Libertad de Expresión
Hay, por supuesto, varios problemas de libertad personal que no pueden ser incluidos en la categoría de “servidumbre involuntaria”. Durante mucho tiempo, la libertad de expresión y de prensa ha sido muy apreciada por quienes se limitan a ser “libertarios civiles” (“civil” tiene aquí el sentido de que la libertad económica y los derechos de propiedad privada se dejan fuera de la ecuación).
Pero ya hemos visto que la “libertad de expresión” no puede sostenerse como un absoluto salvo que quede comprendida entre los derechos generales de propiedad individual (incluyendo con todo énfasis los derechos de propiedad sobre la propia persona). Así, el hombre que grita “fuego” en un teatro lleno no tiene derecho a hacerlo porque está agrediendo los derechos de propiedad contractuales del dueño del teatro y de los patrocinadores de la función.
Sin embargo, y con excepción de las invasiones a la propiedad, todo libertario tiene que defender, necesariamente y al máximo, la libertad de expresión. La libertad de decir, imprimir y vender cualquier texto se convierte en un derecho absoluto, en cualquier área que deseen abarcar el discurso o la expresión. Aquí, los libertarios civiles tienen un importante historial, en términos generales, y en lo judicial, el extinto juez Hugo Black realizó una defensa particularmente notable de la libertad de expresión ante las restricciones gubernamentales, sobre la base de la Primera Enmienda de la Constitución.
Pero hay áreas en las cuales incluso el más ardiente de los libertarios civiles ha manifestado una lamentable confusión. Como, por ejemplo, la “instigación al desorden”, en la cual al orador se lo considera culpable de un delito por incitar a una multitud, que luego provoca disturbios y comete diversas agresiones y crímenes contra la persona y la propiedad. Desde nuestro punto de vista, la “instigación” sólo puede considerarse un delito si negamos el libre albedrío y la libertad de elección de cada hombre, y asumimos que si A le dice a B y a C: “¡Vayan a provocar desórdenes!”, esas personas estarán entonces determinadas en forma inevitable a actuar y cometer actos ilícitos. Pero el libertario, que cree en el libre albedrío, debe insistir en que, si bien podría ser inmoral o lamentable que A apoye un disturbio, esto pertenece estrictamente al ámbito de la propugnación personal y no debería estar sujeto a una sanción penal. Por supuesto que si A también participa en el desorden, se convierte en alborotador y, por lo tanto, es pasible de castigo. Aun más, si A es el jefe en una corporación criminal y, como parte de su actividad delictiva, ordena a sus secuaces: “Roben tal banco”, por supuesto, A, en su carácter de cómplice, se convierte en participante o incluso en líder de la corporación criminal.
Si la propugnación nunca debería ser considerada un crimen, tampoco debería serlo la “conspiración para propugnar”, dado que, a diferencia de lo que expresa la legislación contra la conspiración, que lamentablemente ha alcanzado gran desarrollo, “conspirar” (es decir, concordar) para hacer algo jamás debería ser más ilegal que el acto mismo. (¿Cómo puede definirse, de hecho, la “conspiración” sino como un acuerdo entre dos o más personas para hacer algo que a otro, al que define la acción, no le agrada?)[1]
Otra área difícil es la de la ley de calumnias e injurias. Por lo general se ha sostenido que es legítimo restringir la libertad de expresión si ésta tiene el efecto de dañar falsa o maliciosamente la reputación de otra persona. Lo que hace la ley de calumnias e injurias, en resumen, es afirmar el “derecho de propiedad” de alguien sobre su reputación. Sin embargo, nadie posee ni puede “poseer” su “reputación”, dado que ésta es puramente una función de los sentimientos subjetivos y las actitudes de otras personas. Pero como en realidad nadie puede “poseer” la mente y la actitud de otro, esto significa que nadie puede tener literalmente un derecho de propiedad sobre su “reputación”. La reputación de una persona varía constantemente, según la actitud y las opiniones de los demás. Por ende, expresarse atacando a alguien no puede ser una invasión a su derecho de propiedad, y entonces esta expresión no debería estar sujeta a restricciones o sanciones legales.
Por supuesto, es inmoral levantar falsos cargos contra otra persona, pero digamos nuevamente que para el libertario lo moral y lo legal son dos categorías muy diferentes.
Más aun, en la práctica, si no hubiera ninguna ley de calumnias e injurias, la gente estaría mucho menos dispuesta a creer las acusaciones no comprobadas. Hoy en día, si un hombre es acusado de alguna falta o delito, en general la gente tiende a creer que la acusación es cierta, ya que si fuera falsa, “¿por qué no inicia una acción legal por calumnias?” La ley de calumnias, como es obvio, resulta discriminatoria contra los pobres, dado que una persona de escasos recursos difícilmente estará dispuesta a llevar adelante un costoso juicio por calumnias, como sí podría hacerlo una persona adinerada. Además, ahora los ricos pueden utilizar esta ley en contra de los más pobres, evitando que hagan acusaciones y declaraciones perfectamente legítimas mediante la amenaza de entablarles juicio por calumnias. En consecuencia, paradójicamente, una persona de recursos limitados es más proclive a sufrir calumnias –y a ver restringida su propia expresión– en el sistema actual que en un mundo sin leyes contra las calumnias o las difamaciones.
Afortunadamente, en los últimos tiempos estas leyes fueron perdiendo cada vez más su fuerza, de modo que ahora es posible expresar críticas cáusticas y enérgicas a funcionarios y a personas que poseen notoriedad pública sin temor a una onerosa acción legal.
Otra acción que debería estar completamente libre de restricciones es el boicot. En un boicot, una o más personas utilizan su derecho de expresión para exhortar a otras, por cualquier razón –importante o trivial–, a que dejen de comprar los productos de algún otro. Si, por ejemplo, varias personas organizan una campaña –por cualquier motivo– para instar a los consumidores a que dejen de comprar la cerveza XYZ, esto nuevamente es abogar por algo y, además, propugnar un acto perfectamente legítimo: no comprar la cerveza. Un boicot exitoso puede ser lamentable para los fabricantes de la cerveza XYZ, pero esto se encuadra estrictamente dentro del ámbito de la libertad de expresión y de los derechos de propiedad privada. Los fabricantes corren el riesgo que implica la libre elección de los consumidores, y éstos pueden escuchar a quien quieran y ser persuadidos por quien les parezca mejor. Sin embargo, en los Estados Unidos las leyes laborales han violado el derecho de los sindicatos a organizar boicots contra empresas. También es ilegal, según la legislación bancaria, difundir rumores acerca de la insolvencia de un banco; éste es un ejemplo evidente de los privilegios especiales que el gobierno otorga a los bancos al afectar la libertad de expresión de quienes se oponen a su utilización.
Un tema particularmente espinoso es la cuestión de los piquetes y las manifestaciones. La libertad de expresión implica, por supuesto, la libertad de reunión, es decir, de juntarse con otros y expresarse en forma concertada. Pero la situación se hace más compleja cuando está involucrado el uso de las calles. Es obvio que los piquetes son ilegítimos cuando se los utiliza, como ocurre por lo general, para bloquear el acceso a un edificio o fábrica privados, o cuando amenazan con el uso de la violencia a aquellos que cruzan la línea demarcatoria. También está claro que las sentadas constituyen una invasión ilegítima de la propiedad privada. Pero ni siquiera el “piquete pacífico” es claramente legítimo, dado que forma parte de un problema mayor: ¿quién decide sobre el uso de las calles? El problema surge del hecho de que las calles pertenecen casi universalmente al gobierno (local). Pero éste, por no ser un propietario privado, carece de criterio para asignar el uso de sus calles y, en consecuencia, cualquier decisión que tome será arbitraria. Supongamos, por ejemplo, que la Asociación Amigos de Wisteria desea manifestarse y desfilar a favor de Wisteria en una calle pública. La policía prohíbe la manifestación, aduciendo que obstruirá las calles y perturbará el tránsito. Los libertarios civiles automáticamente protestan y sostienen que se está violando injustamente el “derecho a la libre expresión” de la Asociación Amigos de Wisteria. Pero la policía, al mismo tiempo, puede tener una postura perfectamente legítima: las calles podrían quedar demasiado atascadas, y es responsabilidad del gobierno mantener el flujo del tránsito. ¿Cómo decidir, entonces? Cualquiera que sea la decisión del gobierno, perjudicará a algún grupo de contribuyentes. Si decide permitir la manifestación, los automovilistas y los transeúntes serán afectados; si no lo hace, entonces lo será la Asociación Amigos de Wisteria. En un caso u otro, el mismo hecho de la toma de decisión del gobierno generará inevitablemente un conflicto sobre quién debería, y quién no debería, entre los contribuyentes y los ciudadanos, utilizar el recurso gubernamental.
