El Estado como Agresor

La acometida central del pensamiento libertario, entonces, es oponerse a todas y cada una de las agresiones a los derechos de propiedad individuales, a la persona y los objetos materiales que haya adquirido en forma voluntaria. Por supuesto, los criminales, sea en forma individual o en bandas, se oponen a esto, pero en este sentido no hay nada de distintivo en el credo libertario, dado que todas las personas y escuelas de pensamiento rechazan el ejercicio aleatorio de la violencia contra el individuo y la propiedad.

No obstante, incluso en esta cuestión universalmente aceptada de que es preciso defender a la gente del crimen, hay una diferencia de énfasis en la postura libertaria. En la sociedad libertaria no habría “fiscales” que enjuiciaran a los criminales en nombre de una “sociedad” inexistente, actuando incluso contra los deseos de la víctima del crimen. Ésta decidiría por sí misma si presentar cargos o no. Además, y como otra cara de la misma moneda, en un mundo libertario podría iniciar un juicio contra un malhechor sin tener que convencer al fiscal para que procediera. Más aun, en este sistema penal no se pondría el acento, como sucede ahora, en el hecho de que la “sociedad” mande a prisión al criminal sino, necesariamente, en obligar a éste a  restituir a la víctima por su delito.

El actual sistema, en el cual la víctima no es compensada sino que además tiene que pagar impuestos para sufragar el encarcelamiento de su agresor, sería un evidente desatino en un mundo centrado en la defensa de los derechos de propiedad y, por ende, del damnificado.

Por otra parte, si bien la mayoría de los libertarios no son “pacifistas”, no se unirían al sistema actual para interferir con el derecho de los demás a serlo. Supongamos que Jones, un pacifista, fuera agredido por Smith, un criminal. Si Jones, como resultado de sus creencias, se opusiera a defenderse a través del uso de la violencia y por lo tanto se rehusara a que se llevase a cabo cualquier tipo de procesamiento por el crimen, sencillamente no entablaría juicio, y todo terminaría allí. No habría ninguna maquinaria gubernamental encargada de encausar y juzgar a los criminales, para hacerlo incluso contra los deseos de la víctima.

Pero la diferencia fundamental entre los libertarios y otras personas no está en el área del crimen privado, sino en su visión del rol del Estado, o sea, del gobierno. Para los libertarios el Estado es el agresor supremo, el eterno, el mejor organizado, contra las personas y las propiedades del público. Lo son todos los Estados en todas partes, sean democráticos, dictatoriales o monárquicos, y cualquiera sea su color.

¡El Estado! Siempre se ha considerado que el gobierno, sus dirigentes y operadores están por encima de la ley moral general. Los “Pentagon Papers” son sólo una reciente instancia, entre una innumerable cantidad de instancias en la historia de los hombres, la mayoría de los cuales son perfectamente honorables en sus vidas privadas, pero mienten en su actuación pública. ¿Por qué? Por “razones de Estado”. El servicio al Estado excusa todas aquellas acciones que serían consideradas inmorales o criminales si fueran cometidas por ciudadanos “privados”. La característica distintiva de los libertarios es que aplican serena e inflexiblemente la ley moral general a todos aquellos que forman parte del aparato estatal, sin excepciones. Durante siglos, el Estado (o, más precisamente, los individuos que actúan como “miembros del gobierno”) ha encubierto su actividad criminal con una retórica altisonante. Durante siglos, ha perpetrado asesinatos en masa y ha dado a esto el nombre de “guerra”, ennobleciendo así el crimen masivo que la guerra implica. Durante siglos, ha esclavizado a los hombres en sus ejércitos denominando a esta esclavitud “servicio militar obligatorio” para el “servicio nacional”. Durante siglos, ha robado a la gente a punta de bayoneta y ha llamado a esto “recaudación de impuestos”. En realidad, si se desea saber cómo ve el libertario al Estado y a cualquiera de sus actos, basta con pensar en el Estado como en una organización criminal, y la actitud libertaria resultará perfectamente lógica.

Consideremos, por ejemplo, qué es lo que distingue claramente al gobierno de todas las demás organizaciones de la sociedad. Muchos politólogos y sociólogos han oscurecido esta distinción vital y se refieren a todas las organizaciones y grupos como jerárquicos, estructurados, “gubernamentales”, etc. Los anarquistas de izquierda, por ejemplo, se oponen del mismo modo al gobierno y a las organizaciones privadas como las corporaciones, sobre la base de que ambos son igualmente “elitistas” y “coercitivos”. Pero el libertario “de derecha” no se opone a las desigualdades, y su concepto de “coerción” se refiere sólo al uso de la violencia. Para él existe una distinción crucial entre el gobierno, sea central, estatal o municipal, y todas las demás instituciones de la sociedad. O, mejor dicho, dos distinciones cruciales. La primera es que todas las demás personas o grupos reciben sus ingresos por pagos voluntarios: sea por una contribución voluntaria o por obsequio (por ejemplo, los fondos de beneficencia comunitarios o el club de bridge), o mediante la adquisición voluntaria de sus bienes o servicios en el mercado (es el caso del dueño de un almacén, del jugador de béisbol, del fabricante de acero, etc.). Sólo el gobierno obtiene sus ingresos mediante la coerción y la violencia, es decir, por amenaza directa de confiscación o prisión si no se realiza el pago. Este gravamen coercitivo es la “recaudación de impuestos”. Una segunda distinción es que, exceptuando a los criminales, sólo el gobierno puede utilizar sus fondos para cometer actos de violencia contra sus ciudadanos o contra otros; únicamente el gobierno puede prohibir la pornografía, imponer un culto religioso o enviar a prisión a quienes venden bienes a un precio mayor que el que él juzga adecuado.

Ambas distinciones, por supuesto, pueden resumirse así: en la sociedad, sólo el gobierno tiene el poder de agredir los derechos de propiedad de sus ciudadanos, sea para extraer rentas, para imponer su código moral o para asesinar a aquellos con quienes disiente. Además, todos y cada uno de los gobiernos, hasta los menos despóticos, han obtenido siempre la parte más importante de sus ingresos mediante la recaudación coercitiva de impuestos. A lo largo de la historia ha sido el principal responsable de la esclavitud y la muerte de innumerables seres humanos. Y puesto que los libertarios rechazan de modo fundamental toda agresión contra los derechos de la persona y de la propiedad, se oponen a la institución del Estado por ser inherentemente el mayor enemigo de esos preciados derechos.

Existe otra razón por la cual la agresión del Estado ha sido mucho más importante que la privada, y que va más allá de la mayor organización y movilización central de recursos que sus dirigentes pueden imponer. Esa razón es la falta de control sobre la depredación estatal, un control que sí existe cuando se trata de los ladrones o la mafia. Podemos acudir al Estado o a su policía para que nos protejan de los criminales privados, pero ¿quién puede preservarnos del propio Estado? Nadie, dado que otra distinción crítica es que monopoliza el servicio de protección; el Estado se arroga el virtual monopolio de la violencia y de la toma de decisiones definitivas en la sociedad.

Si, por ejemplo, estamos en desacuerdo con las decisiones de las cortes estatales, no hay otras agencias de protección a las que podamos acudir.

Es cierto que, por lo menos en los Estados Unidos, la Constitución impone límites estrictos a ciertos poderes del gobierno. Pero, tal como hemos descubierto durante el siglo xix, ninguna constitución puede imponerse o interpretarse a sí misma; debe ser interpretada por hombres. Y si el poder definitivo de interpretar una constitución queda en manos de la Corte Suprema, es inevitable que ésta continúe otorgando poderes cada vez más amplios a su gobierno. Además, los tan ponderados “sistema de fiscalizaciones y contrapesos” y “división de poderes” en el gobierno estadounidense son en realidad débiles, dado que en última instancia todas estas divisiones forman parte del mismo gobierno y están regidas por el mismo grupo de dirigentes.

Uno de los más brillantes teóricos políticos de los Estados Unidos, John C. Calhoun, escribió proféticamente acerca de la tendencia inherente de un Estado a romper los límites de su constitución escrita:

Una constitución escrita seguramente tiene muchas y considerables ventajas, pero es un grave error suponer que la mera inserción de provisiones para restringir y limitar los poderes del gobierno, sin investir a aquellos por cuya protección se incluyen esas provisiones con los medios para forzar su observancia, será suficiente para impedir que el partido mayoritario y dominante abuse de sus poderes. El partido que esté en posesión del gobierno estará […] a favor de los poderes otorgados por la constitución y se opondrá a las restricciones pensadas para limitarlos. Como partido mayoritario y dominante, no necesitará esas restricciones para su protección […].

