La Herencia Libertaria: La Revolución Estadounidense y el Liberalismo Clásico

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El día de las elecciones de 1978, los candidatos congresales, estatales y locales del Partido Libertario acumularon 1,25 millones de votos en todo el país. Richard Randolph resultó electo para la Cámara de Representantes de Alaska con la boleta del Partido Libertario, y Edward Clark logró 377.960 votos para la gobernación de California. Después de que la candidatura presidencial del PL obtuvo 174.000 votos en 32 estados en 1976, la sobria publicación Congressional Quarterly se convenció de que había que clasificar al flamante Partido Libertario como el tercer partido político más grande de los Estados Unidos. Su destacable tasa de crecimiento se pone de manifiesto en el hecho de que su inicio recién se produjo en 1971 con un puñado de miembros reunidos en una sala de estar en Colorado. Al año siguiente presentó una boleta presidencial con la que logró participar en las elecciones en dos estados. Actualmente, es el tercero en importancia en los Estados Unidos.

Lo que es aún más destacable, el Partido Libertario logró este crecimiento adhiriendo en forma consistente a un nuevo credo ideológico –el “libertarianismo”–, con lo cual trajo al escenario político estadounidense, por primera vez en cien años, a un partido interesado en sostener principios, y no simplemente en obtener puestos y dinero en el comedero público. Especialistas y politólogos nos han dicho innumerables veces que la genialidad de los Estados Unidos y de nuestro sistema de partidos consiste en su falta de ideología y en su “pragmatismo” (palabra benévola para designar lo que no es más que el empeño en arrebatar dinero y puestos de trabajo a los desventurados contribuyentes). ¿Cómo explicar, entonces, el maravilloso crecimiento de un nuevo partido, franca y ávidamente devoto de la ideología?

Una explicación es que los estadounidenses no siempre fueron pragmáticos con menoscabo de la ideología. Por el contrario, en la actualidad los historiadores reconocen que la Revolución Estadounidense en sí misma no sólo fue ideológica sino también el resultado de la devoción hacia el credo y las instituciones del libertarianismo. Los revolucionarios estadounidenses estaban inmersos en el credo del libertarianismo, una ideología que los llevó a resistir al precio de sus vidas, sus fortunas y su sagrado honor las invasiones a sus derechos y libertades perpetradas por el gobierno británico. Los historiadores han debatido durante mucho tiempo las causas precisas de la Revolución Estadounidense: ¿fueron éstas constitucionales, económicas, políticas o ideológicas? Ahora nos damos cuenta de que, como libertarios, los revolucionarios no veían conflicto alguno entre los derechos morales y políticos, por un lado, y la libertad económica, por el otro. Todo lo contrario; percibían la libertad civil y moral, la independencia política y la libertad de comerciar y producir como partes de un sistema sin tachas, de lo que Adam Smith llamaría, en el mismo año en que se redactó la Declaración de la Independencia, el “sistema obvio y simple de libertad natural”.

El dogma libertario emergió de los movimientos “liberales clásicos” de los siglos xvii y xviii en el mundo occidental, en particular, de la Revolución Inglesa del siglo xvii. Este movimiento libertario radical, aunque sólo tuvo un éxito parcial en su lugar de nacimiento, Gran Bretaña, pudo empero hacer operativa a la Revolución Industrial, liberando a la industria y a la producción de las sofocantes restricciones del control estatal y de los gremios urbanos auspiciados por el gobierno, dado que el movimiento liberal clásico fue, a lo largo de la historia del mundo occidental, una poderosa “revolución” libertaria contra lo que podríamos llamar el Antiguo Régimen –el Ancien Régime que había dominado a sus súbditos durante siglos–. En el período moderno temprano, que comenzó en el siglo xvi, este régimen impuso un Estado central absoluto y un rey que gobernaba por derecho divino en la cima de una red antigua y restrictiva de monopolios territoriales feudales, y de controles y restricciones gremiales en las ciudades. El resultado fue una Europa estancada bajo una paralizante red de controles, impuestos y monopolios de privilegios para producir y vender conferidos por los gobiernos centrales (y locales) a sus productores privilegiados. Esta alianza del nuevo Estado burocrático, belicoso y centralizado, con comerciantes privilegiados –a la que los historiadores del futuro llamarían “mercantilismo”– y con una clase de terratenientes feudales dominantes, constituyó el Antiguo Orden contra el cual se levantaría y rebelaría el nuevo movimiento de liberales clásicos y radicales en los siglos xvii y xviii.

El objetivo de los liberales clásicos fue recuperar la libertad individual en todos sus aspectos. En la economía, se redujeron drásticamente los impuestos, se eliminaron los controles y las regulaciones; la energía humana, la empresa y los mercados quedaron en libertad para crear y producir en intercambios que beneficiarían a todos, y también a la masa de los consumidores. Por fin los emprendedores serían libres para competir, desarrollarse y crear. Desaparecerían las trabas impuestas sobre la tierra, el trabajo y el capital. La libertad personal y la libertad civil quedarían garantizadas contra las depredaciones y la tiranía del rey o sus elegidos. La religión, que durante siglos fuera motivo de sangrientas guerras en las cuales las sectas luchaban por el control del Estado, se liberaría de las imposiciones o de la interferencia de éste, para que todas las confesiones –o los grupos no religiosos (ateos, agnósticos)– pudieran coexistir pacíficamente. La paz fue, también, el dogma de política exterior de los nuevos liberales clásicos; el antiguo régimen de engrandecimiento imperial y estatal en busca de poder y riqueza sería reemplazado por una política exterior de paz y libre comercio con todas las naciones. Y como se consideraba que la guerra era engendrada por los ejércitos y fuerzas armadas permanentes, por un poder militar siempre en procura de mayor expansión, este establishment militar sería reemplazado por milicias voluntarias locales, por ciudadanos civiles que sólo querrían luchar en defensa de sus propios hogares y los de sus vecinos.

De este modo, la bien conocida cuestión de la “separación de la Iglesia del Estado” fue sólo uno de los muchos motivos interrelacionados que se podrían resumir como “separación de la economía del Estado”, “separación de la expresión y la prensa del Estado”, “separación de la tierra del Estado”, “separación de la guerra y los asuntos militares del Estado”; en realidad, se trataba de separar al Estado prácticamente de todo.

El Estado, en suma, quedaría muy reducido, con un presupuesto sumamente bajo, casi ínfimo. Los liberales clásicos nunca desarrollaron una teoría de la tributación, pero combatían con fiereza cada aumento de impuestos y cada nuevo tipo de impuesto, lo cual en los Estados Unidos se convirtió dos veces en la chispa que llevó, o casi llevó, a la Revolución (el impuesto al timbre postal y el impuesto al té).