Lo único que hace que este problema sea insoluble, y oculta la verdadera solución es el hecho universal de la propiedad y el control gubernamental de las calles. La cuestión es que quienquiera que sea dueño de un recurso decidirá cómo utilizarlo. El dueño de una imprenta decidirá qué se va a imprimir en ella. Y el dueño de las calles decidirá cómo asignar su uso. En resumen, si las calles fueran de propiedad privada y la Asociación Amigos de Wisteria solicitara utilizar la Quinta Avenida para manifestarse, la decisión de alquilar la calle para la manifestación o mantenerla libre para el tránsito dependerá del dueño de la Quinta Avenida. En un mundo puramente libertario, en el que todas las calles fueran de propiedad privada, los diversos propietarios decidirían, en cualquier momento dado, si alquilar su calle para manifestaciones, a quién alquilársela y a qué precio. Entonces estaría claro que el punto en cuestión no es la “libertad de expresión” o la “libertad de reunión”, sino los derechos de propiedad: el derecho de un grupo a ofrecer alquilar una calle, y el derecho del dueño de la calle a aceptar o rechazar la oferta.
Libertad del Uso de Radio y Televisión
Hay un área importante de la vida estadounidense en la que no existe (ni podría existir con el sistema actual) ninguna libertad de expresión o de prensa efectiva. Se trata del ámbito de la radio y la televisión. En esta área, el gobierno federal, en la Ley de Radiodifusión de 1927, cuya importancia fue crucial, nacionalizó las ondas aéreas, asignando la propiedad de todas las emisoras de radio y todos los canales de televisión. Después tuvo la audacia de otorgar licencias, a su voluntad o placer, para la utilización de los canales a diversas estaciones privadas. Por un lado, las estaciones, como reciben licencias gratuitas, no tienen que pagar por el uso de las escasas ondas aéreas, como sucedería en el mercado libre. En consecuencia, reciben un enorme subsidio, que desean mantener. Pero por otro lado, el gobierno federal, como el que concede las licencias, se arroga el derecho y el poder de regular a las estaciones minuciosa y continuamente. Así, sobre cada estación pende la amenaza de la no renovación, o incluso la suspensión, de su licencia. Por ende, la idea de la libertad de expresión en radio y televisión no es más que una burla. Todas las estaciones tienen serias limitaciones y se ven obligadas a ajustar su programación a los dictados de la Comisión Federal de Comunicaciones (FCC). Así, toda estación debe tener una programación “balanceada”, transmitir cierta cantidad de anuncios de “servicio público”, garantizar la misma cantidad de tiempo a cada candidato al mismo puesto político y a las distintas expresiones de opiniones políticas, censurar las letras de las canciones que emite, etc. Durante muchos años, ninguna estación pudo transmitir una opinión con carácter editorial; ahora, toda opinión debe ser contrabalanceada por refutaciones editoriales “responsables”.
Como todas las emisoras y sus locutores deben estar alerta permanentemente a lo que determina la Comisión Federal de Comunicaciones, la libertad de expresión en los medios de comunicación es una falsedad. ¿Puede resultar extraño que la opinión emitida por un canal de televisión, cuando se expresa sobre cuestiones controvertidas, tienda a estar mansamente a favor del Establishment? El público sólo ha soportado esta situación porque ha existido desde los comienzos de la radiofonía comercial en gran escala. ¿Pero qué pensaríamos, por ejemplo, si a todos los diarios se les otorgaran licencias y éstas tuvieran que ser renovadas por la Comisión Federal de Prensa, con el riesgo de perderlas si osaran expresar una opinión editorial “desfavorable”, o si no dieran plena importancia a los anuncios de servicios públicos? ¿No sería esto una destrucción intolerable, por no decir inconstitucional, del derecho a la libertad de prensa? ¿Y cómo veríamos el hecho de que todos los editores de libros tuvieran que recibir licencias, y éstas no fueran renovables si sus catálogos no se adecuaran a lo establecido por la Comisión Federal de Publicaciones?
Sin embargo, lo que todos consideraríamos inadmisible y totalitario para la prensa y las editoriales se da por sentado en dos medios que en la actualidad son los vehículos más populares para la expresión y la educación: la radio y la televisión. Pero en ambos casos los principios son exactamente los mismos.
Aquí vemos, también, uno de los errores inexcusables de la idea de la “socialdemocracia”, a saber, que el gobierno debería poseer todos los recursos y todos los medios de producción, pero preservar y mantener la libertad de expresión y de prensa para todos los ciudadanos. Una constitución abstracta que garantice la “libertad de prensa” carece de sentido en una sociedad socialista. El hecho es que donde el gobierno posee la propiedad del papel, las imprentas, etc., tiene que decidir –como dueño– el modo de asignar esos recursos y qué imprimir con ellos. Al igual que el gobierno, como dueño de la calle, debe tomar una decisión sobre cómo se utilizará ésta, un gobierno socialista tendrá que decidir cómo asignar el papel y todos los otros recursos involucrados en las áreas de expresión y prensa: centros de reunión, máquinas, camiones, etc. Cualquier gobierno puede manifestar su devoción por la libertad de prensa y al mismo tiempo asignar todos sus recursos sólo a sus defensores y partidarios. En estas condiciones, la prensa libre es también una burla; además, ¿por qué un gobierno socialista habría de destinar una cantidad considerable de sus escasos recursos a los adversarios del socialismo? El problema de la genuina libertad de prensa se hace entonces insoluble.
¿Cuál es la solución para el problema de la radio y la televisión? Una muy sencilla: tratar a estos medios precisamente de la misma manera en que se trata a los diarios y a los libros. Tanto para el libertario como para el ciudadano fiel a la Constitución estadounidense, el gobierno federal debería renunciar completamente a cualquier rol o interferencia en todos los medios de expresión. En resumen, debería desnacionalizar las ondas aéreas y entregar o vender los canales individuales a la propiedad privada. Cuando las emisoras privadas posean sus medios en forma genuina, serán en verdad libres e independientes; podrán emitir cualquier programa que deseen o que sus oyentes quieran escuchar; podrán expresarse libremente sin temor a una represalia por parte del gobierno. También serán capaces de vender o alquilar las ondas a quien deseen, y de esa manera los usuarios ya no estarán subsidiados artificialmente. Además, si los canales de televisión son libres, de propiedad privada e independiente, las grandes cadenas ya no podrán presionar a la FCC para que proscriba la eficaz competencia de la televisión paga. Ésta no ha podido tener una posición firme únicamente debido a su proscripción por parte de la FCC. La “TV gratuita”, por supuesto, no lo es verdaderamente; los programas son pagados por los anunciantes, y el consumidor paga cubriendo los costos publicitarios con el precio de los productos que compra. Uno podría preguntarse cuál es la diferencia para el consumidor entre pagar los costos publicitarios en forma indirecta o pagarlos directamente por cada programa que compra. La diferencia radica en que estos consumidores no son los mismos ni de los mismos productos. El anunciante televisivo, por ejemplo, siempre está interesado en a) captar el mayor mercado posible de espectadores y b) captar a esos espectadores particulares que serán más susceptibles a su mensaje. Por eso, todos los programas están adaptados al mínimo denominador común en la audiencia, y en particular a aquellos espectadores más susceptibles al mensaje; es decir, los que no leen diarios ni revistas, para que el mensaje no duplique los avisos que se ven en ellos. En consecuencia, los programas de la TV abierta tienden a ser faltos de imaginación, insustanciales y uniformes. La TV paga significaría que cada programa buscaría su propio mercado, y se desarrollarían muchos mercados especializados para muchas audiencias especializadas –así como se han desarrollado en el campo de la publicación de revistas y libros–. La calidad de los programas sería mayor y la oferta, mucho más variada. De hecho, la competencia de la televisión paga debe ser una amenaza potencial muy grande para que las cadenas hayan presionado durante años con el fin de reprimirla. Pero, por supuesto, en un mercado verdaderamente libre, ambas formas de televisión, como también la TV por cable y otras formas que ni siquiera podemos imaginar, podrían competir, y de hecho lo harían.
Un argumento común contra la propiedad privada de los canales de televisión es que son “escasos”, y por lo tanto deben pertenecer al gobierno y ser parcelados por él. Para un economista, el argumento es absurdo: todos los recursos son escasos; de hecho, todo lo que tenga un precio en el mercado lo tiene precisamente porque es escaso. Debido a esa escasez tenemos que pagar una cierta cantidad por un pan, por un par de zapatos, por una prenda de ropa. Si estas cosas no fueran escasas sino superabundantes, como el aire, serían gratuitas, y nadie tendría que preocuparse por su producción y asignación. En el ámbito de la prensa, el papel es escaso, las máquinas impresoras y los camiones son escasos, etc. Cuanto mayor sea su escasez, más alto será su precio, y viceversa. Además, y también en la práctica, hay muchos más canales de televisión disponibles que los que ahora están en uso. La temprana decisión de la FCC de obligar a las estaciones a utilizar la banda VHF en lugar de la UHF generó una escasez de canales mucho mayor que la que tenía que haber.
