La actividad en las calles aumentaba a medida que Jonathan avanzaba hacia el centro de la ciudad. Ahora Mices lo acompañaba regularmente, pero aún mantenía distancia. Era un gato con un objetivo: cazar cualquier ratón a la vista. Y esto no lo podía hacer con humanos muy cerca. Entonces cubrió tres veces la distancia de Jonathan, explorando negros callejones, cestos de basura, y baldíos. Por consiguiente, su cabello gris estaba polvoriento y desprolijo a pesar del constante cuidado que le dedicaba. Era claramente un sobreviviente.
Individuos bien vestidos con expresiones de preocupación caminaban rápidamente por las veredas. Cruzando con velocidad por el medio de una gran manzana abierta, Jonathan se topó con un hombre mayor y con una joven en un vicioso concurso de gritos. Se insultaban y daban alaridos, agitaban sus brazos en el aire con violencia, y saltaban arriba y abajo con rabia. Entonces Jonathan se sumó a un pequeño grupo de espectadores para ver de qué se trataba la contienda.
Justo cuando llegó la policía para separarlos, Jonathan codeó a una frágil y pequeña mujer que estaba a su lado y le preguntó: -¿Por qué están tan enojados uno con el otro?
Esta mujer era realmente anciana. Tenía profundas arrugas en toda su cara y sus manos. Jonathan pensó que quizá ya había nacido cuando se fundó la ciudad. Hablaba con una voz clara, chillona: -Estos dos camorristas han estado gritándose por años acerca de los libros en la biblioteca del Consejo. El hombre siempre sostiene que muchos de los libros están llenos de basura sexual e inmoralidades. Quiere que se saquen esos libros y que se les prenda fuego. Ella reacciona llamándolo “suntuoso puritano”.
-¿Ella quiere leer esos libros? -preguntó Jonathan.
-Bueno, no precisamente -se rió con disimulo otro espectador, un hombre alto de rodillas que tomaba de la mano a una niña pequeña a su lado-. Su queja es similar a la de él, aunque dirigida hacia libros diferentes. Ella sostiene que muchos de los libros en la biblioteca tienen un prejuicio sexista y racista.
-Papá, papá, ¿qué significa “prejuicio”? -inquirió la pequeña sacudiéndole el hombro.
-Un minuto, querida. Como estaba diciendo -continuó el hombre-´la mujer exige que esos libros sexistas y racistas sean arrojados y que, en su lugar, la biblioteca compre la lista de libros que ella propone.
Para entonces la policía ya había esposado a ambos contendientes y los estaban arrastrando por la calle. Jonathan negó con su cabeza y suspiró.
-Supongo que la policía los arresta por esta reyerta ¿verdad?
-No, para nada -se rió la mujer-. Ambos quedan bajo arresto por negarse a pagar el impuesto de biblioteca. Según la ley, todos deben pagar por todos los libros, les gusten o no.
-¿En serio? -dijo Jonathan-. ¿Por qué la policía no los deja quedarse con su dinero para que puedan apoyar a las bibliotecas que ellos elijan? Así pagan sólo por lo que les guste.
-Pero entonces mi hija no podría ir a la biblioteca -dijo el hombre al tiempo que le sacaba la cubierta a una enorme lata de caramelos roja y blanca y se la daba a su hija.
-Aguarde un momento, señor -dijo la anciana mirando a los caramelos con desagrado-, ¿el alimento para la mente de su hija no es tan importante como el alimento para su estómago?
-¿A dónde quiere llegar? -respondió el hombre a la defensiva. La niña ya había logrado manchar su vestido con el dulce.
La mujer respondió con autoridad: -Hace mucho tiempo teníamos una variedad de bibliotecas privadas por suscripción conocidas como “suscriptas”. La gente ingresaba si le interesaba y pagaba sólo por la suscripta que le gustara. A los clientes les costaba una pequeña cuota de membresía anual y nadie se quejaba. Las suscriptas incluso competían por sus miembros, intentando tener los mejores libros y el mejor personal, los horarios y las ubicaciones más convenientes. Algunas hasta tenían retiro y entrega a domicilio. Cuando la gente pagaba por su elección, la membresía a la biblioteca tenía un valor prioritario… ¡mayor que el de los dulces! -agregó con intención de reproche.
Al explicar esto directamente a Jonathan se tornó burlona: -Las cosas cambiaron cuando el Consejo de Gobierno determinó que una biblioteca era demasiado importante como para que quedara en manos del capricho individual. Con el dinero de los contribuyentes el Consejo brindó una gran biblioteca estatal, la Biest, sin cobrar nada a los usuarios. Se contrataron tres bibliotecarios con excelentes salarios para hacer el trabajo de un bibliotecario de una suscripta. Las horas de apertura estaban bastante restringidas; de todas formas la biblioteca del Consejo era popular porque era “gratis”. Poco después, las suscriptas perdieron clientes y cerraron.
-¿Los Lores brindaban una biblioteca gratis? -repitió Jonathan-. Pero pensé que dijo que todos tenían que pagar un impuesto de biblioteca.
-Es cierto, pero se acostumbra decir que los servicios del Consejo son “gratuitos” aun cuando la gente está obligada a pagarlos. Es mucho más… civilizado -dijo con ironía.
El hombre alto objetó con vigor: -¿Biblioteas por suscripción? ¡Nunca oí semejante cosa!
-Claro que no -respondió la anciana-. La Biest ha estado aquí tanto tiempo que ni siquiera se puede imaginar otra cosa.
-Ahora, ¡un momento! -gritó el hombre-. ¿Está usted criticando el impuesto de biblioteca? Si los gobernantes tienen que brindar un servicio valorado, entonces la gente tiene que estar obligada a pagar por él.
-¿Cuán valorado es si hay que utilizar la fuerza? -dijo la mujer. Resultaba extraño verla enfrentar, cara a cara, a esta persona más alta.
-¡No todos saben lo que es mejor para ellos! Y algunos no pueden pagarlo -declaró el hombre-. La gente inteligente sabe que los libros gratuitos construyen una sociedad. Y los impuestos distribuyen la carga para que todos tengan que pagar por su justa parte. ¡Si no los aprovechadores se beneficiarían de los costos de los demás!
-Ahora hay más aprovechadores que antes -replicó la anciana-. Los que más utilizan la Biest, y aquellos con exenciones impositivas se aprovechan de los costos de los demás. ¿Qué tan justo es eso? ¿Quién cree que tiene más influencia en el Consejo de Gobierno: un amigo adinerado de los Lores o algún tipo pobre que generalmente sale de trabajar cuando la Biest ya cerró?
Haciendo a su pequeña niña a un lado, el hombre respondió calurosamente: -¿Qué clase de biblioteca quiere? ¿Quiere elegir una biblioteca de suscripción que quizá tenga prejuicios contra algún grupo de la sociedad?
-¡No se pueden evitar los prejuicios! -gritó la mujer, acercándose a su cara-. ¿Por qué cree que se estaban peleando esos dos hace un rato? ¿Quiere que los bufones del Consejo elijan el prejuicio por usted?
-Entonces, ¿quién es el bufón? -la enfrentó el hombre, sacándola ligeramente del equilibrio-. Si no le gusta, entonces ¡por qué no se va de la isla!
-¡Maldito insolente! -respondió la mujer, parada sobre la tierra. Ahora ambos se estaban gritando, la pequeña niña lloraba, y alguien se apresuró a buscar a la policía. Jonathan se hizo a un costado y se escapó a la paz y la tranquilidad de las cercanías de la Biest.
Traducido del inglés por Hernán Alberro.