¿Por Qué Hay una Crisis de Asistencialismo?
Casi todos, sea cual fuere su ideología, están de acuerdo en que hay algo terriblemente erróneo en el acelerado, desbocado sistema asistencialista en los Estados Unidos, un sistema en el cual una proporción cada vez mayor de la población vive como demandante ociosa, compulsiva, de lo que produce el resto de la sociedad. Algunos números y comparaciones ayudarán a ilustrar las variadas dimensiones de este problema galopante. En 1934, en medio de la mayor depresión en la historia estadounidense, cuando la vida económica había llegado a su punto más bajo, el gasto total del gobierno en asistencia social era de u$s 5.800 millones, de los cuales los pagos directamente relacionados con el asistencialismo (“asistencia pública”) alcanzaban los u$s 2.500 millones. En 1976, después de cuatro décadas del mayor auge en la historia de los Estados Unidos, cuando se había alcanzado el nivel de vida más alto en la historia del mundo, con un porcentaje relativamente bajo de desempleo, el gasto del gobierno en asistencia social sumaba u$s 331.400 millones, de los cuales la asistencia directa llegaba a u$s 48.900 millones. En resumen, el gasto total en asistencia trepó en un enorme porcentaje, el 5.614 por ciento en estas cuatro décadas, y la asistencia directa aumentó 1.856 por ciento. O, dicho de otro modo, el gasto en bienestar social se incrementó, en promedio, 133,7 por ciento por año durante el período 1934-1976, mientras la asistencia directa en beneficencia subió 44,2 por ciento por año. Si nos concentramos más en el asistencialismo directo, encontramos que ese gasto se mantuvo casi igual desde 1934 hasta 1950, y luego subió a la estratósfera junto con el auge de la segunda posguerra. Entre 1950 y 1976, de hecho, la asistencia del Estado aumentó la enorme suma de 84,4 por ciento anual.
Claro que parte de estos enormes incrementos puede adjudicarse a la inflación, que diluyó el valor y el poder de compra del dólar. Si, teniendo en cuenta la inflación, corregimos todas las cifras y las expresamos en términos de “dólares constantes de 1958” (es decir, considerando que cada dólar tiene aproximadamente el mismo poder de compra que en 1958), entonces las cifras relevantes se transforman de la siguiente manera: en 1934 –gasto total en asistencia social, u$s 13.700 millones; asistencia directa en beneficencia, u$s 5.900 millones; en 1976– gasto total en asistencia social, u$s 247.700 millones; asistencia directa, u$s 36.500 millones.
Por lo tanto, aun corrigiendo las cifras debido a la inflación, el gasto del gobierno en asistencia social alcanza la altísima suma de 1.798 por ciento, o 42,8 por ciento por año durante estos 42 años, mientras que la asistencia directa sube 519 por ciento, o 12,4 por ciento por año. Más aun, si observamos las cifras de asistencia directa en beneficencia, de 1950 y de 1976, corregidas por la inflación, hallamos que el gasto en asistencia social aumentó, durante los años del auge en cuestión, alrededor de un 1.077 por ciento, o 41,4 por ciento anuales.
Si ajustamos aun más las cifras teniendo en cuenta el crecimiento de la población (la cantidad total de habitantes de los Estados Unidos era de 126 millones en 1934 y de 215 millones en 1976), todavía obtendremos un aumento de casi diez veces el gasto total en asistencia social (de u$s 108 a u$s 1.152 per cápita en dólares constantes de 1958), y más del triple de asistencia pública directa (de u$s 47 en 1934 a u$s 170 per cápita en 1976).
Veamos otras comparaciones: de 1955 a 1976 –años de gran prosperidad– el número total de personas que recibieron asistencia social se quintuplicó, de 2,2 a 11,2 millones. De 1952 a 1970, la población de jóvenes de dieciocho años y menos aumentó alrededor de 42 por ciento; sin embargo, la cantidad de los que fueron beneficiados con asistencia social creció un 400 por ciento. La población total se mantuvo estática, pero el número de receptores de asistencia en la ciudad de Nueva York saltó de 330.000 en 1960 a 1,2 millones en 1971. Obviamente, estamos ante una crisis del asistencialismo.[1]
Se demuestra que la crisis es aun mayor si incluimos en los “pagos de beneficencia” toda la asistencia social a los pobres. Así, la “asistencia federal a los pobres” casi se triplicó de 1960 a 1969, puesto que saltó de u$s 9.500 millones a u$s 27.700 millones. Los gastos estatales y locales en bienestar social treparon de u$s 3.300 millones en 1935 a u$s 46.000 millones, ¡un aumento de 1.300 por ciento! El gasto total en bienestar social para 1969, a nivel federal, estatal y local, aumentó a la impresionante cifra de u$s 73.700 millones.
La mayoría de las personas ve al hecho de recibir asistencia como un proceso externo respecto de los beneficiarios, casi como un desastre natural (como un maremoto o una erupción volcánica) que está más allá de ellos y ocurre a pesar de su voluntad. Suele afirmarse que la “pobreza” es la causa de que los individuos o las familias reciban asistencia. Pero, sea cual fuere el criterio que se use para definir la pobreza, sea cual fuere el nivel de ingreso elegido, es innegable que el número de personas o familias que se hallan por debajo de esa “línea de pobreza” ha venido experimentando una constante reducción desde la década de 1930, y no a la inversa. Por lo tanto, la magnitud de la pobreza no puede explicar el espectacular crecimiento de la clientela del asistencialismo.
El enigma se aclara una vez que uno se da cuenta de que el número de beneficiarios de la asistencia gubernamental tiene lo que en economía se llama una “función positiva de la oferta”; en otras palabras, que cuando los incentivos para recibir asistencia aumentan, las nóminas de la beneficencia crecen, y se produce un resultado similar si los desincentivos disminuyen. Resulta extraño que nadie ponga a prueba este hallazgo en ninguna otra área de la economía. Supongamos, por ejemplo, que alguien (sea el gobierno o un multimillonario excéntrico, para el caso es lo mismo) ofrece un adicional de u$s 10.000 a todos los que trabajen en una fábrica de zapatos. Como es obvio, la oferta de trabajadores en la industria de los zapatos se multiplicará. Lo mismo sucederá si se reducen los desincentivos, es decir, si el gobierno promete eximir a todos los trabajadores de esa industria del pago del impuesto a las ganancias. Si comenzamos a aplicar a la clientela del asistencialismo el mismo análisis que a todas las otras áreas de la vida económica, la respuesta a la incógnita se hace clara como el agua.