Otra objeción común a la propiedad privada de los medios de comunicación masiva es que las estaciones privadas interferirían sus transmisiones, y que una interferencia extendida virtualmente impediría oír o ver cualquier programa. Pero este argumento a favor de la nacionalización de las ondas aéreas es tan ridículo como lo sería sostener que, como la gente puede conducir sus autos pasando sobre las tierras de otras personas, todos los autos –o la tierra– deberían ser nacionalizados. En ambos casos, el problema debe ser resuelto por las cortes de justicia, que tienen que demarcar los títulos de propiedad de manera lo suficientemente cuidadosa como para que cualquier violación de la propiedad de otro pueda ser detectada, y su autor, sometido a juicio. En el caso de los títulos de propiedad, este proceso es lo suficientemente claro. Pero lo cierto es que los tribunales pueden aplicar un mecanismo similar para delimitar los derechos de propiedad sobre otras áreas, sea en las ondas aéreas, en las aguas o en los yacimientos petrolíferos. En el caso de las ondas aéreas, la tarea consiste en encontrar la unidad tecnológica –es decir, el lugar de transmisión, la distancia a que llega la onda y el ancho de banda de un canal libre– y luego asignar derechos de propiedad a esa unidad particular. Si la estación de radio WXYZ, por ejemplo, recibe un derecho de propiedad que le permite transmitir en 1.500 kilociclos, en un ancho de banda más o menos determinado, en un radio de 300 kilómetros a la redonda de Detroit, entonces cualquier estación que posteriormente irradie un programa en el área de Detroit en esa longitud de onda estaría sujeta a un proceso judicial por interferencia con los derechos de propiedad. Si los tribunales cumplieran su tarea de delimitar y defender los derechos de propiedad, no existiría razón alguna para esperar violaciones continuas de esos derechos en esta área más que en cualquier otra.
La mayoría de las personas cree que ésta es precisamente la razón por la que fueron nacionalizadas las ondas aéreas; que antes de la Ley de Radiodifusión de 1927, las estaciones interferían entre sí, la situación se tornó caótica y el gobierno federal se vio obligado a intervenir para poner orden y hacer viable la industria de la radiodifusión. Pero éstos no son los hechos, sino simplemente una leyenda histórica. Lo que ocurrió fue precisamente lo contrario, dado que cuando comenzaron a producirse las interferencias, las partes perjudicadas iniciaron acciones judiciales contra los agresores, y los tribunales empezaron a poner orden en el caos aplicando con mucho éxito a esta nueva área tecnológica la teoría de los derechos de propiedad del common law (derecho común), que en diversos aspectos es semejante a la teoría libertaria. En resumen, las cortes estaban comenzando a asignar derechos de propiedad sobre las ondas aéreas a quienes tenían su posesión previa. Cuando el gobierno federal vio la probabilidad de esta nueva extensión de la propiedad privada, se apresuró a nacionalizar las ondas aéreas, utilizando como excusa un estado de cosas supuestamente caótico.
La situación puede describirse con más exactitud diciendo que en los primeros años del siglo la radio era casi exclusivamente un medio de comunicación utilizado por los barcos –los mensajes se enviaban de un barco a otro o de un barco a la costa–. El Departamento de Marina estaba interesado en regular la radio como medio para afianzar la seguridad en el mar, y en la primera ley federal, promulgada en 1912, sólo se establecía que toda estación de radio debía tener una licencia otorgada por la Secretaría de Comercio. Sin embargo, en la ley no se mencionaba ningún poder para regular o para decidir la no renovación de licencias, y cuando comenzó la transmisión pública, a principios de la década de 1920, el secretario de Comercio, Herbert Hoover, intentó regular las estaciones. No obstante, en 1923 y 1926 se dictaron decisiones judiciales que denegaron el poder del gobierno para regular las licencias, para negarse a renovarlas, o incluso para decidir en qué longitud de onda debían operar las estaciones.[2]
Más o menos en la misma época, las cortes de justicia estaban resolviendo el concepto de derechos de propiedad privada sobre la base de la “posesión previa” de las ondas, particularmente en el caso de Tribune Co. v. Oak Leaves Broadcasting Station (Circuit Court, Cook County, Illinois, 1926). En este caso, la corte sostuvo que el operador de una estación existente tenía un derecho de propiedad, adquirido por el uso anterior, suficiente como para prohibir a una nueva estación el uso de una frecuencia de radio de un modo que provocara interferencia a la señal de la estación anterior.[3] Así, pues, se estaba poniendo orden en el caos mediante la asignación de derechos de propiedad. Pero fue precisamente este desarrollo lo que el gobierno se apresuró a impedir.
La decisión de Zenith de 1926, que desestimaba el poder del gobierno para regular o para no renovar licencias, y que obligaba al Departamento de Comercio a otorgar licencias a cualquier estación que lo solicitara, produjo un gran desarrollo en la industria de la radiodifusión. En los nueve meses posteriores a la decisión se crearon alrededor de doscientas emisoras nuevas. Como resultado, en julio de 1926 el Congreso se apresuró a tomar una medida provisional destinada a impedir cualquier derecho de propiedad sobre radiofrecuencias, y resolvió que todas las licencias tuvieran un plazo de validez de 90 días. Hacia febrero de 1927 el Congreso aprobó la ley por la cual se creaba la Comisión Federal de Radio, que nacionalizó las ondas aéreas y asumió poderes similares a los de la actual FCC. H. P. Warner, historiador especializado en cuestiones jurídicas, demuestra que el objetivo de los sagaces políticos no era evitar el caos sino impedir la propiedad privada de las ondas como solución del caos. Warner sostiene que “los legisladores, y aquellos generalmente encargados de la administración de las comunicaciones, expresaron su profundo temor […] de que el incremento de los derechos de propiedad en licencias o medios de acceso impidiera en forma permanente cualquier regulación gubernamental efectiva, y que de este modo se establecieran franquicias de millones de dólares cuya duración sería ilimitada”.[4] El resultado final, sin embargo, fue el establecimiento de franquicias igualmente provechosas, pero en forma monopólica, mediante la generosidad de la Comisión Federal de Radio (FRC) y luego de la FCC, en lugar de hacerlo a través de la posesión previa competitiva. Entre las numerosas violaciones directas de la libertad de expresión perpetradas por el poder licenciatario de la FRC y la FCC, bastará citar dos casos. Uno de ellos tuvo lugar en 1931, cuando la FRC le negó la renovación de la licencia al señor Baker, quien operaba una estación de radio en Iowa. Al hacerlo, la Comisión expresó:
Esta Comisión no representa a las Asociaciones Médicas y a otras partes que no le agradan al señor Baker. Sus supuestos pecados pueden tener a veces importancia suficiente como para ser puestos en conocimiento del público mediante la emisión radiofónica de la manera correcta. Pero este expediente revela que el señor Baker no lo hace de una manera muy magnánima. Demuestra que en forma continua e irregular se entrega a su pasatiempo favorito, sacando al aire sus ideas sobre la cura del cáncer y sus gustos y aversiones hacia ciertas personas y cosas. Con toda seguridad, el uso apropiado de una licencia de transmisión no implica abrumar con todo esto a los oyentes. Muchas de sus manifestaciones son vulgares, cuando no verdaderamente indecentes. Por cierto, no resultan edificantes o entretenidas.[5]
¿Podemos imaginarnos el escándalo que se produciría si el gobierno federal mandara a la quiebra a un periódico o a una editorial sobre la base de argumentos como éstos?