Los primeros teóricos del liberalismo clásico libertario fueron los Levelers[1]durante la Revolución Inglesa y el filósofo John Locke a fines del siglo xvii; los siguieron los “Verdaderos Whigs”[2], u oposición libertaria radical al “Acuerdo Whig” –régimen británico del siglo xviii–. John Locke planteó los derechos naturales de cada individuo sobre su persona y su propiedad; el gobierno quedaba estrictamente limitado a defender esos derechos. En palabras de la Declaración de la Independencia inspirada en Locke, “para asegurar estos derechos, se instituyen gobiernos entre los hombres que obtienen sus justos poderes del consentimiento de los gobernados. Que siempre que cualquier forma de Gobierno se hace destructiva de esos fines, es derecho del pueblo alterarlo o abolirlo […]”.

Si bien las obras de Locke eran ampliamente conocidas en las colonias americanas, su filosofía abstracta casi no se tenía en cuenta como motivadora para llevar a los hombres a la revolución. Esta tarea fue realizada por sus seguidores radicales, que en el siglo xviii escribían de una manera más popular, contundente y apasionada, y aplicaban esa filosofía básica a los problemas concretos del gobierno –en especial, del gobierno británico – de la época. La obra más importante escrita en este estilo fue Las cartas de Cato, una serie de artículos periodísticos publicados en Londres a comienzos de la década de 1720 por los Verdaderos Whigs, John Trenchard y Thomas Gordon. Si bien Locke había escrito que la presión revolucionaria podría ejercerse debidamente cuando el gobierno se tornara destructivo de la libertad, Trenchard y Gordon destacaron que el gobierno siempre tendía hacia la destrucción de los derechos individuales. Según Las cartas de Cato, la historia de la humanidad es un registro del conflicto irrefrenable entre el Poder y la Libertad, con el Poder (gobierno) siempre dispuesto a incrementar su esfera de acción invadiendo los derechos de las personas y usurpando sus libertades. Por lo tanto, declaraba Cato, el poder debe mantenerse reducido y el público debe enfrentarlo con una vigilancia y una hostilidad permanentes, para asegurarse de que se mantenga siempre dentro de sus límites:

Sabemos, por infinitos ejemplos y experiencias, que los hombres poseídos del poder,  antes que separarse de él harán cualquier cosa, incluso lo peor y lo más oscuro, para mantenerlo, y casi ningún hombre en la Tierra pudo dejarlo, siempre que le fuera posible llevar adelante todo a su propia manera […]. Esto parece seguro: “que el bien del mundo, o de su gente, no fue uno de sus motivos para continuar en el poder, o para renunciar a él”.

Es propio de la naturaleza del poder estar siempre usurpando y convirtiendo a todo poder extraordinario, otorgado en momentos particulares, y para ocasiones particulares, en un poder ordinario, para usarlo en todo momento, y aun cuando no haya ocasión alguna, nunca se separa voluntariamente de cualquier conveniencia […].

¡Ay! El poder invade diariamente la libertad, con un éxito demasiado evidente, y casi desaparece el equilibrio entre ellos. La tiranía acaparó casi toda la Tierra y embistió a la raíz y dominio de la humanidad, transformando el mundo en un matadero; y seguramente seguirá destruyendo hasta que se destruya a sí misma o, lo cual es lo más probable, no deje nada para destruir.[3]

Los colonos norteamericanos recibían con avidez esas advertencias, y las Cartas de Cato se reimprimieron varias veces en todas las colonias hasta que se produjo la Revolución. Tal actitud, profundamente asentada, llevó a lo que el historiador Bernard Bailyn ha dado en llamar “libertarianismo radical transformador” de la Revolución Estadounidense, dado que la revolución no fue sólo el primer intento exitoso de los tiempos modernos para liberarse del yugo del imperialismo occidental –en esa época, de la mayor potencia del mundo. Más importante aún es que, por primera vez en la historia, los americanos imponían a sus nuevos gobiernos limitaciones y restricciones materializadas en constituciones y, sobre todo, en declaraciones de derechos. La Iglesia y el Estado fueron rigurosamente separados en los nuevos Estados, y se estableció la libertad de culto. En todos los Estados se eliminaron los restos del feudalismo mediante la abolición de los privilegios feudales por legado o primogenitura. (Por el primero, un ancestro podía haber legado inmuebles a su familia para poseerla siempre, impidiendo que sus herederos vendieran cualquier parte de la tierra; por el segundo, el gobierno exige que el único heredero de la propiedad sea el hijo mayor.)

El nuevo gobierno federal formado sobre los Artículos de la Confederación[4] no podía exigir ningún impuesto del público, y cualquier extensión fundamental de sus poderes requería el consentimiento unánime de todos los gobiernos estatales. Por sobre todo, el poder militar y bélico del gobierno nacional estaba constreñido y era pasible de sospecha, ya que los libertarios del siglo xviii consideraban que la guerra, los ejércitos permanentes y el  militarismo habían sido durante mucho tiempo el método principal de acrecentamiento del poder del Estado.[5]

Bernard Bailyn resumió así el logro de los revolucionarios estadounidenses:

La modernización de la política y el gobierno estadounidenses durante y después de la Revolución tomó la forma de la concreción repentina, radical, del programa que antes había sido planteado enteramente por la intelligentsia opositora […] en el reinado de Jorge I. Allí donde los opositores ingleses, abriéndose camino en contra de la complacencia social y el orden político, sólo se habían esforzado y habían soñado, los estadounidenses, conducidos por las mismas aspiraciones pero viviendo en una sociedad en varios sentidos moderna, y ahora políticamente liberada, de manera repentina pudieron actuar. Donde la oposición inglesa había agitado en vano reformas parciales […] los líderes estadounidenses se movieron con rapidez y casi sin enfrentamiento social para implementar en forma sistemática las posibilidades más extremas de todo el rango de ideas radicales de liberación.

En el proceso […] infundieron en la cultura política estadounidense […] los principales temas del libertarianismo radical del siglo xviii hechos realidad aquí. El primero es la creencia de que el poder es malo, quizás una necesidad, pero una mala necesidad; que es infinitamente corruptor; y que debe ser controlado, limitado, restringido de todas las maneras compatibles con un mínimo de orden civil. Las constituciones escritas, la división de poderes, las declaraciones de derechos, las limitaciones sobre los Ejecutivos, las legislaturas y las cortes, las restricciones al derecho de coerción y de declaración de guerra, todas estas medidas expresan la profunda desconfianza hacia el poder que yace en el corazón ideológico de la Revolución Estadounidense y que se ha mantenido entre nosotros como un legado desde entonces.[6]

En consecuencia, si bien el pensamiento liberal clásico tuvo su origen en Inglaterra, alcanzaría su desarrollo más consistente y radical –y su mayor expresión en la realidad – en los Estados Unidos, porque las colonias americanas no se hallaban sujetas al monopolio feudal de la tierra y a la casta aristocrática gobernante, que estaban afianzados en Europa; en los Estados Unidos, los gobernantes eran funcionarios coloniales británicos y algunos comerciantes privilegiados a quienes fue relativamente sencillo hacer a un lado con el advenimiento de la Revolución y la finalización del gobierno británico. Por lo tanto, en las colonias americanas el liberalismo clásico tuvo más apoyo popular y enfrentó mucha menos resistencia institucional arraigada que los que encontró en su lugar de origen. Más aun, al estar geográficamente aislados, los rebeldes americanos no tenían que preocuparse por ejércitos invasores de gobiernos contrarrevolucionarios vecinos como, por ejemplo, ocurría en Francia.