Un partido minoritario o más débil, por el contrario, tomará la dirección opuesta y las considerará esenciales para su protección contra el partido dominante […]. Pero si carece de los medios para obligar al partido mayoritario a observar las restricciones, su única salida será una estricta interpretación de la constitución […]. Frente a esto el partido mayoritario contrapondrá una construcción generosa –una en la cual se le den a las palabras de la concesión los significados más amplios que sean posibles–. Se trataría entonces de una interpretación contra otra –una para disminuir y la otra para ampliar los poderes del gobierno al máximo–. Pero ¿qué utilidad podría tener la estricta interpretación del partido minoritario frente a la libre interpretación del mayoritario, cuando este último cuenta con todos los poderes del gobierno para llevar adelante su interpretación y el primero está privado de todos los medios para impulsar la suya? En una contienda tan desigual, el resultado no sería dudoso. El partido que está a favor de las restricciones sería superado […]. El final de la contienda sería la subversión de la constitución […] las restricciones serían anuladas y el gobierno terminaría por tener poderes ilimitados.

Tampoco podría evitar este resultado la división del gobierno en poderes separados y, como le corresponde a cada uno, independientes […] dado que cada uno y todos los poderes –y por supuesto, todo el gobierno– estarían bajo el control de la mayoría numérica, es innecesario explicar que la mera distribución de sus poderes entre sus agentes o representantes poco o nada podría hacer para contrarrestar su tendencia a la opresión y el abuso de poder.[1]

Pero ¿por qué preocuparse por las debilidades de los límites sobre el poder gubernamental? Especialmente en una “democracia”, según la frase que tanto usaban los socialdemócrata estadounidenses durante su auge antes de mediados de la década del 60, cuando comenzaron a insinuarse las dudas dentro de la utopía liberal: “¿Acaso no somos nosotros el gobierno?” En la frase “nosotros somos el gobierno”, el útil término colectivo “nosotros” permitió arrojar un camuflaje ideológico sobre la cruda realidad explotadora de la vida política. Dado que si nosotros realmente somos el gobierno, entonces todo lo que un gobierno le haga a un individuo no sólo es sencillamente justo y no tiránico sino también “voluntario” en lo que concierne al individuo. Si el gobierno incurrió en una enorme deuda pública que debe pagarse gravando a un grupo para favorecer a otro, esta realidad del gravamen se oculta de modo muy conveniente al decir alegremente que “nosotros nos lo debemos a nosotros mismos” (pero ¿quiénes son los “nosotros” y quiénes los “nosotros mismos”?). Si el gobierno recluta a un hombre, o incluso lo encarcela debido a sus opiniones diferentes, entonces él simplemente “se lo estaría haciendo a sí mismo”, y por lo tanto no ha sucedido nada inapropiado. De acuerdo con este razonamiento, los judíos asesinados por el gobierno nazi no fueron asesinados; deben haberse “suicidado”, dado que ellos eran el gobierno (el cual fue elegido democráticamente), y por ende cualquier cosa que el gobierno les hiciera sólo era un acto voluntario por parte de ellos. Pero aun para aquellos defensores del gobierno que ven al Estado simplemente como un agente benévolo y voluntario del público, no es posible sostener algo tan grotesco.

Por lo tanto, debemos concluir que “nosotros” no somos el gobierno; el gobierno no es “nosotros”. El gobierno no “representa” a la mayoría del pueblo en ningún sentido preciso, pero aun si lo hiciera, aun si el 90 por ciento del pueblo decidiera asesinar o esclavizar al otro 10 por ciento, esto aún seguiría siendo asesinar y esclavizar, y no sería un suicido o una esclavitud voluntaria por parte de la minoría oprimida. El crimen es un crimen, la agresión contra los derechos es una agresión, independientemente de cuántos ciudadanos estén de acuerdo con la opresión. La mayoría no tiene nada de sagrado; incluso la turba que ejecuta un linchamiento es también la mayoría en su propio dominio.

Pero mientras que en una turba semejante la mayoría puede tornarse activamente tiránica y agresiva, la condición normal y permanente del Estado es el gobierno oligárquico: gobierna mediante una elite coercitiva que ha logrado obtener el control sobre la maquinaria del Estado. Hay dos razones básicas para esto: una es la desigualdad y la división del trabajo inherentes a la naturaleza humana, que dan origen al funcionamiento de una “regla de hierro de la oligarquía” en todas las actividades del hombre, y la segunda es la índole parasitaria de la empresa estatal en sí. Hemos dicho que el individualista no es un partidario de lo igualitario. Esto se debe en parte a la agudeza con que observa la enorme diversidad e individualidad de la humanidad, una diversidad que tiene la oportunidad de florecer y desarrollarse a medida que progresan la civilización y los niveles de vida. La habilidad y el interés de los individuos, tanto en el desempeño como en la elección de las ocupaciones, difieren; por ende, en todas las tareas y profesiones, sea la producción de acero o la organización de un club de bridge, es inevitable que el liderazgo en la actividad sea ejercido por un grupo relativamente pequeño de los más hábiles y enérgicos, mientras que los demás serán sus seguidores. Esta verdad es aplicable a todas las actividades, sean beneficiosas o perjudiciales (como en el caso de las organizaciones criminales). De hecho, la regla de hierro de la oligarquía fue enunciada por el sociólogo italiano Robert Michels, quien descubrió que el partido Socialdemócrata de Alemania, a pesar de su compromiso retórico con el igualitarismo, era rígidamente oligárquico y jerárquico en su funcionamiento real.

Una segunda razón básica para la gestión oligárquica del Estado es su naturaleza parasitaria, el hecho de que se sostiene mediante la coerción, a costa de lo que producen los ciudadanos. Para que esta explotación parasitaria resulte exitosa, debe proporcionar ganancias a una relativa minoría, pues un insignificante pillaje de todos para con todos no beneficiaría a ninguno. Nadie ha pintado más acabadamente la índole compulsiva y parasitaria del Estado que el gran sociólogo alemán del siglo xix Franz Oppenheimer, quien señaló que el hombre sólo puede obtener riqueza por dos medios que se excluyen mutuamente. Uno, el método de la producción y el intercambio voluntario, el método del libre mercado, que Oppenheimer llamó el “medio económico”; el otro, el método del robo mediante el uso de la violencia, que denominó el “medio político”. Este último es claramente parasitario, dado que requiere de una producción previa que el explotador pueda confiscar, y éste, en lugar de sumar su aporte a la producción total en la sociedad, sustrae sus recursos. Oppenheimer, entonces, procedió a definir al Estado como la “organización de los medios políticos”, a saber, la sistematización del proceso predatorio sobre un área territorial dada.[2]

En resumen, en la esfera privada el crimen es, en el mejor de los casos, esporádico e incierto; el parasitismo es efímero, y la vida parasitaria coercitiva puede terminar en cualquier momento a causa de la resistencia de la víctima. El Estado provee un canal legal, ordenado, sistemático para la depredación de la propiedad de los productores; hace que la línea de la vida de la casta parasitaria en la sociedad sea cierta, segura y relativamente “pacífica”. El gran escritor libertario Albert Jay Nock escribió vívidamente que “el Estado sostiene y ejerce el monopolio del crimen […] prohíbe el homicidio privado, pero organiza él mismo asesinatos en escala colosal. Castiga el robo privado, pero echa mano inescrupulosamente de lo que quiere, sea propiedad del ciudadano o de un extranjero”.[3]

Al principio, por supuesto, resulta sorprendente considerar los impuestos como un robo y, consecuentemente, al gobierno como una banda de ladrones. Pero cualquiera que siga pensando que se trata de un pago en cierta medida “voluntario” puede ver qué sucede si decide no pagar. El gran economista Joseph Schumpeter, que no era en absoluto un libertario, escribió que “el Estado vive de réditos producidos en la esfera privada para propósitos privados y debe desviarlos de estos propósitos mediante la fuerza política. Todo cuanto hace la teoría que explica los impuestos mediante la analogía con las cuotas de un club o con el pago de los servicios de un médico, por ejemplo, es poner de manifiesto cuán alejada del pensamiento científico se encuentra esta parte de las ciencias sociales”.[4] El eminente “positivista legal” vienés Hans Kelsen intentó, en su tratado The General Theory of Law and the State, establecer una teoría política y una justificación del Estado sobre una base estrictamente “científica” y libre de valoraciones. Pero ya al principio del libro se enfrentó con un punto crucial, un punto ante el cual vacila la filosofía política: ¿Qué diferencia a los edictos del Estado de las órdenes de una banda de rufianes? Kelsen simplemente respondió que los decretos del Estado son “válidos”, y siguió adelante sin preocuparse por definir o explicar este concepto de “validez”. De hecho, sería útil que aquellos que no son libertarios reflexionaran sobre esta pregunta: ¿Cómo se puede definir al cobro de impuestos de modo que lo diferencie del robo?