Recientemente, la FCC amenazó a Radio KTRG, una importante emisora de Honolulú, Hawaii, con no renovarle la licencia. Radio KTRG había estado transmitiendo programas libertarios durante varias horas por día durante aproximadamente dos años. Por último, a fines de 1970, la FCC decidió iniciar prolongadas audiencias tendientes a no renovar la licencia de la emisora; el costo previsto obligó a los dueños a cerrar la estación en forma permanente.[6]
La Pornografía
Para el libertario, los argumentos que esgrimen conservadores y socialdemócratas acerca de las leyes que prohíben la pornografía están lamentablemente fuera de la cuestión. La posición conservadora tiende a sostener que la pornografía es denigrante e inmoral y que por eso debería ser proscripta. Los socialdemócratas, por su parte, tienden a manifestar que el sexo es bueno y saludable, y que por lo tanto la pornografía sólo puede tener buenos efectos; lo que habría que prohibir son las escenas de violencia –por ejemplo, en la televisión, las películas o las historietas–. Ninguna de las dos partes aborda un punto crucial: que las consecuencias buenas, malas o indiferentes de la pornografía, si bien pueden ser un problema interesante en sí mismo, son completamente irrelevantes en cuanto a si debería ser prohibida o no. El libertario afirma que no corresponde a la ley –el uso de la violencia como represalia– imponer a nadie una concepción de la moralidad. No es de su incumbencia –aun si esto fuera posible en la práctica, lo cual por supuesto es muy improbable– hacer que todos sean buenos, respetuosos, morales, limpios o rectos. Ésta es una decisión personal de cada individuo. La ley sólo debe emplear la represalia violenta para defender a la gente contra la violencia, para protegerla de invasiones violentas a su persona o a su propiedad. Si el gobierno pretende proscribir la pornografía, él mismo se pone fuera de la ley, dado que está invadiendo los derechos de propiedad de los ciudadanos en cuanto a producir, vender, comprar o poseer material pornográfico.
No se aprueban leyes para que las personas actúen correctamente, ni para obligarlas a que sean buenas con sus vecinos o no le griten al chofer del ómnibus, ni para forzarlas a ser honestas con sus seres queridos, ni para imponerles una determinada cantidad de vitaminas diarias. De manera similar, tampoco le corresponde al gobierno, ni a ninguna agencia gubernamental, aprobar leyes contra la producción o venta voluntaria de pornografía. El hecho de que la pornografía sea buena, mala o indiferente no debe interesar a las autoridades.
Lo mismo sucede con la pesadilla socialdemócrata de “la pornografía de la violencia”. La cuestión de si la violencia que se ve en la televisión contribuye o no a que se cometan crímenes en la vida real, cae fuera de la esfera de acción del Estado. Proscribir las películas violentas porque podrían algún día inducir a alguien a cometer un crimen implica una negación del libre albedrío del hombre y, por supuesto, una absoluta violación del derecho de aquellos que no cometerán crímenes al ver películas violentas. Pero, y esto es más importante aun, no es más justificable –de hecho, lo es menos– prohibir películas violentas por esta razón que lo que sería, como lo hemos señalado, encarcelar a todos los varones negros adolescentes porque tienen mayor tendencia a cometer crímenes que el resto de la población.
También debería quedar claro que la prohibición de la pornografía es una invasión del derecho de propiedad, del derecho a producir, vender, comprar y poseer. Los conservadores que exigen la proscripción de la pornografía no parecen darse cuenta de que de esa manera están infringiendo el mismísimo concepto de los derechos de propiedad que dicen defender. También es una violación a la libertad de prensa, que, como vimos, es en verdad un subgrupo del derecho general a la propiedad privada.
A veces parece que el ideal de muchos conservadores, y también de muchos socialdemócratas, es poner a todos en una jaula y obligarlos a hacer aquello que los conservadores o los socialdemócratas consideran ético. Por supuesto, serían jaulas de estilos diferentes, pero jaulas de todos modos.
Los conservadores prohibirían el sexo ilícito, las drogas, el juego y el ateísmo, y obligarían a todos a actuar según su versión del comportamiento ético y religioso. Los socialdemócratas prohibirían las películas violentas, la publicidad antiestética, el fútbol americano y la discriminación racial, y, en el extremo, pondrían a todos en una “Caja de Skinner” dirigida por un dictador socialdemócrata supuestamente benévolo. Pero en ambos casos el efecto sería el mismo: reducir a todos a un nivel infrahumano y privarlos de la parte más preciada de su humanidad: la libertad de elección.
Lo irónico de todo esto es que, al obligar al hombre a ser “moral” –es decir, a actuar moralmente– los carceleros conservadores y socialdemócratas en realidad lo privarían de la posibilidad misma de serlo. El concepto de “moralidad” no tiene sentido a menos que el acto moral sea libremente escogido. Imaginemos, por ejemplo, a un devoto musulmán cuyo mayor anhelo es que la mayor cantidad posible de personas se inclinen tres veces por día mirando hacia La Meca; supongamos que ésta es la acción más moral que puede concebir. Pero si emplea la coerción para forzar a todo el mundo a inclinarse hacia La Meca, los está privando de la oportunidad de ser morales –de escoger libremente la realización de ese acto–. La coerción priva al hombre de la libertad de elección y, por ende, de la posibilidad de elegir moralmente.
El libertario, a diferencia de tantos conservadores y socialdemócratas, no quiere poner al hombre en una jaula. Lo que desea es que todos gocen de libertad, libertad de actuar en forma moral o inmoral, según la decisión de cada uno.
Leyes Relacionadas al Sexo
Afortunadamente, en los últimos años los socialdemócratas han llegado a la conclusión de que “cualquier acto entre dos (o más) adultos anuentes” debería ser legal. Es lamentable que aún no hayan hecho extensivo este criterio al comercio y al intercambio, dado que si lo hicieran estarían muy cerca de convertirse en libertarios en gran escala; en efecto, lo que le interesa al libertario es precisamente legalizar cualquier relación entre “adultos anuentes”. Los socialdemócratas también han comenzado a pedir la abolición de los “crímenes sin víctimas”, lo cual sería magnífico si se definiera a las “víctimas”, con mayor precisión, como a las víctimas de la violencia agresiva.
Como el sexo es un aspecto singularmente privado de la vida, resulta más intolerable aun que los gobiernos pretendan regular y legislar el comportamiento sexual, aunque, por supuesto, éste ha sido uno de los pasatiempos favoritos del Estado. Naturalmente, las violaciones deben considerarse crímenes, del mismo modo que cualquier acto violento realizado contra las personas.
Por extraño que parezca, mientras que a menudo se ha calificado a las actividades sexuales voluntarias como ilegales y han sido perseguidas por el Estado, a los acusados de violación se los ha tratado con más clemencia que a los inculpados por cualquier otra forma de asalto corporal. En varias instancias, de hecho, los organismos encargados de hacer cumplir las leyes han tratado a la víctima de una violación virtualmente como si fuera la parte culpable, lo que casi nunca sucede con las víctimas de otros crímenes. Como es obvio, esto demuestra la existencia de un doble criterio moral en lo relativo al sexo, lo cual es inadmisible. Tal como lo declaró el National Board of the American Civil Liberties Union en marzo de 1977:
Las víctimas de ataques sexuales deberían recibir el mismo trato que las víctimas de otros crímenes. Por lo general, las autoridades encargadas de hacer cumplir la ley y el personal de los servicios de salud las tratan con escepticismo y en forma abusiva. Este tratamiento va desde la incredulidad y la insensibilidad oficiales hasta la indagación cruel y severa acerca del estilo de vida y las motivaciones de la víctima. Semejante abrogación de sus responsabilidades por parte de instituciones que supuestamente deben asistir y proteger a las víctimas de crímenes sólo puede agravar el trauma original de la experiencia vivida.
El doble criterio moral impuesto por el gobierno puede remediarse eliminando a la violación como una categoría especial de tratamiento legal y judicial, e incluyéndola en la ley general que rige los casos de ataques físicos. Los criterios utilizados para las instrucciones de los jueces al jurado, o para la admisibilidad de evidencia, deberían ser similares en todos estos casos.
Si el trabajo y las personas en general deberían ser libres, entonces también debería haber libertad para ejercer la prostitución. La prostitución es la venta voluntaria de un servicio laboral, y el gobierno no tiene derecho de prohibirla o restringirla. Habría que destacar que muchos de los aspectos más penosos del comercio callejero surgieron debido a la proscripción de los burdeles. Como casas de prostitución administradas por celestinas ansiosas de cultivar la buena voluntad de los clientes durante largo tiempo, los burdeles solían competir para proveer un servicio de alta calidad y establecer su “marca registrada”. Su prohibición obligó a la prostitución a desarrollarse en un “mercado negro”, a una existencia efímera, con todos los peligros y merma general en la calidad que esto siempre conlleva. Recientemente, en la ciudad de Nueva York se ha manifestado una tendencia de la policía a reprimir drásticamente la prostitución con el pretexto de que ha dejado de ser un negocio “sin víctimas”, dado que muchas prostitutas cometen crímenes contra sus clientes. Sin embargo, la proscripción de ocupaciones que pueden conducir al crimen justificaría también la prohibición de vender alcohol, porque muchas peleas suceden en los bares. La respuesta no es proscribir la actividad voluntaria y realmente lícita, sino que la policía se encargue de que no se cometan los verdaderos crímenes. Debe quedar claro que para el libertario, la defensa de la libertad de ejercer la prostitución no implica en absoluto la defensa de la prostitución en sí misma.
