Intervención estatal de los precios
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Hemos visto ya cuáles son algunas de las consecuencias de los esfuerzos estatales para fijar los precios de los artículos por encima de los niveles a los que hubiese conducido el mercado libre. Veamos ahora algunos de los resultados de los intentos oficiales para mantener los precios de los artículos por debajo del natural nivel del mercado. Esta última tentativa la realizan en nuestros días casi todos los gobiernos en épocas de guerra. No examinaremos aquí si es acertado intervenir los precios en caso de contienda bélica. En la guerra total, toda la economía ha de estar necesariamente dominada por el Estado y las complicaciones que habríamos de considerar nos llevarían demasiado lejos de la cuestión principal que interesa a este libro. Ahora bien, la regulación de los precios en tales épocas, acertada o no, en casi todos los países se prolonga, por lo menos, durante largos períodos cuando la guerra ha cesado y ha desaparecido la excusa original que la motivara. Veamos, primero, lo que ocurre cuando el Estado trata de mantener el precio de un artículo o de un pequeño grupo de ellos por debajo del que alcanzaría en el mercado de libre competencia.
Cuando el Gobierno pretende fijar precios máximos tan sólo para algunos artículos, suele elegir ciertos productos básicos, alegando que es esencial que los pobres puedan adquirirlos a un coste «razonable». Supongamos que los productos elegidos para este propósito sean el pan, la leche y la carne.
El argumento esgrimido para mantener bajos los precios de estos artículos es, en líneas generales, el siguiente: si dejamos la carne a merced del mercado libre, el precio experimentará elevación por efectos de la disputada demanda, de forma que sólo los ricos podrán comprarla. La gente no tendrá carne, en relación a sus necesidades, sino tan sólo en proporción a su poder adquisitivo. Si mantenemos el precio bajo, todos podrán obtener una parte justa.
Lo primero que hay que resaltar en tal argumentación es que si fuera válida, habría que calificar la política adoptada de inconsistente y medrosa. Porque si el poder adquisitivo más que la necesidad, determina la distribución de carne a un precio de mercado natural de 65 centavos la libra, también lo determinaría, aunque quizá en grado ligeramente inferior, al precio legal máximo de, verbigracia, 50 centavos la libra. De hecho, el argumento «poder adquisitivo más bien que necesidad» conserva fuerza dialéctica mientras se cobra cualquier cantidad por la carne. Quedaría enervado tan sólo en el caso de que fuese regalada.
Ahora bien, los planes para tasar los precios suelen comenzar como esfuerzos para «impedir que suba el coste de la vida» y sus patrocinadores suponen inconscientemente que el precio fijado por el mercado en el momento de comenzar la intervención tiene algo de especialmente sacrosanto y «normal». El precio de partida se considera «razonable» y cualquiera por encima de él, «no razonable», con independencia de los cambios en las condiciones de producción o demanda sobrevenidas desde que fue establecido por vez primera.
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Al discutir este tema, carece de sentido suponer un control de precios que fijase éstos exactamente donde los situaría en cualquier caso el mercado libre. Esto sería como si no existiera dicho control Debemos suponer que el poder adquisitivo de las gentes es mayor que la oferta de bienes disponibles y que los precios son mantenidos por el Estado por debajo de los niveles que alcanzarían en el mercado libre.
Ahora bien, no es posible mantener el precio de una mercancía por debajo de su nivel de mercado sin que, al mismo tiempo, se produzcan esas consecuencias. En primer término, un incremento en la demanda del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público se ve tent ado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar, una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio. Pero, además, la producción se contrae. Los márgenes de beneficios son reducidos o eliminados, con lo cual los productores marginales desaparecen. Incluso los más eficientes pueden llegar a experimentar pérdidas. Esto ocurrió durante la guerra, cuando la Oficina de Administración de Precios obligó a los mataderos a sacrificar y elaborar la carne por menos de lo que les costaba el ganado vivo y el trabajo de sacrificarlo y manipularlo.
Por consiguiente, en el mejor de los casos, la consecuencia de fijar un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez. Esto es precisamente lo contrarío de lo que los gobernantes pretendían, pues precisamente los artículos objeto de tasa son los que más desean mantener en abundante oferta. Ahora bien, cuando limitan los salarios y beneficios de quienes los fabrican, sin intervenir al mismo tiempo los de aquellos que producen artículos de lujo o semilujo, desalientan la producción de artículos de primera necesidad sometidos a tasa y estimulan la fabricación de mercancías menos esenciales.
