Propiedad e Intercambio

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El Axioma de No-Agresión

El credo libertario descansa sobre un axioma central: ningún hombre ni grupo de hombres puede cometer una agresión contra la persona o la propiedad de alguna otra persona. A esto se lo puede llamar el “axioma de No-Agresión”. “Agresión” se define como el inicio del uso o amenaza de uso de la violencia física contra la persona o propiedad de otro. Por lo tanto, agresión es sinónimo de invasión.

Si ningún hombre puede cometer una agresión contra otro; si, en suma, todos tienen el derecho absoluto de ser “libres” de la agresión, entonces esto implica inmediatamente que el libertario defiende con firmeza lo que en general se conoce como “libertades civiles”: la libertad de expresarse, de publicar, de reunirse y de involucrarse en “crímenes sin víctimas”, tales como la pornografía, la desviación sexual y la prostitución (que para el libertario no son en absoluto “crímenes”, dado que define un “crimen” como la invasión violenta a la persona o propiedad de otro). Además, considera el servicio militar obligatorio como una esclavitud en gran escala. Y dado que la guerra, sobre todo la guerra moderna, implica la matanza masiva de civiles, el libertario ve ese tipo de conflictos como asesinatos masivos y, por lo tanto, completamente ilegítimos. En la escala ideológica contemporánea todas estas posiciones se incluyen entre las ahora consideradas “de izquierda”. Por otro lado, como el libertario se opone a la invasión de los derechos de propiedad privada, esto también significa que desaprueba con el mismo énfasis la interferencia del gobierno en los derechos de propiedad o en la economía de libre mercado a través de controles, regulaciones, subsidios o prohibiciones, dado que, si cada individuo tiene el derecho a la propiedad privada sin tener que sufrir una depredación agresiva, entonces también tiene el derecho de entregar su propiedad (legar y heredar) e intercambiarla por la propiedad de otros (libre contratación y economía de libre mercado) sin interferencia. El libertario apoya el derecho a la propiedad privada irrestricta y el libre comercio, o sea, un sistema de “capitalismo del laissez-faire”.

Nuevamente, en la terminología actual, se llamaría “extrema derecha” a la posición libertaria sobre la propiedad y la economía. Pero para el libertario no hay incoherencia alguna en ser “izquierdista” en algunas cuestiones y “derechista” en otras. Por el contrario, considera su posición personal virtualmente como la única de valor en nombre de la libertad de cada individuo, puesto que, ¿cómo puede el izquierdista oponerse a la violencia de la guerra y al servicio militar obligatorio cuando al mismo tiempo apoya la violencia impositiva y el control gubernamental? ¿Y cómo puede el derechista vitorear su devoción a la propiedad privada y la libre empresa cuando al mismo tiempo está a favor de la guerra, el servicio militar obligatorio y la proscripción de actividades y prácticas no invasivas que él considera inmorales? ¿Y cómo puede el derechista estar a favor del libre mercado cuando no ve nada de malo en los vastos subsidios, distorsiones e ineficiencias improductivas involucradas en el complejo militar-industrial?

El libertario, que se opone a cualquier agresión privada o grupal contra los derechos a la persona y la propiedad, ve que a lo largo de la historia y en la actualidad, siempre hubo un agresor central, dominante y avasallador de todos estos derechos: el Estado. En contraste con todos los demás pensadores, de izquierda, de derecha o de una posición centrista, el libertario se niega a darle al Estado un aval moral para cometer acciones que, en opinión de casi todos, son inmorales, ilegales y criminales si las lleva a cabo una persona o un grupo en la sociedad. El libertario, en suma, insiste en aplicar la ley moral general sobre todos, y no hace ninguna excepción especial para personas o grupos. Pero si, por así decirlo, vemos al Estado desnudo, nos damos cuenta de que está universalmente autorizado, e incluso incentivado, para realizar todos los actos que los no libertarios consideran crímenes reprensibles. El Estado habitualmente comete asesinatos masivos, a saber, la “guerra” o, a veces, la “represión de la subversión”; participa en la esclavitud respecto de sus fuerzas militares, utilizando lo que llama “servicio militar obligatorio”; y su existencia depende de la práctica del robo forzado, al que denomina “impuesto”. El libertario insiste en que, independientemente de que esas prácticas sean o no apoyadas por la mayoría de la población, no son pertinentes a su naturaleza; que, sea cual fuere la sanción popular, la guerra equivale al asesinato masivo, el servicio militar obligatorio es esclavitud y los impuestos son robos. En suma, el libertario es como el niño de la fábula, que se obstina en decir que el emperador está desnudo.

Con el transcurso de los años, la casta intelectual de la nación ha provisto al emperador de una especie de seudo ropas. En siglos pasados, los intelectuales afirmaban al público que el Estado o sus gobernantes eran divinos o, al menos, investidos de autoridad divina, y que, por lo tanto, lo que para una mirada inocente e inculta podía parecer despotismo, asesinatos masivos y robo en gran escala no era más que la acción benigna y misteriosa de la divinidad que se ejercía en el cuerpo político. En las últimas décadas, como lo de la sanción divina era algo trillado, los “intelectuales cortesanos” del emperador concibieron una apología cada vez más sofisticada: informaron al público que aquello que hace el gobierno es para el “bien común” y el “bienestar público”, que el proceso de imponer contribuciones y de gastar funciona a través del misterioso proceso “multiplicador” concebido para mantener a la economía en un punto de equilibrio, y que, en todo caso, una amplia variedad de “servicios” gubernamentales no podrían ser realizados de ninguna manera por ciudadanos que actuaran voluntariamente en el mercado o en la sociedad. El libertario niega todo esto: ve la variada apología como un medio fraudulento de obtener apoyo público para el gobierno del Estado, e insiste en que cualquier servicio que verdaderamente preste el gobierno podría ser suministrado en forma mucho más eficiente y moral por la empresa privada y cooperativa.

Por lo tanto, el libertario considera que una de sus tareas educativas primordiales, y más desagradables, consiste en difundir la desmitificación y desacralización del Estado. Tiene que probar, reiteradamente y en profundidad, que no sólo el emperador está desnudo, sino que también lo está el Estado “democrático”; que todos los gobiernos subsisten gracias a su imperio abusivo sobre el público, y que ese imperio es lo contrario de la necesidad objetiva. Lucha por demostrar que la misma existencia del impuesto y del Estado establece necesariamente una división de clase entre los explotadores gobernantes y los explotados gobernados. Trata de poner de manifiesto que la tarea de los cortesanos que siempre han apoyado al Estado es crear confusión para inducir al público a aceptar el gobierno del Estado, y que estos intelectuales obtienen, a cambio, una porción del poder y del dinero mal habido extraído por los gobernantes a los engañados súbditos.

Tomemos, por ejemplo, la institución del impuesto, que según los estatistas es, en cierto sentido, realmente “voluntaria”. Invitamos a cualquiera que verdaderamente crea en la naturaleza “voluntaria” del impuesto a negarse a pagarlo, y entonces verá lo que le sucede. Si analizamos la imposición de tributos, encontramos que, de todas las personas e instituciones que constituyen la sociedad, sólo el gobierno consigue sus ingresos por medio de la violencia coercitiva. Todos los demás en la sociedad obtienen sus ingresos sea a través del obsequio voluntario (albergue, sociedad de caridad, club de ajedrez) o mediante la venta de bienes o servicios voluntariamente adquiridos por los consumidores. Si cualquiera que no fuese el gobierno procediera a “imponer un tributo”, éste sería considerado sin lugar a dudas como una coerción y un delito sutilmente disfrazado. Sin embargo, los místicos arreos de la “soberanía” han enmascarado de tal modo al proceso que sólo los libertarios son capaces de llamar al cobro de impuestos como lo que es: robo legalizado y organizado en gran escala.