Para el anarquista individualista del siglo xix Lysander Spooner, que también fue abogado constitucionalista, no había ningún inconveniente en encontrar la respuesta. El análisis de Spooner sobre el Estado como una banda de ladrones es, quizás, el más devastador que se haya escrito:

Es cierto que, según la teoría de nuestra Constitución, todos los impuestos se pagan en forma voluntaria, y que nuestro gobierno es una compañía mutual de seguros en la que la gente entra por su propia voluntad […].

Pero esta teoría es absolutamente diferente de la realidad. Lo cierto es que el gobierno, como un bandolero, le dice a un hombre: “La bolsa o la vida”. Y muchos, si no la mayoría de los impuestos, se pagan compulsivamente ante esa amenaza.

El gobierno, en realidad, no acecha a un hombre en un lugar solitario, cae sobre él y, apuntándole a la cabeza con una pistola, procede a vaciarle los bolsillos. Pero al fin de cuentas lo que hace es robarle, y de manera mucho más cobarde y vergonzosa.

El ladrón asume la responsabilidad, el peligro y el crimen que entraña su propio acto. No reivindica ningún derecho legítimo sobre el dinero ajeno ni alega que tiene la intención de utilizarlo para beneficio del otro. No pretende ser otra cosa que un ladrón. Su desvergüenza no llega a tanto como para afirmar que es meramente un “protector”, y que toma el dinero de los demás contra la voluntad de éstos sólo para “proteger” a los necios viajeros que se sienten perfectamente capaces de defenderse por sí mismos o no valoran su peculiar sistema de protección. Es un hombre demasiado sensible como para considerar así su profesión. Además, cuando se ha apoderado del dinero del otro, lo deja ir, tal como éste deseaba que lo hiciera. No persiste en perseguirlo contra su voluntad, pretendiendo ser su legítimo “soberano”, sobre la base de la “protección” que le brinda. No continúa “protegiéndolo”, ordenándole que se incline ante él y le sirva; demandándole que haga una cosa y prohibiéndole que haga otra; robándole dinero una y otra vez, con la frecuencia que le plazca, y calificándolo de rebelde, traidor y enemigo de su país, y matándolo sin piedad, si discute su autoridad o se resiste a sus órdenes. Es demasiado gentil como para cometer semejantes imposturas, afrentas y villanías. En resumen, se limita a robar, y no intenta convertirlo en su víctima o en su esclavo.[5]

Si el Estado es un grupo de saqueadores, ¿por quiénes está constituido? Sin duda, la elite gobernante consiste permanentemente en a) el aparato con dedicación total –los reyes, políticos y burócratas que manejan y dirigen el Estado–, y b) los grupos que han maniobrado para obtener privilegios, subsidios y beneficios del Estado. El resto de la sociedad está formada por los gobernados. Nuevamente, John C. Calhoun hizo notar con absoluta claridad que no importa cuán pequeño sea el poder del gobierno, no importa cuán baja sea la carga impositiva o cuán igualitaria su distribución, por su misma naturaleza éste crea dos clases desiguales e inherentemente conflictivas en la sociedad: aquellos que pagan en forma neta los impuestos (los “contribuyentes”), y aquellos que viven en forma neta de los impuestos (los “consumidores de impuestos”). Supongamos que el gobierno establece un impuesto bajo y distribuido en forma aparentemente igualitaria para pagar la construcción de una represa. En este mismo acto toma dinero de la mayoría del público para entregárselo a los que son netamente “consumidores de impuestos”: los burócratas que dirigen la operación, los contratistas y los trabajadores que construyen la represa, etc. Y cuanto más grande sea el alcance de la toma de decisiones del gobierno y mayor sea la tributación, prosigue Calhoun, mayores serán la carga y la desigualdad artificial que impone entre estas dos clases: Por ser comparativamente pocos, los agentes y empleados del gobierno constituyen aquella parte de la comunidad que recibe en forma exclusiva los beneficios de los impuestos. Todo cuanto se toma de la comunidad en concepto de gravámenes, si no se pierde, lo perciben ellos en forma de pago de sueldos o gastos. Ambas cosas –desembolsos diversos y recaudación tributaria– constituyen la acción fiscal del gobierno. Son correlativas. Todo lo que se saca de la comunidad con el nombre de impuestos es transferido a aquella porción de la comunidad constituida por los receptores en forma de pagos de desembolsos diversos. Pero como los receptores son sólo una parte de la comunidad, la conclusión es, considerando conjuntamente las dos instancias del proceso fiscal, que su acción debe ser desigual entre los contribuyentes y los receptores de sus beneficios. No podría ser de otra manera, salvo que lo que se recolectara de cada individuo como impuestos le fuera retornado en forma de desembolso, cosa que haría al proceso ineficaz y absurdo […].

Entonces, el resultado necesario de la acción fiscal desigual del gobierno es dividir a la comunidad en dos grandes clases: los que en verdad pagan los gravámenes y, por supuesto, cargan exclusivamente con el peso de sostener al gobierno, y los que reciben los beneficios a través de los desembolsos y, de hecho, son sustentados por el gobierno; en pocas palabras, dividirla entre contribuyentes de impuestos y consumidores de impuestos.

Pero el efecto de esto es ponerlos en relaciones antagónicas respecto de la acción fiscal del gobierno –y de todo el curso de la política conectado con ésta–, dado que cuanto más elevados sean los impuestos y los desembolsos, mayores serán las ganancias de unos y las pérdidas de los otros, y viceversa. El efecto del mismo aumento, entonces, es enriquecer y fortalecer a unos, y empobrecer y debilitar a los otros.[6]

Si el Estado ha sido dirigido, siempre y en todas partes, por una oligarquía depredadora, ¿cómo pudo mantener su gobierno sobre la masa de la población? La respuesta, tal como lo destacó el filósofo David Hume hace dos siglos, es que en el largo plazo todo gobierno, no importa cuán dictatorial sea, descansa en el apoyo de la mayoría de los ciudadanos. Ahora bien, esto, como es obvio, no hace que estos gobiernos sean “voluntarios”, dado que la misma existencia de la tributación y de otros poderes coercitivos muestra cuánta coacción debe ejercer el Estado. En lo que respecta al apoyo de la mayoría, no necesariamente es vehemente y entusiasta; bien puede ser sólo obediencia y resignación. La conjunción que se expresa en la famosa frase “muerte e impuestos” implica una aceptación pasiva y resignada de la inevitabilidad del Estado y sus impuestos, algo que se da por sentado.

Por su parte, los consumidores de impuestos, grupos que se benefician con las operaciones del Estado, por supuesto serán entusiastas defensores del mecanismo estatal. Pero son sólo una minoría. ¿Cómo puede, entonces, asegurarse el acatamiento y la aquiescencia de la masa de la población? Aquí llegamos al problema central de la filosofía política –esa rama de la filosofía que tiene que ver con la política, el ejercicio de la violencia regulada–: el misterio de la obediencia civil. ¿Por qué la gente obedece los edictos y acepta las depredaciones de la elite gobernante? James Burnham, un autor conservador totalmente opuesto al libertarianismo, expone el problema con gran claridad, admitiendo que no hay justificación racional para la obediencia civil: “Ni el origen ni la justificación del gobierno pueden plantearse en términos totalmente racionales […]. ¿Por qué debería yo aceptar el principio de legitimidad hereditario, o democrático, o cualquier otro? ¿Por qué un principio habría de justificar que un hombre gobierne sobre mí?” Su propia respuesta difícilmente intenta ser convincente: “Acepto el principio, bueno… porque sí, porque así son y han sido las cosas”.[7] Pero supongamos que uno no acepta el principio; ¿cuál será entonces el “camino”? ¿Y por qué la mayoría de los ciudadanos lo ha aceptado?

El Estado y los Intelectuales

La respuesta es que, desde los tempranos orígenes del Estado, sus dirigentes siempre han recurrido a una alianza con la clase intelectual de la sociedad, como auxiliar necesario de su gobierno. Las masas no crean sus propias ideas abstractas, o, mejor dicho, no piensan en forma independiente: aceptan pasivamente las ideas adoptadas y promulgadas por un cuerpo de intelectuales que se transforman en verdaderos “formadores de opinión” en la sociedad. Y como precisamente se trata de la formación de una opinión favorable a los gobernantes, cosa que el Estado necesita casi desesperadamente, esto conforma una base firme para la antigua alianza entre los intelectuales y las clases dirigentes del Estado. La alianza se basa en un quid pro quo: por un lado, los intelectuales difunden entre las masas la idea de que el Estado y sus dirigentes son sabios, buenos, y a veces divinos, o por lo menos inevitables y mejores que cualquier otra alternativa concebible. A cambio de este despliegue ideológico, el Estado incorpora a los intelectuales a la elite gobernante, garantizándoles poder, estatus, prestigio y seguridad material. Además, son necesarios para integrar la burocracia y “planificar” la economía y la sociedad.