En pocas palabras, si un gobierno particularmente puritano declarara ilegal el uso de cosméticos, el libertario exigiría que fueran legalizados, sin que esto implicara en modo alguno que favorece –o para el caso, desaprueba– la utilización de cosméticos. Por el contrario, según su ética y su estética personales, bien podría opinar en contra del uso de cosméticos después de su legalización; sus esfuerzos siempre están dirigidos a persuadir, nunca a obligar.
Si la práctica del sexo debería ser libre, entonces el control de la natalidad, por supuesto, también tendría que serlo. Pero, lamentablemente, es característico de nuestra sociedad que el control de la natalidad apenas había sido legalizado cuando la gente –en este caso, los socialdemócratas– se manifestó para exigir que fuera obligatorio. Es cierto, claro está, que si mi vecino tiene un hijo, esto puede afectarme, para bien o para mal. Pero casi cualquier cosa que alguien haga puede afectar a una o más personas. El libertario considera que esto no es una justificación para utilizar la fuerza, que sólo puede usarse para combatir o restringir a la fuerza misma. No hay un derecho más personal, una libertad más preciada para cualquier mujer que decidir tener, o no tener, un bebé, y cualquier gobierno que pretenda negarle ese derecho actúa en forma extremadamente totalitaria. Además, si una familia tiene más hijos que los que puede mantener adecuadamente, la mayor carga recaerá sobre ella misma; por ende, el deseo casi universal de preservar un buen nivel de vida inducirá a las propias familias a controlar la natalidad. Esto nos lleva al caso más complejo del aborto. Para el libertario, la postura “católica” contra el aborto, aun si finalmente fuera rechazada como carente de validez, no puede descartarse. En efecto, la esencia de esa postura –que realmente no es “católica” en un sentido teológico– es que el aborto destruye una vida humana; por lo tanto, es un asesinato y como tal, no puede ser perdonado. Más aun, si el aborto verdaderamente es un asesinato, entonces el católico –o cualquier otra persona que comparta este punto de vista– no puede simplemente encogerse de hombros y decir que las posturas “católicas” no deberían imponerse sobre las no-católicas. El asesinato no es una cuestión de preferencia religiosa; ninguna confesión o secta, en nombre de la “libertad de culto”, puede cometer impunemente un homicidio alegando que así se lo exige la religión. En consecuencia, la pregunta vital es: ¿el aborto debería ser considerado un homicidio?
La mayor parte de la discusión acerca de este tema no pasa de la consideración de nimiedades tales como cuándo comienza la vida humana, cuándo –o si– el feto puede ser considerado vivo, etc. Todo esto es verdaderamente irrelevante en lo que respecta a la legalidad (de nuevo, no necesariamente a la moralidad) del aborto. El antiabortista católico, por ejemplo, declara que todo cuanto reclama para el feto son los derechos de cualquier ser humano, en este caso, el derecho a no ser asesinado. Pero aquí hay involucradas otras cuestiones, y ésta es la consideración crucial. Si se le reconocen al feto los mismos derechos que a los seres humanos, preguntémonos: ¿Qué ser humano tiene el derecho de mantenerse, como un parásito indeseado, dentro del cuerpo de algún otro ser humano? Éste es el núcleo de la cuestión: el derecho absoluto de toda persona, y por ende de toda mujer, a la propiedad de su cuerpo. La madre que aborta extirpa de su cuerpo una entidad indeseada. La muerte del feto no invalida el hecho de que ningún ser tiene derecho a vivir parasitariamente dentro del cuerpo de otra persona.
Por lo general se aduce que la madre originalmente deseó implantar ese feto dentro de su cuerpo, o al menos fue responsable de ello, pero también esto está fuera de la cuestión. Incluso en el caso de que haya deseado tener al niño, la madre, como dueña de su cuerpo, tiene derecho a cambiar de parecer y abortarlo.
Así como el Estado no tendría que reprimir la actividad sexual voluntaria, tampoco debería discriminar a favor o en contra de cualquiera de los sexos. Los decretos de “acción afirmativa” son una manera obvia de obligar a discriminar a los varones u otros grupos en los empleos, en las admisiones o en cualquier lugar donde se aplique este sistema implícito de cupos. Pero las leyes laborales promulgadas para “proteger” a las mujeres, en realidad las discriminan insidiosamente pretendiendo favorecerlas, porque les prohíben trabajar durante ciertas horas o en ciertas ocupaciones. La ley les impide, pues, ejercer su libertad de elección individual en cuanto a decidir por sí mismas si desempeñar o no esas ocupaciones o trabajar en horarios supuestamente inconvenientes. De esta manera, el gobierno les impide competir libremente con el hombre en estas áreas.
La plataforma de 1978 del Partido Libertario fija con precisión y pertinencia la posición libertaria respecto de la discriminación sexual o de cualquier otro tipo por parte del gobierno: “Ningún derecho individual debería ser negado o restringido mediante las leyes de los Estados Unidos o de cualquier estado o localidad con referencia a sexo, raza, color, credo, edad, origen nacional o preferencia sexual”.
Intervención de Líneas Telefónicas
La intervención de las líneas telefónicas es una despreciable invasión de la privacidad y de la propiedad privada, y como tal debería ser prohibida. Pocas personas tolerarían la intervención privada de una línea telefónica. El problema se plantea con los que sostienen que la policía debería estar autorizada a intervenir las líneas de aquellos de quienes se sospecha que realizan actividades delictivas. De otro modo, ¿cómo se podría atrapar a los criminales?
En primer lugar, desde el punto de vista práctico, la intervención telefónica rara vez es eficaz en crímenes aislados, como el robo de un banco. Por lo general se la utiliza en aquellos casos en los cuales el “negocio” está establecido sobre una base regular y continua –como el tráfico de drogas y el juego–, y por ende es vulnerable al espionaje y a la colocación de micrófonos ocultos. Segundo, seguimos afirmando que es criminal en sí mismo invadir la propiedad de cualquiera que no haya sido declarado culpable de un delito. Es muy posible, por ejemplo, que si el gobierno empleara una fuerza de espionaje compuesta por diez millones de hombres para espiar e intervenir las líneas de toda la población, se redujera la cantidad total de crímenes privados –tal como ocurriría si todos los residentes de un gueto o todos los varones adolescentes fueran encarcelados–. Pero ¿qué sería esto en comparación con el crimen masivo que cometería en ese caso el propio gobierno, sin escrúpulos y amparándose en la ley?
Se podría hacer una concesión especial en el caso de la intervención telefónica realizada por la policía, pero ésta difícilmente la consideraría aceptable. Por ejemplo, considerar correcto invadir la propiedad de un ladrón que ha invadido numerosas propiedades de otros. Supongamos que la policía determina que John Jones es un ladrón de joyas. Interviene su línea telefónica y utiliza la evidencia obtenida para condenarlo por ese delito. Podríamos decir que esta intervención es legítima y que debería quedar impune, siempre y cuando Jones sea realmente el ladrón; si prueba que no lo es, la policía y los jueces que ordenaron judicialmente la intervención deben ser declarados criminales y enviados a prisión por el delito de intervención telefónica injusta.
Esta reforma tendría dos felices consecuencias: ningún policía o juez participaría en una intervención telefónica salvo que estuviera absolutamente seguro de que la víctima es realmente un criminal; y ambos, la policía y los jueces, quedarían por fin, como todos los demás ciudadanos, sometidos a la regla del derecho penal. Sin duda, para que todos gocen de la misma libertad, la ley debe aplicarse sin excepciones; por lo tanto, cualquier invasión de la propiedad de alguien que no es criminal, por parte de cualquiera, debería considerarse un acto ilegal, independientemente de quién lo haya realizado. El policía que cometió un error y agredió a un inocente debería ser considerado tan culpable como cualquiera que interviniera privadamente una línea telefónica.
Juegos de Apuestas
Hay pocas leyes más absurdas e injustas que la ley contra el juego. En primer lugar, en su sentido más amplio, es imposible hacerla cumplir. Si cada vez que Jim y Jack realizan una apuesta sobre el resultado de un partido de fútbol, o sobre una elección, o sobre cualquier cosa, este acto fuera ilegal, se necesitarían millones de espías para detectar cada apuesta y aplicar la ley. Entonces haría falta otra enorme cantidad de espías para espiar a los primeros y asegurarse de que no fueron sobornados. Ante esos argumentos –utilizados contra las leyes que prohíben las prácticas sexuales, la pornografía, las drogas, etc.– los conservadores replican que la prohibición contra el homicidio tampoco es totalmente aplicable, pero ése no es un argumento para derogar esa ley. Su objeción, sin embargo, ignora una cuestión crucial: la mayoría de las personas, haciendo en forma instintiva una distinción libertaria, aborrece y condena el asesinato y nunca lo cometería; por lo tanto, la prohibición se torna ampliamente aplicable. Pero en lo que respecta al juego de azar, la mayor parte del público no está tan convencida de que sea un delito, por ende continúa participando en él, y la ley –en verdad– se hace inaplicable.