 

Derechos de Propiedad

 

Si el axioma central del credo libertario es la no agresión contra cualquier persona o su propiedad, ¿cómo se llega a este axioma? ¿Cuál es su fundamento o sostén? Al respecto, los libertarios del pasado y del presente han diferido de modo considerable. En líneas generales, hay tres grandes tipos de fundamento para el axioma libertario, que corresponden a tres tipos de ética filosófica: el emotivista, el utilitarista y la doctrina de los derechos naturales. Los emotivistas sostienen la premisa de la libertad o la no agresión sobre bases puramente subjetivas, emocionales. Si bien su intenso sentimiento puede parecer un fundamento válido para su filosofía política, no sirve de mucho para convencer a otros. Al situarse definitivamente fuera del discurso racional, condenan al fracaso a su doctrina.

Los utilitaristas declaran, a partir de su estudio de las consecuencias de la libertad en contraposición con sistemas alternativos, que la libertad llevará con mayor seguridad a objetivos ampliamente aceptados: la armonía, la paz, la prosperidad, etc. No se discute que las consecuencias relativas deberían estudiarse evaluando los méritos o deméritos de los respectivos credos, pero si nos limitamos a la ética utilitarista, surgen varios problemas. Por un lado, el utilitarismo presupone que podemos evaluar alternativas y decidir sobre diferentes políticas sobre la base de sus buenas o malas consecuencias. Pero si es legítimo aplicar juicios de valor a las consecuencias de X, ¿por qué no es igualmente legítimo aplicar esos juicios a X directamente? ¿No puede haber algo en la acción misma, en su propia naturaleza, para que pueda ser considerada mala o buena?

Otro problema con el utilitarista es que rara vez adoptará un principio como estándar absoluto y consistente para aplicarlo a las variadas situaciones concretas del mundo real. En el mejor de los casos, sólo utilizará un principio, como una guía o aspiración vaga, como una tendencia que puede desechar en cualquier momento. Éste fue el mayor defecto de los radicales ingleses del siglo xix, quienes adoptaron la visión del laissez-faire de los liberales del siglo xviii pero sustituyeron el concepto supuestamente “místico” de los derechos naturales como fundamento para esa filosofía por un utilitarismo supuestamente “científico”. Por ende, los liberales del siglo xix partidarios del laissez-faire utilizaron a éste como una vaga tendencia más que como un estándar puro, y por lo tanto comprometieron creciente y fatalmente al credo libertario. Decir que no se puede “confiar” en que un utilitarista mantenga el principio libertario en toda aplicación específica puede sonar duro, pero es la forma justa de decirlo. Un notable ejemplo contemporáneo es el profesor Milton Friedman, economista partidario del libre mercado, quien, como sus antecesores economistas clásicos, sostiene la libertad en oposición a la intervención estatal como tendencia general, pero en la práctica permite una miríada de excepciones dañinas, excepciones que sirven para viciar al principio casi en su totalidad, sobre todo en los asuntos policiales y militares, en la educación, en los impuestos, en el bienestar, en las “externalidades”, en las leyes anti-monopolio, el dinero y el sistema bancario.

Consideremos un ejemplo crudo: supongamos una sociedad que cree fervientemente que los pelirrojos son agentes del diablo y, por lo tanto, cuando se encuentra uno hay que ejecutarlo. Supongamos también que existe sólo un pequeño número de pelirrojos en cualquier generación, tan pocos que son estadísticamente insignificantes. El libertario utilitarista bien podría razonar: “Si bien el homicidio de pelirrojos aislados es deplorable, las ejecuciones son pocas, y la vasta mayoría del público, como no son pelirrojos, obtienen una gran satisfacción psíquica con la ejecución pública de los pelirrojos. El costo social es mínimo y el beneficio social psíquico del resto de la sociedad es grande; por lo tanto, está bien y resulta apropiado para la sociedad ejecutar a los pelirrojos”. El libertario profundamente comprometido con los derechos naturales, muy preocupado por la justicia de ese acto, reaccionará horrorizado y se opondrá de manera firme e inequívoca a las ejecuciones, por considerarlas como homicidios completamente injustificados y como agresiones a personas inofensivas. El hecho de que, al detener los asesinatos, privará a la mayoría de la sociedad de un gran placer psíquico no influirá en absoluto sobre ese libertario “absolutista”. Devoto de la justicia y de la consistencia lógica, el libertario defensor de los derechos naturales admitirá tranquilamente que es un “doctrinario”, en suma, un imperturbable seguidor de sus propias doctrinas.

Pasemos entonces a los derechos naturales como base del credo libertario, base que, de un modo u otro, ha sido adoptada por la mayoría de los libertarios, en el pasado y en el presente. Los “derechos naturales” son la piedra angular de la filosofía política que, a su vez, está inserta en la estructura más grande de la “ley natural”. La teoría de la ley natural descansa sobre la idea de que vivimos en un mundo compuesto por más de una entidad –en realidad, por un vasto número de entidades–, y que cada una tiene propiedades distintas y específicas, una “naturaleza” diferente, que puede ser investigada por la razón del hombre, por su sentido de la percepción y sus facultades mentales. El cobre tiene una naturaleza distinta y se comporta de determinada manera, y lo mismo ocurre con el hierro, la sal, etc. La especie “hombre”, por lo tanto, tiene una naturaleza identificable, al igual que el mundo que lo rodea y las formas en que ambos interactúan. Para decirlo con una inmerecida brevedad, la actividad de cada entidad inorgánica u orgánica está determinada por su propia naturaleza y por la naturaleza de las otras entidades con las cuales entra en contacto. Específicamente, mientras que el comportamiento de las plantas y, al menos, el de los animales inferiores está determinado por su naturaleza biológica o quizá por sus “instintos”, la naturaleza humana es tal que cada individuo debe, para poder actuar, hacer una elección de sus fines y utilizar sus propios medios para alcanzarlos. Puesto que carece de instintos automáticos, cada hombre debe aprender acerca de él y del mundo, utilizar su mente para seleccionar valores, aprender sobre causas y efectos, y actuar con todo sentido para mantenerse y prolongar su vida. Los hombres pueden pensar, sentir, evaluar y actuar sólo como individuos, y en consecuencia, resulta vitalmente necesario para la supervivencia y prosperidad de cada uno que sea libre de aprender, elegir, desarrollar sus facultades y actuar según su conocimiento y sus valores. Éste es el camino necesario de la naturaleza humana; interferir o lisiar este proceso usando la violencia va profundamente en contra de lo que es necesario por la naturaleza del hombre para su vida y prosperidad. La interferencia violenta en el aprendizaje y las elecciones de un hombre es, por lo tanto, profundamente “anti-humana”; viola la ley natural de las necesidades del hombre.

Los individualistas siempre han sido acusados por sus enemigos de ser “atomistas” –de postular que cada individuo vive en una suerte de vacío, pensando y eligiendo sin relación con ningún otro integrante de la sociedad–. Sin embargo, eso es una falsedad autoritaria; pocos individualistas, si es que hubo alguno, han sido “atomistas”. Por el contrario, resulta evidente que los individuos siempre aprenden el uno del otro, cooperan e interactúan entre sí, y que esto también es necesario para la supervivencia del hombre. Pero la verdad es que cada individuo tomará la decisión final acerca de qué influencias adoptar y cuáles rechazar, o de cuáles adoptar primero y cuáles, después. El libertario recibe con agrado el proceso de intercambio voluntario y cooperación entre individuos que actúan libremente; lo que aborrece es el uso de la violencia para torcer esa cooperación voluntaria y forzar a alguien a elegir y actuar de manera diferente de lo que le dicta su propia mente.

