La gran expansion (y quiebra) del guano

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A medida que suben los precios de la energía, con la interminable reducción del valor del dólar, el euro y otras monedas grandes, se escucha otra vez la perenne protesta para que el gobierno intervenga en los mercados de la energía. Los intereses que promueven estas políticas defienden tanto que el gobierno manipule los mercados del petróleo, el carbón, el gas natural y otros productos como que exista un sólido control estatal de las fuentes energéticas no refinadas, como los campos petrolíferos o las venas metálicas, igual que las que existen en el Refugio Natural de Vida Salvaje del Ártico.

Existe una firme creencia en que los gobiernos son mejores que los intereses privados y los mercados en gestionar el uso de los recursos naturales. Aunque muchos ejemplos de la historia reciente muestran lo insensato de esta creencia, la experiencia de Perú con un crudo auge y pinchazo industrial durante el siglo XIX nos proporciona una ilustración bastante convincente del derroche y los resultados dañinos que vinieron por delegar el uso de recursos preciosos a planificadores centralizados.

En 1839 Perú era una nación destrozada. La deuda y la destrucción que vino después de las guerras de La Confederación (1836—1839) y de la Independencia (1822—1825), de una agobiante deuda por impago en 1826 y de varias centurias como colonia española, habían dejado a la economía del país empequeñecida y dominada por la artesanía, incluso sin sistema bancario (1).

Pero a principios de 1840 los exploradores hicieron un excitante descubrimiento. Debido a una rara escasez de lluvia y a la peculiar variedad de pájaros que anidaban allí, se encontró que en la Islas Chincha estaban cubiertas por montañas de excremento de pájaro acumulado durante años, que en algunos sitios alcanzaba varios cientos de pies de altura. Se creyó que se trataba de los mayores depósitos de guano del mundo, y de una particular calidad, en una época en la que el guano era usado como fertilizante en todo el mundo. Así que, de la nada, se hallaba un valioso recurso natural que prometía —si se manejaba adecuadamente— producir riqueza que haría “tambalearse los sueños de la imaginación oriental” dando paso posiblemente a una nueva era de desarrollo y progreso (2).

La oportunidad fue inmediatamente obvia para los políticos peruanos. En la Lima postcolonial, de hecho “la actitud que prevalecía era la de que la política era un negocio y que una vez que se alcanzaba (un cargo público) lo normal era obtener beneficios” (3). Así que no mucho después del descubrimiento de los depósitos de guano, el gobierno Peruano tomó posesión de las islas de forma inmediata, abiertamente para asegurar «la integridad nacional y el uso productivo del guano» (4). Se asumía implícitamente que el estado, con su monopolio de la fuerza, actuaría como custodio de dicho recurso para su pueblo. «El estado Peruano (…) contemplaba el monopolio del fertilizante como un bien público y un recurso de desarrollo (…) una prosperidad que podría aprovecharse para conducir a una amplia y mayor modernización y desarrollo» (5).

Así que se designó a un político, Francisco de Quiroz, para dirigir la extracción inicial y las operaciones de transporte por mar. Al cabo de pocos años, a medida que el potencial económico de los campos de fertilizante se hacían aparentes, el gobierno llevó a cabo una serie de «progresivos y muy notables afianzamientos de su posición» sobre los contratistas, expandiendo su control hasta incluir el poner precios y proveer prisioneros para la extracción del guano (6).

Lo primero que hizo el gobierno peruano con las ganancias procedentes del fertilizante fue saldar sus deudas de guerra; en 1853 —contra todo pronóstico— se encontró brevemente, envidiablemente, liberado de las deudas. De todos modos, inmediatamente empezó a endeudarse de nuevo, garantizando los adelantos de las futuras ventas de guano contra sí mismos.

Si bien «la retórica del liberalismo económico a menudo resonaba —más bien por las apariencias— en las publicaciones y anuncios oficiales» en la práctica, el negocio de la extracción y el transporte de materia fecal a cargo del estado era puro mercantilismo: nacionalización de un recurso para el engrandecimiento del estado con una notable —a menudo reconocida— inclinación a dispensar los beneficios correspondientes a individuos y grupos favorecidos por el propio estado (7).

En las siguientes décadas, los gastos del estado se expandieron a la vez que las ganancias del guano. «Gastos militares y pago del interés de la deuda se llevaban grandes porciones de dicho crecimiento (…) El control de los beneficios del guano (…) permitía al gobierno recompensar a los que le apoyaban y financiar un gran ejército (…) Los beneficios del guano eran un premio, que incrementaba las ganancias privadas de los partidos que eran capaces de ganarse el control del estado» (8).