Después de la Revolución

Así, los Estados Unidos, por sobre todos los países, nacieron de una revolución explícitamente libertaria, una revolución contra el imperio; contra el impuesto, el monopolio comercial y la regulación; y también contra el militarismo y el poder del Ejecutivo. La revolución produjo gobiernos cuyo poder tenía restricciones sin precedentes. Pero, si bien hubo muy poca resistencia institucional hacia la avalancha de liberalismo en los Estados Unidos, sí aparecieron, desde el comienzo mismo, poderosas fuerzas elitistas, sobre todo entre los grandes comerciantes y agricultores, que deseaban mantener el sistema restrictivo “mercantilista” inglés de altos impuestos, controles y privilegios monopólicos otorgados por el gobierno. Estos grupos deseaban un gobierno central fuerte e incluso imperial; en resumen, querían el sistema británico sin Gran Bretaña. Estas fuerzas conservadoras y reaccionarias aparecieron por primera vez durante la Revolución, y más tarde formaron el partido Federalista y la administración Federalista en la década de 1790.

Sin embargo, durante el siglo xix continuó el ímpetu libertario. Los movimientos jeffersonianos y jacksonianos, los partidos Demócrata-Republicano y luego Demócrata, lucharon abiertamente por lograr la virtual eliminación del gobierno de la vida estadounidense. Debía ser un gobierno sin ejército o armada permanentes; un gobierno sin deudas y sin gravámenes federales directos ni impuestos confiscatorios, y prácticamente sin aranceles a la importación –es decir, con niveles ínfimos de impuesto y gasto–, un gobierno que no se comprometiera en obras públicas o mejoras internas, que no controlara ni regulara, que dejara al dinero y al sistema bancario en libertad, sólido y exento de inflación; en resumen, citando las palabras del ideal de H. L. Mencken, “un gobierno que apenas si es un gobierno”.

El avance jeffersoniano hacia la virtual inexistencia del gobierno se malogró después de que Jefferson asumió la presidencia, primero, a causa de concesiones a los federalistas (posiblemente como resultado de un acuerdo destinado a obtener votos federalistas para quebrar una paridad en el colegio electoral), y luego, por la compra inconstitucional del territorio de Luisiana. Pero el fracaso se debió sobre todo al impulso imperialista hacia la guerra con Inglaterra durante el segundo período de Jefferson, un impulso que condujo a la guerra y a un sistema unipartidista que estableció, casi por completo, el programa estatista federalista: altos gastos militares, un banco central, aranceles proteccionistas, impuestos federales directos, obras públicas. Horrorizado por los resultados, Jefferson, ya retirado, se instaló en Monticello e inspiró a los jóvenes políticos que lo visitaban, Martin Van Buren y Thomas Hart Benton, para que fundaran un nuevo partido –el partido Demócrata– destinado a sacar a los Estados Unidos del nuevo federalismo y a recobrar el espíritu del antiguo programa jeffersoniano. Cuando los dos jóvenes líderes se abrazaron con Andrew Jackson como su salvador, había nacido el nuevo partido Demócrata.

Los libertarios jacksonianos tenían un plan: durante ocho años Andrew Jackson sería presidente; lo seguiría Van Buren por otros ocho años, y luego Benton sucedería a éste por ocho años más. Después de veinticuatro años de una triunfal democracia jacksoniana, se habría alcanzado el ideal de Mencken, a saber, la virtual inexistencia del gobierno. No era en modo alguno un sueño imposible, dado que estaba claro que el partido Demócrata se había hecho rápidamente mayoritario por naturaleza en el país. La mayor parte de la gente se había alineado en la causa libertaria. Jackson tuvo sus ocho años, durante los cuales destruyó el banco central y eliminó la deuda pública, y Van Buren gobernó durante cuatro, en los que separó al gobierno federal del sistema bancario. Pero en la elección de 1840 se produjo una anomalía con Van Buren, quien fue derrotado debido a una campaña demagógica sin precedentes, orquestada por el primer gran jefe de campaña moderno, Thurlow Weed (el vanguardista que lanzó pegadizos lemas de campaña, prendedores, canciones, desfiles, etc., con los cuales ahora estamos familiarizados). Sus tácticas llevaron al gobierno a un honorable y desconocido Whig, el general William Henry Harrison, pero esto fue una evidente casualidad; en 1844, los demócratas estarían preparados para emplear las mismas tácticas, y formaron parte de las listas para recuperar la presidencia ese año.

Se suponía que Van Buren retomaría la triunfal marcha jacksoniana, pero entonces sucedió un hecho fatal: el partido Demócrata fue golpeado por la crítica cuestión de la esclavitud, o en realidad, de la expansión de la esclavitud a un nuevo territorio. La sencilla re-nominación de Van Buren tropezó en una grieta que se abrió en las filas de la democracia acerca de la admisión de la república de Texas, un estado esclavista, en la Unión; Van Buren se oponía, Jackson estaba a favor, y esta grieta simbolizó la brecha seccional más profunda en el partido Demócrata. La esclavitud, la grave falla antilibertaria en el programa libertario de los demócratas, había surgido para hacer naufragar por completo al partido y su libertarianismo.

La Guerra Civil, además del derramamiento de sangre y la devastación sin precedentes que ocasionó, fue utilizada por el régimen del partido Republicano, triunfal y casi único, para avanzar en su programa estatista, que fue anteriormente Whig: poder gubernamental nacional, aranceles proteccionistas, subsidios a las grandes empresas, papel moneda inflacionario, recuperación del control del gobierno federal sobre el sistema bancario, emprendimientos internos en gran escala, altos impuestos internos y, durante la contienda, reclutamiento e impuesto a las ganancias. Además, los estados perdieron su anterior derecho a la secesión y otros poderes, en la medida en que se oponían a los del gobierno federal. El partido Demócrata retomó su trayecto libertario después de la guerra, pero ahora tenía que emprender un camino mucho más largo y difícil para alcanzar la libertad.