El método más viable para elaborar la declaración de los derechos naturales de la posición libertaria consiste en dividirla en partes y comenzar con el axioma del “derecho a la propiedad de uno mismo”, que sostiene el derecho absoluto de cada hombre, en virtud de su condición humana, a “poseer” su propio cuerpo, es decir, a controlar que ese cuerpo esté libre de interferencias coercitivas. Dado que cada individuo debe pensar, aprender, valorar y elegir sus fines y medios para poder sobrevivir y desarrollarse, el derecho a la propiedad de uno mismo le confiere el derecho de llevar adelante estas actividades vitales sin ser estorbado ni restringido por un impedimento coercitivo.

Consideremos, también, las consecuencias de negarle a todo hombre el derecho a poseer su persona. En ese caso hay sólo dos alternativas: 1) una cierta clase de personas A tiene derecho a poseer a otra clase B; o 2) todos tienen derecho a poseer una porción similar de todos los demás. La primera alternativa implica que mientras la Clase A merece los derechos de los seres humanos, la Clase B es en realidad infrahumana y por lo tanto no merece esos derechos. Pero como de hecho son ciertamente seres humanos, la primera alternativa se contradice a sí misma al negarle los derechos humanos naturales a un conjunto de hombres (B). Además, como veremos, permitir que la Clase A posea a la Clase B significa que la primera puede explotar a la última, y por ende vivir parasitariamente a expensas de ella. Pero este parasitismo en sí viola el requerimiento económico básico para la vida: producción e intercambio.

La segunda alternativa, que podríamos llamar “comunalismo participativo” o “comunismo”, sostiene que todo hombre debería tener el derecho de poseer su cuota relativa, idéntica a la de todos los demás. Si hay dos mil millones de personas en el mundo, entonces todos tienen derecho a poseer una parte igual a dos billonésimos de cada otra persona. En primer lugar, podemos sostener que este ideal descansa en un absurdo, al proclamar que todo hombre puede poseer una parte de todos los demás, cuando no puede poseerse a sí mismo. En segundo lugar, podemos imaginar la viabilidad de un mundo semejante: un mundo en el cual ningún hombre es libre de realizar ninguna acción, sea cual fuere, sin previa aprobación o, de hecho, sin la orden de todos los demás miembros de la sociedad. Debería resultar claro que en esa clase de mundo “comunista”, nadie sería capaz de hacer nada, y la especie humana perecería rápidamente. Pero si un mundo de pertenencia cero de uno mismo y de cien por ciento de propiedad de los otros significa la muerte de la especie humana, entonces cualquier paso en esa dirección también contraviene la ley natural de lo que es mejor para el hombre y su vida en la Tierra.

Por último, así y todo, este mundo participativo comunista no podría ser llevado a la práctica, dado que es físicamente imposible que todos realicen un continuo control sobre todos los demás, y, por lo tanto ejerzan su idéntica parte alícuota de propiedad sobre todo otro hombre. En la práctica, entonces, el concepto de propiedad universal e idéntica sobre los demás es utópico e imposible, y la supervisión, y en consecuencia, el control y la propiedad de los otros, recaen necesariamente sobre un grupo especializado de personas, que se transforma así en la clase dirigente. Por eso, en la práctica, cualquier intento de gobierno comunista se convertirá automáticamente en gobierno de clase, y regresaremos a la primera alternativa.

Por ende, el libertario rechaza esas alternativas y adopta como su axioma principal el derecho universal a la propiedad de uno mismo, un derecho que todos tienen por el solo hecho de ser seres humanos.

Una tarea más difícil es establecer una teoría de la propiedad sobre los objetos no humanos, sobre las cosas de esta tierra. Resulta comparativamente sencillo reconocer cuándo alguien agrede el derecho de propiedad del cuerpo de otro: si A ataca a B, está violando el derecho de propiedad de B sobre su propio cuerpo. Pero con los objetos no humanos el problema es más complejo. Si, por ejemplo, vemos que X se apodera del reloj que está en posesión de Y, no podemos suponer automáticamente que X está cometiendo una agresión contra el derecho de propiedad de Y sobre el reloj, porque X podría ser el dueño original, “verdadero”, del reloj, y por lo tanto se podría decir que está recuperando su legítima propiedad. Para poder decidir, necesitamos una teoría de justicia sobre la propiedad, que nos dirá si X o Y, o, de hecho, alguien más, es el dueño legítimo.

Algunos libertarios intentan resolver el problema afirmando que quienquiera que el gobierno existente decrete que tiene el título de propiedad debería ser considerado el justo dueño de la propiedad. En este punto, aún no hemos ahondado lo suficiente en la naturaleza del gobierno, pero aquí la anomalía debería ser muy notable, porque con seguridad resulta extraño encontrar que un grupo siempre receloso de prácticamente cada una y todas las funciones del gobierno de buenas a primeras le permita a éste definir y aplicar el precioso concepto de la propiedad, base y fundamento de todo el orden social. Y particularmente, son los utilitaristas partidarios del laissez-faire los que creen más factible comenzar el nuevo mundo libertario confirmando todos los títulos de propiedad existentes; es decir, los títulos de propiedad y derechos decretados por el mismo gobierno al cual se condena como agresor crónico.

Veamos un ejemplo hipotético. Supongamos que la agitación y la presión libertaria han aumentado hasta tal punto que el gobierno y sus diversas ramas están listos para abdicar, pero idean una hábil artimaña. Justo antes de abdicar, el gobierno del estado de Nueva York aprueba una ley por la cual toda el área territorial de Nueva York se transforma en propiedad privada de la familia Rockefeller. La legislatura de Massachusetts hace lo propio con la familia Kennedy, y así en cada estado. El gobierno podría entonces abdicar y decretar la abolición de impuestos y de la legislación coercitiva, pero los victoriosos libertarios enfrentarían ahora un dilema. ¿Reconocerán los nuevos títulos de propiedad como propiedad privada legítima? Los utilitaristas, que carecen de una teoría de justicia sobre los derechos de propiedad, tendrán que aceptar, si quieren ser coherentes con su conformidad con los títulos de propiedad decretados por el gobierno, un nuevo orden social en el cual cincuenta nuevos sátrapas recaudarán contribuciones en forma de “alquiler” impuesto de modo unilateral.

La cuestión es que sólo los libertarios partidarios de los derechos naturales, sólo aquellos que tienen una teoría de la justicia según la cual los títulos de propiedad no dependen de decretos gubernamentales, estarían en posición de burlarse de las reclamaciones de los nuevos dirigentes en cuanto a poseer derechos de propiedad sobre el territorio del país, y rechazarlas  por ser carentes de validez. Tal como advirtió claramente el gran liberal del siglo xix, Lord Acton, “la ley natural provee la única base segura para una continua crítica de las leyes y decretos gubernamentales.[1] ¿Cuál es, específicamente, nuestra posición sobre los derechos naturales de los títulos de propiedad? A esa cuestión nos abocaremos ahora.

Hemos establecido el derecho de cada individuo a la propiedad de sí mismo, el derecho de propiedad de su cuerpo y de su persona. Pero el hombre no es un fantasma flotante; no es una entidad autosuficiente; sólo puede sobrevivir y desarrollarse luchando cuerpo a cuerpo con la tierra que lo rodea. Debe, por ejemplo, asentarse sobre áreas rurales; y también, para poder sobrevivir y mantenerse, tiene que transformar los recursos dados por la naturaleza en “bienes de consumo”, en objetos más convenientes para su uso y consumo. Es necesario cultivar y comer los alimentos; extraer los minerales y luego transformarlos en capital y más tarde en bienes de consumo útiles, etc. En otras palabras, el hombre debe poseer no sólo su propia persona, sino también objetos materiales para su control y uso. ¿Cómo, entonces, deberían adjudicarse los títulos de propiedad sobre estos objetos?