¿Cuáles son, entonces, los incentivos/desincentivos importantes para recibir asistencia social, y cómo han ido cambiando? Por supuesto, un factor extremadamente importante es la relación entre el ingreso que se obtendrá del bienestar social, en comparación con el que se ganará haciendo un trabajo productivo. Pongamos un ejemplo sencillo: el salario “promedio” o corriente (el que está al alcance de un obrero “promedio”) en cierta área es u$s 7.000 por año, y el ingreso que se obtendrá del bienestar social es de u$s 3.000 por año. Esto significa que la ganancia neta promedio del trabajo (antes de deducir los impuestos) es u$s 4.000 anuales. Supongamos ahora que los pagos de asistencia social se incrementan a u$s 5.000 (o, en forma alternativa, que el salario promedio se reduce a u$s 5.000). La diferencia –la ganancia neta que se obtiene del trabajo– ha bajado ahora a la mitad, reducida de u$s 4.000 a u$s 2.000 por año. Lógicamente, el resultado será un enorme aumento de las nóminas de la asistencia (que será aun mayor si consideramos que los obreros que ganan u$s 7.000 tendrán que pagar mayores impuestos para poder mantener a una clientela aumentada y virtualmente no contribuyente del asistencialismo).
Entonces, puede esperarse que si –como, por supuesto, ha sucedido– los niveles de pagos de asistencialismo se han venido elevando con mayor rapidez que los salarios promedio, habrá cada vez más personas que se inscriban en las nóminas de la asistencia social. Este efecto será aun más acentuado si tenemos en cuenta que, como es obvio, no todos ganan el “promedio”; serán los trabajadores “marginales”, aquellos que ganan menos del promedio, quienes acudirán masivamente a solicitar asistencia social. Retomando nuestro ejemplo, si los pagos por asistencialismo aumentan a u$s 5.000 por año, ¿qué podemos esperar que suceda con los trabajadores que ganan u$s 4.000?, ¿o incluso u$s 6.000? El hombre que gana u$s 5.000 por año, que antes tenía una ganancia neta de u$s 2.000 más que el beneficiario de la asistencia social encuentra ahora que esa diferencia se ha reducido a cero, que no está ganando más –¡incluso gana menos una vez deducidos los impuestos!– que aquél, que vive ociosamente a expensas del Estado. ¿Puede resultar extraño que empiece a dedicarse a vivir del lucrativo negocio de la beneficencia?
Específicamente, durante el período 1952-1970, cuando las nóminas de la asistencia social se quintuplicaron, de 2 a 10 millones, la asistencia mensual promedio de una familia beneficiaria ascendió a más del doble, de u$s 82 a u$s 187, o sea un incremento de casi 130 por ciento en una época en que los precios al consumidor estaban aumentando sólo 50 por ciento. Además, en 1968, la Citizens Budget Commission de la ciudad de Nueva York comparó a los diez estados de la Unión cuyas nóminas de asistencia social crecían con mayor rapidez con los diez estados que disfrutaban de la tasa de crecimiento más baja. La Comisión halló que el beneficio mensual promedio de la asistencia social en los diez primeros estados era el doble que en los diez últimos. (Los pagos mensuales de asistencia social por persona promediaban u$s 177 en el primer grupo de estados, y sólo u$s 88 en el último.)[2]
Otro ejemplo del impacto de los altos pagos de asistencia social y de su relación con los salarios ganados mediante el trabajo fue citado por la McCone Commission, que investigaba los disturbios de Watts en 1965. La Comisión halló que en un empleo con salario mínimo se pagaban alrededor de u$s 220 por mes, de los cuales había que deducir los gastos relacionados con el trabajo, como vestimenta y transporte. En contraste, la familia promedio que recibía asistencia social en el área obtenía entre u$s 177 y u$s 238 por mes, de los cuales no había que deducir gastos relacionados con el trabajo.[3]
Otro factor poderoso en el aumento de las nóminas de asistencia social es la creciente desaparición de varios fuertes desincentivos para acogerse a ese régimen. El más importante de ellos ha sido siempre el estigma que significaba para toda persona el subsidio a la desocupación, que la hacía sentir que vivía parasitariamente a expensas de la producción en lugar de contribuir a ella. Este estigma fue eliminado por valores que han penetrado en el moderno populismo socialdemócrata; además, los organismos gubernamentales y los propios asistentes sociales cada vez instan más a la gente a recibir lo antes posible beneficencia por parte del Estado. La idea “clásica” del asistente social era la de alguien que ayudaba a las personas a ayudarse a sí mismas, que las impulsaba a lograr y mantener su independencia y a valerse por sus propios medios. El propósito de los asistentes sociales era ayudar a los que vivían de la beneficencia del gobierno a salir de esa situación tan pronto como fuera posible. Pero ahora tienen el objetivo opuesto: tratar de que la mayor cantidad de gente posible reciba asistencia social, promocionar y proclamar sus “derechos”.
El resultado ha sido una continua simplificación de los requerimientos de elegibilidad, una reducción de los trámites burocráticos y la desaparición de los requisitos (de residencia, trabajo, e incluso ingresos) para obtener un subsidio por desempleo. A cualquiera que se anime siquiera a sugerir que a los beneficiarios del asistencialismo debería requerírseles que acepten un empleo y abandonen el sistema se lo considera un reaccionario, un leproso moral. Y como ya casi ha desaparecido el antiguo estigma, la gente tiende cada vez más a pasar rápidamente al régimen asistencial en lugar de salir de él. Irving Kristol escribió cáusticamente acerca de la “explosión del asistencialismo” de la década de 1960:
Esta “explosión” fue creada, en parte de manera intencional, y en una mayor parte en forma inconsciente por funcionarios y empleados públicos que llevaban a cabo políticas públicas en relación con una “Guerra contra la Pobreza”. Y estas políticas fueron defendidas y promulgadas por muchas de las mismas personas que luego se mostraron perplejas ante la “explosión del asistencialismo”. No es sorprendente que tardaran en darse cuenta de que el problema que intentaban resolver era el mismo que habían creado.
