La economía en una lección: Capítulo 8

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El licenciamiento de soldados y burócratas

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Cuando al finalizar las guerras se proyecta la desmovilización de las fuerzas armadas, surge siempre el temor de que no haya suficiente número de empleos y que, en consecuencia, se produzca paro. Es cierto que cuando se licencia a millones de hombres la industria privada necesita, posiblemente, cierto tiempo para proporcionarles nueva ocupación, aunque lo verdaderamente extraordinario es la rapidez, no la lentitud, con que en el pasado se ha conseguido llevar a cabo tal operación. El temor al paro aparece porque la gente enjuicia solamente un aspecto del proceso.

Préstese atención tan sólo a los soldados que se reintegran al mercado del trabajo. ¿De dónde va a salir el «poder adquisitivo» que permita emplearlos? Si admitimos que el presupuesto público va a ser equilibrado, la respuesta es bien sencilla. El Gobierno dejará de mantener a los soldados y permitirá a los contribuyentes disponer de los fondos que les eran detraídos anteriormente con aquel fin. Los contribuyentes dispondrán así de medios que les permitirán adquirir mayor número de mercancías. En otras palabras, el incremento experimentado por la demanda civil proporcionará trabajo al nuevo contingente laboral integrado por los soldados.

El caso es distinto si se hace frente al gasto militar con un presupuesto desequilibrado, es decir, mediante emisiones de Deuda Pública u otras formas de financiación deficitaria.

Esto plantea una cuestión diferente: la relativa a la financiación deficitaria, que será examinada más adelante. De momento basta con aclarar que el tema de la financiación deficitaria carece de relevancia en orden al problema que ahora examinamos; si se juzga ventajoso un déficit presupuestario, nada impide su continuación mediante la reducción de los impuestos en las mismas sumas previamente destinadas al sostenimiento de los ejércitos en acción.

La desmovilización, una vez iniciada, transforma la situación económica anterior. Los soldados mantenidos previamente por la población civil no se convertirán en ciudadanos dependientes del socorro de sus conciudadanos. Por el contrario, pronto gozarán de autonomía económica. Si damos por supuesto que las necesidades de la defensa nacional no exigen la presencia de estos hombres por más tiempo en las fuerzas armadas, su retención en ellas equivaldría a dilapidar riqueza inútilmente. Constituirán un elemento improductivo. Los contribuyentes no obtendrán nada a cambio de su sostenimiento.

Ahora, sin embargo, los contribuyentes transferirán los fondos liberados de gravamen a este nuevo elemento civil por su equivalente en bienes o servicios. La producción nacional total, la riqueza de todos, se verá acrecentada.

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El razonamiento es aplicable a los funcionarios públicos de la Administración del Estado, siempre que sean tan numerosos que los servicios que presten a la comunidad no guarden proporción razonable con los sueldos que perciban. Sin embargo, cuando se intenta reducir el número de funcionarios considerados superfluos es seguro que esta acción ha de ser protestada por «deflacionaria». ¿Vamos a suprimir la «capacidad de compra» de estos funcionarios? ¿Vamos a irrogar perjuicios a los caseros y comerciantes que dependen de ese poder adquisitivo? Con ello tan sólo se conseguirá disminuir la «renta nacional» y provocar o acentuar la tendencia a la depresión.

Una vez más, el sofisma consiste en prestar atención tan sólo a los efectos de esta acción sobre los funcionarios despedidos y los comerciantes que dependen directamente de ellos.

Una vez más se olvida que si estos funcionarios pierden sus empleos, los particulares podrán retener el dinero con que venían contribuyendo para su sostenimiento. De nuevo se desatiende el aumento que se produciría en la renta y en el poder adquisitivo de los contribuyentes, equivalente cuando menos a la disminución de la renta y la capacidad de compra de los funcionarios despedidos. Si los comerciantes que abastecían a estos burócratas ven disminuidas sus ventas, otros comerciantes experimentarán un aumento equivalente en las suyas. La prosperidad de Washington decaerá; quizá no pueda sostener tantos negocios; pero otras ciudades verán aumentar los suyos.

Pero no es esto todo. La prosperidad del país no permanece invariable en el caso en que se hallaba con anterioridad al despido de los funcionarios considerados superfluos. Por el contrario, se produce una notable mejoría. Los antiguos funcionarios comenzarán a integrarse en la industria privada, como empleados o como empresarios, y el proceso de adaptación -será facilitado por el mayor volumen de dinero de que dispondrán los contribuyentes, tal como ocurría en el caso del licenciamiento de soldados. Los antiguos funcionarios deberán ofrecer a los empresarios privados —y en definitiva, a sus clientes— servicios equivalentes a los ingresos que sus nuevos empleos les proporcionan.

Con ello dejarán de ser miembros inútiles de la comunidad y comenzarán a producir para ella.

Debo insistir de nuevo en que lo expuesto anteriormente no va dirigido contra los funcionarios públicos cuyos servicios son realmente necesarios. Los servicios de policía, incendios, sanidad, higiene municipal, los jueces, los legisladores, los ministros, etcétera, realizan una labor productiva tan necesaria a la comunidad como lo pueda ser la de aquellos miembros más destacados de la industria privada. En realidad, hacen posible que dicha industria pueda desenvolverse en un ambiente de legalidad, orden, libertad y paz.

Pero su existencia se halla justificada por la utilidad de los servicios que prestan, no por el poder adquisitivo de que disponen por hallarse incluidos en las nóminas del Estado. Analizado seriamente, el argumento de la «capacidad de compra» resulta ser una quimera. Podría igualmente aplicarse a los malhechores que nos despojan de nuestros bienes, quienes al apoderarse de nuestro dinero poseen mayor capacidad de compra. Con ella sostienen bares, restaurantes, clubes nocturnos, sastres y quizá incluso obreros de la industria automovilística. Pero por cada empleo que sus gastos proporcionan, nuestro propio gasto proporcionará un empleo menos, porque no dispondremos de la cantidad que nos fue sustraída. De igual forma, por cada empleo creado merced a los gastos de los funcionarios, los contribuyentes proporcionan un empleo menos. Cuando un ladrón nos despoja de nuestro dinero no adquirimos nada a cambio. Idéntica situación se da cuando somos desposeídos de nuestro dinero mediante impuestos destinados al sostenimiento de burócratas inútiles. Podremos considerarnos afortunados si éstos se limitan a ser unos indolentes ho lgazanes. En la actualidad es más probable que los veamos convertidos en activos reformistas dedicados afanosamente a quebrantar y desalentar la producción.

Cuando todo el argumento en favor de mantener en sus empleos un grupo de funcionarios queda reducido al de conservar su capacidad de compra, ha llegado, sin duda, el momento de prescindir de sus servicios.

Traducido del inglés por Adolfo Rivero.

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