La ciencia económica es aquella que calcula los resultados de determinada política económica, no sólo a corto plazo y en relación con algún grupo, sino a la larga y en relación con el interés general la colectividad.
Desde tiempo inmemorial, la sabiduría popular ha ensalzado las virtudes del ahorro y precavido contra las consecuencias del derroche y la prodigalidad.
El error más fácil de evidenciar y, sin embargo, tan antiguo y constante, es aquel que al confundir «dinero» y «riqueza», confiere sorprendente vigor al hechizo que emana de la inflación.
La indignación que muestra mucha gente hoy en día ante la sola mención de la palabra «beneficios» indica la escasa comprensión que generalmente existe de la vital función que desempeñan en nuestra economía nacional.
Los escritores de economía no profesionales están pidiendo siempre precios «justos» y salarios «justos». Estos conceptos nebulosos de la justicia económica nos llegan desde los tiempos medievales.
El poder de los sindicatos obreros para elevar los salarios con carácter permanente y en relación con la totalidad de la población trabajadora ha sido notablemente exagerado.
La misma especie de daños perniciosos que producen los esfuerzos del estado para elevar el precio de las mercancías que desea favorecer, ocurren cuando se trata de incrementar los sueldos mediante las leyes del salario mínimo.
La “estabilización” de los precios: Son varios los métodos comúnmente propuestos a tal fin. Entre los más frecuentes figuran las subvenciones estatales, que permiten al agricultor mantener las cosechas apartadas del mercado.
Únicamente el vilipendiado mecanismo de los precios es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir con precisión, entre los miles de mercancías y servicios diferentes, qué cantidad y en qué proporción deben producirse.