quienes, siendo ellos mismos hombres falibles y no inspirados, han asumido el dominio sobre la fe de los demás, estableciendo sus propias opiniones y modos de pensar como los únicos verdaderos e infalibles, y como tales tratando de imponerlos a los demás, ha establecido y mantenido religiones falsas en la mayor parte del mundo y a través de todos los tiempos;

Que obligar a un hombre a aportar contribuciones de dinero para la propagación de opiniones en las que no cree es pecaminoso y tiránico;

Que incluso obligarle a apoyar a tal o cual maestro de su propia persuasión religiosa es privarle de la cómoda libertad de dar sus contribuciones al pastor particular, cuya moral haría su modelo, y cuyos poderes considera más persuasivos para la rectitud, y es retirar del Ministerio aquellas recompensas temporales, que, procedentes de una aprobación de su conducta personal, son una incitación adicional a los trabajos más serios e incansables para la instrucción de la humanidad;

Que nuestros derechos civiles no dependen de nuestras opiniones religiosas más que de nuestras opiniones en física o geometría,

Que, por lo tanto, proscribir a cualquier ciudadano como indigno de la confianza pública, imponiéndole la incapacidad de ser llamado a cargos de confianza y emolumentos, a menos que profese o renuncie a esta o aquella opinión religiosa, es privarle perjudicialmente de aquellos privilegios y ventajas a los que, en común con sus conciudadanos, tiene un derecho natural,

Que sólo tiende a corromper los principios de esa misma Religión que se pretende fomentar, sobornando con un monopolio de honores y emolumentos mundanos a quienes externamente la profesan y se conforman a ella;

Que, aunque ciertamente son criminales los que no resisten esa tentación, tampoco son inocentes los que ponen el cebo en su camino;

Que permitir que el magistrado civil se inmiscuya en el campo de la opinión y restrinja la profesión o la propagación de los principios suponiendo su mala tendencia es una falacia peligrosa que destruye de inmediato toda la libertad religiosa, porque siendo él, por supuesto, juez de esa tendencia, hará de sus opiniones la regla de juicio y aprobará o condenará los sentimientos de los demás sólo en la medida en que coincidan o difieran de los suyos;

Que ya es hora de que los legítimos propósitos del gobierno civil, sus funcionarios interfieran cuando los principios estallan en actos manifiestos contra la paz y el buen orden;

Y finalmente, que la Verdad es grande y prevalecerá si se la deja sola, que es la antagonista adecuada y suficiente del error, y que no tiene nada que temer del conflicto, a menos que por interposición humana se la desarme de sus armas naturales, el libre argumento y el debate, dejando de ser peligrosos los errores cuando se le permite contradecirlos libremente:

Que la Asamblea General promulgue que ningún hombre será obligado a frecuentar o apoyar ningún culto religioso, lugar o ministerio, ni será forzado, restringido, molestado o agobiado en su cuerpo o en sus bienes, ni sufrirá por sus opiniones o creencias religiosas, sino que todos los hombres serán libres de profesar y mantener, mediante argumentos, sus opiniones en materia de religión, y que esto no disminuirá, ampliará o afectará en modo alguno sus capacidades civiles. Y aunque sabemos muy bien que esta Asamblea elegida por el pueblo para los fines ordinarios de la Legislación solamente, no tiene poder para restringir los actos de las Asambleas sucesivas constituidas con poderes iguales a los nuestros, y que por lo tanto declarar esta ley irrevocable no tendría ningún efecto en la ley; sin embargo, somos libres de declarar, y declaramos que los derechos aquí afirmados, son de los derechos naturales de la humanidad, y que si en lo sucesivo se aprueba cualquier ley para derogar la presente o para restringir su operación, tal acto será una infracción del derecho natural.

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