Hemos visto cómo los Estados Unidos llegaron a tener una profunda tradición libertaria, una tradición que aún se continúa en gran parte de nuestra retórica política y se refleja en una actitud arrojada e individualista frente al gobierno por parte de muchos estadounidenses. En este país hay un terreno mucho más fértil para el resurgimiento del libertarianismo que en cualquier otro.

Resistencia a la Libertad

Ahora podemos ver que el rápido crecimiento del movimiento libertario y del partido Libertario de la década de 1970 está firmemente enraizado en lo que Bernard Bailyn llamó el poderoso “legado permanente” de la Revolución Estadounidense. Pero si este legado es tan vital para la tradición estadounidense, ¿qué es lo que salió mal? ¿Por qué ahora resulta necesario que surja un nuevo movimiento libertario que restaure el sueño americano?

Antes de comenzar a responder esta pregunta debemos recordar que el liberalismo clásico constituyó una gran amenaza para los intereses políticos y económicos –las clases gobernantes– que se beneficiaban con el Antiguo Orden: los reyes, los nobles y los aristócratas terratenientes, los comerciantes privilegiados, las maquinarias militares, las burocracias estatales.

A pesar de que los liberales precipitaron tres grandes revoluciones violentas – la Inglesa del siglo xvii, la Estadounidense y la Francesa del siglo xviii–, las victorias en Europa eran sólo parciales. La resistencia se mantuvo firme y se las ingenió para conservar exitosamente los monopolios terratenientes, los establishments religiosos y las políticas exterior y militar belicistas; también, por algún tiempo, el sufragio estuvo restringido a la elite adinerada. Los liberales tuvieron que concentrarse en extender el sufragio, porque ambas partes sabían claramente que los intereses políticos y los objetivos económicos de la masa del público descansaban sobre la libertad individual. Resulta interesante destacar que, hacia comienzos del siglo xix, se denominaba a las fuerzas del laissez-faire “liberales” o “radicales” (a los más puros y más coherentes de ellos), y la oposición que deseaba preservar el Antiguo Orden o volver a él era ampliamente conocida como los “conservadores”.

En realidad, el conservadurismo comenzó, a principios del siglo xix, como un intento consciente de anular o destruir el odiado nuevo funcionamiento del espíritu liberal clásico –el de las revoluciones Estadounidense, Francesa e Industrial–. Liderado por dos pensadores reaccionarios franceses, de Bonald y de Maistre, anhelaba reemplazar la igualdad de derechos y la igualdad ante la ley por el gobierno estructurado y jerárquico de las elites privilegiadas; la libertad individual y el gobierno mínimo, por el absolutismo y un Gobierno Grande; la libertad religiosa, por el gobierno teocrático de una iglesia estatal; la paz y el libre comercio, por el militarismo; las restricciones mercantilistas y la guerra, en beneficio del Estado-nación; y la industria y la manufactura, por el antiguo orden feudal y agrario. Aspiraban a sustituir el nuevo mundo de consumo masivo y estándares de vida mejorados por el Antiguo Régimen de la mera subsistencia para las masas y el consumo suntuario para las elites gobernantes.

Hacia mediados, y sobre todo hacia fines del siglo xix, los conservadores comenzaron a darse cuenta de que su causa estaba inevitablemente perdida si insistían en aferrarse al pedido de cancelación absoluta de la Revolución Industrial y de su enorme aumento en los niveles de vida del público, así como también si continuaban oponiéndose a la ampliación del sufragio, con lo cual se manifestaban abiertamente opositores a los intereses de ese público. Por ende, el “ala derecha” (un nombre basado en un hecho casual, a saber, que durante la Revolución Francesa el vocero del Antiguo Régimen se sentaba a la derecha de la asamblea) decidió cambiar su funcionamiento y actualizar su credo estatista eliminando la oposición categórica hacia el industrialismo y el sufragio democrático. Los nuevos conservadores sustituyeron el antiguo odio y desprecio del conservadurismo hacia las masas por el engaño y la demagogia, cortejándolas con los siguientes argumentos: “Nosotros también estamos a favor del industrialismo y de un nivel de vida más alto. Pero para alcanzar esos fines, debemos regular la industria en procura del bienestar público; debemos sustituir la rapacidad del mercado libre y competitivo por la cooperación organizada; y, por sobre todas las cosas, debemos reemplazar los principios liberales de paz y libre comercio, que destruyen a la nación, glorificando la guerra, el proteccionismo, el imperio y las proezas militares”. Para lograr todos estos cambios, se necesitaba un Gobierno Grande, en lugar de uno mínimo.

Y por lo tanto, a fines del siglo xix retornaron el estatismo y el Gobierno Grande, pero exhibiendo ahora una cara favorable a la industrialización y al bienestar general. El Antiguo Régimen retornó, aunque esta vez los beneficiarios resultaron ligeramente alterados: ya no eran tanto la nobleza, los terratenientes feudales, el ejército, la burocracia y los comerciantes privilegiados, sino más bien el ejército, la burocracia, los debilitados terratenientes feudales y, sobre todo, los fabricantes privilegiados. Liderada por Bismarck en Prusia, la Nueva Derecha formó un colectivismo de extrema derecha basado en la guerra, el militarismo, el proteccionismo y la cartelización compulsiva de los negocios y las industrias –una gigantesca red de controles, regulaciones, subsidios y privilegios que forjaron una gran coalición del Gobierno Grande con ciertos elementos privilegiados en las grandes empresas e industrias–.

Había que hacer algo, además, respecto del nuevo fenómeno del gran número de trabajadores industriales asalariados: el “proletariado”. Durante el siglo xviii y comienzos del xix, en realidad hasta bien entrado el siglo xix, la masa de trabajadores apoyaba el laissez-faire y el libre mercado competitivo como lo mejor para sus salarios y condiciones laborales, como obreros, y para un rango cada vez más amplio de bienes de consumo baratos, como consumidores. Incluso los primeros gremios, por ejemplo en Gran Bretaña, creían firmemente en el laissez-faire. Los nuevos conservadores, guiados por Bismarck en Alemania y Disraeli en Gran Bretaña, debilitaron la voluntad libertaria de los trabajadores derramando lágrimas de cocodrilo respecto de las condiciones de la mano de obra industrial, cartelizando y regulando la industria, poniendo trabas intencionalmente a la competencia eficiente.

Por último, a principios del siglo xx, los nuevos conservadores, el “Estado Corporativista” –entonces y ahora, el sistema político dominante en el mundo occidental– incorporaron a gremios “responsables” y corporativistas como socios menores del Gobierno Grande y favorecieron a las grandes empresas en el nuevo sistema de decisión estatista y corporativista. Para establecer este nuevo sistema, para crear un Nuevo Orden que era una versión modernizada y disfrazada del Ancien Régime anterior a las revoluciones Estadounidense y Francesa, las nuevas elites gobernantes debían tender una gigantesca estafa al engañado público, un engaño que continúa en la actualidad.