En un contexto sórdido de corrupción, comisiones de poder y arrogancia en los salones políticos y los cuartos de atrás de los clubes sociales de Lima «las élites eran reforzadas por medio de las políticas del gobierno» (9) El número de sinecuras estalló; se estima que «el gobierno (y sus primitivos contratistas) se las arreglaron para quedarse con un impresionante 71% de las ventas finales» del abono exportado (10). Los contratistas —como se demostró después— «habían inflado los costes y defraudado al gobierno para incrementar sus beneficios» (11).

Como era previsible, virtualmente todos los proyectos que surgieron de los beneficios del guano se concentraban en la capital, Lima y en las áreas que la rodeaban. El presupuesto federal se triplicó en 1860 y, en una nación donde la mayoría de la población aún vivía en la pobreza, mansiones selectas se construyeron a medida que las modas de Londres y Paris llegaban a las calles de Lima (12).

Obras públicas y lucros privados remodelaron la ciudad de Lima « (…) con magnificentes museos, parques, plazas, academias, paseos, mansiones y teatros, por no mencionar lo último en sistemas de agua potable y Ópera italiana. Bienes importados —de todo, desde textiles cotidianos hasta lujosos accesorios y vinos añejos franceses llegaron a la ciudad. (13)

Se hicieron planes para cualquier cosa, desde puertos apoyados por el estado hasta “agroindustrias”, pero algunos peruanos se daban cuenta de que el botín no podía durar indefinidamente. En 1862, el intelectual y hombre de negocios Manuel Pardo publicó Estudios sobre la Provincia de Jauja, señalando que los últimos 15 años los campos de guano de Chincha habían generado casi 150 millones de dólares de ganancias, pero que la riqueza “ya estaba perdida”. Presagió que a Perú le quedaban 10 ó 12 años de depósitos, antes de que sucediera una “bancarrota de recursos” (14). A pesar de todo, más que llamar a la responsabilidad fiscal (no ya a las competitivas fuerzas del mercado), lo que defendía Pardo era redoblarlas: proyectos del estado más grandes y a más largo plazo. Específicamente, defendía el “programa espacial” del siglo XIX, un ferrocarril construido y subvencionado por el Estado.

La teoría decía que los ferrocarriles eran la antesala del crecimiento económico y del estatus de industria del primer mundo; además, se decía, crearían sus propios mercados. Y ¿cómo iban a tomar en serio a Perú las sociedades mercantiles europeas —que lo verían como una fuente de toneladas de excremento avícola— si las reatas de mulas eran todavía el medio principal de viajar en los Andes?

Un Perú que estuviera cuadriculado con raíles necesitaría algo más que máquinas, vagones y estaciones; Perú necesitaría más instituciones para desarrollar la experiencia local que se requiere para desarrollar los ferrocarriles, dijeron otros intelectuales. Así que se hicieron planes expandidos que pusieron dentro del presupuesto una escuela nacional de ingenieros, un “instituto de Ciencia” y una sociedad metalúrgica (15).

Los rumores de un irrefrenable juerga se oyeron por el globo y a mediados de los 1860 ingenieros, tal vez industriales y vendedores ambulantes de todo el mundo estaban camino de Perú, persiguiendo fervientemente a los oficiales del estado para entrar en el desarrollo de la construcción. La locura del ferrocarril alcanzó proporciones explosivas en 1868 con la llegada del indiscutible rey de los promotores ferroviarios del momento, Henry Meiggs. Los gastos gubernamentales en el ferrocarril fueron monumentales: una vez llevadas a cabo dos ventas masivas de bonos en Londres en 1870 y 1872, los proyectos del ferrocarril llegaron a consumir hasta el 57% del presupuesto del estado, tomando como pago del interés solamente el recibo del guano.

La fase final del boom del guano puede haberse alcanzado hacia 1871, cuando Meiggs saludó la puesta en marcha de un ferrocarril como el «ariete de la civilización moderna, cuyo pitido despertaría de su sueño a la raza nativa» y traería «la revolución social» (16).

Mientras tanto, las montañas de guano de la costa de Perú iban menguando:

«El problema de la cercana extinción no era inmediato en los años cincuenta y sesenta del siglo y la administración de Lima —de corta vida, oportunista y, en distintos grados, corrupta— no era de las que puede esperarse el tener mucho en cuenta el futuro bienestar económico del país» (17).