Tomemos, como primer ejemplo, a un escultor que da forma a una obra de arte de arcilla u otro material; dejemos de lado, por el momento, la cuestión de los derechos de propiedad originarios del escultor sobre la arcilla y las herramientas. La pregunta es, entonces: ¿Quién es el dueño de la obra de arte así como surge del modelado del escultor? Es, de hecho, la “creación” del escultor, no en el sentido de que ha creado la materia, sino en el sentido de que ha transformado la materia suministrada por la naturaleza –la arcilla– en otra forma dictada por sus propias ideas y modelada por sus propias manos y energía. Por supuesto, resultaría extraño que, en el caso planteado, alguien pudiera decir que el escultor no tiene derecho de propiedad sobre su propio producto. Es obvio que, si todo hombre tiene derecho a su propio cuerpo, y si debe valerse de los objetos materiales del mundo para poder sobrevivir, entonces el escultor tiene derecho a poseer el producto que ha realizado, por medio de su energía y esfuerzo, y que es una verdadera extensión de su propia personalidad. Estampó su propia persona sobre la materia prima, “mezclando su trabajo” con la arcilla, según la frase del gran teórico de la propiedad, John Locke. Y el producto transformado por su energía se ha convertido en la corporización material de las ideas y la visión del escultor. John Locke lo planteó de esta manera:

[…] todo hombre tiene la propiedad de su persona. Nadie más que uno mismo tiene derecho a esto. El trabajo de su cuerpo y el de sus manos, podríamos decir, son en verdad suyos. Entonces, todo aquello que él saque del estado en que lo ha provisto y dejado la naturaleza, y con lo cual ha mezclado su trabajo, lo convierte en algo que le pertenece, y por lo tanto lo hace de su propiedad. Como él lo ha sacado del estado común en que lo dejó la naturaleza, tiene anexado algo por su trabajo, cosa que lo excluye del derecho común de otros hombres. Dado que este trabajo es propiedad incuestionable del trabajador, ningún otro hombre más que él tiene derecho a aquello en que lo ha convertido […].[2]

Como en el caso de la posesión de los cuerpos de las personas, nuevamente tenemos tres alternativas lógicas: 1) el transformador, o “creador”, tiene derecho de propiedad sobre su creación; 2) otro hombre o grupo de hombres tiene derecho sobre esa creación, o sea que tiene el derecho de apropiarse de ella por la fuerza sin el consentimiento del escultor; 3) todo individuo en el mundo tiene una porción similar sobre la propiedad de la escultura –la solución “comunal”–. De nuevo, en resumidas cuentas, muy pocos estarían de acuerdo con la monstruosa injusticia de que la propiedad del escultor fuera confiscada, por uno o por muchos, o en nombre de todo el mundo. ¿Con qué derecho lo harían? ¿Con qué derecho se apropiarían del producto de la mente y la energía del creador? En este caso bien definido, el derecho del creador a poseer aquello a lo cual él ha integrado su persona y su trabajo sería en general reconocido. (Una vez más, como en el caso de la propiedad comunal de las personas, la solución comunal mundial se reduciría, en la práctica, a una oligarquía que expropiaría el trabajo del creador en nombre de la propiedad “pública mundial”.)

Sin embargo, el tema principal es que en el caso del escultor no existe una diferencia cualitativa respecto de todos los demás casos de “producción”. Es posible que el hombre o los hombres que extrajeron la arcilla del suelo y se la vendieron al escultor no sean tan “creativos” como él, pero también son “productores”, también han combinado sus ideas y conocimientos tecnológicos con el suelo que les brinda la naturaleza, para ofrecer un producto útil. También ellos son “productores”, y han mezclado su trabajo con materias primas para transformarlas en bienes y servicios con mayor o diferente utilidad. Estas personas tienen, asimismo, derecho a la propiedad de sus productos. Entonces ¿dónde comienza el proceso? Volvamos a Locke:

Aquel que se alimenta de las bellotas que ha recogido bajo un roble, o de las manzanas que arrancó de los árboles en el bosque, obviamente se ha apropiado de ellas. Nadie puede negar que los nutrientes son suyos. Entonces, pregunto: ¿cuándo comenzaron a ser suyos?, ¿cuándo los digirió?, ¿cuando los comió?, ¿cuándo los hirvió?, ¿cuándo los llevó a su casa?, ¿cuándo los recogió? Queda claro que, si la recolección inicial no los hizo suyos, nada podría hacerlo. Ese trabajo marcó una distinción entre ellos y lo comunal. Les agregó algo más que lo que les había dado la Naturaleza, madre común de todo, y así se convirtieron en su propiedad privada. ¿Y podrá alguien decir que no tiene derecho a esas bellotas o manzanas de las que se apropió porque no tenía el consentimiento de toda la humanidad para hacerlas suyas? ¿Fue un robo, entonces, el que asumiera como propio lo que en realidad les pertenecía a todos? Si tal consentimiento fuera necesario, el hombre hubiera muerto de hambre, a pesar de la abundancia que Dios le había dado […]. Así, el pasto que mi caballo ha comido, el pan de césped que mi sirviente ha cortado y el mineral que he extraído en mi área, donde tengo derecho a ellos en forma comunal con los demás, se convierten en mi propiedad sin la asignación o consentimiento de nadie. El trabajo que realicé para sacarlos de ese estado comunal en el que estaban ha estampado mi propiedad sobre ellos.

Si fuera necesario un consentimiento explícito de todos los propietarios comunales para que cualquiera se apropiara de alguna parte de lo que es comunal, los niños o los sirvientes no podrían cortar la carne que les dieron sus padres o amos, a ellos en común, sin haber asignado a cada uno una parte peculiar. Si bien el agua que corre por una fuente es de todos, ¿quién puede dudar de que la que está en la jarra pertenece sólo a quien la extrajo? Su trabajo la ha sacado de las manos de la Naturaleza donde era común […] y consecuentemente se la asignó a sí mismo. De esta manera, la ley de la razón hace que el ciervo sea del indígena que lo mató; se permite que los bienes pertenezcan a quien puso su trabajo sobre ellos, aunque antes fueran del derecho común de todos. Y entre quienes se cuentan como la parte civilizada de la humanidad […] esta ley original de la naturaleza para el inicio de la propiedad, en lo que previamente era común, aún tiene lugar, y en virtud de eso, el pez que pesque cualquiera en el océano, ese gran bien que aún sigue siendo común a la humanidad, o el ámbar gris que cualquiera levante aquí, por el trabajo de quien lo sacó del estado común en que lo dejó la naturaleza, pasa a ser de su propiedad, de aquel que entrega ese esfuerzo.[3]

Si todo hombre posee a su propia persona, y por ende su trabajo, y si por extensión posee toda propiedad que haya “creado” o recolectado del “estado de naturaleza anteriormente no utilizado, y no poseído”, entonces, ¿cómo atendemos la última gran cuestión: el derecho a poseer o dominar la tierra misma? En resumen, si el recolector tiene el derecho de poseer las bellotas o manzanas que junta, o el granjero tiene el derecho a poseer su cosecha de trigo o de duraznos, ¿quién tiene el derecho a poseer la tierra sobre la cual han crecido estas cosas?