Antes de la era moderna, la casta sacerdotal era particularmente poderosa entre los servidores intelectuales del Estado, cimentando la poderosa y terrible alianza del jefe guerrero y el hechicero, del Trono y el Altar. El Estado “oficializó” a la Iglesia y le confirió poder, prestigio y riqueza tomada de sus súbditos. A cambio, la Iglesia ungió al Estado con la aprobación divina e inculcó esa concepción en la gente común. En la era moderna, cuando los argumentos teocráticos perdieron su prestigio, los intelectuales integraron el cuadro de “expertos” científicos e informaron al desventurado público de que los asuntos políticos, exteriores y nacionales eran demasiado complicados como para que el individuo promedio se perturbara pensando en ellos. Sólo el Estado y sus cuerpos de expertos intelectuales, planificadores, científicos, economistas y “administradores de la seguridad nacional” pueden tener la esperanza de encargarse de esos problemas. El rol de las masas, incluso en las “democracias”, es ratificar las decisiones de sus informados gobernantes y acatarlas.

Históricamente, la unión de la Iglesia y el Estado, del Trono y el Altar, ha sido el dispositivo más eficaz para inducir a los súbditos a la obediencia y al apoyo. Burnham atestigua sobre el poder del mito y el misterio para inducir apoyo cuando escribe: “En la antigüedad, antes de que las quimeras científicas corrompieran al conocimiento tradicional, los fundadores de ciudades eran considerados dioses o semidioses”.[8] Para el clero oficial, el gobernante era ungido por Dios o, en el caso de muchos regímenes absolutistas y despóticos de Oriente, era un dios en sí mismo; por ende, cualquier cuestionamiento o resistencia a su gobierno constituía una blasfemia.

A lo largo de los siglos, el Estado y sus intelectuales han utilizado muchas y muy sutiles armas ideológicas para inducir a sus súbditos a aceptar su régimen. Un arma excelente ha sido el poder de la tradición. Ésta era tanto más poderosa cuanto más duradero fuera el gobierno de un Estado; entonces, la Dinastía X o el Estado Y estaban respaldados por el peso aparente de siglos de tradición. El culto de los antepasados se convierte así en un medio no demasiado sutil de cultivar la adoración hacia los gobernantes ancestrales. La fuerza de la tradición es, por supuesto, reforzada por el hábito antiguo, que confirma a los ciudadanos la aparente corrección y legitimidad de la autoridad que los rige. Así, el teórico político Bertrand De Jouvenel escribió:

La razón esencial de la obediencia es que se ha convertido en un hábito de la especie […]. El poder es para nosotros un hecho de la naturaleza. Desde los tempranos días de la historia escrita siempre ha presidido los destinos humanos […] las autoridades que gobernaban […] en tiempos pasados no desaparecieron sin legar a sus sucesores su privilegio y sin dejar en las mentes de los hombres improntas cuyos efectos son acumulativos. La sucesión de gobiernos que, a lo largo de los siglos, rigieron a la misma sociedad puede verse como un gobierno subyacente que incorpora continuas acrecencias.[9]

Otra poderosa fuerza ideológica del Estado es el desprecio por el individuo y la exaltación de las representaciones colectivas de la sociedad, pasadas o presentes. Cualquier voz aislada, cualquier persona que plantee nuevas dudas, puede ser atacada por profanar la sabiduría de sus ancestros. Además, toda idea nueva, más aun, toda idea crítica, debe comenzar necesariamente como la opinión de una pequeña minoría. Por lo tanto, para evitar que una idea potencialmente peligrosa amenace la aceptación de su gobierno por parte de la mayoría, el Estado intentará arrancarla de cuajo, ridiculizando cualquier punto de vista que parezca contrario a la opinión mayoritaria. Norman Jacobs resumió las formas en que los dirigentes del Estado en los antiguos despotismos chinos utilizaron a la religión como método para ligar al individuo a la sociedad gobernada por el Estado:

La religión china es una religión social que busca resolver los problemas de interés social, no los de interés individual […]. La religión es esencialmente una fuerza de ajuste y control social impersonal –más que un medio para soluciones personales del individuo–, y el ajuste y el control social se efectúan mediante la educación y la reverencia hacia los superiores […]. La reverencia hacia los superiores –que lo son en edad y, por ende, en educación y experiencia– es el fundamento ético del ajuste y del control social […]. En China, la interrelación de la autoridad política con la religión ortodoxa equiparó a la heterodoxia con el error político. La religión ortodoxa era particularmente activa en la persecución y destrucción de las sectas heterodoxas, para lo cual contaba con el respaldo del poder secular.[10]

La tendencia general del gobierno a buscar y desbaratar cualquier visión heterodoxa fue subrayada, con un estilo particularmente ingenioso y ameno, por el escritor libertario H. L. Mencken:

Todo [lo que el gobierno] puede ver en una idea original es un cambio potencial, y por ende, una invasión de sus prerrogativas. El hombre más peligroso, para cualquier gobierno, es aquel capaz de pensar las cosas por sí mismo, sin prestar atención a las supersticiones y los tabúes prevalecientes. De modo casi inevitable, llega a la conclusión de que el gobierno bajo el cual vive es deshonesto, demente e intolerable, y entonces, si es un romántico, intenta cambiarlo. Y aun si no lo es, tiene la aptitud de difundir el descontento entre aquellos que lo son.[11]

Para el Estado, también es particularmente importante que su gobierno parezca inevitable: incluso si los ciudadanos lo detestan, como suele suceder, todo cuanto enfrentará será la pasiva resignación expresada en la familiar conjunción de “muerte e impuestos”. Uno de sus métodos consiste en apelar al determinismo histórico: si el Estado X nos gobierna, es porque así lo decretaron de modo inevitable las Inexorables Leyes de la Historia (o la Voluntad Divina, o el Absoluto, o las Fuerzas Productivas Materiales), y nada que puedan hacer algunos individuos insignificantes cambiará lo inevitable. También es importante que el Estado inculque a los ciudadanos aversión hacia cualquier afloramiento de lo que ahora se conoce como la “teoría conspirativa de la historia”, dado que la búsqueda de “conspiraciones”, por erróneos que puedan ser sus resultados, y a menudo lo son, significa una búsqueda de motivos y una atribución de responsabilidad individual para los delitos cometidos históricamente por las elites gobernantes. Si, no obstante, algún acto tiránico o venal o alguna guerra agresiva impuesta por el Estado no se llevó a cabo por la acción de ciertos gobernantes en particular sino por “fuerzas sociales” misteriosas y arcanas, o por la imperfección reinante en el mundo, o si, de alguna manera, todos fueron culpables (“somos todos asesinos”, proclama el eslogan común), entonces no tiene sentido indignarse ante esas fechorías. Además, el descrédito de las “teorías conspirativas” –o, en realidad, de cualquier ataque del “determinismo económico”– hará que los ciudadanos sean más proclives a creer en las razones del “bienestar general” de que se vale invariablemente el Estado moderno para involucrarse en cualquier acción agresiva. La autoridad del Estado parece así inevitable. Además, cualquier alternativa al Estado existente aparece rodeada por un aura de temor. Restando importancia a su monopolio del robo y la depredación, el Estado alza ante los ciudadanos el espectro del caos que supuestamente se produciría en caso de que desapareciera. Se afirma que la gente, por sí misma, no podría protegerse contra los ocasionales criminales y merodeadores. Asimismo, a lo largo de los siglos, todos los Estados han inculcado a sus súbditos el miedo hacia otros Estados gobernantes, y han conseguido sus propósitos. Ahora que el mundo entero ha sido dividido entre Estados particulares, una de las doctrinas y tácticas básicas de los gobernantes de cada uno de ellos ha sido identificarse a sí mismos con el territorio que gobiernan. Como la mayoría de los hombres tiende a amar a su patria, la identificación de la tierra y de la población con el Estado es un medio para hacer que el patriotismo natural juegue a su favor. Si “Ruritania” es atacada por “Walldavia”, el Estado de Ruritania y sus intelectuales se apresuran a convencer al pueblo de que el ataque realmente se lleva a cabo contra ellos, y no simplemente contra la clase gobernante. De esta manera, una guerra entre dirigentes se convierte en una guerra entre pueblos, cada uno de los cuales se precipita en defensa de sus gobernantes, en la errónea creencia de que éstos los están defendiendo a ellos. Esta estratagema del nacionalismo ha tenido éxito particularmente en los últimos siglos; no hace mucho, al menos en Europa occidental, los pueblos consideraban las guerras como batallas irrelevantes entre grupos de nobles y sus séquitos.