He aquí […] las razones que hay detrás de la “explosión del asistencialismo” en la década del 60:
1. El número de pobres que son elegibles para la asistencia social aumenta a medida que se amplía el alcance de las definiciones oficiales de “pobreza” y “necesidad”. Esto fue lo que hizo la Guerra contra la Pobreza; la consecuencia fue, automáticamente, un aumento en el número de “personas elegibles”.
2. El número de personas pobres elegibles que actualmente solicitan asistencia social crecerá a medida que aumenten los beneficios de la asistencia –como lo hicieron a lo largo de la década de 1960–. Cuando los pagos de beneficencia (y los beneficios asociados, como Medicaid y los vales para alimentos) compiten con los salarios bajos, muchas personas pobres preferirán, racionalmente, recibir la beneficencia. Hoy en día, en la ciudad de Nueva York, como en muchas otras grandes ciudades, los beneficios del asistencialismo no sólo compiten con los salarios bajos, sino que los superan.
3. El rechazo de aquellos realmente elegibles para recibir asistencia social –un rechazo basado en el orgullo, la ignorancia o el temor– disminuirá si se instituye cualquier campaña organizada para “reclutarlos”. En la década del 60 fue lanzada exitosamente una campaña semejante por a) varias organizaciones comunitarias auspiciadas y financiadas por la Oficina de Oportunidad Económica (Office of Economic Opportunity), b) el Movimiento de Derechos al Bienestar Público (Welfare Rights Movement) y c) la profesión del trabajo social, en la que ahora había numerosos graduados universitarios que consideraban un deber moral ayudar a la gente a recibir asistencia social, en lugar de ayudarla a abandonar el régimen de beneficencia. Además, las cortes de justicia cooperaron allanando varios obstáculos legales (por ejemplo, los requerimientos relativos a la residencia) […].
De alguna manera, el hecho de que cada vez haya más pobres que reciben asistencia social, con pagos más generosos, no parece haber hecho de este país un buen lugar para vivir –ni siquiera para los beneficiarios, cuya condición no parece perceptiblemente mejor que cuando eran pobres y no recibían ayuda.
Parece que algo salió mal; una política sensible a los problemas sociales por parte del populismo socialdemócrata engendró todo tipo de consecuencias inesperadas y perversas.[4]
El espíritu que antes animaba a la profesión de los asistentes sociales era muy diferente –y libertario–. Había dos principios básicos: a) que todo pago destinado a la beneficencia y al bienestar social debe ser voluntario, realizado por instituciones privadas, en lugar de constituir una acción coercitiva del gobierno; y b) que el objeto de dar debería ser ayudar al beneficiario a hacerse independiente y productivo tan pronto como fuera posible. Por supuesto, en última instancia, (b) surge de (a), puesto que ninguna agencia privada es capaz de reunir la cantidad de dinero virtualmente ilimitada que puede extraerse del sufrido contribuyente. Como los fondos de asistencia privados son estrictamente limitados, no hay lugar para la idea de “derechos” a la beneficencia pública como una exigencia permanente sobre la producción de otros. Como corolario de la restricción de fondos, los trabajadores sociales también se dan cuenta de que no existe la posibilidad de ayudar a los simuladores, a aquellos que se niegan a trabajar o que utilizan la asistencia de manera fraudulenta; de ahí el concepto de pobres “merecedores” en contraposición al de “no merecedores”. Así, la Organización de Caridad Social (Charity Organisation Society), una agencia inglesa del laissez-faire del siglo xix, incluyó entre los pobres no merecedores que no eran elegibles para la beneficencia a aquellos que no la necesitaban, a los impostores y a los hombres “cuya condición se debe a la imprevisión o al derroche, y no hay esperanzas de que se los pueda hacer independientes de la asistencia […] caritativa en el futuro”.[5]
El liberalismo del laissez-faire inglés, a pesar de que generalmente aceptaba la asistencia de la “Ley de Pobres”, promulgada por el gobierno, insistía en que hubiese un fuerte efecto desincentivador: no sólo imponer estrictas reglas de elegibilidad para la asistencia, sino también hacer que las condiciones del asilo fueran lo suficientemente desagradables como para que constituyera una fuerte disuasión, en lugar de una oportunidad atractiva. Debido a la existencia de los “pobres no merecedores”, aquellos que eran responsables de su propio destino, sólo se podía evitar el abuso del sistema de beneficencia “haciéndolo lo más desagradable posible para los postulantes; o sea, insistiendo (como regla general) en una prueba laboral o en la permanencia en un asilo”.[6]
Si bien una disuasión rigurosa es mucho mejor que una acogida abiertamente favorable y una prédica acerca de los “derechos” de los beneficiarios, la posición libertaria demanda la total abolición del asistencialismo gubernamental y de la dependencia de la caridad privada, sobre la base de que de este modo necesariamente se ayudará a los “pobres merecedores” a adquirir independencia lo más rápido posible. Después de todo, prácticamente no hubo asistencialismo gubernamental en los Estados Unidos hasta la Depresión de la década de 1930, y sin embargo –en una época en la que el nivel general de vida era mucho más bajo– no había hambre masiva en las calles. Un programa muy exitoso de asistencia privada es el que lleva a cabo en la actualidad la Iglesia Mormona, que tiene tres millones de miembros. En el siglo xix, estas personas realmente notables, acosadas por la pobreza y la persecución, emigraron a Utah y a los estados vecinos y a fuerza de austeridad y trabajo arduo lograron alcanzar un nivel general de prosperidad y riqueza. Muy pocos mormones reciben asistencia social; se les enseña a ser independientes, a confiar en sí mismos y a rehuir la ayuda a los desocupados. Los mormones son creyentes devotos, y por eso han internalizado con éxito estos valores admirables. Más aun, la Iglesia Mormona ha puesto en marcha un amplio plan de beneficencia privado para sus miembros, que se basa en el principio de ayudarlos a recuperar su independencia lo más pronto posible.