En 1871 el dirigente peruano Coronel José Balta reflexionaba admirablemente acerca de los logros de los proyectos del estado llevado en volandas del guano, atribuyéndoles el dar vida a «el feliz sueño del pueblo (…) movilizar el trabajo, calmar el desempleo, crear industria, engendrar el espíritu de los negocios, renovar el crédito y convertirse en la raíz de la tranquilidad pública» (18).

Estas últimas palabras fueron famosas cuando la economía endeudada de Perú se vio repentinamente derrotado por el Pánico de 1873.

La crisis europea golpeó la economía peruana de dos formas. Primero porque el gobierno peruano había incrementado de forma exponencial —desdeñando soluciones competitivas— los precios del guano, tanto que los granjeros afectados se volvieron hacia otros fertilizantes de precio más bajo; lo cual drenó la demanda de cargamentos desde las Islas Chincha. Segundo, porque con los mercados de bienes y dinero de Londres congelados, los prestadores dejaron de apetecer el dar más crédito al Perú, una vez más agobiado por la deuda.

En respuesta a la crisis económica, en 1875 Pardo —que ahora era presidente de Perú— ordenó al ejército ocupar los campos de nitrato del sur, en la frontera con Chile, en un esfuerzo de contrarrestar el declive del negocio del guano con los ingresos de otra fuente de fertilizantes. Aunque el estado apresuró la expropiación de tierras e instalaciones de inversores privados era poco y tarde. Los trabajos en el ferrocarril se detuvieron en agosto de 1875. En los pocos meses siguientes otros distintos proyectos del gobierno fracasaron en medio de un amplio contagio financiero que culminó en enero de 1876, cuando la deuda soberana de Perú cayó por segunda vez en un siglo: montañas de préstamos de los bancos europeos en una cruda yuxtaposición a montañas de caca de pájaro.

El viajero Alexander Duffield describió el Perú de después del boom del guano, en 1877:

«La tierra no está cultivada (…) los cursos de agua y los sistemas de riego están destrozados (…) maravilla el que los habitantes (de Lima) hayan sobrevivido y que los que no han sido asesinados durante la revolución del año pasado no hayan sido arrasados por una epidemia (…) la dejadez está a la orden del día» (19).

Además, Duffield encontró «que las carreteras estaban en ruinas y que los ciudadanos peruanos vivían de la caridad». Los pleitos y litigios eran generalizados, pues «acudir a la Ley no es solamente una pasión famosa (…) sino un medio de vida». Los “felices sueños del pueblo” que veía Balta eran un mito: solo entre 1866 y 1877 los precios se habían casi duplicado y entre 1857 y 1876 la tasa de desempleo subió dese el 16’1% al 23’4%. (20).

Duffield resumió con ironía el periodo no como la era del guano sino como “la Era de la Mierda” (21).

Pero la pesadilla aun no había terminado. A finales de 1878, con los bancos derrumbándose y los gastos del gobierno duplicando sus ingresos, las imprentas se pusieron a trabajar. Se produjeron rápidamente enormes cantidades de moneda, y entonces inmediatamente golpeó la hiperinflación. En solo diez días «se estima que se pusieron en circulación 60 millones de soles (…) una suma que equivalía a 2 millones de los antiguos soles» (22). Los soles respaldados por plata desaparecieron completamente de la circulación y «no se hacían transacciones en papel moneda, con los negocios totalmente parlizados» (23).

Habiendo tenido acceso ilimitado al crédito de Londres (…) pero ahora agobiado con el peso de la mayor deuda con el extranjero de América Latina, Perú no estaba preparado para la quiebra. Fue pasar de la opulencia a la miseria con nada que ofrecer en cuanto a avance económico duradero. (24)

La inquietud barrió la nación, con unos treinta y seis intentos de levantamientos en cuatro años. Pero las cosas se pusieron aún peor cuando Chile respondió a la ocupación de los campos de nitrato por parte de Pardo, invadiendo Perú en 1879 (25). Derrotada militarmente en 1883 y cargada con una moneda que se iba al traste, deuda masiva y las secuelas de postguerra, a Perú le quedarían décadas para recuperase.