Dado que no se pueden hacer cumplir las leyes contra las apuestas, las autoridades deciden concentrarse en ciertas formas altamente visibles del juego de azar, y circunscriben sus actividades a ellas: la ruleta, los corredores de apuestas en las carreras de caballos, la quiniela, en resumen, aquellas áreas en las cuales el juego es una actividad bastante regular. Pero entonces tenemos una suerte de juicio ético peculiar y, con toda seguridad, totalmente infundado: la ruleta, la apuesta en un hipódromo, etc., son de alguna manera moralmente malas y deben ser desarticuladas por la policía, mientras que la apuesta individual es moralmente legítima y no hay que preocuparse por ella.
En el estado de Nueva York se desarrolló, con el tiempo, una forma particular de estupidez: hasta hace algunos años, todas las apuestas en las carreras de caballos eran ilegales excepto aquellas realizadas en las pistas mismas. Por qué apostar en los hipódromos de Aqueduct o Belmont era perfectamente ético y legítimo, mientras que apostar en la misma carrera con un amigable corredor de apuestas del barrio era pecaminoso y estaba fuera de la ley, es algo que desafía la imaginación. Salvo, por supuesto, si consideramos que la aplicación de la ley ayuda a abultar las cajas de los hipódromos. Recientemente, se ha desarrollado un nuevo truco. La propia ciudad de Nueva York ha entrado en el negocio de las apuestas hípicas, y apostar en establecimientos que pertenecen a la ciudad se considera legítimo y adecuado, mientras que hacerlo con corredores de apuestas privadas y competidores sigue siendo ilegal. Obviamente, “el sistema” intenta primero conferir un privilegio especial a las pistas de carreras, y luego a los establecimientos de propiedad de la ciudad donde se reciben apuestas. Varios estados también han comenzado a financiar sus siempre crecientes gastos a través de loterías, a las que se cubre con un manto de moral y respetabilidad.
Un argumento común a favor de la prohibición del juego consiste en que, si se le permite al obrero pobre participar en juegos de azar, gastará irreflexivamente su paga semanal y dejará desamparada a su familia. Además del hecho de que ahora puede gastar su sueldo en apuestas privadas, este argumento paternalista y dictatorial resulta curioso dado que tiene muchas implicancias: si se debe prohibir el juego de azar porque las masas podrían gastar en él gran parte de sus ingresos, ¿por qué no prohibir también muchos otros artículos de consumo masivo? Después de todo, si un obrero está decidido a malgastar su sueldo, tiene muchas oportunidades de hacerlo: puede gastar demasiado en un televisor, un equipo de audio, una bebida alcohólica, un equipo para jugar al béisbol, y en otros innumerables bienes. La lógica de prohibir a un hombre que participe en juegos de azar por su bien y el de su familia lleva directamente a la jaula totalitaria, en la que el Papá Gobierno le dice exactamente qué debe hacer, cómo gastar su dinero, cuántas vitaminas debe ingerir, y lo obliga a obedecer los dictámenes del Estado.
Uso de Narcóticos y Otras Drogas
La prohibición de cualquier producto o actividad se basa en la misma doble argumentación que, como hemos visto, se utiliza para justificar el confinamiento compulsivo de pacientes psiquiátricos: ese producto o esa actividad perjudicará a la persona misma o la llevará a cometer crímenes contra otros. Resulta curioso que el horror general –y justificado– a las drogas narcóticas y alucinógenas haya despertado en la mayoría del público un irracional entusiasmo hacia su proscripción. La posición en contra de esa proscripción es mucho más débil que la que hubo contra la Prohibición, un experimento que la espantosa era de los años 20 afortunadamente desacreditó para siempre. En efecto, si bien los narcóticos son sin duda mucho más dañinos para quien los consume que el alcohol, este último también puede ser perjudicial, y proscribir algo porque puede dañar a su usuario lleva directamente hacia la jaula totalitaria, donde la gente tiene prohibido masticar caramelos y está obligada a comer yogur “por su propio bien”. Pero el argumento, de mucho mayor peso, respecto del perjuicio que se inflige a otros, es con el alcohol hay muchas más probabilidades de que se produzcan crímenes, accidentes automovilísticos, etc., que con los narcóticos, cuyo usuario se mantiene, de una manera antinatural, pacífico y pasivo. Hay, por supuesto, una muy fuerte vinculación entre la adicción y el crimen, pero la conexión es el reverso de cualquier argumento favorable a la prohibición. Los crímenes son cometidos por adictos a quienes induce al robo el alto precio de las drogas, ¡causado precisamente por su proscripción! Si se legalizara la venta de narcóticos, la oferta aumentaría de modo sustancial, los altos costos del mercado negro y las coimas a la policía desaparecerían y el precio sería lo bastante bajo como para eliminar la mayoría de los crímenes cometidos por los adictos.
Esto no significa, por supuesto, abogar por la prohibición del alcohol; una vez más, proscribir algo que podría llevar al crimen constituye un ataque ilegítimo e invasivo a los derechos de la persona y de la propiedad, y un ataque que, nuevamente, justificaría mucho más la inmediata encarcelación de todos los varones adolescentes. Sólo la abierta comisión de un delito debería ser ilegal, y la manera de combatir los crímenes realizados bajo la influencia del alcohol no es prohibir su consumo, sino actuar con más diligencia respecto de los crímenes mismos. Y esto tendría el efecto adicional de reducir los crímenes no cometidos bajo el influjo del alcohol.
El paternalismo en esta área no sólo surge de la derecha; es curioso que, mientras los socialdemócratas por lo general se pronuncian a favor de la legalización de la marihuana, y a veces de la heroína, parecen desear la proscripción del tabaco, sobre la base de que fumar cigarrillos muchas veces produce cáncer. Ya han logrado utilizar el control federal sobre la televisión para eliminar de ese medio las publicidades de cigarrillos y, por ende, para asestar un fuerte golpe a la misma libertad de expresión que supuestamente tanto aprecian.
Reiterémoslo: todo hombre tiene derecho a elegir. Hagan cuanta propaganda quieran en contra del cigarrillo, pero dejen que el individuo tenga libertad de elección para manejar su propia vida. De otro modo, bien se podría llegar a proscribir todos los tipos posibles de agentes cancerígenos, incluyendo los zapatos que aprietan, los dientes postizos mal ajustados, la exposición reiterada al sol y, para el caso, la ingestión excesiva de helados, huevos y manteca que podría provocar enfermedades cardíacas. Y, si se demuestra que esas prohibiciones son inaplicables, nuevamente la lógica indica que hay que encerrar a la gente en jaulas para que reciba la cantidad adecuada de sol, la dieta apropiada, los zapatos correctos, etcétera.
Corrupción Policial
En el otoño de 1971, la Comisión Knapp centró la atención pública en el problema de la extendida corrupción policial en la ciudad de Nueva York. Ante los dramas de los casos individuales, existe el peligro de pasar por alto lo que, sin duda alguna, es el problema principal, que la propia Comisión conocía perfectamente. En casi todos los casos de corrupción, los policías estaban involucrados en negocios lícitos que, por mandato del gobierno, habían sido declarados ilegales. Y, sin embargo, gran número de personas, al demandar esos bienes y servicios, había demostrado que no estaba de acuerdo con que esas actividades fueran puestas en la misma categoría que el homicidio, el robo o el asalto. De hecho, prácticamente en ningún caso la policía había sido sobornada para que encubriera crímenes execrables. Casi siempre se trataba de que “mirara hacia otro lado” mientras se realizaban voluntariamente transacciones legítimas. El derecho común establece una vital distinción entre un crimen que es malum in se (inherentemente malo) y uno que es meramente malum prohibitum (malo porque está prohibido). Un acto es malum in se cuando la masa del pueblo siente de manera instintiva que se trata de una acción reprensible que debería ser castigada. Esto coincide a grandes rasgos con la definición libertaria del crimen como la invasión hecha a la persona o a la propiedad: asalto, robo y asesinato. Otros crímenes son actividades que han sido convertidas en delitos por edictos gubernamentales: la corrupción policial se produce en esta área, en la cual la tolerancia es mucho mayor. En resumen, la corrupción policial ocurre en relación con actividades en las que los empresarios proveen voluntariamente a los consumidores servicios que el gobierno ha declarado ilegales por decreto: narcóticos, prostitución y juegos de azar. Por ejemplo, allí donde el juego está prohibido, la ley pone en manos de la policía asignada a la vigilancia de las apuestas el poder de vender el privilegio de participar en el negocio del juego de azar. En pocas palabras, es como si se le diera el poder de otorgar licencias especiales para realizar esas actividades, y entonces procediera a vender estas licencias extraoficiales pero vitales al precio que los interesados estén dispuestos a pagar. Según el testimonio de un policía, si hubiera que aplicar completamente la ley, no sería posible terminar una sola obra en construcción en la ciudad de Nueva York, hasta tal punto el gobierno involucró a esas obras en una red de regulaciones triviales e imposibles de cumplir. O sea que, conscientemente o no, el gobierno procede de la siguiente manera: primero proscribe una actividad determinada –drogas, juegos de azar, construcción o lo que fuere–, y luego la policía a sueldo del gobierno les vende a los emprendedores interesados en entrar en el mercado el privilegio de ingresar y hacer funcionar sus negocios.