Veamos, por ejemplo, los siguientes principios del “Plan de Bienestar” de la Iglesia Mormona. “Desde su organización en 1830, la Iglesia ha estimulado a sus miembros hacia el logro y el mantenimiento de su independencia económica; ha incentivado la austeridad y fomentado el establecimiento de industrias generadoras de empleo; en todo momento ha estado preparada para ayudar a los creyentes que padecen necesidades.” En 1936, la Iglesia Mormona desarrolló un “Programa Eclesiástico de Bienestar, […] un sistema por el cual se eliminaría el azote del ocio, se abolirían los males del subsidio a la desocupación, y una vez más se establecerían entre nuestro pueblo la independencia, la industria, el trabajo lucrativo y el respeto por la propia persona. El objetivo de la Iglesia es ayudar a la gente a ayudarse a sí misma. El trabajo será entronizado como el principio rector de las vidas de los miembros de nuestra Iglesia”.[7] A los asistentes sociales mormones que trabajan en el programa se los instruye para que actúen de acuerdo con esto: “Fieles a este principio, los asistentes sociales enseñarán e impulsarán seriamente a los miembros de la Iglesia a sostenerse por sus propios medios, en la medida de sus capacidades. Ningún verdadero Santo del Último Día se sustraerá en forma voluntaria, mientras sea físicamente capaz, a la carga de su propia subsistencia. En tanto pueda, y bajo la inspiración del Todopoderoso y con su trabajo personal, proveerá a sus propias necesidades”.[8] Los objetivos inmediatos del Programa de Bienestar son: “1. Colocar en una ocupación provechosa a quienes son capaces de trabajar. 2. Proporcionar trabajo dentro del Programa de Bienestar, en la medida de lo posible, para aquellos que no pueden desempeñarse en empleos lucrativos. 3. Adquirir los medios para subvenir a las necesidades vitales de los pobres, por los cuales la Iglesia asume la responsabilidad”.[9] Dentro de lo posible, este programa se lleva a cabo en grupos rurales pequeños y descentralizados: “Las familias, los vecinos, los cuerpos selectos y otras unidades organizacionales de la Iglesia considerarán como algo prudente y deseable formar pequeños grupos para extender la ayuda mutua. Esos grupos pueden sembrar y cosechar, procesar alimentos, almacenar comida, vestimenta y combustible, y llevar adelante proyectos para su beneficio recíproco”.[10]
Específicamente, a los obispos y a los sacerdotes mormones se les ordena ayudar a sus hermanos a ayudarse a sí mismos: “En sus administraciones temporales, los obispos toman en consideración a cada persona necesitada, pero con capacidad física, como un problema puramente temporal, y la tienen a su cuidado hasta que pueda ayudarse sola. Los obispos y sacerdotes deben mirar a ese miembro necesitado como un problema permanente, no sólo hasta que sean satisfechas sus necesidades temporales, sino también las espirituales. Como ejemplo concreto: un obispo presta ayuda al artesano o al operario mientras está desempleado y busca trabajo; los obispos y sacerdotes lo ayudan a establecerse en un empleo y tratan de lograr que sea completamente autosuficiente y activo en sus deberes religiosos”. Las actividades concretas de rehabilitación para los miembros necesitados que deben realizar los cuerpos selectos incluyen: “1. Conseguir trabajos permanentes para los miembros del cuerpo selecto y los integrantes de sus familias. En algunos casos, a través de escuelas de comercio, aprendizajes, y de otras maneras, los cuerpos selectos han ayudado a sus miembros a calificarse para mejores trabajos. 2. Ayudar a los miembros del cuerpo selecto y a sus familias a establecerse en negocios propios […]”.[11]
El objetivo principal de la Iglesia Mormona es encontrar trabajos para sus miembros necesitados. Para este propósito: “Encontrar empleos convenientes, bajo el Programa de Bienestar, es una gran responsabilidad de los integrantes de los cuerpos selectos del sacerdocio. Ellos y los miembros de la Sociedad de Socorro (Relief Society) deben estar constantemente alerta acerca de oportunidades de empleo. Si todo miembro del comité de defensa del bienestar hace bien su trabajo en este aspecto, la mayoría de los desempleados serán instalados en puestos remunerados en el nivel del grupo o del comité”.[12] Otros miembros son rehabilitados como trabajadores por cuenta propia, la Iglesia puede contribuir con un pequeño préstamo y los miembros del cuerpo selecto del sacerdocio pueden garantizar la restitución de sus fondos. Aquellos mormones que no pueden ser establecidos en empleos o rehabilitados como trabajadores por cuenta propia “deben recibir, dentro de lo posible, un trabajo productivo en las propiedades de la Iglesia […]”. La Iglesia insiste en que, en lo posible, aquellos que reciben ayuda trabajen: “Resulta imperativo que las personas sostenidas a través del Programa de Bienestar de los obispos trabajen en la medida de su capacidad, ganando así lo que reciben […]. El trabajo que realiza una persona incluida en proyectos de beneficencia tendría que considerarse un empleo más temporario que permanente. De todos modos, debería continuar mientras el individuo recibe ayuda mediante el programa de los obispos. De esta manera se cuida el bienestar espiritual de la gente mientras se provee a sus necesidades temporales. Es preciso eliminar los sentimientos de inseguridad […]”.[13] Si no se dispone de otro empleo, el obispo puede asignar a los beneficiarios de la asistencia a trabajar para miembros individuales que necesitan trabajadores, y éstos reembolsarán a la Iglesia según los salarios prevalecientes. En general, se espera que, a cambio de la ayuda recibida, los beneficiarios del bienestar realicen cualquier contribución que puedan para el Programa de Bienestar de la Iglesia, sea con fondos, producción o trabajo.[14]
En forma complementaria a este amplio sistema de asistencia privada basado en el principio de impulsar la independencia, la Iglesia Mormona desalienta firmemente a sus miembros a solicitar asistencia pública. “Se insta a las autoridades de la Iglesia local a que pongan de relieve la importancia de que cada individuo, cada familia y cada comunidad eclesiástica se mantengan por sí mismos y no dependan de la beneficencia pública.” Y: “Buscar y aceptar con demasiada frecuencia el subsidio público directo invita a la maldición del ocio y fomenta los otros males del socorro a los desocupados. Destruye la independencia, la laboriosidad, la austeridad y el respeto por uno mismo”.[15]
No hay mejor modelo que el de la Iglesia Mormona para un programa de bienestar privado, voluntario, racional e individualista. Si la ayuda gubernamental es abolida, puede esperarse que surjan numerosos programas similares para la asistencia racional mutua en todo el país.