Mirado desde esta distancia, «el guano fue una gran oportunidad perdida para el desarrollo de Perú (…) ya que las inversiones por parte del estado pusieron obstáculos infranqueables a las posibilidades de los emprendedores nacionales, la diversificación y los logros en productividad doméstica» (26). En más o menos cuatro décadas, bajo la supervisión y la dirección del gobierno, entre 12 y 13 millones de toneladas de excremento para abono fueron embarcadas, generando 500 millones de dólares en ingresos (otras estimaciones sostienen que el número de más de 20 millones de toneladas transportadas generaron 2 billones en ingresos). Al final el 53% de lo que se ingresó por el guano se gastó en extender la burocracia y el ejército, el 12% en transferir pagos directamente y el 7% en reducción de impuestos tributarios (27). El 20% se había gastado en los ferrocarriles.

Aunque la mayor parte de los gastos del gobierno fueron malas inversiones, las del ferrocarril fueron las más evidentes. En el momento en que Perú se recuperó por completo, el camión era la alternativa más eficiente para el transporte de bienes (28). Ciudades fantasmas se encontraban a lo largo de las rutas ferroviarias planificadas, ocupadas acá y allá por trabajadores del ferrocarril sin empleo, hacinados en chozas. Lo que es más, cuando los ferrocarriles peruanos fracasaron en sus obligaciones y carriles a medio construir yacían oxidándose en la jungla, los mismos promotores que se habían burlado de las caravanas de mulas llegaron a echarle la culpa del fracaso del negocio a la competencia con éstas (29).

La causa definitiva del fracaso de la industria del guano en establecer una prosperidad económica duradera ha sido tema de un debate de más de un siglo en los círculos económicos: ¿Cómo es que un recurso natural fácilmente extraíble, demandado por todo el mundo no solamente no llevó a la prosperidad sino que de hecho pareció conducir a una implosión económica?

Por supuesto, la minería del guano y su exportación no fue o que llevó al fracaso, lo que lo hizo fueron las políticas monetarias y la carencia de provisión del gobierno Peruano. Una de las explicaciones sostiene que «una pobre selección de proyectos de inversión» tuvo la culpa del pinchazo y la caída (31). Aunque esto es verdad, no cabe duda, ello sugiere que en otras circunstancias el gobierno podría haber sido capaz de hacer buenas “elecciones de inversión”, como escribió Mises:

La conducta de los asuntos del gobierno es tan diferente de los procesos industriales como perseguir, juzgar y declarar culpable a un asesino lo es del crecimiento del grano o de la fabricación de calzado. La eficiencia del gobierno y la industrial son cosas completamente distintas (…) Ninguna reforma puede convertir una oficina pública en alguna clase de empresa privada. Un gobierno no es una empresa que busque beneficios (32).

Así, entonces, ¿cómo podía el estado peruano haber manejado con éxito la abundancia del fertilizante de la orilla del mar? Sencillamente: quitándose de en medio. El gobierno podría sencillamente haber notificado a los ciudadanos, entre ellos a los que tal vez quisieran emprender, de la existencia de la riqueza del guano que esperaba allí en la costa. Los dueños de propiedad vendida por el estado y los aventureros exploradores de riqueza minera (*) suficientemente inspirados se habrían organizado, hecho sus demandas y trabajado en ello a su propio riesgo. De una forma menos deseable —pero aún preferible a lo que realmente ocurrió— el gobierno podría haber subastado las montañas de guano a emprendedores privados y a compañías, tanto de casa como extranjeras, permitiendo la competitividad sobre una base de pericia, eficiencia y precio.

¿Y luego qué? Hay tantas posibilidades como el mercado ofrezca. Algunos emprendedores podrían haber hecho minas y exportado el guano; otros podrían haber usado el fertilizante para empezar proyectos de agricultura en Perú o en otros sitios; algunos exportadores podrían haber intercambiado las exportaciones por otras materias primas o por máquinas para empezar otros negocios, o haberlas usado para subvencionar la compra de unas y otras. Otros aún podrían haber almacenado el guano para venderlo en el futuro o usado partes de él para experimentar en la creación de fertilizantes alternativos, explosivos o materiales de construcción.

