Con el cuento de la liebre fresco en su mente, Jonathan preguntó cómo llegar al ayuntamiento. La anciana posó su mano sobre el brazo de Jonathan y advirtió: -Por favor, Jonathan, no le digas a nadie acerca de las comidas que te servimos. No tenemos permiso.
-¿Qué? -dijo Jonathan-. ¿Necesitan un permiso para dar de comer? -En la ciudad, sí -respondió la abuela-. Y nos pueden hacer un gran problema si las autoridades se enteran de que estamos sirviendo comidas sin un permiso.
-¿Para qué es el permiso?
-Para garantizar cierto nivel de comida para todos. Hace algunos años la gente del pueblo solía comprar sus alimentos a vendedores ambulantes, cafeterías, restaurantes de elite, o los adquirían en tiendas y cocinaban legalmente en sus hogares. El Consejo de Gobierno argumentó que era injusto que algunas personas comieran mejor que otras. Así que crearon cafeterías políticas donde podían comer todos la comida estándar en forma gratuita.
-Por supuesto, no precisamente gratuita -dijo el abuelo, sacando su billetera y agitándola lentamente delante de la nariz de Jonathan-. El costo de cada comida es mucho mayor que antes, pero nadie paga al salir. El Tío Samta paga con nuestros impuestos. Como las cafeterías políticas ya estaban pagadas, mucha gente dejó de ir a los proveedores privados donde había que volver a pagar. Con menos clientes para cubrir los gastos de los restaurantes y demás, los privados tuvieron que aumentar los precios. Algunos lograron sobrevivir con un puñado de clientes adinerados o con personas con dietas religiosas especiales, pero la mayoría tuvo que cerrar.
-¿Por qué pagar de más para comer si podían ir a las cafeterías políticas en forma gratuita? -inquirió Jonathan.
La abuela se rió: -Porque las políticas se hicieron horribles: los cocineros, la comida, el ambiente… ¡todo! En las cafeterías políticas nunca despiden a los malos cocineros. Su gremio es demasiado fuerte. Y los
cocineros verdaderamente buenos casi nunca son recompensados porque los malos cocineros se ponen celosos. La atención es mala, la comida insípida, y la Junta de Alimentación decide el menú.
-Ésa es la peor parte -exclamó el abuelo-. Intentan quedar bien con sus amigos y nunca nadie está satisfecho. Deberías haber visto la pelea por el pan y las patatas. Pan y patatas, día y noche por décadas. Luego el grupo de presión de las pastas organizó una campaña en favor de los tallarines y el arroz. ¿Lo recuerdas? -dijo asintiendo a su esposa-. Cuando los amantes de los tallarines finalmente lograron que su gente ingresara en la Junta, fue lo último que oímos del pan y las patatas.
Louise hizo un gesto de desagrado. Apareciendo de atrás de la falda de su abuela, la nariz de Louise se arrugó en señal de disgusto: -Odio los tallarines, abuela.
-Será mejor que los comas, querida, o los Oficiales de Nutrición te atraparán.
-¿Oficiales de Nutrición? -preguntó Jonathan.
-¡Shhh! -dijo el abuelo cruzando sus labios con un dedo. Miró encima de su hombro y luego a lo largo de la calle para ver si alguien estaba mirando-. Quienes evitan las comidas aprobadas políticamente por lo general caen en manos de los Oficiales de Nutrición. Los chicos los llaman Nutis. Los Nutis vigilan de cerca la asistencia a las comidas y atrapan a cualquiera que esté ausente. Los delincuentes alimentarios son llevados a cafeterías de detención especiales para alimentarlos a la fuerza.
Louise se encogió de hombros: -¿Pero no podemos comer en casa? La comida de la abuela es la mejor.
-No está permitido, querida -dijo la abuela palmeando la cabeza de Louise-. Unas pocas personas tienen permisos especiales, pero el abuelo y yo no tenemos la capacitación necesaria. Y no podemos cumplir con los elementos de cocina que satisfarían sus requisitos. Como ves, Louise, los Lores piensan que se preocupan más por tus necesidades que nosotros.
-Además -agregó el abuelo-, ambos tenemos que trabajar para poder pagar los impuestos para todo esto. Nos dicen que ahora tenemos la menor tasa de hambre de la historia, pero la mitad de la población está desnutrida. El plan original para dar mejor alimentación a los pobres terminó con una peor alimentación para todos. Algunos inadaptados se han negado a comer y parecen al borde de la inanición, aunque su comida es gratuita. Peor aún, los vándalos y los gángsters frecuentan las cafeterías políticas y ya nadie se siente a salvo allí. -El abuelo se desplazó por el pórtico, como hablándose a sí mismo, refunfuñando.
-¡Abuelo, basta! -dijo la abuela al ver la cara de preocupación en Jonathan-. Va a estar muerto de miedo cuando vaya a una cafetería política. Ten tu carné de identidad listo cuando vayas a su puerta. Estarás bien.
-Emm…, gracias por su preocupación, abuela -dijo Jonathan, preguntándose cómo se vería un carné de identidad y cómo haría para conseguir comida sin tenerlo-. ¿Les importaría si me guardo algunas rodajas de pan antes de irme?
-Claro que no, querido. Llévate las que quieras.
Ella regresó a la cocina y volvió con varias rodajas cuidadosamente envueltas en una servilleta. Miró furtivamente en ambas direcciones para ver si algún vecino estaba mirando, luego se las dio orgullosa a Jonathan, diciéndole: -Cuídalas mucho. Mi yerno solía cultivar comida extra para nosotros, pero la Policía de Alimentos…
-Lo sé -dijo Jonathan-. Seré cuidadoso de no mostrar este pan a nadie. Gracias por todo.
Saludando con su mano, Jonathan salió a la calle, tranquilo con la idea de que, si era necesario, tendría un hogar en esta isla prohibitiva.
Traducido del inglés por Hernán Alberro.