Considerando que la existencia de todo gobierno, desde la monarquía absoluta hasta la dictadura militar, descansa en el consentimiento de la mayoría del público, un gobierno democrático debe construir ese consenso sobre una base más inmediata, día a día. Y para hacerlo, las elites gobernantes del nuevo conservadurismo tenían que engañar al público de muchas maneras cruciales y fundamentales. Había que convencer a las masas de que la tiranía era mejor que la libertad, de que un feudalismo industrial privilegiado era más favorable para los consumidores que un mercado libremente competitivo, de que un monopolio cartelizado debía imponerse en nombre del antimonopolio, y de que la guerra y la creciente militarización para beneficio de las elites gobernantes favorecía, en realidad, a los intereses de un público obligado a hacer el servicio militar obligatorio, a pagar impuestos, y a menudo masacrado. ¿Cómo lograr esto?

En todas las sociedades, la opinión pública es determinada por las clases intelectuales, los formadores de opinión, dado que la mayoría de las personas no generan ni difunden ideas y conceptos; por el contrario, tienden a adoptar aquellos promulgados por las clases de intelectuales profesionales, los distribuidores profesionales de ideas. Como veremos más adelante, a lo largo de la historia los déspotas y las elites estatales gobernantes necesitaron mucho más los servicios de los intelectuales para que mantuvieran a los ciudadanos tranquilos dentro de una sociedad libre, porque los Estados siempre se han servido de intelectuales formadores de opinión para embaucar al público con la idea de que su gobierno es sabio, bueno e inevitable; en suma, con la creencia de que “el emperador está vestido”. Hasta el advenimiento del mundo moderno, esos intelectuales fueron inevitablemente los clérigos (o los hechiceros), los custodios de la religión. Era una cómoda alianza esta antigua sociedad entre la Iglesia y el Estado; la Iglesia informaba a sus engañadas huestes que el rey gobernaba por mandato divino y, por lo tanto, había que obedecerlo; a cambio, el rey encauzaba gran parte de los ingresos impositivos hacia las arcas de la Iglesia. De ahí viene la gran importancia, para los liberales clásicos libertarios, del éxito en su objetivo de separar la Iglesia y el Estado. En el nuevo mundo liberal los intelectuales podían ser no confesionales, podían ganarse la vida por sí mismos, en el mercado, sin depender de la subvención estatal.

Por lo tanto, para establecer su nuevo orden estatista, su Estado corporativo neomercantilista, los nuevos conservadores tuvieron que forjar una nueva alianza entre los intelectuales y el Estado. En una era de creciente secularización, esto significó que la alianza debía realizarse con intelectuales laicos, más que con los eclesiásticos: específicamente, con la nueva casta de profesores, doctores, historiadores, maestros y economistas tecnócratas, trabajadores sociales, sociólogos, médicos e ingenieros. Esta restaurada alianza se llevó a cabo en dos partes. A comienzos del siglo xix, los conservadores, dando la razón a sus enemigos liberales, confiaron fuertemente en las invocadas virtudes de la irracionalidad, el romanticismo, la tradición y la teocracia. Poniendo énfasis en el valor de la tradición y de los símbolos irracionales, pudieron engañar al público para que siguiera aceptando el gobierno jerárquico privilegiado y continuara adorando al Estado-nación y a su maquinaria bélica. En los últimos años del siglo xix, el nuevo conservadurismo se revistió de los adornos de la razón y de la “ciencia”. Ahora era la ciencia la que supuestamente requería que el gobierno de la economía y de la sociedad estuviera en manos de tecnócratas “expertos”. A cambio de difundir este mensaje entre el público, la nueva casta de intelectuales fue recompensada con puestos de trabajo y prestigio como apologistas del Nuevo Orden, y planificadores y reguladores de la nueva economía y la nueva sociedad cartelizadas.

Para asegurarse el dominio del nuevo estatismo sobre la opinión pública, para tener la certeza de que se construiría el consenso público, los gobiernos del mundo occidental de fines del siglo xix y comienzos del xx tomaron control de la educación, de las mentes de los hombres: no sólo de las universidades sino de la educación en general, mediante leyes de asistencia escolar obligatoria y una red de escuelas públicas. Éstas se usaban conscientemente para inculcar a sus jóvenes huestes la obediencia hacia el Estado y otras virtudes civiles. Más aun, esta educación estatizante garantizaba que los que tendrían uno de los intereses creados más grandes en la expansión del estatismo serían los maestros y los educadores profesionales de la nación. Una de las formas en que los nuevos intelectuales estatistas realizaban su trabajo era modificando el significado de antiguos rótulos, y consecuentemente manipulando en las mentes del público las connotaciones emocionales conferidas a tales rótulos.

Por ejemplo, a los libertarios partidarios del laissez-faire se los conocía desde hacía mucho tiempo como “liberales”, y a los más asépticos y combativos, como “radicales”; también se los había designado como “progresistas”, debido a que eran quienes estaban a tono con el progreso industrial, la difusión de la libertad y el aumento de los niveles de vida de los consumidores. La nueva casta de académicos e intelectuales estatistas se aplicaron a sí mismos las denominaciones de “liberal” y “progresista” y lograron con éxito manchar a sus adversarios del laissez-faire tildándolos de anticuados, “hombres de Neandertal” y “reaccionarios”. Incluso se acusó a los liberales clásicos de ser “conservadores”. Y, como hemos visto, los nuevos estatistas pudieron apropiarse también del concepto de “razón”.

Si los liberales partidarios del laissez-faire estaban confundidos por ese nuevo recrudecimiento del estatismo y el mercantilismo, ahora como “estatismo progresista corporativo”, otra razón para la decadencia del liberalismo clásico hacia fines del siglo xix fue el crecimiento de un nuevo movimiento peculiar: el socialismo. Éste comenzó en la década de 1830 y se expandió enormemente después de 1880. Su peculiaridad consistía en que se trataba de un movimiento confuso e híbrido, influido por las dos ideologías polarmente opuestas y preexistentes, el liberalismo y el conservadurismo. De los liberales clásicos, los socialistas tomaron una franca aceptación del industrialismo y de la Revolución Industrial, una temprana glorificación de la “ciencia” y la “razón”, y una devoción, al menos retórica, por los ideales liberales clásicos tales como la paz, la libertad individual y un nivel de vida ascendente.

En realidad, fueron pioneros, mucho antes que los corporativistas, en la apropiación de la ciencia, la razón y el industrialismo. Y no sólo adoptaron la adhesión liberal clásica a la democracia, sino que la sobrepasaron abogando por una “democracia expandida”, en la cual “el pueblo” administraría la economía y todo lo demás.