El ejemplo inspirador de la Iglesia Mormona es una demostración de que el principal factor determinante de quiénes o cuántas personas reciben asistencia social pública depende de sus valores culturales y morales más que de su nivel de ingresos. Otro ejemplo es el grupo de albano-americanos en la ciudad de Nueva York.
Los albano-americanos constituyen un grupo extremadamente necesitado, y en Nueva York son de modo casi invariable moradores de barrios pobres. Si bien las estadísticas son escasas, su ingreso promedio es indudablemente más bajo que el de los grupos más publicitados, los negros y los portorriqueños. Sin embargo, ni uno solo de ellos recibe beneficencia social. ¿Por qué? Se debe a su orgullo e independencia. Tal como lo señaló uno de sus líderes: “Los albanos no mendigan, y para ellos, recibir beneficencia pública es como pedir limosna en la calle”.[16]
Un caso similar es la comunidad, compuesta en su mayoría por polaco-americanos, casi todos católicos, de Northside, en Brooklyn; estas personas viven en una gran pobreza, pero a pesar de su infortunio, sus bajos ingresos y sus viviendas antiguas y deterioradas, prácticamente no hay beneficiarios de la asistencia pública en esta comunidad de 15.000 habitantes. ¿Por qué? Rudolph J. Stobierski, presidente del Consejo de Desarrollo de la Comunidad de Northside (Northside Community Development Council), dio la respuesta: “Consideran a la asistencia pública como un insulto”.[17]
Además del impacto de las diferencias religiosas y étnicas sobre los valores, el profesor Banfield demostró, en su brillante obra The Unheavenly City, la importancia de lo que él llama la cultura de “clase alta” o de “clase baja” en cuanto a la influencia de los valores sobre sus integrantes. Para Banfield las definiciones de “clase” no hacen referencia estricta a niveles de ingreso o estatus, sino que tienden a superponerse fuertemente con estas definiciones más comunes. Las suyas se centran en las diferentes actitudes hacia el presente y el futuro: los miembros de las clases alta y media tienden a estar orientados hacia el futuro, tienen propósitos concretos, son racionales y disciplinados. Las personas de clase baja, por su parte, tienden a tener una fuerte orientación hacia el presente, son caprichosas, hedonistas, carecen de propósitos definidos y, por ende, están poco dispuestas a buscar un empleo o seguir una carrera con cierta coherencia. En consecuencia, la gente que posee los valores expresados en primer término tiende a tener mayores ingresos y mejores trabajos, y los otros, que carecen de ellos, tienden a ser pobres, desempleados, o a recibir asistencia social.
En resumen, la situación económica de las personas tiende a ser, en el largo plazo, fruto de su propia responsabilidad interna, más que a estar determinada –como los (seudo) progresistas socialdemócratas insisten en afirmar– por factores externos. Así, Banfield cita los hallazgos de Daniel Rosenblatt acerca de la falta de interés en el cuidado médico debido a la “carencia general de orientación hacia el futuro” entre los pobres urbanos:
Por ejemplo, las revisiones regulares de los automóviles para detectar fallas incipientes no se encuentran dentro del sistema de valores generales de los habitantes pobres de las ciudades. De manera similar, los electrodomésticos por lo general están deteriorados y se los descarta, en lugar de repararlos cuando todavía están en buenas condiciones de uso. Es común realizar compras en cuotas sin tomar en cuenta la extensión de los pagos.
El cuerpo puede verse sencillamente como otra clase de objeto que se puede gastar, pero no reparar. Por ejemplo, los dientes no reciben cuidado odontológico, y tampoco se manifiesta después demasiado interés en las dentaduras postizas, sean gratuitas o no. De todas maneras, se las usa muy poco. En cuanto a los exámenes oftalmológicos, por lo común no se les da importancia, cualesquiera que sean las facilidades clínicas para realizarlos, y esto lo hacen incluso quienes usan anteojos. Es como si para la clase media el cuerpo fuera una máquina que debe ser preservada y mantenida en perfecto funcionamiento, sea mediante prótesis, rehabilitación, cirugía estética o tratamiento permanente, mientras que los pobres piensan en él como en algo que tiene una vida útil limitada; algo que se debe disfrutar durante la juventud y que luego, con la edad y la vejez, hay que sufrir y soportar estoicamente.[18]
Banfield señala además que las tasas de mortalidad de la clase baja son, y han sido durante generaciones, mucho más altas que las de las personas de clase alta. En gran parte esta diferencia no se debe a la pobreza ni a los bajos ingresos per se, sino más bien a los valores o a la cultura de los ciudadanos de clase baja. Así, las causas de muerte más importantes son el alcoholismo, la drogadicción, el homicidio y las enfermedades de transmisión sexual. La mortalidad infantil también ha sido mucho más elevada entre la gente de clase baja, entre dos o tres veces mayor que en los grupos de nivel más alto. Esto se debe a valores culturales más que a niveles de ingreso, tal como se puede ver en la comparación que realiza Banfield entre los inmigrantes irlandeses y los judíos rusos de fines del siglo xix en la ciudad de Nueva York. En aquellos días, los inmigrantes irlandeses generalmente se preocupaban por el presente y tenían actitudes de “clase baja”, mientras que los judíos rusos, si bien vivían en casas de vecindad superpobladas y su nivel de ingresos era tal vez menor que el de los irlandeses, eran extraordinariamente conscientes del futuro, tenían propósitos definidos y valores y actitudes de “clase alta”. En los últimos años del siglo, la expectativa de vida de un inmigrante irlandés a la edad de diez años era sólo de 38 años, mientras que la de un judío ruso era de más de 50 años. Más aun, mientras que en 1911-1916, según un estudio efectuado en siete ciudades, la mortalidad infantil era tres veces mayor para los grupos más pobres que para aquellos cuyo nivel de ingresos era más elevado, la mortalidad infantil entre los judíos era extremadamente baja.[19]
