El ansia enfermiza de exportar que experimentan todas las naciones se halla superada tan sólo por el temor, no menos morboso, a las importaciones. Lógicamente, sin embargo, no puede darse nada más incoherente. Las importaciones y las exportaciones han de igualarse, necesariamente, a la larga (consideradas ambas en el sentido más amplio, que incluye partidas «invisibles», tales como los ingresos derivados del turismo y fletes marítimos). Las exportaciones pagan las importaciones y viceversa. Cuanto mayores sean nuestras exportaciones, tanto mayores deberán ser también nuestras importaciones, si es que aspiramos a percibir el precio de las primeras. Cuanto más reducidas sean nuestras importaciones, menos conseguiremos exportar. Sin importaciones no podemos exportar, pues los países extranjeros carecerán de los fondos necesarios para hacer pagar nuestras mercancías. Cuando decidimos disminuir nuestras importaciones estamos de hecho decidiendo también la reducción de nuestras exportaciones. Cuando decidimos aumentar éstas, decidimos también incrementar aquéllas.
Las razones que lo explican son elementales. El exportador norteamericano vende sus mercancías al importador británico y recibe libras esterlinas en pago. No puede, sin embargo, utilizar las libras para pagar los salarios de sus empleados, o para comprar los vestidos de su mujer, o las localidades de un espectáculo. Para todo ello precisa dólares. Por tanto, sus libras no le ofrecen utilidad, a menos que directamente las aplique a la adquisición de mercancías británicas o las ceda a algún importador que desee hacerlo. En cualquier caso, la transacción no quedará completada hasta que las exportaciones norteamericanas hayan sido compensadas por unas importaciones equivalentes.
Si la transacción se hubiera llevado a cabo en dólares en vez de libras, la situación sería la misma. El importador británico no puede pagar en dólares al exportador americano, a menos que algún exportador británico hubiera acumulado previamente en Estados Unidos un crédito en dólares, producto de una venta anterior. El cambio extranjero, en resumen, es una operación de clearing que permite liquidar las deudas en dólares contraídas por los extranjeros contra sus créditos en dólares, y en Inglaterra las deudas contraídas por los extranjeros en libras son canceladas contra sus créditos en esterlinas.
No existe razón para entrar en los detalles técnicos, que pueden encontrarse en cualquier buen texto sobre cambio internacional. Debemos destacar, no obstante, que la materia no encierra ningún secreto ( pese a] misterio en que con tanta frecuencia aparece envuelta), y que no difiere esencialmente de lo que ocurre en el comercio interior. Todos hemos de vender algo, la mayoría nuestros propios servicios en lugar de mercancías, para alcanzar la posibilidad de comprar. El comercio interior se desarrolla también, en su mayor parte, mediante el cruce de cheques y otros instrumentos de crédito a través de las cámaras de compensación bancaria.
Es cierto que bajo la vigencia internacional del patrón oro, las diferencias en la balanza de importaciones son a veces saldadas mediante remesas de oro. Pero del mismo modo podrían saldarse mediante envíos de algodón, acero, whisky, perfumes o cualquier otra mercancía. La principal diferencia estriba en que la demanda de oro es prácticamente ilimitada (en parte, porque se considera y acepta más bien como una «moneda” internacional de carácter residual que como una especie de mercancía), y en que las naciones no oponen obstáculos artificiales a la entrada de oro, contrariamente a lo que sucede respecto a todos los demás bienes. (Por otra parte, en los últimos años han comenzado a restringir la «exportación» de oro en mayor grado que cualquier otro producto, pero trátase de una cuestión que no guarda relación con el problema que nos ocupa.)
Las mismas personas capaces de razonar con claridad y sensatez cuando el tema se refiere al comercio interior se muestran increíblemente apasionadas y torpes cuando se trata del comercio exterior. En este último campo, propugnan y aceptan con toda seriedad principios que considerarían absurdo aplicar al comercio interior del país. Un ejemplo típico es la creencia de que el Gobierno, para incrementar las exportaciones, debe conceder empréstitos gigantescos a otros países, sin preocuparse demasiado si tales créditos serán o no reembolsados.
Los ciudadanos norteamericanos deben, sin duda, ser autorizados para prestar sus fondos en el exterior a su propio riesgo. EL Gobierno no debe obstaculizar arbitrariamente la concesión de préstamos privados a aquellos países con los que mantenemos relaciones pacíficas. Debemos otorgar generosamente nuestro apoyo, por simples impulsos humanitarios, a los países que se debaten ante grandes dificultades o están en peligro de morir de hambre. Pero debemos conocer siempre claramente el alcance y significado de nuestro actuar. No es sensato practicar la cantidad con otros pueblos bajo el supuesto de que se está llevando a cabo una hábil transacción comercial, con fines puramente egoístas.