Por otro lado, los socialistas tomaron de los conservadores la devoción hacia la coerción y los medios estatistas para tratar de lograr sus objetivos liberales. La armonía industrial y el crecimiento se alcanzarían sobredimensionando el Estado hasta convertirlo en una institución todopoderosa, reguladora de la economía y de la sociedad en nombre de la “ciencia”.

Una vanguardia de tecnócratas asumiría un gobierno todopoderoso sobre la persona y la propiedad de todos en nombre del “pueblo” y de la “democracia”. El Estado socialista, no contento con el logro liberal de la razón y la libertad para la investigación científica, pondría el gobierno de los científicos por sobre todos los demás; no conforme con la medida liberal de dejar a los trabajadores en libertad de alcanzar una prosperidad jamás pensada, instalaría el gobierno de los trabajadores por encima de todos los demás –o, mejor dicho, el gobierno de políticos, burócratas y tecnócratas en su nombre–. No conforme con el credo liberal de igualdad de derechos, de igualdad ante la ley, el Estado socialista pisotearía esa igualdad en nombre de monstruosos y quiméricos objetivos de igualdad o uniformidad de resultados –o más bien, erigiría una nueva elite privilegiada, una nueva clase, con el objetivo de hacer realidad esa igualdad imposible–.

El socialismo era un movimiento confuso e híbrido porque intentaba alcanzar los objetivos liberales de libertad, paz, armonía industrial y crecimiento –que sólo pueden ser logrados a través de la libertad y la separación del gobierno de casi todo– imponiendo los antiguos medios conservadores del estatismo, el colectivismo y el privilegio jerárquico. Estaba destinado a fracasar, y de hecho fracasó miserablemente en los numerosos países donde alcanzó el poder durante el siglo xx, llevando a las masas a un despotismo sin precedentes, al hambre y a un empobrecimiento agobiante.

Pero lo peor del ascenso del movimiento socialista fue que desplazó de su posición a los liberales clásicos de “la izquierda”, es decir, del lugar del partido de la esperanza, del radicalismo, de la revolución en el mundo occidental. Así como durante la Revolución Francesa los defensores del Ancien Régime se sentaban a la derecha de la asamblea, los liberales y radicales se ubicaban a la izquierda, desde entonces y hasta el nacimiento del socialismo, los liberales clásicos libertarios fueron conocidos como “la izquierda”, incluso como la “extrema izquierda”, en el espectro ideológico.

Hasta fines de 1848, los militantes del liberalismo francés del laissez-faire, como Frédéric Bastiat, se sentaron a la izquierda en la asamblea nacional. Los liberales clásicos habían comenzado como el partido radical, revolucionario en Occidente, como el partido de la esperanza y del cambio en nombre de la libertad, la paz y el progreso. Fue un grave error estratégico dejarse desplazar, permitir que los socialistas se presentaran como el “partido de la izquierda”, dejando a los liberales falsamente colocados en una posición centrista poco clara, con el socialismo y el conservadurismo como polos opuestos. Dado que el libertarianismo es precisamente un partido de cambio y de progreso hacia la libertad, al abandonar ese rol abandonaron también gran parte de su razón de ser, en la realidad o en la mente del público.

Pero nada de esto podría haber sucedido si los liberales clásicos no hubiesen permitido su propia decadencia interna. Podrían haber destacado –como de hecho lo hicieron algunos de ellos– que el socialismo era un movimiento confuso, contradictorio y cuasi-conservador, que era una monarquía absoluta y un feudalismo con cara moderna, y que ellos seguían siendo los únicos verdaderos radicales intrépidos que no aceptarían otra cosa que la total victoria del ideal libertario.

Decadencia Desde Adentro

No obstante, después de alcanzar impresionantes victorias parciales frente al estatismo, los liberales clásicos comenzaron a abandonar su radicalismo, su obstinada insistencia en luchar contra el estatismo conservador hasta la victoria final. En lugar de utilizar las victorias parciales como peldaños para ejercer desde ellos una presión cada vez mayor, empezaron a perder su fervor por el cambio y la pureza de principios. Se conformaron con tratar de salvaguardar las victorias obtenidas, y así dejaron de ser un movimiento radical para convertirse en un movimiento “conservador”, en el sentido de estar conformes con la preservación del statu quo. En resumen, los liberales dejaron el campo abierto para que el socialismo se convirtiera en el partido de la esperanza y del radicalismo, e incluso para que los posteriores corporativistas aparecieran como “liberales” y “progresistas” enfrentados a la “extrema derecha” y a los “conservadores” liberales clásicos libertarios, dado que estos últimos se dejaron encasillar en una posición en la que sólo aspiraban a la inmutabilidad, a la ausencia de cambio. Semejante estrategia es estúpida e insostenible en un mundo cambiante.

Pero la degeneración del liberalismo no consistió simplemente en una toma de posición y en una estrategia, sino que también cambiaron sus principios, porque los liberales se conformaron con dejar en manos del Estado el poder bélico, el poder educativo, el poder sobre el dinero y los bancos, así como sobre las rutas; aceptaron cederle al Estado el dominio sobre todas las palancas de poder en la sociedad. En contraste con la hostilidad de los liberales del siglo xviii hacia el Ejecutivo y la burocracia, los liberales del siglo xix toleraron e incluso aceptaron de buen grado la acumulación de poder por parte del Ejecutivo y de una cantidad de empleados del Estado afianzados en la oligarquía y en la burocracia. Además, los principios y la estrategia se fusionaron a fines del siglo xviii y principios del xix en la decadencia de la devoción liberal hacia el “abolicionismo”, hacia el concepto de que, más allá de que la institución fuera la esclavitud o cualquier otro aspecto del estatismo, era preciso abolirla cuanto antes, debido a que la inmediata abolición del estatismo, aunque improbable en la práctica, constituía la única postura moral posible. Preferir una eliminación gradual antes que la inmediata abolición de una institución perversa y coercitiva equivale a ratificar y confirmar ese mal y, por ende, a violar los principios libertarios. Tal como lo explicó el libertario y gran abolicionista de la esclavitud, William Lloyd Garrison: “Impulsar la inmediata abolición tan seriamente como podamos no será al fin y al cabo, por desgracia, más que una abolición gradual. Nunca dijimos que la esclavitud habría de ser eliminada de un solo golpe, pero siempre sostendremos que debe ser abolida”[7]