Con el desempleo –que obviamente tiene una cercana relación tanto con la pobreza como con el asistencialismo– sucede lo mismo que con la enfermedad y la mortalidad. Banfield cita los descubrimientos del profesor Michael J. Piore sobre la “desempleabilidad” esencial de muchos o de la mayoría de las personas de bajos ingresos persistentemente desempleadas. Según Piore, su dificultad no consiste tanto en encontrar empleos estables y bien remunerados o en adquirir las habilidades necesarias para desempeñarlos sino en la falta de condiciones personales para mantenerse en esos puestos. Estas personas manifiestan tendencia al alto ausentismo, a dejar sus empleos sin previo aviso, a ser insubordinadas, y a veces a robar a sus empleadores.[20] Además, en su estudio sobre el mercado laboral del “gueto” de Boston en 1968, Peter Doeringer descubrió que alrededor del 70 por ciento de las personas que solicitaban trabajo, remitidas por los centros de empleo vecinales, recibieron ofertas laborales, pero que más de la mitad de esas ofertas fueron rechazadas; y en cuanto a las aceptadas, sólo un 40 por ciento, aproximadamente, de los nuevos trabajadores conservaron sus empleos por el término de un mes. Doeringer concluyó: “Gran parte de la desocupación del gueto parece ser resultado de la inestabilidad en el trabajo más que de la escasez de trabajo”.[21]
Resulta muy ilustrativo comparar las descripciones de este común rechazo por parte de los desempleados de clase baja a comprometerse en trabajos estables realizadas por el profesor Banfield, quien manifiesta una fría desaprobación, y por el sociólogo izquierdista Alvin Gouldner, que por el contrario lo aprueba calurosamente. Dice Banfield: “Los hombres acostumbrados a callejear, a vivir de las mujeres y de la asistencia social, y a maltratar a los demás rara vez están dispuestos a aceptar las aburridas rutinas del ‘buen’ trabajo”.[22] Gouldner reflexiona sobre la falta de éxito de los asistentes sociales que tratan de alejar a estos hombres “de una vida de irresponsabilidad, sensualidad y desenfrenada agresión”, y declara que consideran poco atractiva esta oferta: “Abandona el sexo promiscuo, deja de expresar libremente la agresión, reprime tu espontaneidad […] y es posible que tú, y tus hijos, sean admitidos en el mundo de las tres satisfactorias comidas diarias, en una escuela secundaria o quizás incluso en la educación universitaria, en el mundo de las cuentas de crédito, de los empleos seguros y de la respetabilidad”.[23]
El punto interesante es que desde los dos extremos del espectro ideológico tanto Banfield como Gouldner concuerdan, a pesar de sus juicios de valor contrastantes al respecto en la naturaleza esencial de este proceso: que gran parte del persistente desempleo de la clase baja, y por ende de la pobreza, es consecuencia de una decisión voluntaria de los mismos desempleados.
La actitud de Gouldner es típica de los (seudo) progresistas socialdemócratas y de los izquierdistas actuales: es vergonzoso tratar de hacer encajar los valores “burgueses” o “de clase media”, incluso en forma no coercitiva, en la cultura gloriosamente espontánea y “natural” de la clase baja. Quizás eso sea bastante justo; pero entonces no deben esperar –o reclamar– que esos mismos trabajadores burgueses sean obligados a mantener y subsidiar los valores parasitarios del ocio y la irresponsabilidad que aborrecen, y que son indudablemente disfuncionales para la supervivencia de cualquier sociedad. Si las personas desean ser “espontáneas”, que lo sean con su propio tiempo y sus propios recursos, y que entonces asuman las consecuencias de esa decisión y no utilicen la coerción del Estado para forzar a los trabajadores y a los que “no son tan espontáneos” a cargar con ellas. En pocas palabras, hay que derogar el sistema asistencialista.
Si el principal problema con los pobres de clase baja es que son irresponsables y sólo les interesa el presente, y si es preciso inculcarles los valores “burgueses” de preocupación por el futuro para lograr que salgan de la beneficencia y de la dependencia (sigamos en esto a los mormones), entonces en última instancia estos valores deberían ser incentivados y no desalentados en la sociedad. Las actitudes izquierdistas y populistas socialdemócratas de los asistentes sociales hacen precisamente eso: directamente desalientan a los pobres al fomentar la idea de la beneficencia como un “derecho” y como una demanda moral sobre la producción. Además, la fácil disponibilidad del cheque de la asistencia social obviamente promueve en los beneficiarios la actitud de pensar sólo en el presente, la renuencia a trabajar y la irresponsabilidad, perpetuando así un círculo vicioso de pobreza-beneficencia. Tal como lo expresa Banfield, “quizá no haya mejor manera de lograr que prospere la mentalidad de preocuparse por el presente que darles a todos generosos cheques de beneficencia”.[24]
Por lo general, en sus ataques al sistema asistencialista los conservadores se han centrado en los males éticos y morales de multar compulsivamente a los contribuyentes para mantener a los desocupados, mientras que los izquierdistas focalizan su crítica en el hecho de que los “clientes” del asistencialismo se sienten desmoralizados por su dependencia de la dadivosidad del Estado y su burocracia. En realidad, ambas críticas son válidas y no existe contradicción entre ellas. Hemos visto que los programas voluntarios, como el de la Iglesia Mormona, están claramente atentos a este problema.