En este punto, Henry George y sus seguidores, quienes habían recorrido todo este camino junto a los libertarios, se apartan de él y niegan el derecho individual de poseer el pedazo de tierra en sí mismo, el suelo en el cual han tenido lugar estas actividades. Los georgistas argumentan que, si bien todo hombre debería poseer los bienes que produce o crea, siendo que la Naturaleza –o Dios– creó la tierra, ningún individuo tiene el derecho de asumir como suya la propiedad de esa tierra. Sin embargo, para que la tierra sea utilizada como recurso de cualquier manera eficiente, debe ser poseída y controlada por alguien o por algún grupo, y aquí nos enfrentamos nuevamente con nuestras tres alternativas: la tierra pertenece a quien la usa en primer término, al hombre que primero la pone en producción, o a un grupo de otros hombres, o al mundo en su totalidad, caso en el cual cada individuo es dueño de una porción similar de cada hectárea de tierra. La opción de George para la última solución difícilmente resuelve su problema moral: si la tierra debe pertenecer a Dios o a la Naturaleza, entonces, ¿por qué es más moral que cada hectárea del mundo le pertenezca al mundo en su totalidad, en lugar de otorgar la propiedad individual? Otra vez, en la práctica, es obviamente imposible que cada persona en el mundo ejercite la propiedad efectiva de su porción de 1 sobre 4 mil millones (si la población mundial es, digamos, de 4 mil millones) de cada trozo de la superficie terrestre. En la práctica, por supuesto, sería una pequeña oligarquía la que se encargaría del control y de la propiedad, y no el mundo en su totalidad.

No obstante, más allá de estas dificultades en la posición georgista, la justificación de los derechos naturales sobre la propiedad de la tierra es idéntica a la justificación originaria de toda otra propiedad, puesto que, como vimos, ningún productor “crea” realmente la materia; lo que hace es tomar la materia natural y transformarla mediante su energía laboral, en función de sus ideas y su visión. Pero esto es precisamente lo que hace el pionero –el “colono”– cuando incorpora tierra previamente no utilizada a su propiedad privada. Así como el hombre que obtiene acero con el mineral de hierro transformándolo mediante su conocimiento y su energía, así como el hombre que extrae el hierro de la tierra, así el colono despeja, cerca, cultiva o construye sobre la tierra. También él ha transformado el carácter del suelo como se da en la naturaleza mediante su trabajo y su identidad. Es dueño de la propiedad de manera tan legítima como el escultor o el fabricante; es tan “productor” como los demás.

Además, si la tierra originaria ha sido dada por la naturaleza –o por Dios–, entonces también lo son los talentos, la salud y la belleza de las personas. Y al igual que todos estos atributos son otorgados a individuos específicos y no a la “sociedad”, también lo son la tierra y los recursos naturales: todos estos recursos les son dados a los individuos y no a la “sociedad”, que es una abstracción que en realidad no existe. No hay una entidad llamada “sociedad”; sólo hay individuos que interactúan. Por lo tanto, decir que la “sociedad” debería ser dueña de la tierra o de cualquier otra propiedad en forma común significa que la propiedad debería pertenecer a un grupo de oligarcas –en la práctica, burócratas gubernamentales–, quienes serían los dueños de la propiedad mediante la expropiación al forjador o al colono que originariamente trajo esa tierra a la existencia operativa. Asimismo, nadie puede producir nada sin la participación de la tierra, aunque sólo sea como el lugar donde pararse. Ningún hombre puede producir o crear nada sólo mediante su trabajo; debe contar con la participación de la tierra y otras materias primas naturales.

El hombre llega al mundo solo consigo mismo y con el mundo que lo rodea –la tierra y los recursos naturales que le ha dado la naturaleza–. Toma estos recursos y los transforma por medio de su trabajo, su mente y su energía en bienes más útiles para el hombre. Por lo tanto, si un individuo no puede ser dueño de la tierra originaria, tampoco puede poseer, en sentido absoluto, el fruto de su trabajo. El granjero no puede ser dueño de su cosecha de trigo si no puede ser dueño de la tierra sobre la cual crece el trigo. Ahora que su trabajo se ha mezclado inextricablemente con la tierra, no se lo puede privar de una sin privarlo del otro.

Más aun, si un productor no tiene derecho al fruto de su trabajo, ¿quién lo tiene? Resulta difícil ver por qué un bebé paquistaní recién nacido debería tener un reclamo basado en principios por una alícuota de la propiedad de una parte de la tierra de Iowa que alguien acaba de transformar en un campo de trigo –y viceversa, por supuesto, para un bebé de Iowa y una granja paquistaní.

La tierra en su estado original está sin uso y sin propiedad. Los georgistas y otros comunalistas de la tierra pueden reclamar que en realidad toda la población mundial la “posee”, pero si nadie la ha utilizado aún, no está, en el verdadero sentido, poseída o controlada por nadie.

El pionero, el colono, el primer usuario y transformador de esta tierra es el hombre que primero pone a producir esta cosa sencilla y sin valor y le da un uso social.

Resulta difícil ver la moralidad de privarlo de su propiedad en favor de personas que nunca han estado ni a mil kilómetros de esa tierra, y que quizá ni conozcan la existencia de la propiedad sobre la cual se supone que tienen un derecho.

La cuestión moral de los derechos naturales involucrada en este punto es aun más clara si consideramos el caso de los animales. Los animales son “tierra económica”, dado que son originalmente recursos que se dan en la naturaleza. Sin embargo, ¿alguien le negaría la titularidad total sobre un caballo al hombre que lo encontró y lo domesticó? Y en esto ¿hay  alguna diferencia con las bellotas y las bayas que por lo general se le adjudican al que las recoge? Sin embargo, es similar a lo que ocurre con la tierra de la que algún colono toma una parcela “salvaje”, sin domesticar, y la “doma”, poniéndola en uso productivo. El hecho de combinar su trabajo con la tierra debería darle un título tan claro sobre ella como en el caso de los animales. Tal como declaró Locke: “La cantidad de tierra que un hombre labra, planta, mejora, cultiva, y de la cual puede usar el producto, es su propiedad. Él, por su trabajo, por así decirlo, la excluye de lo común”.[4]

 

La teoría libertaria de la propiedad fue resumida de modo muy elocuente por dos economistas franceses partidarios del laissez-faire en el siglo xix:

Si el hombre adquiere derechos sobre las cosas, esto se debe a que es al mismo tiempo activo, inteligente y libre; mediante su actividad, las hace extensivas a la naturaleza externa; mediante su inteligencia, las gobierna y las moldea para su uso; mediante su libertad, establece entre él y la naturaleza la relación de causa y efecto y se la apropia […].