Esto tan sólo conduce, a la larga, a suscitar mutuas incomprensiones y a empeorar nuestras relaciones con aquellos países.
Ahora bien, entre los argumentos esgrimidos en orden a facilitar grandes empréstitos exteriores, se tropieza con una falacia que ocupa siempre lugar destacado. Suele ser planteada como sigue: Incluso suponiendo que la mitad (o la totalidad) de los créditos concedidos a otros países resultaran impagados, el nuestro quedaría beneficiado en razón del enorme impulso que recibirían nuestras exportaciones.
Deberían comprender inmediatamente quienes así razonan que si los créditos concedidos a otros países para que puedan comprar nuestros productos no son reintegrados, lo que en realidad estamos haciendo es regalarlos. Y ninguna nación puede enriquecerse donando graciosamente sus productos. Por tal camino sólo conseguiría empobrecerse.
Nadie pone en duda la evidencia de cuanto antecede, tratándose de empresas privadas. Si una industria automovilística concede un préstamo de 1 000 dólares a un particular para que compre un automóvil valorado en esa cantidad y el préstamo no es devuelto, la empresa en nada se habrá beneficiado por haber «vendido» el coche. Habrá perdido, sencillamente, el importe de lo que costó fabricarlo. Si tal costo se cifró en 900 dólares y sólo es devuelta la mitad del préstamo, la empresa ha perdido 900 dólares menos 500, o sea un total neto de 400 dólares. No ha ganado en la operación lo que perdió como consecuencia del crédito malogrado.
Si la proposición es tan sencilla cuando se aplica a una empresa privada, ¿por qué razón personas aparentemente sensatas se muestran confusas cuando es aplicada a una nación?
El motivo se halla en el mayor esfuerzo mental requerido para seguir el curso de la operación a través de todas sus fases. Un sector determinado puede, acaso, obtener beneficios a lo largo del proceso; pero el resto de nosotros habríamos finalmente de soportar las pérdidas.
Es cierto, por ejemplo, que las personas dedicadas exclusiva o principalmente a negocios de exportación pueden obtener ganancias como resultado de empréstitos frustrados otorgados al extranjero. La pérdida experimentada por la nación, aunque cierta, queda de tal forma distribuida, que resulta difícil de apreciar. El prestamista privado soporta directamente las pérdidas en tanto que las derivadas de los empréstitos gubernamentales son, en definitiva, pagadas mediante aumentos en la imposición fiscal, soportados por toda la población. Es más, como consecuencia de estas pérdidas directas, se originan otras muchas indirectas consecuencia del impacto de las primeras sobre la economía nacional.
A la larga, aquellos empréstitos estatales no reembolsados, en lugar de producir beneficios, provocarían efectos dañosos para el comercio y el número total de empleos en Norteamérica. Por cada dólar de más que los compradores extranjeros tienen para adquirir me rcancías norteamericanas, los compradores nacionales disponen, en última instancia, de un dólar menos para sus inversiones en el mercado interior. Los negociantes dedicados al comercio interior saldrían perjudicados a la larga, en la misma proporción en que resultarían beneficiados los exportadores. Incluso muchas empresas dedicadas a negocios de exportación saldrían perjudicadas en definitiva. Las industrias del automóvil norteamericanas, por ejemplo, vendían antes de la guerra, aproximadamente, un 10 por 100 de su producción en el mercado exterior. De nada les valdría duplicar sus ventas en el extranjero como resultado de empréstitos estatales fallidos si con ello perdían, pongamos por caso, un 20 por 100 de sus ventas en el mercado interior, a consecuencia del aumento de los impuestos ocasionados por los créditos extranjeros.
Esto no significa, repito, que deba descartarse conceder créditos al exterior, sino simplemente que no podemos enriquecernos si tales empréstitos no se hallan garantizados.
Por la misma razón que es estúpido facilitar un falso estímulo al comercio de exportación mediante dádivas o créditos sin retorno a otros países” es también absurdo crear un falso estímulo al comercio exterior por medio de subsidios a las exportaciones.
Mejor que repetir la mayor parte de los anteriores argumentos estimo preferible dejar que el lector deduzca por si mismo las consecuencias que se producen de la subvención a las exportaciones, ateniéndose a la pauta marcada al examinar los resultados de los empréstitos antieconómicos Los subsidios a las exportaciones constituyen un caso claro de dar algo a un extranjero a cambio de nada, al venderle mercancías por un precio inferior a su costo. Es otro ejemplo de tratar de enriquecerse regalando las cosas.
Empréstitos antieconómicos y subsidios a la exportación son ejemplos adicionales del error de tomar en consideración tan sólo las consecuencias inmediatas de una política sobre determinados sectores, sin tener en cuenta, por falta de paciencia o inteligencia, los efectos a largo plazo de tal política sobre toda la colectividad.
Traducido del inglés por Adolfo Rivero.