Y, de hecho, a los primeros críticos del laissez-faire que se pronunciaron contra el subsidio a los desocupados les preocupaban por igual la desmoralización de los que lo recibían y la coerción ejercida sobre aquellos forzados a pagar por él. En este sentido, Thomas Mackay, el defensor inglés del laissez-faire del siglo xix, declaró que la reforma del asistencialismo “consiste en la recreación y el desarrollo de las artes de la independencia”. Abogaba “no por más filantropía, sino por un mayor respeto por la dignidad de la vida humana, y por más fe en su capacidad para alcanzar su propia salvación”. Y expresó el desprecio que le inspiraban aquellos que apoyaban un mayor asistencialismo, “los filántropos que, vicariamente, en una temeraria búsqueda de popularidad fácil, utilizan la tasa [impuesto] arrancada a sus vecinos para multiplicar las ocasiones de afirmar su inestable posición ante la […] muchedumbre que está demasiado dispuesta a caer en la dependencia […]”.[25] Mackay agregó que la “dotación legal de la indigencia” que implica el sistema de beneficencia pública “introduce una influencia más peligrosa y a veces desmoralizante en nuestro entramado social. No se ha probado de ninguna manera que sea verdaderamente necesaria. Su aparente necesidad surge sobre todo del hecho de que el sistema ha creado su propia población dependiente”.[26] Refiriéndose al problema de la dependencia, Mackay observó que “lo que torna más amargo el infortunio de los pobres no es la mera pobreza, sino el sentimiento de dependencia que es un componente necesario de cualquier programa de beneficencia pública. Las medidas liberales en favor de estos programas no eliminan este sentimiento, sino que lo intensifican”.[27]
Mackay concluyó que “la única manera en la cual el legislador o administrador puede promover la disminución de la miseria es derogando o restringiendo las creaciones legales previstas para ese fin. El país puede tener, sin duda, exactamente tantos pobres como quiera pagar. Si se deroga o restringe esa dotación […] entrarán en actividad nuevas instancias, la natural capacidad de independencia del hombre, los lazos naturales de relación y amistad, y en lugar preferencial incluiría a la caridad privada, como diferenciada de la caridad pública […]”.[28]
La Organización de Caridad Social, la organización privada de beneficencia más importante de Inglaterra a fines del siglo xix, operaba precisamente de acuerdo con este principio, fomentando la autoayuda. Como destaca Mowat, historiador de la Organización: “La COS representaba una idea de caridad que suponía reconciliar las divisiones en la sociedad, para eliminar la pobreza y producir una comunidad feliz y plena de confianza en sí misma. Creía que el aspecto más grave de la pobreza era la degradación del carácter del hombre y la mujer pobres. La caridad indiscriminada no hizo más que empeorar las cosas, porque fue desmoralizadora. La verdadera caridad exigía amistad, ideas, el tipo de ayuda que restituiría al hombre su propio respeto y su capacidad para mantenerse a sí mismo y a su familia”.[29]
Quizás una de las consecuencias más siniestras del asistencialismo es que desalienta activamente la autoayuda, debilitando el incentivo financiero para la rehabilitación. Se ha estimado que, en promedio, todo dólar que las personas discapacitadas invierten para su rehabilitación les rinde entre 10 y 17 dólares de mayores ganancias futuras a valor presente. Pero este incentivo queda neutralizado por el hecho de que, al ser rehabilitadas, pierden sus ingresos provenientes de los programas de asistencia pública, los pagos por discapacidad de la Seguridad Social y la compensación laboral. Como resultado de todo esto, la mayoría de los discapacitados deciden no invertir en su propia rehabilitación.[30] Muchas personas, además, ahora están familiarizadas con los efectos desalentadores del sistema de Seguridad Social, que –en claro contraste con todos los fondos de seguro privado– suspende los pagos si el receptor tiene la audacia suficiente como para trabajar y obtener un ingreso después de los 62 años.
En estos días, cuando la mayoría de las personas observa con desconfianza el crecimiento de la población, algunos opositores al aumento demográfico se han centrado en otro efecto indeseable del sistema asistencialista: dado que a las familias que reciben asistencia social se les paga proporcionalmente según el número de hijos, el sistema proporciona un importante subsidio al nacimiento de más niños. Además, las personas a quienes se induce a tener más hijos son precisamente aquellas que menos pueden permitírselo; el único resultado posible es perpetuar su dependencia de la ayuda pública y, de hecho, también sus descendientes estarán permanentemente en la misma situación. En los últimos años ha habido bastante agitación tendiente a que el gobierno provea guarderías para cuidar a los niños de las madres que trabajan, servicio que, según se dice, no ha sido provisto por el mercado pese a ser muy necesario. Sin embargo, como la función del mercado consiste en responder a las urgentes demandas del consumidor, habría que preguntarse por qué parece haber fracasado en este caso en particular. La respuesta es que el gobierno limitó la apertura de guarderías infantiles con una red de complicadas y costosas restricciones legales. En resumen: si bien es perfectamente legal dejar a un hijo con un amigo o con un pariente, sea quien fuere esa persona o la condición en que se encuentre su vivienda, o contratar a un vecino para que cuide a uno o dos niños, si ese amigo o ese vecino convierte ese pequeño negocio en una guardería, el Estado caerá sobre él con todo su peso. Así, el Estado por lo general insistirá en que esos establecimientos tengan licencia y se negará a otorgarla a menos que haya permanentemente cuidadores especializados, lugares adecuados para la recreación, y que el espacio ocupado por las instalaciones se ajuste a un tamaño mínimo. Habrá muchas otras restricciones absurdas y onerosas que el gobierno no impone a los amigos, familiares y vecinos –o, de hecho, a las madres mismas–. Si se las elimina, el mercado operará para satisfacer la demanda.
Durante los últimos trece años el poeta Ned O’Gorman ha dirigido una exitosa guardería privada en Harlem, con muy escasos recursos, pero corre el riesgo de verse obligado a cerrarla debido a las restricciones burocráticas impuestas por el gobierno de la ciudad de Nueva York. Si bien la ciudad admite la “dedicación y eficiencia” de la guardería de O’Gorman, lo amenaza con multas y, en última instancia, con el cierre compulsivo del establecimiento a menos que esté presente un asistente social con matrícula siempre que hay cinco o más niños que atender. Tal como señala O’Gorman indignado:
¿Por qué diablos debería yo estar obligado a contratar a alguien que tiene un papel donde dice que estudió trabajo social y está calificado para dirigir una guardería? Si yo no estoy calificado después de trabajar trece años en Harlem, ¿quién lo está?[31]
El ejemplo de las guarderías infantiles demuestra una importante verdad acerca del mercado: si parece haber escasez de oferta para satisfacer lo que es una demanda evidente, mire al gobierno como causa del problema. Si se permite actuar al mercado no habrá ninguna escasez de guarderías, como no hay escasez de moteles, lavarropas, televisores o cualquier otro equipamiento de la vida diaria.