¿Dónde hay, en un país civilizado, un trozo de tierra, una hoja, que no lleve la impronta de la personalidad del hombre? En la ciudad, estamos rodeados por sus obras; caminamos sobre pavimento nivelado o por una transitada carretera; es el hombre quien hizo lozano a ese suelo antes fangoso, quien tomó de la ladera de una lejana colina el pedernal o la piedra que la cubre. Vivimos en casas; es el hombre quien extrajo la piedra de una cantera y la cortó, quien taló los bosques; es el pensamiento humano el que dispuso adecuadamente los materiales y construyó un edificio con lo que antes era roca y madera. Y en el campo, la acción del hombre aún está presente en todas partes; los hombres cultivaron la tierra y generaciones de trabajadores la hicieron dar fruto y la enriquecieron; el trabajo del hombre canalizó los ríos y creó fertilidad allí donde las aguas sólo traían desolación […]. En todas partes hay una mano poderosa que ha amoldado la materia, y una voluntad inteligente que la ha adaptado […] para la satisfacción de las necesidades de un mismo ser. La naturaleza ha reconocido a su amo, y el hombre siente que está cómodo en la naturaleza. Ella fue apropiada por él para su uso; le pertenece a él, es su propiedad. Esta propiedad es legítima; constituye un derecho tan sagrado para el hombre como el libre ejercicio de sus facultades. Le pertenece porque ha surgido enteramente de él y no es, en modo alguno, otra cosa que la emanación de su ser. Antes que él, no había prácticamente más que materia; a partir de él, y por él, hay riqueza intercambiable, es decir, artículos que adquirieron valor por alguna industria, por manufactura, por manipulación, por extracción o simplemente por transportación. Desde el cuadro de un gran maestro, que es quizá, de toda la producción material, aquello en lo cual la materia tiene el rol más pequeño, hasta el cubo de agua que el acarreador extrae del río y lleva hasta el consumidor, la riqueza, sea ésta lo que fuere, adquiere su valor sólo por las cualidades que le han sido conferidas, y estas cualidades son parte de la actividad, inteligencia y fuerza humanas. El productor ha dejado un fragmento de su propia persona en una cosa que entonces se ha hecho valiosa, y de este modo puede ser vista como una prolongación de las facultades del hombre que actúan sobre la naturaleza externa. Como ser libre, se pertenece a sí mismo; por ende la causa, es decir, la fuerza productiva, es él mismo; el efecto, o sea la riqueza producida, también es él mismo. ¿Quién se atreverá a cuestionar su título de propiedad, tan claramente marcado por el sello de su personalidad? […].

Debemos, pues, volver al ser humano, creador de toda riqueza […] mediante el trabajo, el hombre estampa su personalidad sobre la materia. Es el trabajo el que cultiva la tierra y transforma el desierto inhabitado en un campo fértil; es el trabajo lo que convierte un bosque virgen en uno regularmente organizado; es el trabajo o, mejor dicho, una serie de trabajos, generalmente ejecutados por una sucesión muy numerosa de trabajadores, el que obtiene cáñamo de la semilla, hilo del cáñamo, tela del hilo, ropa de la tela; el que hace que una pirita sin forma, extraída de una mina, se transforme en un bronce elegante que adorna alguna plaza pública y comunica a un pueblo entero el pensamiento de un artista […].

La propiedad, que se pone de manifiesto mediante el trabajo, participa de los derechos de la persona de quien emana; como él, es inviolable en tanto no entre en colisión con otro derecho; al igual que él, es individual, porque tiene su origen en la independencia del individuo y porque, cuando varias personas han cooperado en su creación, el dueño final ha comprado con un valor, el fruto de su trabajo personal, el trabajo de todos los trabajadores asociados que le precedieron: éste es usualmente el caso con los artículos manufacturados. Cuando la propiedad es transferida, mediante venta o herencia, de una mano a otra, sus circunstancias no han cambiado; sigue siendo el fruto de la libertad humana manifestada por el trabajo, y su dueño tiene los mismos derechos que el productor que tomó posesión de ella por derecho.[5]

La Sociedad y el Individuo

 

Nos hemos extendido acerca de los derechos individuales, pero podríamos preguntarnos, ¿qué ocurre con los “derechos de la sociedad”? ¿No suplantan ellos a los simples derechos individuales? El libertario es un individualista; cree que uno de los principales errores de la teoría social es considerar a la “sociedad” como si realmente fuera una entidad con existencia. A veces se trata la “sociedad” como una figura superior o cuasi-divina, con “derechos” propios superiores; otras, como a un mal existente al que se puede culpar por todos los males del mundo. El individualista sostiene que sólo los individuos existen, piensan, sienten, eligen y actúan, y que la “sociedad” no es una entidad viviente sino sencillamente un nombre dado a un grupo de individuos en interacción. Al considerarla como una entidad que elige y actúa, sólo se logra oscurecer las verdaderas fuerzas en acción. Si en una pequeña comunidad diez personas se juntan para robar y expropiar a otras tres, esto es clara y evidentemente el caso de un grupo de individuos que actúan en conjunto contra otro grupo. En esta situación, si las diez personas se refiriesen a sí mismas como “la sociedad” y alegaran que están actuando en “su” interés, ese razonamiento provocaría hilaridad en un tribunal; incluso es probable que los diez ladrones se sientan demasiado avergonzados como para utilizar este tipo de argumento. Pero dejemos que aumente el número, y veremos cómo esta clase de locura se hace normal y logra engañar al público.

El historiador Parker T. Moon ha destacado incisivamente el uso falaz de un sustantivo colectivo como “nación”, similar en este aspecto a “sociedad”:

Cuando utilizamos la palabra “Francia”, pensamos en esta nación como una unidad, una entidad. Al […] decir: “Francia envió sus tropas para conquistar a Túnez”, no sólo conferimos unidad sino también personalidad a un país. Las mismas palabras ocultan los hechos y hacen de las relaciones internacionales un drama fascinante en el cual se personaliza a las naciones como actores y se olvida con demasiada facilidad a los hombres y mujeres de carne y hueso que son los verdaderos actores […] si no tuviésemos una palabra como “Francia” […] entonces podríamos describir la expedición a Túnez con mayor precisión, por ejemplo: “Unos pocos de esos 38 millones de personas enviaron a otras 30 mil a conquistar Túnez”. Esta manera de describir la realidad sugiere inmediatamente una cuestión, o, mejor dicho, una serie de cuestiones. ¿Quiénes son esos “unos pocos”? ¿Por qué enviaron a los 30 mil a Túnez? ¿Y por qué éstos obedecieron? Los imperios no son construidos por “naciones” sino por hombres. El problema que enfrentamos consiste en descubrir en cada nación a los hombres, a las minorías activas que están directamente interesadas en el imperialismo y luego analizar las razones por las cuales las mayorías pagan el costo y luchan en la guerra que necesita la expansión imperialista.[6]

La mirada individualista de la “sociedad” fue resumida en la frase: “La ‘sociedad’ está formada por todos menos por usted”. Este análisis puede utilizarse, de manera contundente, para considerar aquellos casos en los cuales se trata a la “sociedad” no sólo como a un superhéroe con superderechos, sino como a un supervillano sobre cuyos hombros recae masivamente la culpa. Consideremos el típico punto de vista según el cual el responsable de un crimen no es el criminal, sino la sociedad. Tomemos, por ejemplo, el caso en el cual Smith roba o asesina a Jones. De acuerdo con la postura “tradicional”, Smith es responsable por su acto. La Social-Democracia moderna sostiene que la responsable es la “sociedad”. Esto suena a la vez sofisticado y humanitario, hasta que aplicamos la perspectiva individualista. Entonces vemos que lo que en realidad están diciendo los social-demócratas es que todos son responsables del crimen menos Smith, incluyendo, por supuesto, a Jones. Dicho de esta manera, casi todos reconocerían lo absurdo de esta postura. Pero al invocar la entidad ficticia de la “sociedad” se pierde de vista este proceso. El sociólogo Arnold W. Green señaló: “Se sigue, entonces, que si la sociedad es responsable del crimen, y si los criminales no lo son, sólo quedarán como responsables aquellos miembros de la sociedad que no cometen crímenes. Sólo es posible engañarse con un disparate tan obvio conjurando a la sociedad como un demonio, un mal separado de las personas y de lo que hacen”.[7]

 

El gran escritor libertario estadounidense Frank Chodorov destacó esta visión de la sociedad al escribir que “las personas son la sociedad”.

