Las raíces psicológicas del antiliberalismo

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Este es un extracto del libro Liberalismo: La tradición clásica de Ludwig von Mises.

Los problemas de la cooperación social que este libro se propone discutir sólo pueden analizarse con argumentos racionales. Con el racionalismo, obviamente, no se llega a captar el núcleo duro de la resistencia contra el liberalismo, ya que ésta no proviene de la razón, sino de una actitud psicológica que tiene aspectos patológicos: de un resentimiento y de un complejo que podemos llamar «complejo de Fourier», del nombre del célebre socialista francés.

Sobre el resentimiento, sobre la actitud malévola fruto de la envidia, poco hay que decir. El resentimiento entra en juego cuando alguien, aun encontrándose en condiciones bastante beneficiosas, odia hasta el punto de estar dispuesto a aceptar graves desventajas con tal de ver perjudicado el objeto de su odio. También muchos adversarios del capitalismo saben perfectamente que su condición sería menos favorable bajo cualquier otro sistema económico; pero aun siendo perfectamente conscientes de esto, se baten por una reforma, por ejemplo, el socialismo, porque esperan que también el rico al que envidian salga perdiendo. Repetidamente hemos oído decir a los socialistas que incluso la miseria material en la sociedad socialista será más soportable porque se tiene por lo menos la certeza de que nadie estará mejor.

En todo caso, el resentimiento puede combatirse si se emplean argumentos racionales. En definitiva, no es demasiado difícil explicar a quien está dominado por el resentimiento que su problema no puede ser empeorar la situación de quien está mejor, sino mejorar la propia.

Mucho más difícil es combatir contra el complejo de Fourier. Es éste una grave patología psicológica, una auténtica neurosis que debería interesar más a la psicología que a la política. Sin embargo, hoy es imposible fingir ignorar su existencia cuando se indagan los problemas de la sociedad moderna. Por desgracia, los médicos no se han ocupado nunca hasta ahora de las tareas que les plantea el complejo de Fourier; tampoco Freud, el gran maestro del psicoanálisis, ni su escuela, han prestado atención a este problema en su teoría de la neurosis, aunque hay que agradecer a la psicología que haya descubierto la única vía que conduce al conocimiento de este conjunto de cuestiones.

Es posible que ni una persona entre un millón alcance en su vida las metas a las que ha aspirado. El éxito, incluso para aquellos a quienes sonríe la fortuna, es siempre con mucho inferior a la realidad que los ambiciosos sueños cotidianos permitían esperar en la juventud. Proyectos y deseos se quiebran en mil resistencias, y nos damos cuenta de que nuestras fuerzas son demasiado débiles para alcanzar las metas ideales que nos habíamos fijado. El naufragio de las esperanzas, el fracaso de los proyectos, nuestra insuficiencia ante los retos que otros nos ponen o que nos habíamos puesto nosotros mismos, son la experiencia más importante y dolorosa que cada uno de nosotros ha vivido, son el destino típico del hombre.

El hombre puede reaccionar a este destino de dos modos. Uno es el que sugiere la sabia visión de la vida de Goethe: «¿Acaso crees que deba odiar la vida y refugiarme en el desierto, sólo porque no todos mis sueños en ciernes maduraron?» —exclama su Prometeo—. Y Fausto comprende, en el «momento supremo», que «la clave última está en la sabiduría»: «La libertad, como la vida, sólo se merece si se está obligado a conquistarla a diario.» No hay destino terreno adverso que pueda vencer esta voluntad y este espíritu. Quien toma la vida como es y no se deja oprimir por ella, no tiene necesidad de consolarse con el autoengaño sistemático y buscar en él un refugio a la propia autoconciencia lacerada. Si el éxito esperado no se realiza, si los golpes del destino frustran de improviso todo cuanto se ha obtenido en años de fatiga, él multiplica sus esfuerzos. Al destino adverso sabe mirarle a la cara sin cesiones.

El neurótico, en cambio, no puede soportar que la vida se le presente con su verdadero rostro. Para él la vida es demasiado burda, prosaica, grosera. Para hacerla soportable, no quiere, como hace la persona sana, «seguir adelante resistiendo a cualquier violencia»; su debilidad se lo impediría. Y entonces se refugia en una idea obsesiva. Según Freud, la idea obsesiva es «eso que se desea, una especie de consolación», caracterizada por «su resistencia a los ataques de la lógica y de la realidad». Por eso no basta explicarle al enfermo su insensatez con argumentos convincentes; para curarse, el enfermo tiene que superarla por sí mismo, debe aprender a comprender por qué no quiere soportar la verdad y busca refugio en sus obsesiones.

