Caminando por el pueblo, Jonathan oyó penetrantes gritos de agonía provenientes de la ventana abierta de un gran edificio blanco. Apresurándose a cruzar la calle para ver si podía salvar a alguien, Jonathan llegó a la ventana justo cuando se estaban cerrando los postigos. Agarró uno y se negó a soltarlo. “Vete” gritó una imperiosa mujer desde adentro. Su cara colorada de bronca contrastaba con el rígido uniforme blanco que la cubría de pies a cabeza.
-¿Qué sucede aquí? -insistió Jonathan-. ¿Por qué son los gritos?
-No es asunto tuyo. ¡Ahora suelta!
Desesperado, Jonathan se aferró aun más fuerte: -¡No hasta que me diga qué están haciendo! ¿Cómo sé que no están lastimando a alguien?
-Claro que estamos lastimando a alguien -dijo la mujer-. ¿Cómo podríamos curarlos? Confía en mí, soy médica.
-¿Lastiman a la gente para curarla?
-Hay que matar a los demonios que llevan dentro. No se los puede ayudar si no se hiere al paciente también -declaró la mujer con seguridad. Frustrada, volvió a mirar hacia la habitación para ver si habría tiempo para explicar lo obvio a este imbécil-. Oh, está bien, intentaré explicarlo de la manera más sencilla. Puedes pasar. -Y agregó haciendo un gesto-: Da la vuelta por la puerta lateral y deja a ese gato zarrapastroso afuera.
Jonathan entró en una habitación llena de gente de todas las edades nerviosamente sentados o parados hombro con hombro a lo largo de las paredes. Algunos gemían con sus brazos y piernas vendadas y entablilladas. Otros murmuraban, caminaban con ansiedad, o consolaban a sus seres queridos. Cuando la doctora abrió la puerta interior para dejar pasar a Jonathan, el lugar se silenció por completo. Todos miraban a la doctora con esperanza, y envidiosamente a Jonathan cuando pasaba frente a ellos por ese lugar sin ventanas y lleno de escritorios, empleados, y montañas de papel amontonadas hasta el techo. Finalmente ingresó en la sala de atención.
Los doctores y enfermeras estaban agrupados sobre un paciente apoyado en una mesa muy baja al alcance de quienes estaban de rodillas como así también de quienes estaban de pie.
-Para curar a este paciente -murmuró la mujer- los profesionales ortodoxos están abriéndole las venas para que los demonios fluyan hacia fuera con la sangre.
Señaló la cómoda al lado del paciente. Sobre ésta había cuchillos, sierras, velas, y botellas de diversos tamaños y formas.
-Si falla esto, nuestros hombres de la ciencia envenenan a los demonios con químicos. Arsénico, antimonio y ciertos componentes del mercurio son los preferidos. Estamos en la cumbre del progreso. Recuerda mis palabras, dentro de un siglo los médicos nos emularán. Se maravillarán con nuestros logros.
-¡¿Esos venenos no son mortales?! -se quejó Jonathan, recordando que su tío vendía esa clase de mezclas para matar ratas en su isla natal.
-No se los puede ayudar de otra forma -dijo ella reafirmando su postura-. Los cortes y la química son los únicos tratamientos seguros y efectivos.
Jonathan observó la sangrienta escena con tristeza: -¿Cuál es la enfermedad? -preguntó.
-Obesidad perniciosa.
-¿No hay otra forma de tratarla?
-¡Ja! -resopló la mujer-. Algunos sostienen lo contrario. Pero gracias a Dios, esos curanderos no tienen la licencia para administrar curaciones. Los charlatanes pretenden curar con dietas estúpidas, moldes, plantas, alfileres, plegarias, aire fresco, ejercicio, y a veces incluso, increíblemente -se rió entre dientes- ¡risa! Cuando los atrapemos los meteremos en la cárcel y ¡arrojaremos la llave!
-¿Las curaciones sin licencia funcionan? -preguntó Jonathan.
-¡Puff! Mera coincidencia -respondió. Su cara parecía hinchada e inflada. Tenía la tez gris pálido de un día nublado.
-¿Y si un paciente prefiere esos remedios? -aguijoneó Jonathan-. ¿De quién es la vida?
-¡Precisamente! -exclamó la doctora-. ¿A quién pertenece la vida? Algunos de estos pacientes egoístas piensan que la vida ¡les pertenece! Se olvidan de que la vida de cada uno pertenece a todos. Somos todos parte de una gran línea de ancestros y descendientes, vinculados incuestionablemente a un gran todo. Por el bien de la sociedad, los profesionales entrenados deben proteger a los pacientes de su propio mal juicio. ¡Ja! ¡Algunos pacientes hasta quieren matarse!
Otro grito de dolor resonó por toda la habitación y chorreó sangre en un recipiente sobre el piso. Los asistentes relevaban las órdenes. Los instrumentales y las vendas pasaban de un lado al otro y una mirada de preocupación nubló la cara de la doctora:
-Siento su dolor -dijo.
-¿Cómo se obtiene una licencia para tomar estas decisiones de vida o muerte por las personas?
-Lleva muchos años de preparación en las mejores escuelas ortodoxas; aprobando numerosos exámenes en Ortodoxia. Los niveles son muy estrictos. Derivan de la investigación académica y de una larga tradición. En todos los niveles la certificación la otorga el Gremio Ortodoxo de Protección Benévola, tal como lo autoriza el Consejo de Gobierno. El Consejo, agradecido por nuestra dedicación y nuestras generosas contribuciones al buen gobierno, ¡nos apoya con igual generosidad!
-Después de tanto entrenamiento -dijo Jonathan-, supongo que un profesional no es barato.
-Bueno, sí y no -dijo la doctora, ajustando sus anteojos y acompañando a Jonathan hacia la puerta-. No es barato, pero el paciente no paga. Una profesión tan valiosa implica una remuneración muy alta. El Consejo de Gobierno lo mantiene así con un fuerte control sobre las decisiones.
-¿Control sobre las decisiones? -interrumpió Jonathan.
-Primero, impedimos la ansiedad del paciente eliminando la competencia: sólo quedan los profesionales ortodoxos. Segundo, protegemos a los pacientes de cualquier conocimiento acerca de los éxitos y los fracasos de los médicos. No podemos impedir los rumores, pero podemos asegurarnos de que esos rumores carezcan de base.
-¿Cómo saben los pacientes cuáles son buenos y malos doctores? -Cualquier doctor con licencia es bueno -dijo la mujer orgullosa-. Además, como el Consejo paga todos los gastos del doctor, no importa lo que piense el paciente. Los obreros están obligados a aguardar en la fila de impuestos y los pacientes a aguardar en la fila de espera.
Rápida como un rayo lo empujó hacia fuera y cerró la puerta de un golpe.
Traducido del inglés por Hernán Alberro.