Los pasillos del Congreso hállanse atestados de representantes de la industria X. Ésta atraviesa una grave situación. Está al borde de la ruina. Hay que salvarla y sólo cabe hacerlo mediante un arancel protector, precios más elevados o una subvención estatal.
El argumento en favor de los precios de paridad se formula generalmente como sigue: la agricultura es la más importante y básica de todas las industrias. Debe ser mantenida floreciente a toda costa.
El ansia enfermiza de exportar que experimentan todas las naciones se halla superada tan sólo por el temor, no menos morboso, a las importaciones. Lógicamente, sin embargo, no puede darse nada más incoherente.
Es inútil pretender negar que el arancel beneficia o puede beneficiar—a determinados grupos de intereses económicos. Desde luego, los beneficia; pero lo hace a expensas de todos los demás.
Constituye un principio básico del razonamiento económico que nuestro objetivo primordial debe ser el elevar la producción al máximo. El trabajo es un medio para lograrlo no un fin en si mismo.
Cuando al finalizar las guerras se proyecta la desmovilización de las fuerzas armadas, surge siempre el temor de que no haya suficiente número de empleos y que, en consecuencia, se produzca paro.
No hay límite al trabajo por hacer, mientras haya necesidad o deseos humanos insatisfechos. Se realizará más trabajo cuando los precios, costos y salarios se hallen en las mejores relaciones de reciprocidad.
Constituye uno de los errores económicos más corrientes la creencia de que las máquinas, en definitiva, crean desempleo. Decir esto implicaría considerar calamitoso a todo el progreso técnico.
El crédito estatal perturba la producción. Cuando el Gobierno subvenciona o concede anticipos, en realidad grava negocios privados prósperos para auxiliar ruinosos negocios privados.