Otro método probado para torcer la voluntad de la gente es infundirle culpa. Un aumento del bienestar privado, cualquiera que sea, puede ser atacado afirmando que se trata de “codicia excesiva”, “materialismo”, o “excesiva opulencia”, y los intercambios mutuamente beneficiosos en el mercado pueden denunciarse como “egoístas”. De alguna manera, siempre se llega a la conclusión de que se deberían expropiar más recursos al sector privado y asignarlos al sector “público”, o Estado, parasitario. Por lo general, el pedido al público para que produzca más recursos se expresa mediante un severo reclamo, por parte de la elite gobernante, de mayores “sacrificios” en aras de la riqueza nacional o el bienestar común. Sin embargo, de algún modo, mientras se supone que el pueblo debe sacrificarse y disminuir su “codicia materialista”, los sacrificios recaen siempre sobre él. El Estado no se sacrifica, sino que arrebata ávidamente cada vez más recursos materiales a los ciudadanos. En realidad, he aquí una regla básica muy útil: cuando el gobernante alce su voz pidiendo “sacrificios”, ¡cuide su vida y su bolsillo!

Este tipo de argumentos refleja un doble criterio moral que siempre es aplicado por los gobernantes, pero por nadie más. Por ejemplo, nadie se escandaliza por el hecho de que los empresarios busquen obtener mayores ganancias. A nadie le sorprende que los trabajadores dejen puestos con bajos salarios por otros con salarios mayores. Este comportamiento se considera apropiado y normal. Pero si alguien osara manifestar que los políticos y burócratas están motivados por el deseo de maximizar sus ingresos, habría una protesta pública generalizada contra la “teoría conspirativa” o el “determinismo económico”. La opinión general –cuidadosamente cultivada, claro está, por el Estado mismo– es que los hombres se dedican a la política o ejercen el gobierno motivados sólo por su preocupación por el bien común y el bienestar general. ¿Qué es lo que confiere a los gobernantes la pátina de una moral superior? Quizás el hecho de que la gente tiene un conocimiento vago e instintivo de que el Estado está involucrado en el robo y la depredación sistemáticos, y siente que sólo una dedicación altruista por parte del Estado hace tolerables estas acciones.

Si se considerara a los políticos y burócratas como sometidos a las mismas ambiciones monetarias que todos los demás, el Estado depredador perdería su aura de Robin Hood, puesto que entonces quedaría bien claro que, en palabras de Oppenheimer, los ciudadanos comunes utilizan los “medios económicos” pacíficos, productivos, para obtener riqueza, mientras que el aparato estatal se vale de los “medios políticos” organizados, coercitivos y explotadores. El emperador del supuesto interés altruista por el bienestar común quedaría despojado de sus ropas.

Los argumentos intelectuales que a lo largo de la historia ha utilizado el Estado para obtener el consentimiento del público pueden clasificarse en dos clases: 1) que la conducción por parte del gobierno existente es inevitable, absolutamente necesaria y muchísimo mejor que los indescriptibles males que acarrearía su caída; y 2) que los dirigentes del Estado son hombres excepcionales, cuya grandeza, sabiduría y altruismo jamás podrían igualar sus simples súbditos. En el pasado, este último argumento se expresó en el concepto del “derecho divino”, o en el del rey divinizado, o bien en el de la “aristocracia”. En la modernidad, como ya dijimos, se pone el énfasis no ya en la aprobación divina sino en el gobierno de una sabia corporación de “expertos científicos” especialmente dotados en el conocimiento de la política y de las misteriosas realidades del mundo. El uso cada vez mayor de la jerga científica, sobre todo en las ciencias sociales, ha permitido a los intelectuales urdir una apología del gobierno del Estado que rivaliza en oscurantismo con el antiguo sacerdocio. Por ejemplo, si un ladrón pretendiera justificar su robo diciendo que en realidad trataba de ayudar a sus víctimas aumentando sus gastos con su accionar, dando así el impulso necesario al comercio minorista, sería abucheado sin contemplaciones. Pero cuando esta misma teoría se disfraza con ecuaciones matemáticas keynesianas e impresionantes referencias al “efecto multiplicador”, es mucho más convincente para el engañado público.

En los últimos años se ha asistido en los Estados Unidos al desarrollo de una profesión de “administradores de la seguridad nacional”, de burócratas que nunca enfrentaron procesos electorales pero que continúan, a medida que se suceden las administraciones, utilizando en forma encubierta su supuesta experiencia para planificar guerras, intervenciones y aventuras militares. Sólo sus tremendos errores en la guerra de Vietnam han acarreado cierto cuestionamiento público a sus actividades, pero antes se erguían arrogantes frente al público, al cual consideraban como carne de cañón para sus propósitos.

Un debate público entre el senador partidario del “aislacionismo” Robert A. Taft y uno de los líderes intelectuales de la seguridad nacional, McGeorge Bundy, resulta instructivo para poner de relieve tanto lo que estaba en juego como la actitud de la elite intelectual gobernante. Bundy atacó a Taft a comienzos de 1951 por iniciar un debate público acerca de la participación en la guerra de Corea. Insistió en que eran sólo los líderes políticos ejecutivos quienes estaban capacitados para manipular a los diplomáticos y a los militares a lo largo de décadas de guerra limitada contra las naciones comunistas. Consideraba importante que se excluyera a la opinión pública y al debate público de cualquier decisión política en esta área, dado que, advertía, lamentablemente el público no estaba comprometido con los rigurosos propósitos nacionales que animaban a los gobernantes y sólo respondía a las realidades ad hoc de situaciones dadas. También sostenía que no debía haber recriminaciones ni aun evaluaciones de las decisiones de los políticos que ejercían el gobierno, sino que el público debía aceptarlas sin cuestionamiento. Taft, por el contrario, denunciaba la secreta toma de decisiones por parte de los consejeros militares y los especialistas en la rama ejecutiva, que en efecto no eran sometidas al análisis público. Además, argumentaba, “si alguien se anima a sugerir una crítica o incluso un debate abarcador, inmediatamente se lo tilda de ‘aislacionista’ y saboteador de la unidad y de la política exterior bipartidaria”.[12]

De manera similar, en la época en que el presidente Eisenhower y el secretario de Estado Dulles analizaban privadamente la participación en la guerra en Indochina, otro prominente administrador de seguridad nacional, George F. Kennan, decía a los ciudadanos: “Hay tiempos en que, habiendo elegido a un gobierno, lo mejor sería dejarlo gobernar y hablar por nosotros tal como lo hará en las asambleas de las naciones”.[13]

Resulta obvio por qué el Estado necesita a los intelectuales; pero ¿por qué los intelectuales necesitan al Estado? Porque, sencillamente, un intelectual no tiene bien asegurado su sustento en el mercado libre, dado que, como cualquier otro participante del mercado, debe depender de los valores y elecciones de la masa de sus conciudadanos, y por lo general éstos no están interesados en las cuestiones intelectuales. El Estado, en cambio, está dispuesto a ofrecerles un empleo estable y permanente dentro de su aparato, un ingreso seguro y, además, la panoplia de prestigio.

La ambicionada alianza entre el Estado y los intelectuales fue simbolizada por el deseo entusiasta de los profesores de la Universidad de Berlín, en el siglo xix, de constituirse en lo que proclamaban como “los guardaespaldas intelectuales de la Casa de  Hohenzollern”. También se la puede observar, desde una perspectiva ideológica superficialmente diferente, en la reveladora reacción del eminente académico marxista partidario de la antigua China, Joseph Needham, al manifestar su ira ante la ácida crítica de Karl Wittfogel al despotismo chino. Wittfogel había demostrado la importancia de los funcionarios académicos que formaban parte de la burocracia gobernante de la China despótica en el sostenimiento del sistema que glorificaba a Confucio. Needham, indignado, repuso que “la civilización que el profesor Wittfogel ataca con tanta acritud fue la que pudo transformar a poetas y académicos en funcionarios”.[14] ¡Qué importa el totalitarismo en tanto y en cuanto la clase dirigente abunde en intelectuales acreditados!