Un especulador de terrenos podría haber alquilado, vendido o dado en hipoteca parcelas de terreno, con el fin de construir casas u otras estructuras dónde y cuando el guano desapareciera. Una entidad con fondos sólidos podría haber llegado y comprado la mayoría o todos los lotes, financiando potencialmente otros esfuerzos de emprendimiento mientras se intentaba obtener beneficio de las islas cubiertas de guano por medio de una economía a gran escala. Los comerciantes podían haber creado instrumentos —futuros, tipos de cambio futuro y opciones— que permitieran especular los precios del guano, su cobertura y reparto. El establecimiento de almacenes de material minero, comercios de provisiones y otras empresas parecidas también sería posible. Todos estos usos tendrían el potencial de acarrear grandes y duraderos beneficios para Perú y su gente. Vender directamente el guano, después de todo, era solamente uno de los usos de los depósitos, aunque fuera el más obvio. Pero otros usos alternativos se pueden explorar sola y completamente a través de numerosos actores independientes, que actúan compitiendo en los mercados; por esta razón, los recursos sujetos a la autoridad política tienden a ser utilizados improductivamente, si no directamente destruidos.

Los políticos peruanos estaban guiados por el nepotismo más que por los precios, y una autentica bacanal de vida a lo loco le siguió, llevando sin remedio al derrumbe económico. Los estados, por su propia naturaleza, no pueden coordinar y no coordinan el producto y el consumo. Esto les lleva a la utilización ineficiente y a los proyectos excesivos e insostenibles.

¿Se encontraba una cura para el cáncer escondida en la masa colosal de cagadas de pájaro beneficiosas para la agricultura? ¿Podrían haber existido innovadores como Henry Ford o los hermanos Wright entre los “guanoprendedores” peruanos, o haber sido sembrados por ellos? Es posible, nunca lo sabremos. Por lo pronto, una enérgica demostración del poder del comercio ilimitado —que podría haber inspirado a millones de otros emprendedores allí y más allá de América del Sur— se perdió inequívocamente.

En un mundo de deseos infinitos y medios limitados, deben hacerse elecciones. El estudio de la historia y de la economía revela que, aunque los mercados no hacen promesas, tampoco mienten. La única elección es si la distribución —o la redistribución si llega el caso— debe hacerse mediante la mano orgánica y equilibradora del sistema de mercado o por la garra corrupta y despojadora del estado.


NOTAS
[1] Catalina Vizcarra, “Guano, Credible Commitments, and State Finances in Nineteenth-Century Peru,” Journal of Economic History Vol. 69, No. 2 (2009): 358.
[2] American Fertilizer. Volumen 34, p. 32.
[3] Stephen M. Gorman, “The State, Elite, and Export in Nineteenth Century Peru: Toward an Alternative Reinterpretation of Political Change,” Journal of Interamerican Studies and World Affairs Vol. 21, No. 3 (1979): 398.
[4] Paul Gootenberg, Imagining Development: Economic Ideas in Peru’s “Fictitious Prosperity” of Guano, 1840–1880 (Berkeley: University of California, 1993), p. 111-112.
[5] Gootenberg, p. 50.
[6] Lawrence A. Clayton, W.R. Grace & Co.: The Formative Years, 1850–1930 (Ottowa: Jameson Books, 1985); p. 25.
[7] Gootenberg, p. 26.
[8] Vizcarra, p. 370.
[9] Gorman, p. 402.
[10] Gootenberg, p. 2.
[11] Clayton, p. 53.
[12] Gootenberg, 58.
[13] Gootenberg, p. 31.
[14] Gootenberg, p. 79.
[15] Gootenberg, p. 92.
[16] Gootenberg, p. 102.
[17] W. M. Mathew, “Peru and the British Guano Market, 1840–1870,” The Economic History Review Vol. 23, No. 1 (1970): 127.
[18] Gootenberg, p. 104.
[19] Alexander James Duffield, Peru in the Guano Age (London: Richard Bentley and Son, 1877), p. 9–11.
[20] Shane J. Hunt, “Growth and Guano in Nineteenth Century Peru,” Research Program in Economic Development Discussion Paper No. 34: 94.
[21] Duffield, p. 12.
[22] The Bankers Magazine. Volume 43, p. 230.
[23] Ibid.
[24] Gootenberg, p. 2.
[25] Gootenberg, p. 166.
[26] Gootenberg, p. 2.
[27] Hunt, p. 80.
[28] Gootenberg, p. 110.
[29] Hunt, p. 109.
[30] Gootenberg, p. 67.
[31] Hunt, p. 109.
[32] Ludwig Von Mises, Bureaucracy (New Haven: Yale University Press, 1944), p. 52.
(*) La palabra empleada por el autor es wildcatter: un tipo de empresario de alto riesgo norteamericano —concretamente del negocio del petróleo— que abre pozos en sitios en los que nadie espera obtener beneficio. (Cf. wikipedia; N. de la T.)

Traducido del inglés por Carmen Leal. El artículo original se encuentra aquí.

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