En el mejor de los casos, el resultado de estas acciones es la imposición de un mayor costo y una producción más restringida en la actividad en cuestión que la que hubiera ocurrido en un mercado libre. Pero los efectos son aun más perniciosos. Por lo general, lo que vende la policía no es sólo un permiso de funcionamiento, sino un privilegio monopólico. En ese caso, un corredor de apuestas recurre al soborno no sólo para seguir en el negocio sino también para eliminar a cualquier posible competidor. Los consumidores quedan entonces ligados a monopolistas privilegiados y se les impide disfrutar de las ventajas de la competencia. No es extraño, entonces, que cuando por fin se derogó la Prohibición a comienzos de la década de 1930, los principales opositores a la derogación fueron, junto con los grupos fundamentalistas y prohibicionistas, los contrabandistas, que disfrutaban de privilegios monopólicos especiales gracias a sus arreglos con la policía y otros organismos del gobierno encargados de hacer cumplir las leyes.
Entonces, la manera de eliminar la corrupción policial es simple pero efectiva: derogar las leyes que impiden el desempeño de las actividades comerciales voluntarias y penalizan todos los “crímenes sin víctimas”. No sólo se eliminaría la corrupción, sino que gran número de policías estarían en libertad de operar contra los verdaderos criminales, los que agreden a la persona y a la propiedad. Después de todo, se supone que ésa es la función principal de la policía.
Deberíamos darnos cuenta, pues, de que el problema de la corrupción policial, como también la cuestión más amplia de la corrupción gubernamental en general, debe ser situado en un contexto más abarcador. El punto es que, dadas las leyes desacertadas e injustas que prohíben, reglamentan y gravan ciertas actividades, la corrupción es muy beneficiosa para la sociedad. En muchos países, si no existiera la corrupción para hacer nulas las prohibiciones, los impuestos y las exacciones del gobierno, no habría virtualmente ningún comercio o industria que pudiera funcionar. La corrupción aceita las ruedas del comercio. En consecuencia, la solución no consiste en deplorarla y redoblar los esfuerzos para desarticularla, sino en derogar las políticas y leyes anquilosantes del gobierno que la hacen necesaria.
Leyes Sobre la Posesión de Armas
En lo que respecta a la mayoría de las actividades de las que hemos hablado en este capítulo, los socialdemócratas tienden a favorecer la libertad de comercio y actividad, mientras que los conservadores abogan por la rigurosa aplicación de las leyes y los máximos castigos a quienes las violan. Sin embargo, misteriosamente, en materia de leyes sobre posesión de armas las posiciones tienden a invertirse. Cada vez que se utiliza un arma en un crimen violento, los socialdemócratas redoblan sus demandas de que se implanten severas restricciones, cuando no exigen la prohibición de la propiedad privada de armas, mientras que los conservadores se oponen a esas restricciones en nombre de la libertad individual. Si, como creen los libertarios, todo individuo tiene el derecho de poseer su propia persona y su propiedad, también lo asiste el derecho de emplear la violencia para defenderse de las agresiones criminales. Sin embargo, por alguna extraña razón, los socialdemócratas han intentado sistemáticamente privar a los inocentes de los medios necesarios para su defensa. A pesar de que la Segunda Enmienda de la Constitución garantiza que “el derecho del pueblo a tener y portar armas no puede ser vulnerado”, el gobierno sistemáticamente ha erosionado gran parte de ese derecho. Así, en el estado de Nueva York, como en muchos otros estados, la Ley Sullivan prohíbe la portación de “armas ocultas” sin una licencia otorgada por las autoridades. No sólo se ha restringido seriamente la portación de armas mediante este edicto inconstitucional, sino que la prohibición se ha hecho extensiva a casi cualquier objeto que pudiera servir como arma –incluso aquellos que sólo podrían usarse para la autodefensa–. Como consecuencia, se ha impedido a víctimas potenciales de crímenes la portación de cuchillos, tubos de gas lacrimógeno e incluso alfileres de sombrero, y la gente que ha utilizado estas armas en defensa propia contra algún ataque ha sido enjuiciada por las autoridades.
En la ciudad, esta prohibición invasiva contra las armas ocultas de hecho ha privado a las personas de cualquier posible autodefensa contra el crimen. (Es cierto que no existe ninguna prohibición oficial contra la portación de armas no ocultas, pero hace algunos años un hombre intentó probar la vigencia de la ley caminando por las calles de Nueva York con un rifle, e inmediatamente fue arrestado por “perturbar la paz”.) Además, las potenciales víctimas están tan incapacitadas para defenderse a causa de las previsiones contra la fuerza “indebida”, que el sistema legal existente concede automáticamente una enorme ventaja al criminal.
Debería ser evidente que ningún objeto físico es agresivo en sí mismo; cualquier objeto, sea un arma, un cuchillo o un palo, puede utilizarse para agredir, para defenderse o para otros numerosos propósitos no relacionados con el crimen. Es tan absurdo prohibir o restringir la compra y propiedad de armas como hacerlo con la posesión de cuchillos, palos, alfileres o piedras. De todos modos, ¿cómo se podrían prohibir todos estos objetos? Y en caso de que se pudiera, ¿cómo se aplicaría esa prohibición? En lugar de perseguir a personas inocentes que portan o poseen objetos, la ley debería preocuparse por combatir y detener a los verdaderos criminales.
Además hay otra consideración que refuerza nuestra conclusión. Si las leyes limitan o prohíben la portación de armas, es obvio que los criminales no estarán dispuestos a acatarlas. Ellos siempre serán capaces de adquirir y portar armas; los únicos que sufrirán debido a la solicitud del liberalismo que impone estas leyes serán las personas inocentes, o sea, las potenciales víctimas. Así como habría que legalizar las drogas, el juego y la pornografía, se debería hacer lo mismo con las armas de fuego y con cualquier otro objeto que pueda servir como arma de defensa propia.
En un notable artículo sobre el control de revólveres y pistolas (el tipo de armas que los socialdemócratas más quieren restringir), el profesor de derecho de la Universidad de St. Louis, Don B. Kates, Jr., increpa a sus colegas socialdemócratas por no utilizar con respecto a las armas la misma lógica que aplican para las leyes relativas a la marihuana. Así, señala que en la actualidad hay más de cincuenta millones de propietarios de revólveres y pistolas en los Estados Unidos, y que, sobre la base de las encuestas y las experiencias que se conocen, entre los dos tercios y el 80 por ciento de los estadounidenses estarían en desacuerdo con su prohibición. El resultado inevitable, como en el caso de las leyes contra el sexo y la marihuana, sería la imposición de sanciones severas, cuya aplicación sería altamente selectiva y, en consecuencia, provocaría la falta de respeto hacia la ley y hacia los organismos encargados de hacerla cumplir. Y esta aplicación selectiva de la ley sería ejercida contra aquellas personas que no agradaran a las autoridades: “La aplicación compulsiva de las leyes se hace cada vez más caprichosa, hasta que por fin sólo se las utiliza contra aquellos que desagradan a la policía. Es innecesario que se nos recuerden las odiosas tácticas de búsqueda y captura utilizadas por la policía y los agentes del gobierno para atrapar a quienes violaban esas leyes”. Kates agrega que “si esos argumentos parecen familiares, probablemente esto se deba a que son paralelos al argumento de los socialdemócratas empleado comúnmente contra las leyes relativas a la marihuana”.[7]
Kates analiza entonces con gran perspicacia este curioso punto débil de los socialdemócratas: La prohibición de armas es un invento de los socialdemócratas blancos de clase media que han olvidado la situación de los pobres y de las minorías que viven en zonas donde la policía ha renunciado al control del crimen. Esos socialdemócratas tampoco se sintieron disgustados por las leyes contra la marihuana en la década del 50, cuando las redadas estaban limitadas a los guetos. Seguros en suburbios bien custodiados o en departamentos de alta seguridad vigilados por agentes de Pinkerton (a quienes nadie propone desarmar), los olvidadizos socialdemócratas se burlan de la propiedad de armas diciendo que es “un anacronismo del Lejano Oeste”.[8]
Kates destaca además el valor, empíricamente demostrado, de la autodefensa mediante el uso de pistolas; por ejemplo, en Chicago, durante los últimos cinco años, civiles armados mataron justificadamente tres veces más criminales violentos que los que mató la policía. Y, en un estudio de varios cientos de enfrentamientos violentos con criminales, Kates halló que los civiles armados eran mucho más eficaces que la policía: en actos de autodefensa capturaron, hirieron, mataron o ahuyentaron a criminales en un 75 por ciento de los enfrentamientos, mientras que la policía sólo logró una tasa de éxito del 61 por ciento. Es cierto que las personas que se resisten a un robo tienen mayor probabilidad de resultar heridas que aquellas que se mantienen pasivas. Pero Kates destaca elementos que no se toman en cuenta: 1) que la resistencia de una persona desarmada duplica el riesgo que corre en comparación con la resistencia de una persona armada, y 2) que la elección de resistir a una agresión depende de la víctima, de sus circunstancias y valores. Para un académico liberal blanco con una abultada cuenta bancaria será más importante no resultar herido que para el trabajador informal o para el beneficiario de un seguro de desempleo a quien le roban los medios para mantener a su familia durante un mes, o para el comerciante negro que no puede conseguir un seguro contra robo y no tendrá otra posibilidad que cerrar su negocio debido a los sucesivos robos.