La reverencia y el servilismo de los intelectuales hacia sus dirigentes se pusieron de manifiesto muchas veces a lo largo de la historia. La contraparte estadounidense de los “guardaespaldas intelectuales de la Casa de Hohenzollern” es la actitud de tantos intelectuales liberales hacia el cargo y la persona del presidente. Así, para el profesor Richard Neustadt, politólogo, el presidente es “el único símbolo de la Unión, que puede asemejarse a la corona”. Y el administrador público Townsend Hoopes, en el invierno de 1960, escribió que “bajo nuestro sistema, el pueblo sólo puede recurrir al presidente para definir la naturaleza de nuestros problemas de política exterior, los programas nacionales y los sacrificios necesarios para enfrentarlos con eficacia”.[15]

Tras generaciones de semejante retórica, no resulta extraño que Richard Nixon, en la víspera de su elección como presidente, describiera así su rol: “Él [el presidente] debe articular los valores de la nación, definir sus objetivos y guiar su voluntad”. La concepción de Nixon respecto de su rol es perturbadoramente similar a lo expresado por Ernst Huber, en la Alemania de 1930, acerca del derecho constitucional del más grande imperio alemán. Huber escribió que quien dirige el Estado “establece los grandes fines que deben alcanzarse y formula los planes para la utilización de todos los poderes nacionales en el logro de los objetivos comunes […] le da a la vida nacional su verdadero propósito y valor”.[16]

Marcus Raskin, quien integró el Consejo de Seguridad Nacional durante la administración Kennedy, describió cáusticamente la actitud y la motivación de los actuales guardaespaldas intelectuales de la seguridad nacional del Estado. Los llama “intelectuales de la destrucción masiva”, y escribe:

[…] su función más importante consiste en justificar y prolongar la existencia de sus empleadores […]. Para poder excusar la permanente producción en gran escala de estas bombas y misiles [termonucleares], los líderes militares e industriales necesitaron algún tipo de teoría para racionalizar su uso […]. Esto se hizo particularmente urgente a fines de la década de 1950, cuando los miembros de la administración Eisenhower, centrados en la economía, comenzaron a preguntarse por qué se insumían tanto dinero, ideas y recursos en armas si no se podía justificar su uso. Entonces los “intelectuales de la defensa” dieron comienzo a una serie de racionalizaciones dentro y fuera de las universidades […]. Los emprendimientos militares continuarán prosperando, y ellos seguirán demostrando por qué debe ser así. En lo que respecta a esto, no son diferentes de la gran mayoría de los especialistas modernos, quienes aceptan las premisas de las organizaciones que los emplean debido a las retribuciones monetarias, y en poder y prestigio […]. Saben lo suficiente como para no cuestionar el derecho a existir de sus empleadores.[17]

Esto no implica decir que todos los intelectuales, en todas partes, hayan sido “intelectuales cortesanos”, servidores y socios menores del poder. Pero ésta ha sido su condición prevaleciente en la historia de las civilizaciones, la mayoría de las veces como una casta sacerdotal; de la misma manera, esas civilizaciones han sido regidas casi siempre por alguna forma de despotismo.

Hubo, no obstante, loables excepciones, sobre todo en la historia de la civilización occidental, en las cuales los intelectuales fueron acerbos críticos y opositores al poder del Estado y emplearon su intelecto en idear sistemas teóricos que pudieran ser utilizados en la lucha para liberarse de ese poder. Pero, invariablemente, esos intelectuales sólo fueron capaces de alzarse como una fuerza significativa cuando pudieron operar desde una base de poder independiente –una base de propiedad independiente– separada del aparato del Estado, puesto que allí donde el Estado controle toda la propiedad, la riqueza y el empleo, todos dependen económicamente de él y se hace muy difícil, si no imposible, el surgimiento de ese tipo de crítica independiente. Fue en Occidente, con sus focos de poder descentralizados, sus fuentes independientes de propiedad y empleo, y, por ende, de bases desde las cuales criticar al Estado, donde pudo florecer un cuerpo de críticos intelectuales. En la Edad Media, la Iglesia Católica Romana, que al menos estaba separada del Estado, siendo totalmente independiente de él, y las nuevas ciudades libres podían servir como centros de oposición intelectual, y también real. En los siglos siguientes, los maestros, los curas y los panfletistas, en una sociedad relativamente libre, pudieron utilizar su independencia del Estado para convertirse en agitadores en procura de una mayor expansión de la libertad. En contraste, uno de los primeros filósofos libertarios, Lao-tsé, que vivía en medio del despotismo de la antigua China, no vio esperanza alguna de lograr la libertad en esa sociedad totalitaria, y todo cuanto aconsejó fue guardar silencio, al punto de que el individuo renunciara totalmente a la vida social.

En Europa occidental, donde el poder estaba descentralizado y la Iglesia separada del Estado, había pueblos y ciudades florecientes capaces de desarrollarse fuera de la estructura feudal, y la sociedad gozaba de libertad, la economía pudo evolucionar de un modo nunca visto en todas las civilizaciones anteriores. Más aun, en la estructura tribal de los germanos –y particularmente la de los celtas, que lograron desintegrar al Imperio Romano– había fuertes elementos libertarios. No tenían un aparato estatal todopoderoso que ejerciera el monopolio de la violencia, sino que las disputas se resolvían mediante la consulta a los ancianos acerca de la naturaleza y aplicación de las costumbres y el derecho común de la tribu. El “jefe” por lo general era simplemente un líder guerrero a quien sólo se le reclamaba que ejerciera su rol bélico cuando se preparaba una guerra con otras tribus. No había guerra permanente ni burocracia militar en las tribus. En Europa occidental, como en muchas otras civilizaciones, el modelo típico del origen del Estado no era por vía de un “contrato social” voluntario sino al ocurrir la conquista de una tribu por otra. La tribu o el campesinado perdían así su libertad a manos de sus conquistadores. Al principio, la tribu conquistadora asesinaba y saqueaba a las víctimas y seguía su camino. Pero llegó un momento en que los vencedores decidieron que sería mucho más conveniente establecerse en los territorios conquistados, gobernarlos y saquearlos en forma permanente y sistemática. El tributo periódico que se exigía a los súbditos avasallados con el tiempo comenzó a llamarse “impuesto”. Y, con similar generalidad, los caudillos conquistadores parcelaron la tierra y la entregaron a los distintos líderes militares, que así pudieron establecerse e imponer al campesinado el pago de “rentas” feudales. A menudo los campesinos eran esclavizados, o bien transformados en siervos de la tierra, proporcionando a los señores feudales una fuente continua de trabajo fruto de la explotación.[18] Podemos señalar algunas importantes instancias en el nacimiento del Estado moderno a través de la conquista. Una de ellas fue el sometimiento de la población indígena en América latina por parte de los españoles, que se llevó a cabo por la fuerza de las armas. Los españoles no sólo impusieron un nuevo Estado a los indígenas, sino que sus tierras fueron parceladas entre los conquistadores, que a partir de entonces se apropiaron de sus rentas. Otra instancia fue el nuevo orden político que los normandos impusieron a los sajones después de la conquista de Inglaterra en 1066. Las tierras conquistadas fueron divididas entre los caballeros guerreros normandos, que constituyeron un gobierno estatal y además impusieron a la población un sistema feudal. Para el libertario, el ejemplo más interesante y seguramente más conmovedor de la creación del Estado mediante la conquista fue la destrucción de la sociedad libertaria de la antigua Irlanda por parte de Inglaterra en el siglo xvii y la instauración de un Estado imperial que expulsó a numerosos irlandeses de su amada tierra. La sociedad libertaria de Irlanda, que perduró mil años –y que describiremos en profundidad más adelante– pudo resistir a los ingleses durante siglos debido a la ausencia de un Estado que pudiera ser conquistado fácilmente y luego ser utilizado por los vencedores para gobernar a la población nativa.

Pero así como a lo largo de la historia occidental los intelectuales han formulado teorías destinadas a controlar y limitar el poder estatal, cada Estado se ha servido de sus propios intelectuales para tergiversar esas ideas de un modo que le permitiera legitimar el acrecentamiento de su poder. Así, originalmente, en Europa occidental el concepto del “derecho divino de los reyes” fue una doctrina promovida por la Iglesia para limitar el poder del Estado, de modo que el rey no pudiera gobernar a su arbitrio. Sus edictos fueron limitados para que concordaran con la ley divina. Sin embargo, con el avance del absolutismo monárquico, los reyes transformaron el concepto original en la idea de que Dios había otorgado su consentimiento a todos los actos del rey, y que éste gobernaba por “derecho divino”.