Algunas de estas consecuencias terminan por aparecer con toda claridad a los gobernantes, quienes entonces adoptan nuevos sistemas y controles en un intento de eludirlas. Entre ellos figuran el racionamiento, el control de costos, los subsidios y la fijación general de precios. Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.
Cuando aparece la escasez de cualquier producto, a causa de la fijación de su precio por debajo del de mercado libre, los consumidores ricos son acusados de «haberse apoderado de más de lo que en justicia les corresponde», o, si se trata de materia prima indispensable para un proceso de fabricación, se culpa a las empresas particulares de «acaparar». El Gobierno adopta entonces una serie de normas disponiendo quién tendrá prioridad para adquirir tal mercancía, o a quién y en qué cantidad será adjudicada, o cómo ha de ser racionada. Si se adopta el sistema de racionamiento, cada consumidor puede disponer sólo de determinado suministro máximo, sin consideración a cuanto se halle dispuesto a pagar por mayor porción.
En una palabra, si se establece un sistema de racionamiento, ello significa que el Gobierno instaura un doble sistema de precios o un doble sistema monetario, en el cual cada consumidor ha de poseer cierto número de cupones o «puntos», además de una determinada cantidad de dinero. O lo que es igual, el Gobierno trata de hacer mediante el racionamiento parte de lo que en un mercado libre habría hecho a través de los precios.
Digo sólo parte, porque el racionamiento simplemente limita la demanda, sin estimular al mismo tiempo la oferta, como hubiera hecho un precio más elevado.
El Gobierno puede tratar de asegurar el aprovisionamiento extendiendo su control a los costos de producción de un artículo. Para mantener bajo el precio de la carne al detalle, por ejemplo, puede fijar su precio al por mayor, el precio en matadero, el del ganado vivo y el de los piensos, más los salarios de los braceros del campo. Para mantener bajo el precio de la leche, puede intentar fijar los salarios de los repartidores, el precio de los envases, el de la leche en las granjas y el de los piensos. Para contener el precio del pan, puede fijar los salarios en la industria panadera, el precio de la harina, los beneficios de los harineros, el precio del trigo, y así sucesivamente.
Pero a medida que el Estado ext iende esta intervención de los precios, extiende también las consecuencias que en un principio le llevaron por este camino. Suponiendo que tenga suficiente decisión para fijar esos costos y sea capaz de hacer cumplir sus resoluciones, no consigue otra cosa sino provocar la escasez en los diversos factores — mano de obra, piensos, trigo, etcétera— que intervienen en la producción de los artículos resultantes.
Así, los gobernantes se ven obligados a implantar controles en círculos cada vez más amplios cuya consecuencia final conduce a la fijación general de precios.
El Estado puede intentar solucionar la dificultad apelando a los subsidios. Reconoce, por ejemplo, que cuando mantiene el precio de la leche o la mantequilla por debajo del nivel del mercado o del nivel relativo en que fija otros precios, puede producirse una escasez por defecto de los inferiores salarios o márgenes de beneficios en la producción de leche o mantequilla, comparados con otras mercancías. Por consiguiente, el Estado trata de desvirtuar los efectos pagando un subsidio a los productores de leche y mantequilla.
Prescindiendo de las dificultades administrativas que todo ello implica y suponiendo que el subsidio sea suficiente para asegurar la producción relativa deseada de leche y mantequilla, es notorio que si bien el subsidio es pagado a los productores, los realmente subvencionados son los consumidores. Porque los productores, en definitiva, no reciben por su leche y mantequilla más de lo que obtendrían si se les permitiese aplicar un precio libre a tales productos, pero en cambio, los consumidores los obtienen a un precio muy por debajo al del mercado libre. Están, pues siendo subvencionados en la diferencia, es decir, en el importe del subsidio pagado aparentemente a los productores.
Ahora bien, a menos que el artículo así subvencionado se halle también racionado, serán quienes dispongan de mayor poder adquisitivo los que podrán adquirirlo en mayor cantidad. Ello significa que tales personas están siendo más subvencionadas que los económicamente más débiles. Quién subvenciona a los consumidores dependerá dé la forma en que se articule el régimen fiscal. Ahora bien, resulta que cada persona, en su papel de contribuyente, se subvenciona a sí misma en su papel de consumidor. Y resulta un poco difícil determinar con precisión en este laberinto quién subvenciona a quién. Lo que se olvida es que alguien paga los subsidios y que no se ha descubierto aún e] método para que la comunidad obtenga algo a cambio de nada.