Hubo dos cambios críticamente importantes en la filosofía y la ideología del liberalismo clásico que al mismo tiempo ejemplificaron y contribuyeron a su decadencia como fuerza vital, progresista y radical en el mundo occidental. El primero y más importante, que tuvo lugar entre comienzos y mediados del siglo xix, fue el abandono de la filosofía de los derechos naturales y su reemplazo por el utilitarismo tecnocrático. En lugar de fundamentar la libertad en el imperativo moral del derecho de cada individuo a su persona y a su propiedad, es decir, en lugar de considerarla sobre la base del derecho y la justicia, el utilitarismo prefirió verla, en líneas generales, como la mejor manera de alcanzar un bienestar y un bien común vagamente definidos. Este cambio de los derechos naturales al utilitarismo tuvo dos grandes consecuencias. Primero, la pureza del objetivo, la consistencia del principio, fue inevitablemente destruida, porque mientras los libertarios partidarios de los derechos naturales, que buscaban la moral y la justicia, se aferraban militantemente a un principio puro, los utilitarios sólo valoraban la libertad como conveniente para lograr un propósito determinado. Y como la conveniencia puede cambiar, y de hecho cambia según las circunstancias, será fácil para el utilitarista, que calcula fríamente el costo y el beneficio, caer en el estatismo una y otra vez según los propósitos que persiga, y así dejar de lado los principios. Precisamente esto es lo que les sucedió a los utilitaristas benthamitas en Inglaterra, a quienes, comenzando con un libertarianismo y un laissez-faire especial, les resultó siempre más sencillo deslizarse cada vez más hacia el estatismo.

Un ejemplo fue la búsqueda de una cantidad de empleados del Estado y un poder ejecutivo “eficientes”, y por lo tanto fuertes, una eficiencia que se hizo prioritaria y de hecho reemplazó a cualquier concepto de justicia o derecho. En segundo lugar, y esto es tan importante como lo anterior, es muy difícil encontrar un defensor de lo utilitario que también sea radical, que luche por la inmediata abolición del mal y la coerción. Los utilitarios, con su devoción por la oportunidad, se oponen de modo casi inevitable a cualquier clase de cambio intranquilizante o radical. Jamás hubo utilitarios revolucionarios. Por lo tanto, nunca son abolicionistas apremiantes. El abolicionista es así porque desea eliminar el mal y la injusticia tan rápidamente como sea posible. Al elegir este objetivo, no queda espacio para el cálculo frío y la consideración de las conveniencias, para el análisis del costo-beneficio. Consecuentemente, los liberales clásicos utilitarios abandonaron el radicalismo y se convirtieron en meros reformistas graduales, pero al convertirse en reformadores, también se ubicaron, de modo inevitable, en la posición de consejeros y expertos en eficiencia para el Estado. En otras palabras, los liberales clásicos terminaron abandonando de modo inevitable los principios libertarios, así como la estrategia libertaria basada en principios. Los utilitarios se convirtieron en apologistas del orden existente, del statu quo, y por lo tanto, quedaron demasiado expuestos a la acusación de los socialistas y los corporativistas progresistas, en el sentido de que eran meros oponentes a todo y cualquier cambio, conservadores y de miras estrechas. De este modo, después de haber comenzado como radicales y revolucionarios, como el polo opuesto de los conservadores, los liberales clásicos se convirtieron en la viva imagen de aquello que habían combatido.

Esta agobiante claudicación utilitarista del libertarianismo aún está presente. Así, en los primeros días del pensamiento económico, el utilitarismo capturó a la economía de libre mercado con la influencia de Bentham y Ricardo, y esta influencia es hoy tan fuerte como nunca.

En la actualidad, la economía de libre mercado está colmada de apelaciones al gradualismo, de desdén hacia la ética, la justicia y los principios consistentes, y de cierta predisposición a abandonar los principios de libre mercado ante la caída de la relación costo-beneficio. Así pues, los intelectuales por lo general consideran que la actual economía de libre mercado es  visualizada como meramente la disculpa de un statu quo ligeramente modificado, y esas acusaciones son, con demasiada frecuencia, ciertas.

Durante los últimos años del siglo xix, se produjo un segundo y reconfortante cambio en la ideología de los liberales clásicos, cuando, al menos por unas décadas, adoptaron las doctrinas del evolucionismo social, llamado a menudo “darwinismo social”. Por lo general, los historiadores estatistas han pintado a los liberales darwinistas sociales partidarios del laissez-faire, tales como Herbert Spencer y William Graham Sumner, como crueles campeones del exterminio, o al menos de la desaparición, de los socialmente “no aptos”.   Gran parte de esto era simplemente el intento por disfrazar la sólida doctrina económica y sociológica del libre mercado, detrás de la fachada del evolucionismo, entonces muy de moda.

Pero el aspecto verdaderamente importante y deformante de su darwinismo social consistía en trasladar a la esfera social, de manera ilegítima, el concepto de que las especies (o, más tarde, los genes) cambian lenta, muy lentamente después de miles de años. El darwinismo social liberal abandonó, entonces, la idea misma de revolución o cambio radical y optó por quedarse a la espera de los pequeños e inevitables cambios a lo largo de un período medido en eones. En resumen, los darwinistas sociales, ignorando el hecho de que el liberalismo había tenido que romper con las elites gobernantes en el poder mediante una serie de cambios radicales y revoluciones, se transformaron en conservadores que predicaban contra cualquier medida radical y sólo estaban a favor de cambios diminutamente graduales.[8]

De hecho, Spencer, un gran libertario, ilustra de modo fascinante justamente ese cambio en el liberalismo clásico (y su caso tiene como paralelo en los Estados Unidos a William Graham Sumner). En cierto sentido, Herbert Spencer personifica gran parte de la declinación del liberalismo en el siglo xix. En sus comienzos fue un magnífico liberal radical, casi un libertario puro. Pero, a medida que el virus de la sociología y el darwinismo social se apoderaban de su alma, abandonó al libertarianismo como movimiento dinámico, históricamente radical, aunque sin renunciar a él en la teoría pura. Mirando hacia adelante, hacia una eventual victoria de la libertad pura, del “contrato” por oposición al “estatus”, de la industria por oposición al militarismo, Spencer comenzó a ver que la victoria era inevitable, pero sólo después de milenios de evolución gradual. Por lo tanto, abandonó el liberalismo como una lucha y un credo radical y lo limitó, en la práctica, a una acción tediosa, conservadora y de retaguardia contra los crecientes colectivismos y estatismos de la época. Pero si el utilitarismo, sostenido por el darwinismo social, era el principal agente de la decadencia filosófica e ideológica del movimiento liberal, la razón más importante e incluso catastrófica de su desaparición fue su abandono de los otrora intransigentes principios contra la guerra, el imperio y el militarismo.

En un país tras otro, el canto de sirena del Estado-nación y del imperio fue destruyendo al liberalismo clásico. En Inglaterra, a fines del siglo xix y principios del xx, los liberales abandonaron su postura en pro de “una Inglaterra pequeña” y contra la guerra y el imperialismo, sostenida por Cobden, Bright y la Escuela de Manchester. En cambio, adoptaron lo que recibió la obscena denominación de “Imperialismo Liberal”, y así se sumaron a los conservadores en la expansión del imperio, y a los conservadores y a los socialistas de derecha en el imperialismo destructivo y el colectivismo de la Primera Guerra Mundial. En Alemania, Bismarck pudo dividir a los liberales, que ya casi habían triunfado, con el señuelo de la unificación de Alemania a sangre y fuego. En ambos países, el resultado fue la destrucción de la causa liberal.