De manera similar, el concepto de democracia parlamentaria comenzó como una forma de control ejercido por el pueblo sobre el gobierno absoluto del monarca. Éste estaba limitado por el parlamento para obtener ingresos mediante la tributación. No obstante, a medida que el parlamento suplantaba al rey como cabeza del Estado, se iba convirtiendo gradualmente en un Estado soberano que no estaba sometido a control alguno. A comienzos del siglo xix, los utilitaristas ingleses, quienes abogaban por la libertad individual adicional en nombre de la utilidad social y del bienestar general, verían cómo estos conceptos se transformaban al punto de legitimar la expansión del poder del Estado.

De Jouvenel escribió:

Muchos autores de teorías sobre la soberanía han desarrollado uno u otro de estos dispositivos restrictivos. Pero al final, cada una de esas teorías perdió, tarde o temprano, su propósito original, y se convirtió sencillamente en un trampolín para el Poder, proveyéndole la poderosa ayuda de un soberano invisible con el cual podría identificarse exitosamente llegado el momento.[19]

Sin duda, el intento más ambicioso que registra la historia en cuanto a imponer límites al Estado fue la Declaración de Derechos y otras partes restrictivas de la Constitución de los Estados Unidos. Aquí, los límites al gobierno se pusieron por escrito y se convirtieron en ley fundamental, que sería interpretada por un aparato judicial supuestamente independiente de las otras ramas del gobierno. Todos los estadounidenses están familiarizados con el proceso mediante el cual el profético análisis de John C. Calhoun ha sido justificado; durante los últimos ciento cincuenta años el monopolio judicial del Estado ha ampliado de modo inexorable la estructura del poder estatal. Pero pocos han tenido la perspicacia del profesor liberal Charles Black –quien aprueba el proceso– para ver que el Estado ha sido capaz de transformar la revisión judicial, que era un dispositivo limitante, en un poderoso instrumento legitimador de sus acciones ante el público. Si un decreto judicial de “inconstitucionalidad” constituye un importante control sobre el poder gubernamental, así también el veredicto de “constitucionalidad” es una poderosa arma para lograr la aceptación pública del siempre creciente poder del Estado.

El profesor Black comienza su análisis destacando la necesidad crucial de “legitimidad” que tiene cualquier gobierno para perdurar; es decir, la aceptación mayoritaria básica del gobierno y sus actos. Sin embargo, la aceptación de la legitimidad se convierte en un verdadero problema en un país como los Estados Unidos, donde “las limitaciones sustantivas están estructuradas dentro de la teoría sobre la cual se asienta el gobierno”. Lo que se necesita, agrega Black, es un método mediante el cual el gobierno pueda asegurarle al público que el aumento constante de sus poderes es en realidad “constitucional”. Y ésta, concluye, ha sido la principal función histórica de la revisión judicial. Black ilustra así el problema:

El riesgo supremo [del gobierno] es el descontento del público, así como el de un sentimiento de indignación ampliamente difundido en toda la población y una pérdida de autoridad moral por parte del gobierno como tal, pese a que se haya sostenido por la fuerza, o por inercia, o por la falta de una alternativa atractiva e inmediatamente disponible. Casi todos los que viven bajo un gobierno cuyos poderes son limitados, tarde o temprano se ven sometidos a alguna acción gubernamental que personalmente consideran como fuera del poder del gobierno o que le está positivamente prohibida a éste. Un hombre es llamado a filas, aunque no encuentra en la Constitución ninguna disposición acerca del reclutamiento […]. A un agricultor se le dice cuánto trigo puede cultivar; él cree, y descubre que algunos abogados respetables también lo creen, que el gobierno tiene tanto derecho a decirle cuánto trigo puede cultivar como a indicar a su hija con quién puede casarse. Un hombre es encerrado en la penitenciaría federal por decir lo que piensa, y va y viene por su celda recitando: “El Congreso no aprobará ninguna ley que restrinja la libertad de expresión”. A un empresario se le fija el precio que puede, y debe, pedir por la manteca. Este peligro es lo suficientemente real como para que cada una de estas personas (¿y quién no estaría de acuerdo con ellas?) confronte el concepto de limitación gubernamental con la realidad (así como él la ve) de la flagrante violación de los verdaderos límites, y llegue a la conclusión obvia respecto del estatus de su gobierno en relación con su legitimidad.[20]

El Estado evita este peligro, agrega Black, proponiendo la doctrina de que alguna agencia debe tener la decisión final sobre la constitucionalidad, y que esta agencia tiene que ser parte del mismo gobierno federal. Dado que mientras la aparente independencia del aparato judicial federal desempeñó un rol vital para hacer que sus acciones fueran virtualmente una suerte de Sagradas Escrituras para el grueso de la población, también es cierto que el poder judicial forma parte del aparato gubernamental y es designado por las ramas ejecutiva y legislativa. El profesor Black reconoce que el gobierno, de esta manera, se ha erigido en juez de su propia causa, y por lo tanto ha violado un principio jurídico básico para alcanzar cualquier tipo de decisión justa. Pero Black manifiesta una notable tolerancia respecto de esta infracción fundamental: “El poder último del Estado […] debe detenerse allí donde lo detiene la ley. Y ¿quién establecerá el límite, y quién forzará la detención contra el mayor poder? Bueno, el Estado mismo, por supuesto, a través de sus jueces y sus leyes. ¿Quién controla al ecuánime? ¿Quién imparte enseñanzas al sabio? […]”.[21] Por lo tanto, Black admite que cuando nos rige un Estado, entregamos todas nuestras armas y medios de coerción al aparato estatal, cedemos todos nuestros poderes de toma de decisión definitiva a este grupo deificado, y entonces debemos quedarnos felices y tranquilos y esperar la interminable corriente de justicia que se derramará desde estas instituciones –aunque están básicamente juzgando su propia causa–. Black no concibe ninguna alternativa a este monopolio coercitivo de las decisiones judiciales impuestas por el Estado, pero aquí es precisamente donde nuestro nuevo movimiento desafía la visión convencional y asegura que hay una opción viable: el libertarianismo.

Al no ver esta alternativa, el profesor Black cae en el misticismo en su defensa del Estado, dado que en último análisis encuentra que el hecho de que el Estado logre la justicia y la legitimidad en el perpetuo juzgamiento de su propia causa es “algo milagroso”. De esta manera, el socialdemócrata Black se une al conservador Burnham al creer en prodigios y, por ende, admitir que no hay un argumento racional satisfactorio en defensa del Estado.[22]

Aplicando su visión realista de la Corte Suprema al famoso conflicto entre la Corte y el New Deal en la década de 1930, el profesor Black increpa a sus colegas socialdemócratas por su miopía al denunciar el obstruccionismo judicial:

[…] la versión estándar de la historia del New Deal y la Corte, aunque precisa a su manera, pone el énfasis donde no debe estar […]. Se concentra en las dificultades, y casi olvida cómo sucedió todo. El resultado de la cuestión fue (y esto es lo que me gusta destacar) que después de unos 24 meses de oposición […] la Corte Suprema, sin un solo cambio en la ley que establece su composición, o en realidad, en los miembros que la constituyen, otorgó su sanción a la legitimidad del New Deal, y a toda la nueva concepción del gobierno en los Estados Unidos. [Las cursivas son del autor.][23]

De esta manera, la Corte Suprema dio el golpe de gracia a los numerosos estadounidenses que tenían fuertes objeciones constitucionales para los amplios poderes del New Deal:

Por supuesto, no todos están satisfechos. El “Príncipe Charlie de Bonnie” del  constitucionalmente comandado laissez faire aún conmueve los corazones de algunos fanáticos que se mantienen, presas de cólera, en una situación irreal. Pero ya no existe el peligro de que el público sustente una duda significativa o peligrosa respecto del poder constitucional del Congreso para ocuparse, como lo hace, de la economía nacional […]. No tenemos otro medio, además de la Suprema Corte, de impartir legitimidad al New Deal.[24]

Entonces, incluso en los Estados Unidos, el único país con una constitución de la cual algunas partes, al menos, apuntaban a imponer límites estrictos y solemnes a los actos del gobierno, aun aquí esa constitución ha probado ser un instrumento para ratificar la expansión del poder del Estado, en lugar de restringirlo. Tal como lo advirtió Calhoun, cualquier límite escrito que le permita al gobierno interpretar sus propios poderes está destinado a ser visto como una aprobación de la expansión, y no de la restricción, de esos poderes. En un sentido profundo, se ha demostrado que la idea de limitar al poder con una constitución escrita ha sido un noble experimento que ha fracasado. Se ha probado que la idea de un gobierno estrictamente limitado es utópica; hay que hallar algún otro medio más radical para impedir el agresivo crecimiento del Estado. El sistema libertario encararía este problema desechando la idea total de crear un gobierno con el monopolio coercitivo de la fuerza sobre un territorio dado para comenzar y luego tratar de encontrar maneras de impedir que el gobierno se expanda. La alternativa libertaria es abstenerse en primer lugar de semejante monopolio gubernamental.

