Al mugriento sendero se unían otros caminos a medida que se iba transformando en una ruta campestre pavimentada con grava. En lugar de selva, Jonathan se cruzó con pasturas rodantes y extensos campos con cosechas en proceso de maduración y ricas huertas. La vista de toda esa comida volvió a darle hambre a Jonathan. Se desvió por un sendero lateral hacia una prolija estancia blanca, con la ilusión de encontrar su rumbo.
En la puerta de entrada, encontró a una joven y a tres niños pequeños amontonados llorando. -Perdón -dijo Jonathan amablemente- ¿hay algún problema?
La joven levantó su mirada, y a través de sollozos, gritó: -Es mi marido, oh, mi marido -se lamentó-. Sabía que algún día sucedería. Fue arrestado por la Policía de Alimentos -gimoteó.
-Siento mucho oír eso, señora. Dijo usted ¿‘Policía de Alimentos’? -preguntó Jonathan, dando golpecitos en la cabeza de uno de sus hijos cariñosamente-. ¿Por qué lo arrestaron?
La mujer rechinó sus dientes, luchando por contener sus lágrimas. Entonces dijo desdeñosamente: -Su crimen fue… bueno, ¡estaba produciendo demasiada comida!
Jonathan quedó impresionado. ¡Esta isla sí que es un lugar extraño!
-¿Es un crimen producir demasiado alimento? La mujer prosiguió, -El año pasado la Policía de Alimentos promulgó órdenes indicando cuánta comida podría producir y vender la gente de campo. Nos dijeron que los precios bajos perjudican a otros agricultores. -Se mordió un poco el labio, luego estalló-: ¡Mi marido era mejor granjero que todos los demás juntos!
De pronto, Jonathan oyó el rugido de una risa. Un hombre fuerte y grande caminaba arrogantemente por el sendero que salía de la ruta hacia la estancia. Sonreía con desprecio.
-¡Ja! Yo digo que el mejor granjero es el que se queda con la granja. ¿No es cierto, jovencita? -El hombre miró hacia los tres niños y con un gran barrido de su mano dijo-: Ahora empaque todo y váyase de aquí.
El hombre levantó una muñeca que estaba tirada en las escaleras y la arrojó a las manos de Jonathan: -Estoy seguro de que le vendría bien la ayuda, amigo. Muévanse, ahora éste es mi lugar.
La mujer se puso de pie y con los ojos fijos de bronca exclamó: -Mi marido era mejor agricultor de lo que usted jamás podrá ser.
-Es cuestión de opinión -se rió entre dientes groseramente-. Ah, claro, su producción era excelente. Era un genio financiero para darse cuenta qué plantar para poder complacer a los compradores. ¡Qué hombre! -agregó por lo bajo-. Pero se olvidó de algo… los precios y las cosechas son establecidos por el Consejo de Gobierno y la Policía de Alimentos lo hace cumplir. Sencillamente no podía comprender los puntos más finos de la política agraria.
-Parásito -gritó la mujer-. Siempre se equivoca, desperdicia buen fertilizante y semillas en todo lo que planta, y nadie quiere comprar lo que usted cultiva. Usted planta en una llanura inundada o en arcilla reseca y nunca importa si pierde todo. Sencillamente tiene al Consejo de Gobierno para que pague por sus desperdicios. Hasta le han pagado para deshacerse de todo un ganado o una cosecha.
Jonathan frunció el entrecejo pensativamente y dijo:
-¿Entonces no hay ninguna ventaja por ser un buen granjero?
-Ser bueno es un impedimento -dijo la mujer enrojeciéndose-. Mi marido, a diferencia de este sapo, se negó a adular a los gobernantes e intentó producir cosechas honestas y ventas reales.
Empujando a la mujer y a sus hijos de la entrada, el hombre gruñó:
-Sí, y se negó a seguir las cuotas anuales. Ningún agricultor se resiste a la Policía de Alimentos y se sale con la suya por mucho tiempo. Ahora ¡váyanse de mi tierra!
Jonathan ayudó a la señora con sus pertenencias y sus niños a medida que se alejaban de su antiguo hogar. En una curva del camino, se dieron vuelta para ver por última vez la prolija casa y el granero. -¿Qué pasará con usted ahora?, -preguntó Jonathan.
La mujer suspiró: -No puedo pagar los altos precios actuales de la comida en el campo. Afortunadamente, tengo amigos y familiares con quien contar. Si no, podría ir a la ciudad y suplicar al Consejo de Gobierno que cuiden de mis hijos y de mí. Les gustaría eso: es la fuente de su fortaleza – murmuró con amargura-. La fuerza de otros es la fuente de su generosidad. Vengan niños.
Jonathan se agarró el estómago, sintiéndose ahora más enfermo que hambriento.
Traducido del inglés por Hernán Alberro.