La sociedad es un concepto colectivo y nada más; es una convención para designar a un número de personas. Así, también, es una convención la familia, o la multitud, o la pandilla, o cualquier otro nombre que demos a un conglomerado de personas. La sociedad […] no es una “persona” extra; si el censo suma cien millones, ésa es toda la cantidad de personas que hay, no más, dado que no puede haber ningún aumento de la sociedad salvo mediante la procreación. El concepto de sociedad como una persona metafísica se derrumba cuando observamos que la sociedad desaparece al dispersarse las partes que la componen, como en el caso de un “pueblo fantasma” o de una civilización de cuya existencia nos enteramos por los utensilios que dejó. Cuando los individuos desaparecen, también lo hace el todo. El todo no tiene existencia por separado. Utilizar el sustantivo colectivo con un verbo en singular nos lleva a la trampa de la imaginación; nos inclinamos a personalizar a la colectividad y a pensar en ella como poseedora de un cuerpo y una psique propios.[8]

 

 

Libre Intercambio y Libre Contratación

 

El núcleo central del credo libertario es, entonces, establecer el derecho absoluto de todo hombre a la propiedad privada: primero, de su propio cuerpo, y segundo, de los recursos naturales que nadie ha utilizado previamente y que él transforma mediante su trabajo. Estos dos axiomas, el derecho a la propiedad de uno mismo y el derecho a “colonizar”, establecen el conjunto completo de principios del sistema libertario. Toda la doctrina libertaria se convierte entonces en el tejido y la aplicación de todas las implicancias de esta doctrina central. Por ejemplo, un hombre, X, es dueño de su propia persona, del trabajo y de la granja que desmaleza y en la cual cultiva trigo. Otro hombre, Y, posee los pescados que atrapa; un tercer hombre, Z, posee los repollos que ha cultivado y la tierra en la que están plantados. Pero si un hombre es dueño de algo, entonces tiene el derecho de ceder esos títulos de propiedad o intercambiarlos con otra persona, después de lo cual ésta adquiere título de propiedad absoluto. De este corolario del derecho a la propiedad privada deriva la justificación básica de la libre contratación y de la economía de libre mercado. Por ende, si X cultiva trigo, puede, y probablemente lo haga, acordar intercambiar parte de ese trigo por cierta cantidad del pescado atrapado por Y, o por algunos repollos cultivados por Z. Al hacer acuerdos voluntarios de intercambio de títulos de propiedad tanto con X como con Y (o con Y y Z, o con X y Z), la propiedad pasa entonces, con la misma legitimidad, a pertenecer a otra persona. Si X da trigo a cambio del pescado de Y, entonces ese pescado se convierte en la propiedad de X y podrá hacer con él lo que desee, y el trigo se convierte en propiedad de Y precisamente de la misma manera.

Más aun, un hombre puede intercambiar no sólo los objetos tangibles que posee sino también su propio trabajo, que por supuesto también le pertenece. Entonces, Z puede vender sus servicios laborales consistentes en enseñar agricultura a los hijos del granjero X a cambio de una parte de su producción.

Sucede, pues, que la economía de libre mercado, y la especialización y división del trabajo que ésta implica, es con mucho la forma de economía más productiva conocida por el hombre, y ha sido responsable de la industrialización y de la economía moderna dentro de la cual se ha construido la civilización. Si bien éste es un afortunado resultado utilitario del libre mercado, no constituye, para el libertario, la razón principal para defender este sistema. La razón principal es moral y está enraizada en la defensa de los derechos naturales sobre la propiedad privada que hemos desarrollado antes. Incluso si una sociedad despótica y proclive a la invasión sistemática de los derechos pudiera mostrarse como más productiva que lo que Adam Smith llamó “el sistema de libertad natural”, el libertario apoyaría este último sistema. Afortunadamente, como en tantas otras áreas, lo utilitario y lo moral, los derechos naturales y la prosperidad general, van de la mano.

La economía de mercado desarrollada, pese a lo complejo que parece ser el sistema considerado de modo superficial, no es más que una vasta red de intercambios voluntarios y mutuamente acordados entre dos personas, como hemos demostrado que sucede entre los granjeros que intercambian el trigo y los repollos, o entre el granjero y el maestro. Por ende, cuando compro un diario por diez centavos, tiene lugar un intercambio mutuamente beneficioso entre dos personas: transfiero mi propiedad de la moneda de diez centavos al diariero y él me transfiere la propiedad del periódico. Lo hacemos así porque, bajo el sistema de división del trabajo, yo calculo que el diario vale para mí más que los diez centavos, mientras que el diariero prefiere los diez centavos antes que el periódico. O cuando doy clases en la universidad, estimo que prefiero mi salario a no dar mi trabajo de enseñanza, mientras que las autoridades de la universidad calculan que prefieren ganar mis servicios de enseñanza antes que no pagarme el dinero. Si el diariero quisiera cobrarme cincuenta centavos por el diario, yo bien podría decidir que no vale ese precio; de manera similar, si yo insistiera en triplicar mi salario actual, la universidad podría decidir prescindir de mis servicios.

Muchas personas están dispuestas a aceptar la justicia y la conveniencia de los derechos de propiedad y de la economía de libre mercado, a aceptar que el agricultor cobre por su trigo cuanto pueda conseguir de los consumidores o que el trabajador obtenga lo que los demás estén dispuestos a pagar por sus servicios, pero se resisten en un punto: la herencia. Si Willie Stargell es un jugador de béisbol diez veces mejor y más “productivo” que Joe Jack, están dispuestos a aceptar la justicia de que Stargell gane diez veces más, pero se preguntan: ¿Cuál es la justificación de que alguien cuyo único mérito es haber nacido Rockefeller herede muchísimo más riqueza que alguien nacido Rothbard? La respuesta libertaria es que hay que concentrarse no en el receptor, el niño Rockefeller o el niño Rothbard, sino en el dador, el hombre que transmite la herencia, dado que si Smith, Jones o Stargell tienen derecho a su trabajo y a su propiedad, y a intercambiar los títulos de ésta por la propiedad similar de otros, también tienen el derecho a ceder su propiedad a quienquiera que deseen. Y, por supuesto, en la mayoría de los casos los dueños de la propiedad hacen esos obsequios a sus hijos –en resumen, les dejan una herencia–. Si Willie Stargell es dueño de su trabajo y del dinero que gana con él, entonces tiene el derecho a dar su dinero a su hijo.

En la economía desarrollada de libre mercado, el agricultor intercambia el trigo por dinero; el molinero compra el trigo, lo procesa y lo transforma en harina; luego vende la harina al panadero que produce pan; éste vende el pan al mayorista, quien a su vez se lo vende al minorista, y éste finalmente se lo vende al consumidor. En cada etapa del camino, el productor puede contratar los servicios laborales de los trabajadores a cambio de dinero. La forma en que el “dinero” ingresa en la ecuación es un proceso complejo, pero debería quedar claro que, conceptualmente, su uso es equivalente al de cualquier unidad o grupo de bienes que se intercambian por trigo, harina, etc. En lugar de dinero, el bien intercambiado podría ser tela, hierro o cualquier otra cosa. En cada etapa se acuerdan y realizan intercambios mutuamente beneficiosos de títulos de propiedad.

Ahora estamos en posición de ver cómo define el libertario el concepto de libertad. La libertad es un estado en el cual los derechos de propiedad de una persona sobre su propio cuerpo y su legítima propiedad material no son invadidos ni agredidos. Un hombre que roba la propiedad de otro está invadiendo y restringiendo la libertad de la víctima, tanto como el que golpea a otro en la cabeza. La libertad y el derecho de propiedad irrestricto van de la mano. Por otro lado, para el libertario el “crimen” es un acto de agresión contra el derecho de propiedad de un hombre, sea sobre su propia persona o sobre sus posesiones materiales. El crimen es una invasión, mediante el uso de la violencia, contra la propiedad de un hombre, y por lo tanto contra su libertad. La “esclavitud” –lo opuesto a la libertad– es un estado en el cual el esclavo tiene poco o ningún derecho de propiedad sobre sí mismo; su persona y su producto son sistemáticamente expropiados por su amo mediante el uso de la violencia.