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La intervención de los precios puede a menudo revestir apariencias de éxito durante un corto período. Puede dar la impresión de funcionar bien durante cierto tiempo, particularmente en épocas de guerra cuando se halla apoyada por el patriotismo y el ambiente de crisis. Ahora bien, cuanto más se prolonga, tanto mayores son las dificultades.
Cuando los precios son mantenidos arbitrariamente bajos por imposición estatal, la demanda excede crónicamente a la oferta. Hemos visto que si el Estado intenta evitar la escasez de un artículo determinado reduciendo también los precios de la mano de obra, las materias primas y otros factores que intervienen en su costo de producción provoca al propio tiempo la escasez de todos ellos. Pero de continuar por el camino emprendido, los gobernantes no sólo se verán obligados a extender cada vez más el control de precios de arriba abajo en sentido «vertical», sino que considerarán indispensable implantarlo «horizontalmente». Si racionamos un articulo y el público no puede conseguirlo en cantidad suficiente, aunque disponga de capacidad adquisitiva procurará sustituirlo por otro. El racionamiento de todo artículo que se hace escaso provoca, en resumen, un aumento de la demanda de los no racionados. Si suponemos que el Gobierno tiene éxito al combatir los mercados negros (o al menos consigue impedir se desarrollen en escala suficiente para anular los precios legales), la persistencia en el control de precios debe llevarle al racionamiento de un número cada vez mayor de mercancías. Ahora bien, el racionamiento no se detiene en los consumidores. Durante la guerra no se limitó a dicho sector. De hecho se aplicó en primer término a la distribución de materias primas a los productores.
La consecuencia natural de un control general de precios que trata de perpetuar determinado nivel histórico de precios es forzoso que en definitiva conduzca a la implantación de un sistema económico totalmente planificado. Los salarios habrán de ser mantenidos bajos, tan rígidamente como los precios. La mano de obra tiene que racionarse tan implacablemente como las materias primas. El resultado final será que el Estado no sólo habrá de ordenar a cada consumidor la cantidad exacta de que puede disponer de cada artículo, sino también a cada fabricante la cantidad de materia prima y mano de obra que le está permitido utilizar. No sería posible tolerar ni la competencia en la oferta de salarios ni en los precios de los materiales Todo ello conduciría a implantar una petrificada economía totalitaria, con todas las empresas y todos los obreros a merced del Estado, y la pérdida final de todas las libertades tradicionales que hemos conocido. Porque, como Alexander Hamilton advirtiera en las páginas de El Federalista, hace siglo y medio, «el dominio sobre la subsistencia del hombre equivale al dominio sobre su voluntad».
Estas son las consecuencias de lo que cabría denominar control de precios «perfecto», prolongado y «apolítico». Como quedó tan ampliamente demostrado en un país tras otro —particularmente en Europa, durante la segunda guerra mundial—, algunos de los más crasos errores de los burócratas quedaron mitigados gracias al mercado negro. Fue cosa corriente en muchos países europeos que la gente sólo pudiese atender a sus necesidades elementales favoreciendo el mercado negro. En algunos países éste floreció a expensas del mercado con precios fijos legalmente reconocidos, hasta que el primero pasó a ser de hecho el mercado. Sin embargo, al mantener nominalmente los precios tope, las autoridades trataban de demostrar que su intención, ya que no la del equipo de inspectores, era honesta.
No debe suponerse que no hubo perjuicios por el hecho de que el mercado negro suplantara finalmente al mercado legal. Los hubo, por cierto, y con un doble matiz: económico y moral. Durante el período de transición las empresas de gran envergadura y plenamente arraigadas, con una considerable inversión de capital y dependiendo en gran medida del mantenimiento de su prestigio ante el público, se ven forzadas a restringir o interrumpir la producción. Vienen a ocupar su lugar empresas improvisadas que disponen de poco capital y menos experiencia en la producción. Estas nuevas firmas carecen de eficacia si se las compara con aquellas a las que desplazan, producen artículos inferiores y fraudulentos a costos muy superiores de los que las empresas antiguas hubieran necesitado para continuar su producción. De este modo se premia la falta de honestidad. Las nuevas firmas deben su misma existencia o desarrollo a la circunstancia de no importarles violar la le y; sus clientes conspiran con ellas y, como consecuencia natural, la desmoralización se extiende a toda actividad mercantil.