En los próximos capítulos analizaremos en su totalidad la idea de una sociedad sin Estado, una sociedad sin gobierno formal. Pero sería un ejercicio instructivo que intentáramos abandonar las formas habituales de ver las cosas, y consideráramos el argumento de la existencia del Estado de novo. Permítasenos dejar de lado el hecho de que, desde que tenemos memoria, el Estado ha monopolizado los servicios policiales y judiciales en la sociedad. Supongamos que debemos comenzar desde el principio, y que millones de personas han arribado a la Tierra después de haber crecido y haberse desarrollado completamente en otro planeta. Comienza el debate acerca de cómo se proveerá la protección (servicios policiales y judiciales). Alguien dice: “Entreguemos todos nuestras armas a Joe Jones y sus familiares, y dejemos que ellos decidan todas las disputas que surjan entre nosotros. De esa manera, podrán protegernos de toda agresión o fraude que cualquiera pueda cometer. Si los Jones poseen todo el poder y toda la habilidad para tomar las decisiones finales sobre las controversias, estaremos protegidos unos de otros. Y entonces permitamos que los Jones obtengan sus ingresos por este gran servicio mediante el uso de sus armas, y logren por medio de la coerción tanto ingreso como deseen”. Seguramente, en una situación como la planteada, semejante propuesta sería considerada ridícula, dado que resultaría totalmente evidente que en ese caso no habría manera alguna de que cada uno pudiera protegerse a sí mismo de las agresiones, o depredaciones, de los Jones. Nadie estaría tan loco como para responder a esa constante, y muy perspicaz, pregunta: “¿Quién controla a los guardianes?”, como lo hace, con toda soltura, el profesor Black: “¿Quién controla al ecuánime?” Una respuesta tan absurda como ésta al problema de la protección y la defensa de la sociedad sólo es posible porque nos hemos acostumbrado, después de miles de años, a la existencia del Estado.

Y, por supuesto, el Estado nunca comenzó realmente con esta suerte de “contrato social”. Tal como lo señaló Oppenheimer, tuvo su principio en medio de la violencia y la conquista; aun si algunas veces hubo procesos internos que dieron lugar al Estado, obviamente nunca fue por consenso o contrato general.

El credo libertario puede resumirse ahora como: 1) el derecho absoluto de cada hombre a la propiedad de su cuerpo; 2) el mismo derecho igualmente absoluto a poseer, y por ende a controlar, los recursos materiales que ha encontrado y transformado, y 3) en consecuencia, el derecho absoluto a intercambiar o entregar la propiedad de esos títulos a quienquiera que esté dispuesto a intercambiarlos o recibirlos. Tal como hemos visto, cada uno de estos pasos involucra derechos de propiedad, pero incluso si llamamos al paso (1) derechos “personales”, veremos que los problemas respecto de la “libertad personal” involucran de modo inextricable los derechos de la propiedad material o el libre intercambio. O, en suma, los derechos a la “libertad personal” y a la “libertad de empresa” casi invariablemente se entrelazan y no pueden en realidad ser separados.

Hemos visto que el ejercicio de la “libertad de expresión” personal, por ejemplo, conlleva casi siempre el ejercicio de la “libertad económica”, es decir, la libertad de poseer e intercambiar la propiedad material. La realización de una reunión para ejercer la libertad de expresión implica alquilar un espacio, viajar hacia ese espacio a través de caminos y utilizar alguna forma de transporte, etc. La “libertad de prensa”, estrechamente relacionada, involucra en forma aun más evidente el costo de impresión y la utilización de una imprenta, y la venta de los folletos a compradores dispuestos a adquirirlos; en resumen, todos los ingredientes de la “libertad económica”. Además, el ejemplo con el que concluimos el capítulo anterior, a saber, “gritar ‘fuego’ en un teatro lleno de gente”, provee una guía clara para decidir los derechos de quién deben ser protegidos en una situación dada; nuestro criterio nos provee la guía: los derechos de propiedad.


Notas
[1] Calhoun, John C. A Disquisition on Government. Nueva York, Liberal Arts Press, 1953, pp. 25-27.

[2] Oppenheimer, Franz. The State. Nueva York, Vanguard Press, 1926, pp. 24-27 ss.

[3] Nock, Albert Jay. On Doing the Right Thing, and Other Essays. Nueva York, Harper & Bros., 1928, p. 145.

[4] Schumpeter, Joseph A. Capitalism, Socialism, and Democracy. Nueva York, Harper & Bros., 1942, pp. 198 y 198 n.

[5] Spooner, Lysander [1870]. No Treason, Nº VI: The Constitution of No Authority. Reimpreso en Larkspur, Colorado, Pine Tree Press, 1966, p. 17.

[6] Calhoun, John C. A Disquisition on Government, pp. 16-18.

[7] Burnham, James. Congress and the American Tradition. Chicago, Henry Regnery, 1959, pp. 6-8.

[8] Burnham, op. cit., p. 3.

[9] Jouvenel, Bertrand De. On Power. Nueva York, Viking Press, 1949, p. 22.

[10] Jacobs, Norman. The Origin of Modern Capitalism and Eastern Asia. Hong Kong, Hong Kong University Press, 1958, pp. 161-163, 185. La obra más importante sobre todos los aspectos del despotismo oriental es: Wittfogel, Karl A. Oriental Despotism: A Comparative Study of Total Power. Nueva Haven, Yale University Press, 1957.

[11] Mencken, H. L. A Mencken Crestomathy. Nueva York, Alfred A. Knopf, 1949, p. 145.

[12] Véase Liggio, Leonard P. Why the Futile Crusade? Nueva York, Center for Libertarian Studies, abril de 1978, pp. 41-43.

[13] Kennan, George F. Realities of American Foreign Policy. Princeton, Princeton University Press, 1954, pp. 95-96.

[14] Needham, Joseph. “Review of Karl A. Wittfogel, Oriental Despotism”. En: Science and Society, 1958, p. 65. Para una posición contraria a la de Needham, véase Lukacs, John. “Intellectual Class or Intellectual Profesion?” En: Dehuszar, George B. (ed.). The Intellectuals. Glencoe, Ill., The Free Press, 1960, p. 522.

[15] Neustadt, Richard. “Presidency at Mid-Century”. Law and Contemporary Problems (otoño de 1956), pp. 609-45; Hoopes, Townsend. “The Persistence of Illusion: The Soviet Economic Drive and American National Interest.” Yale Review (marzo de 1960), p. 336.

[16] Citado en Reeves, Thomas, y Hess, Karl. The End of the Draft. Nueva York, Vintage Books, 1970, pp. 64-65.

[17] Raskin, Marcus. “The Megadeth Intellectuals.” The New York Review of Books (14 de noviembre de 1963), pp. 6-7. Véase también Nicolaus, Martin. “The Professor, the Policeman, and the Peasant.” Viet-Report (junio-julio de 1966), pp. 15-19.

[18] Acerca de la típica génesis del Estado, véase Oppenheimer, op. cit., capítulo II. Si bien académicos como Lowie y Wittfogel (op. cit., pp. 342-25) discuten la tesis de Glumplowicz-Oppenheimer-Riistow según la cual el Estado siempre se originó en conquistas, aceptan que la conquista está usualmente vinculada a lo que se denomina desarrollo interno de los Estados. Además, existen evidencias de que en la primera gran civilización, la de los sumerios, existió una sociedad próspera, libre y sin Estado hasta que la defensa contra la conquista llevó al desarrollo de una burocracia militar y estatal permanente. Cf. Kramer, Samual Noah. The Sumerians. Chicago, University of Chicago Press, 1963, p. 73.

[19] Jouvenel, Bertrand De, op. cit., p. 27.

[20] Black, Charles L., Jr. The People and the Court. Nueva York, Macmillan, 1960, pp. 42‑43.

[21] Ibíd., pp. 32-33.

[22] En contraste con la complacencia de Black estaba la cáustica crítica a la Constitución y a los poderes de la Corte Suprema del politólogo J. Allen Smith. Smith escribió: “Como es obvio, el sentido común requirió que ningún órgano del gobierno fuera capaz de determinar sus propios poderes”. Smith, J. Allen. The Growth and Decadence of Constitutional Government. Nueva York, Henry Holt and Co., 1930, p. 87. Por supuesto, el sentido común y los “milagros” proporcionan visiones del gobierno muy diferentes.

[23] Ibíd., p. 64.

[24] Ibíd., p. 65.

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