La encuesta nacional realizada en 1975 por la organización Decision Making Information a los propietarios de pistolas descubrió que los principales subgrupos que poseen un arma sólo para autodefensa incluyen a los negros, los grupos de menores ingresos y los ciudadanos ancianos. “Éstas son las personas –advierte elocuentemente Kates– a quienes se propone que encarcelemos porque insisten en conservar la única protección para sus familias de que disponen en áreas en las cuales la policía se ha dado por vencida”.[9]
¿Qué nos dice la experiencia histórica? ¿Las prohibiciones del uso de revólveres y pistolas realmente redujeron de modo considerable el grado de violencia en la sociedad, tal como sostienen los socialdemócratas? La evidencia demuestra precisamente lo contrario. Un estudio masivo realizado en la Universidad de Wisconsin en el otoño de 1975 llegó a la inequívoca conclusión de que “las leyes de control de armas no tuvieron ningún efecto individual o colectivo en la reducción de la tasa de crímenes violentos”. El estudio de Wisconsin, por ejemplo, puso a prueba la teoría de que las personas que por lo general son pacíficas sentirán la irresistible tentación de disparar sus armas si las tienen a su alcance en un acceso de ira. Al hacer una comparación en todos los estados, el estudio no halló ninguna correlación entre las tasas de propiedad de pistolas y las tasas de homicidio. Más aun, este hallazgo fue reforzado por un estudio efectuado en Harvard en 1976 acerca de la ley de Massachusetts que prevé un mínimo de un año de prisión obligatoria para cualquiera que sea descubierto en posesión de una pistola sin autorización del gobierno. En efecto, durante el año 1975, esta ley de 1974 de hecho redujo considerablemente la portación de armas de fuego y el número de ataques armados. Pero he aquí que los investigadores de Harvard descubrieron, para su sorpresa, que no existía una reducción correspondiente en cualquier otro tipo de violencia. Es decir que, como lo habían sugerido anteriores estudios criminológicos, un ciudadano enfurecido que no tiene una pistola recurrirá a un arma larga, mucho más mortífera. Privado de cualquier arma de fuego, echará mano de cuchillos, martillos, etc., igualmente letales.
Y, como resulta evidente, “si la reducción de la propiedad de armas no reduce el homicidio u otro acto violento, la prohibición del uso de pistolas es sencillamente otro modo de desviar los recursos de la policía del verdadero crimen al crimen sin víctimas”.[10]
Por último, Kates apunta otro dato curioso: que es mucho más probable que en una sociedad en la que los ciudadanos pacíficos están armados surjan en gran número personas solidarias que acudan voluntariamente en ayuda de las víctimas de un crimen. Pero si le sacan las armas a la gente, el público tenderá a dejar la cuestión en manos de la policía, lo cual será desastroso para las víctimas. Antes de que el estado de Nueva York prohibiera el uso de pistolas, los actos de solidaridad eran mucho más frecuentes que ahora. Y, en una encuesta reciente acerca de estos actos solidarios, no menos del 81 por ciento de los que acudían en ayuda de otros eran propietarios de armas. Si deseamos una sociedad en la cual los ciudadanos ayuden a sus vecinos cuando están en peligro, no debemos despojarlos del poder real de hacer algo respecto del crimen. No cabe duda de que es absurdo desarmar a las personas pacíficas y luego, como suele suceder, acusarlas de ser “apáticas” cuando no acuden al rescate de las víctimas de un ataque criminal.
[1] Para una crítica al criterio de “peligro evidente y actual” como insuficiente para trazar una clara línea demarcatoria entre la defensa y el acto abierto, véase Meiklejohn, Alexander. Political Freedom. Nueva York, Harper & Bros., 1960, pp. 29-50; y Rogge, O. John. The First and the Fifth. Nueva York, Thomas Nelson and Sons, 1960, pp. 88 ss.
[2] En las decisiones Hoover v. Intercity Radio Co., 286 Fed. 1003 (Appeals D.C., 1923), y United States v. Zenith Radio Corp., 12 F. 2d 614 (N. D. Ill., 1926). Véase el excelente artículo de Coase, Ronald H. “The Federal Communications Commission.” Journal of Law and Economics (octubre de 1959), pp. 4-5.
[3] Coase, ibíd., p. 31n.
[4] Warner, Harry P. Radio and Television Law (1958), p. 540. Citado en Coase, op. cit., p. 32.
[5] Decisiones de la FRC, Docket Nro. 967, 5 de junio de 1931. Citado en Coase, op. cit., p. 9.
[6] La mejor y más completa descripción del modo como podrían asignarse derechos de propiedad a la radio y la televisión se encuentra en DeVany, A. et al. “A Property System for Market Allocation of the Electromagnetic Spectrum: A Legal-Economic-Engineering Study.” Stanford Law Review (junio de 1969). Véase también Meckling, William H. “National Communications Policy: Discussion.” American Economic Review, Papers and Proceedings (mayo de 1970), pp. 222-223. A partir del artículo de DeVany, el crecimiento de la televisión comunitaria y por cable ha reducido aun más la escasez de frecuencias y expandido el alcance de la potencial competencia.
[7] Kates, Jr., Don B. “Handgun Control: Prohibition Revisited”, Inquiry (5 de diciembre de 1977), p. 21. Esta escalada de rigurosa aplicación de las leyes y de métodos despóticos de búsqueda y captura ya ha llegado. No sólo en Gran Bretaña y otros países en los que se llevan a cabo búsquedas indiscriminadas de armas, en Malasia, Rhodesia, Taiwán y Filipinas, donde la posesión de armas se castiga con pena de muerte, sino también en Missouri, donde la policía de St. Louis realizó en los últimos tiempos miles de registros a personas de raza negra con la teoría de que cualquier negro que condujera un auto de modelo reciente debía tener un arma ilegal; asimismo, en Michigan, donde alrededor del 70 por ciento de todos los juicios por posesión de armas de fuego fueron dejados sin efecto por los tribunales de apelación sobre la base de que los procedimientos de registro habían sido ilegales. Incluso un oficial de policía de Detroit abogó por la derogación de la Cuarta Enmienda con el fin de permitir el registro general indiscriminado en función de las violaciones de una futura prohibición del uso de pistolas. Ibíd., p. 23.
[8] Ibíd., p. 21.
[9] Ibíd. La idea extremadamente severa de encarcelar a la gente por la mera posesión de una pistola no es algo traído de los cabellos, sino precisamente el ideal de los socialdemócratas: la enmienda constitucional de Massachusetts, afortunadamente derrotada en forma abrumadora por los votantes en 1977, preveía una sentencia mínima obligatoria de un año de prisión para cualquier persona a quien se encontrara en posesión de una pistola.
[10] Ibíd., p. 22. De manera similar, un estudio realizado en 1971 por la Universidad de Cambridge descubrió que la tasa de homicidios en Gran Bretaña, con la prohibición del uso de pistolas, se había duplicado durante los últimos cincuenta años. Más aun, antes de que se prohibieran las pistolas, en 1920, el uso de armas de fuego en crímenes (cuando no había ninguna restricción al respecto) era mucho menor que ahora.