En los Estados Unidos, el partido liberal clásico había sido durante mucho tiempo el partido Demócrata, conocido a fines del siglo xix como “el partido de la libertad personal”. Básicamente, no sólo había sido el partido de la libertad personal, sino también el de la libertad económica, el acérrimo opositor de la Prohibición, de las leyes de restricción dominical y de la educación obligatoria; el devoto defensor del libre comercio, de la moneda fuerte (exenta de inflación gubernamental), de la separación del sistema bancario y el Estado, y de la absoluta minimización del gobierno. Reclamaba que el poder estatal fuera insignificante y el federal, virtualmente inexistente. Respecto de la política exterior, tendía, aunque con menos rigor, a ser el partido de la paz, del antimilitarismo y del antiimperialismo. Pero el libertarianismo personal y económico fue abandonado cuando las fuerzas de William Jennings Bryan se apoderaron del partido Demócrata en 1896, y dos décadas más tarde, la política exterior de no intervención fue brutalmente desechada por Woodrow Wilson. La intervención y la guerra se hicieron preeminentes en un siglo de muerte y devastación, de guerras y nuevos despotismos; un siglo que fue también el del nuevo estatismo corporativista en todos los países beligerantes, el de un Estado Asistencialista y proclive a la guerra dirigido por la alianza de un Gobierno Grande, grandes empresas, gremios e intelectuales, que ya hemos mencionado.

El último aliento del viejo liberalismo del laissez-faire en los Estados Unidos fue, de hecho, la unión de los fuertes y envejecidos libertarios que formaron la Liga Antiimperialista con el cambio de siglo, para oponerse a la guerra contra España y a la subsiguiente guerra imperialista estadounidense para contener a los filipinos que peleaban por su independencia nacional, tanto de España como de los Estados Unidos. Para un punto de vista actual, la idea de un antiimperialista que no sea marxista puede parecer extraña, pero la oposición al imperialismo comenzó con los liberales del laissez-faire, como Cobden y Bright en Inglaterra, y Eugen Richter en Prusia. En realidad, la Liga Antiimperialista, encabezada por el economista e industrial de Boston Edward Atkinson (y que incluía a Sumner), consistía principalmente en radicales partidarios del laissez-faire que habían luchado por la abolición de la esclavitud y habían defendido el libre comercio, la moneda fuerte y el gobierno mínimo. Para ellos, su batalla final contra el nuevo imperialismo estadounidense era simplemente parte de su lucha de toda la vida contra la coerción, el estatismo, y la injusticia –contra el Gobierno Grande, que intervenía en todas las áreas de la vida, tanto en el país como en el exterior.

Hemos rastreado la terrible historia de la decadencia y el derrumbe del liberalismo clásico luego de su ascenso y su triunfo parcial en los siglos anteriores. ¿Cuál es, entonces, la causa del resurgimiento, del florecimiento del pensamiento y la actividad libertarios de los últimos años, sobre todo en los Estados Unidos? ¿Cómo pudieron estas fuerzas y coaliciones formidables del estatismo doblegarse tanto ante un resurgente movimiento libertario? ¿No debería ser la recobrada marcha del estatismo a fines del siglo xix y en el transcurso del xx motivo de pesimismo, en lugar de un reavivamiento de un libertarianismo que parecía moribundo? ¿Por qué no permaneció muerto y enterrado?

Hemos visto por qué el libertarianismo surgió naturalmente en primer lugar y de modo más pleno en los Estados Unidos, una tierra imbuida de la tradición libertaria. Pero aún no hemos examinado la pregunta: ¿A qué se debe el renacimiento del libertarianismo durante los últimos años? ¿Qué condiciones contemporáneas han llevado a este desarrollo sorprendente? Debemos posponer la respuesta hasta el final del libro, porque primero examinaremos qué es el credo libertario y cómo se lo puede aplicar para resolver los principales problemas de nuestra sociedad.

[1] Secta puritana inglesa que estaba activa en el tiempo de la guerra civil inglesa.

[2] A fines del siglo xvii el término Whig se usó para describir a los que se oponían a las políticas religiosas de Carlos II.

[3] Véase Murray N. Rothbard. Concebido en libertad, vol. 2. “La negligencia saludable: Las colonias americanas en la primera mitad del siglo xviii.” New Rochelle, N.Y., Arlington House, 1975, p. 194.Además, véase John Trenchard y Thomas Gordon. “Las cartas de Cato.” En: D. L. Jacobson (ed.). The English Libertarian Heritage. Indianapolis, Bobbs-Merrill Co., 1965.
[4] Los Artículos de la Confederación fueron acordados por el Congreso del 15 de noviembre de 1777.

[5] Para ver el impacto radical libertario de la Revolución dentro de América, véase Robert A. Nisbet, El impacto social de la Revolución. Washington, D.C., Instituto Americano de la Empresa para la Investigación de Política Pública, 1974. Para el impacto en Europa, véase el trabajo de Robert R. Palmer The Age of the Democratic Revolution, vol. I. Princeton, N. J., Princeton University Press, 1959.

[6] Bernard Bailyn. “Los temas centrales de la Revolución Estadounidense: una interpretación.” En: S. Kurtz y J. Hutson (eds.). Ensayos sobre la Revolución Estadounidense. Chapel Hill, N.C., Universidad de North Carolina Press, 1973, pp. 26-27.

[7] Citado en William H. Pease y Jane H. Pease (eds.). La discusión antiesclavista. Indianapolis: Bobbs-Merrill Co., 1965, p. XXXV.

[8] Irónicamente, la moderna teoría evolucionista abandona por completo la teoría del cambio evolutivo gradual. Ahora se advierte, más bien, que un cuadro mucho más exacto consiste en saltos agudos y repentinos de un equilibrio estático entre las especies a otro; es lo que se denomina la teoría de los “cambios puntuales”. Uno de los expositores de la nueva visión, el profesor Stephen Jay Gould, escribe: “El gradualismo es una filosofía de cambio, no una inducción desde la naturaleza. […] Además, tiene fuertes componentes ideológicos más responsables de su éxito previo que cualquier objetivo coincidente con la naturaleza externa. […] Como ideología, la utilidad del gradualismo debe explicar gran parte de su influencia, pues se transformó en la quintaesencia del dogma del liberalismo contra los cambios radicales y los saltos repentinos, contrarios a las leyes de la naturaleza”. (Stephen Jay Gould. “Evolution: Explosion, Not Ascent.” New York Times, 22 de enero de 1978.)

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