Entonces, el libertario es obviamente un individualista, pero no un igualitarista. La única “igualdad” que defendería es la igualdad del derecho de cada hombre a la propiedad de su persona, a la propiedad de los recursos sin utilizar que ocupe y a la propiedad de otros que haya adquirido a través de un intercambio voluntario o de un obsequio.

Derechos de Propiedad y “Derechos Humanos”

 

Los social-demócratas generalmente aceptarán el derecho de cada individuo a su “libertad personal”, a su libertad de pensar, hablar, escribir y realizar “intercambios” personales tales como la actividad sexual entre “adultos anuentes”. En resumen, intentan sostener el derecho individual a la propiedad de su propio cuerpo, pero luego niegan su derecho a la “propiedad”, esto es, a la propiedad de objetos materiales. De ahí la típica dicotomía de los socialdemócratas entre los “derechos humanos”, que defienden, y los “derechos de propiedad”, que rechazan. Sin embargo, ambos derechos, según el libertario, están inextricablemente entrelazados; se sostienen y caen juntos.

Tomemos, por ejemplo, al socialista que aboga por la propiedad gubernamental de todos los “medios de producción” mientras defiende el derecho “humano” a la libertad de expresión o de prensa. ¿Cómo se puede ejercer este derecho “humano” si a los individuos que constituyen el público se les niega el derecho a poseer propiedad? Si, por ejemplo, el gobierno es dueño de todo el papel de diario y de las imprentas, ¿como es posible ejercer el derecho a la libertad de prensa,  ya que en ese caso el gobierno tiene, necesariamente, el derecho y el poder de asignar ese papel, y el “derecho” de alguien a la “libertad de prensa” desaparece si el gobierno decide no asignárselo? Y dado que el gobierno debe asignar el escaso papel de diario de alguna manera, el derecho a la libertad de prensa de, digamos, las minorías o los “subversivos” anti-socialistas, sería denegado de manera sumaria. Lo mismo se aplica al “derecho a la libre expresión” si el gobierno es dueño de todos los recintos de reunión, y por lo tanto los asigna como mejor le parece. O, por ejemplo, si el gobierno de la Rusia Soviética, siendo ateo, decide no destinar los recursos escasos a la producción de matzá para los judíos ortodoxos, la “libertad de culto” se transforma en una burla; pero, nuevamente, el gobierno soviético puede alegar que los judíos ortodoxos son una pequeña minoría y que el equipamiento de capital no debería desviarse hacia la producción de matzá.

La falla básica de la separación que hacen los socialdemócratas entre los “derechos humanos” y los “derechos de propiedad” es que consideran a las personas como abstracciones. Si un hombre tiene el derecho a la propiedad de sí mismo, al control de su vida, entonces en el mundo real también debe tener el derecho de conservar su vida obteniendo y transformando recursos; debe ser capaz de poseer la tierra sobre la que se yergue y los recursos que debe utilizar. En suma, para mantener su “derecho humano” –su derecho de propiedad sobre su propia persona– también debe tener derecho de propiedad sobre el mundo material, sobre los objetos que produce. Los derechos de propiedad son derechos humanos, y son esenciales para los derechos humanos que los socialdemócratas intentan preservar. El derecho humano a la libertad de prensa depende del derecho humano a la propiedad privada del papel de diario.

En realidad, no hay derechos humanos que sean separables de los derechos de propiedad. El derecho humano a la libertad de expresión es sencillamente el derecho de propiedad para alquilar un recinto de reunión a sus dueños, o para poseer uno; el derecho humano a la libertad de prensa es el derecho de propiedad para comprar materiales y luego imprimir folletos y libros y venderlos a quienes estén dispuestos a comprarlos. No hay un “derecho” extra “a la libertad de expresión” o a la libertad de prensa más allá de los derechos de propiedad que podemos enumerar en cualquier caso. Y, más aun, al descubrir e identificar los derechos de propiedad involucrados se resolverá cualquier conflicto aparente de derechos que pueda surgir.

Consideremos el clásico ejemplo en el que los socialdemócratas generalmente aceptan que el “derecho a la libre expresión” de una persona debe ser restringido en nombre del “interés público”: el famoso fallo del juez Holmes según el cual nadie tiene derecho a gritar “fuego” falsamente en un teatro lleno. Holmes y sus seguidores han utilizado este ejemplo una y otra vez para probar la supuesta necesidad de que todos los derechos sean relativos y tentativos antes que precisos y absolutos.

Pero el problema que se plantea aquí no es que los derechos no puedan ser llevados demasiado lejos, sino que todo el caso se discute en términos de una “libertad de expresión” vaga e imprecisa, más que en términos de derechos de propiedad privada. Supongamos que analizamos el problema desde el aspecto de los derechos de propiedad. El que causa un alboroto al gritar falsamente “fuego” en un teatro lleno es, necesariamente, o el dueño del teatro (o su representante), o un cliente que pagó. Si es el dueño, entonces está cometiendo fraude contra sus clientes. Tomó su dinero a cambio de la promesa de exhibir una película o una obra teatral, y ahora interrumpe el espectáculo gritando “fuego” falsamente y deteniendo la exhibición. De esta manera ha incumplido su obligación contractual y, por lo tanto, ha robado la propiedad –el dinero– de sus clientes, violando sus derechos de propiedad.

Supongamos, ahora, que quien grita es un espectador y no el dueño. En ese caso, está violando el derecho de propiedad del dueño, como también el de los otros espectadores a presenciar el espectáculo por el cual pagaron. Como espectador, obtuvo acceso a la propiedad en ciertos términos, incluyendo una obligación de no violar la propiedad del dueño ni interrumpir la exhibición que éste organizó. En consecuencia, su malicioso acto viola los derechos de propiedad del dueño del teatro y de todos los demás espectadores.

No hay necesidad, entonces, de que los derechos individuales estén restringidos en caso de que haya alguien que falsamente grita “fuego”. Esos derechos siguen siendo absolutos, pero son derechos de propiedad. Aquel que con intención maliciosa grita “fuego” en un teatro lleno es en verdad un criminal, pero no porque su llamado “derecho a la libertad de expresión” deba ser pragmáticamente restringido en nombre del “bienestar público”; es un criminal porque ha violado clara y obviamente los derechos de propiedad de otra persona.

 


[1] Véase Gertrudis Himmelfarb. Lord Acton: Un estudio sobre la conciencia y la política. Chicago, Phoenix Books, 1962, pp. 294-295. Compárese también con John Wild. Los enemigos modernos de Platón y la teoría de la ley natural. Chicago, Universidad de Chicago Press, 1953, p. 176.

[2] John Locke. Un ensayo sobre el gobierno civil. En: E. Barker, ed. Social Contract. Nueva York, Oxford University Press, 1948, pp. 17-18.

[3] Locke. El gobierno civil, pp. 18-19. Aunque Locke fue un teórico brillante de la propiedad, no afirmamos que él haya desarrollado y aplicado su teoría con total consistencia.

[4] Locke. El gobierno civil, p. 20.

[5] Leon Wolowski y Émile Levasseur. “Propiedad.” En: Enciclopedia de Ciencia Política de Lalor… . Chicago, M. B. Cary y Co., 1884, III, pp. 392-393.

[6] Parker, Thomas Moon. Imperialismo y política mundial. Nueva York, Macmillan, 1930, p. 58.

[7] Arnold W. Green. “The Reified Villain.” Research Social (invierno de 1968), p. 656.

[8] Frank Chodorov. The rise an fall of society. Nueva York, Devin Adair, 1959, pp. 29-30.

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