Sólo la teoría de la neurosis puede explicar el éxito que obtuvo el fourierismo, producto demencial de un cerebro gravemente enfermo. No es éste el lugar para demostrar la psicosis de Fourier mediante una cita puntual de los pasajes de sus escritos; esto es algo que sólo interesa a los psiquiatras o acaso a quienes se divierten leyendo las ocurrencias de una desenfrenada fantasía. Pero es importante observar que el marxismo siempre que se ve obligado a abandonar el terreno de la palabrería dialéctica y de la ridiculización y difamación del adversario, y a hacer finalmente un razonamiento objetivo, no sabe presentar otra cosa que Fourier, la «utopía». Tampoco el marxismo consigue construir el modelo de sociedad socialista sino recurriendo a dos temas ya adoptados por Fourier, y que contradicen cualquier experiencia y lógica. Por una parte, la idea de que «el substrato material» de la producción, que «existe por naturaleza y por tanto sin intervención del hombre», está disponible en medida tan abundante que no es necesario economizarlo, de donde la fe en un «aumento prácticamente ilimitado de la producción». Por otra, la idea de que en la comunidad socialista el trabajo se transformará, no será ya «una carga sino un placer»; mejor dicho, se convertirá en «la primera necesidad vital». Cuando todos los bienes existen en abundancia y el trabajo es un placer, es claro que no es difícil construir el país de Jauja.

El marxismo cree que puede mirar con supremo desprecio, desde lo alto de su «socialismo científico», a los románticos y al romanticismo. Pero en realidad su procedimiento no es muy distinto; tampoco él elimina los obstáculos que se oponen a la realización de sus deseos, sino que se contenta con desvanecerlos en sus fantasías.

En la vida del neurótico el autoengaño desempeña una doble función. Sirve para consolar por los fracasos y para esperar en los éxitos futuros. En el caso del fracaso social —el único que aquí nos interesa— la consolación consiste en convencerse de que la no consecución de las ambiciosas metas perseguidas no debe atribuirse a su incapacidad sino a las carencias del ordenamiento social. El frustrado espera entonces obtener del derrocamiento del orden social existente el éxito que éste le ha negado. Y es totalmente inútil tratar de hacerle comprender que el Estado futuro que él sueña es irrealizable, y que la sociedad basada en la división del trabajo no puede sostenerse sino sobre la propiedad privada de los medios de producción. El neurótico se aferra tenazmente al engaño que se ha construido con sus propias manos, y cuando se encuentra ante la elección entre renunciar a él o al razonamiento lógico, prefiere sacrificar la lógica. Puesto que la vida le sería insoportable sin la consolación que encuentra en la idea socialista, la cual, mostrándole que los errores que han ocasionado su fracaso no dependen de su persona sino que están inscritos en el curso mismo de las cosas, levanta su autoconciencia postrada y le libera de su torturador sentimiento de inferioridad. Como el fiel cristiano puede aceptar fácilmente las desventuras terrenas porque espera la continuidad en la existencia individual en un mundo mejor ultraterreno, en el que quienes en la tierra fueron los primeros serán los últimos y los últimos serán los primeros, así para el hombre moderno el socialismo se ha convertido en el elixir contra el malestar de este mundo terreno. Pero mientras que la fe en la inmortalidad, la recompensa en el otro mundo y la resurrección han representado un estímulo a la regeneración virtuosa en este mundo, los efectos de la promesa socialista son totalmente distintos. Esta promesa no sabe imponer otro deber que el defender la política de partido del socialismo, que en compensación regala expectativas y reclamaciones.

Si ésta es la característica de la idea socialista, se comprende que todo seguidor del socialismo espere de él todo lo que le ha sido negado. Los autores socialistas prometen a todos no sólo la riqueza sino también la felicidad y el amor, el pleno desarrollo psíquico y físico de la personalidad, el despliegue de grandes potencialidades artísticas y científicas, etc. Recientemente sostuvo Trotski en un escrito que en la sociedad socialista el «nivel medio de la humanidad (…) se elevará a las alturas de un Aristóteles, de un Goethe, de un Marx». El paraíso socialista será el reino de la perfección, habitado por auténticos superhombres irremediablemente felices. De semejantes absurdos está llena toda la literatura socialista. Pero son precisamente estos absurdos los que ganan para el socialismo la mayoría de sus adeptos.

No se puede, ciertamente, llevar al psicoanalista a todo el que sufra el complejo de Fourier, pues lo impediría, si no otra cosa, el número enorme de afectados. Aquí la única medicina es confiar al enfermo mismo la curación de su enfermedad. Mediante el conocimiento de sí mismo debe aprender a soportar su destino sin ir en busca de chivos expiatorios a los que echar todas las culpas; y debe intentar comprender cuáles son las leyes básicas de la cooperación social entre los hombres.

 

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