Ocurre muy raras veces, además, que las autoridades encargadas de fijar los precios hagan algún esfuerzo honesto simplemente para preservar el nivel de precios existente al iniciar la intervención. Declaran que su intención es «mantener las cosas en su lugar». Sin embargo, muy pronto, so pretexto de «corregir desigualdades» o «injusticias sociales», inician una fijación de precios discriminatoria que sólo tiende a favorecer a los grupos con influencia política en detrimento de los demás Como el poder político depende hoy en día primordialmente de los votos, los grupos que las autoridades tratan más frecuentemente de favorecer son los obreros y agricultores. Al principio se afirma que los salarios y el costo de la vida no guardan relación entre sí que los salarios pueden elevarse fácilmente sin que se eleven los precios. Cuando se pone de manifiesto que los salarios pueden incrementarse tan sólo a expensas de las ganancias, los burócratas comienzan a argüir que – los beneficios eran ya demasiado considerables y que una elevación de salarios sin la correspondiente subida de precios todavía permitirá «una ganancia razonable». Como no existe nada parecido a una tasa uniforme de los beneficios, como la ganancia es variable en cada empresa, el resultado de esta política es eliminar los negocios con escaso margen de rentabilidad, desalentando o reteniendo la producción de determinados artículos. Ello significa desocupación, descenso en la producción y descenso del nivel de vida.
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¿En qué se basa todo el esfuerzo para fijar unos precios máximos? Ante todo, en la falta absoluta de visión respecto de los motivos que determinan la elevación de los precios. La causa real consiste o en la escasez de artículos o en el exceso de dinero. Los precios topes legales no pueden remediar ninguna de las dos cosas. En realidad, según acabamos de ver, su efecto queda limitado a intensificar la escasez de productos. Lo que procede respecto al exceso de dinero será tratado en un capítulo posterior. Ahora bien, uno de los errores que conducen a la fijación de precios constituye el tema fundamental de este libro. Así como los interminables planes para elevar los precios de ciertas mercancías favorecidas son el resultado de pensar sólo en los intereses de los productores a quienes inmediatamente afectan, olvidando a los consumidores, los planes para mantener bajos los precios mediante disposiciones legales son el resultado de considerar solamente los intereses de la gente como consumidores y prescindir de los que como productores les atañen. Y el apoyo político a tales programas procede de una confusión semejante en la mentalidad pública. La gente no quiere pagar más por la leche, la mantequilla, el calzado, los muebles, el alquiler de sus viviendas, las entradas del teatro o los diamantes. Siempre que el precio de cualesquiera de estos bienes se eleva sobre el nivel anterior, el consumidor se indigna y cree que está siendo despojado.
La única excepción radica en el artículo que cada uno produce: entonces comprende y aprecia la razón de su alza. Pero siempre está dispuesto a considerar su propio negocio como caso de excepción. «Mi propio negocio —dice— es peculiar y el público no lo comprende. La mano de obra se ha encarecido, el precio de las materias primas también se ha elevado, esta o aquella materia prima ya no se importa y debe fabricarse más cara en nuestro país. Además, ha crecido la demanda del producto y debe permitirse a los fabricantes aumentar los precios lo necesario para estimular una expansión que satisfaga la demanda.» Y así por el estilo. Como consumidor, todo el mundo compra cien productos diferentes; como productor suele producir uno solo y puede ver la injusticia de mantener bajo el precio de ese producto. Y del mismo modo que cada fabricante desea un mayor precio para su producto, cada obrero desea un sueldo o salario más elevado. Cada uno puede percatarse, como fabricante, de que el control de precios restringe la producción en su sector, pero casi todos se resisten a generalizar esta observación, pues ello significaría tener que pagar más caros los productos de los demás.
Cada uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple personalidad económica. Somos productores, contribuyentes y consumidores. La política que propugne dependerá de la postura particular que se adopte e n cada momento. Porque cada cual es unas veces el Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde. Como productor desea la inflación (pensando principalmente en sus propios servicios o productos), como consumidor desea la limitación de los precios (pensando principalmente en lo que ha de pagar por los productos ajenos). Como consumidor puede abogar por los subsidios o aceptarlos de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que pagarlos. Toda persona piensa que podría manejar las fuerzas políticas de forma que le permitan beneficiarse de la subvención más de lo que pierde con el impuesto o aprovechar el alza de sus propios productos (mientras los costos de sus materias primas sean mantenidos legalmente bajos) y al mismo tiempo beneficiarse como consumidor con el control de precios. Ahora bien, la inmensa mayoría se engaña a sí misma. Porque no sólo ha de registrarse, en el mejor de los casos, tanta pérdida como ganancia con esta manipulación estatal de los precios; forzosamente se originarán mayores pérdidas que beneficios, pues toda intervención de los precios desorganiza y desalienta la ocupación y la producción.
Traducido del inglés por Adolfo Rivero.