Cargas y Subsidios del Estado Asistencialista
El Estado Asistencialista moderno ¿realmente ayuda a los pobres? La noción generalizada, la idea que impulsó al Estado Asistencialista y lo mantuvo vigente es que, en esencia, redistribuye ingresos y riqueza de los ricos hacia los pobres: el sistema de impuestos progresivos recauda dinero de los ricos mientras que numerosas agencias y otros servicios lo canalizan hacia los pobres. Pero incluso los (seudo) progresistas socialdemócratas, los grandes defensores e impulsores del Estado Asistencialista, están comenzando a darse cuenta de que cada parte y cada aspecto de esta idea no es más que un mito. Los contratos gubernamentales, en particular los militares, encauzan los fondos tributarios hacia las corporaciones favorecidas y los trabajadores industriales, que reciben sueldos sustanciosos.
Las leyes de salario mínimo fatalmente generan desempleo, sobre todo entre los trabajadores más pobres y menos capacitados o educados –en el Sur, entre los negros adolescentes de los guetos y entre aquellos que están en desventaja desde el punto de vista profesional–. La causa de esto es que un salario mínimo, por supuesto, no garantiza el empleo a ningún trabajador; sólo prohíbe, por fuerza de ley, que una persona sea contratada por el salario que el empleador está dispuesto a pagar. En consecuencia, impone el desempleo. Los economistas han demostrado que los aumentos en el salario mínimo dictados por el gobierno federal crearon la conocida brecha entre el empleo de los adolescentes negros y el de los blancos, y aumentaron la tasa de desempleo de los varones adolescentes negros de aproximadamente un 8 por ciento a principios de la posguerra hasta el nivel actual, superior al 35 por ciento; la tasa de desempleo en este grupo social es mucho más catastrófica que el nivel general de desempleo masivo de la década de 1930 (20-25 por ciento).[32]
Ya hemos visto cómo la educación estatal superior redistribuye el ingreso de los ciudadanos pobres hacia los más adinerados. Un sinnúmero de restricciones gubernamentales para el otorgamiento de permisos, que afecta a una ocupación tras otra, excluye de esos puestos a los trabajadores más pobres y menos capacitados. En la actualidad es un hecho reconocido que los programas urbanos de renovación, supuestamente diseñados para mejorar los barrios bajos de los suburbios, en realidad conducen a la demolición de las casas de los pobres y los obligan a vivir en alojamientos donde el hacinamiento es mayor, y cuya disponibilidad es escasa, todo lo cual beneficia a los arrendatarios más pudientes, que son subsidiados, a los sindicatos de la construcción, a las empresas inmobiliarias favorecidas y a los intereses comerciales del centro de la ciudad. Por lo general se considera que los sindicatos, que alguna vez fueron los favoritos de los socialdemócratas, utilizan los privilegios que les otorga el gobierno para excluir a los obreros más pobres y pertenecientes a las minorías. La subvención a los precios agrícolas, que el gobierno federal eleva cada vez más, utiliza el dinero de los contribuyentes para incrementar los precios de los alimentos, con lo cual perjudica sobre todo a los consumidores de menores recursos, y ayuda, no a los granjeros pobres sino a los ricos agricultores que poseen mayores extensiones de tierras. (Como a los granjeros se les paga por kilo de productos, el programa de apoyo beneficia en gran medida a los agricultores ricos; en realidad, con frecuencia se les paga para que no produzcan, y como consecuencia, la existencia de tierras ociosas origina un grave desempleo en el segmento más pobre de la población rural, los arrendatarios agrícolas y sus trabajadores.) Las leyes de zonificación en los suburbios florecientes de los Estados Unidos sirven para excluir de ellos mediante la coerción legal a los ciudadanos más pobres, muchas veces a los negros que intentan mudarse del centro de las ciudades para aprovechar el aumento de oportunidades laborales en los suburbios.
El Servicio Postal de los Estados Unidos cobra altas tarifas monopólicas por el correo de primera clase utilizado por el público en general para subsidiar la distribución de diarios y revistas. La FHA (Administración Federal de Viviendas) subsidia los préstamos hipotecarios de propietarios pudientes. El Federal Bureau of Reclamation subvenciona el agua de regadío a los agricultores adinerados en el oeste, privando así de agua a los pobres urbanos y obligándolos a pagar más por el agua que consumen. La Rural Electrification Administration y la Tennessee Valley Authority subsidian el servicio eléctrico de agricultores adinerados, residentes de los suburbios y corporaciones. El profesor Brozen observa irónicamente: “La electricidad para las corporaciones abrumadas por la pobreza, como la Corporación Estadounidense del Aluminio y la Compañía DuPont, es subsidiada por la Tennessee Valley Authority, que las declara libres de impuestos (el 27 por ciento del precio de la electricidad se destina al pago de impuestos de los cuales se aprovechan empresas operadas en forma privada)”.[33] Y la regulación gubernamental monopoliza y carteliza gran parte de la industria, elevando así los precios al consumidor y restringiendo la producción, las alternativas competitivas o las mejoras en los productos (por ejemplo, la regulación ferroviaria, la regulación de las empresas de servicios públicos, la regulación aerocomercial, las leyes de prorrateo de combustibles). Así, la Civil Aeronautics Board asigna rutas aéreas a compañías favorecidas y excluye de ellas e incluso lleva a la quiebra a los pequeños competidores. Las leyes estatales o federales de prorrateo de combustibles determinan límites máximos absolutos para la producción de crudo, con lo cual elevan los precios del petróleo, que además se mantienen altos por las restricciones a la importación. Y el gobierno concede en todo el país un monopolio absoluto en cada área a compañías de gas, electricidad y teléfonos, protegiéndolas de la competencia, y establece sus tarifas para poder garantizarles un ingreso fijo. En todas partes y en todas las áreas ocurre lo mismo: el despojo sistemático de la mayoría de la población por parte del “Estado Asistencialista”.[34]
La mayoría de las personas cree que el sistema de impuestos de los Estados Unidos básicamente grava a los ricos mucho más que a los pobres, y por eso es un método de redistribución del ingreso de las clases más pudientes a las que lo son menos. (Existen, por supuesto, muchas otras formas de redistribución, por ejemplo, de los contribuyentes a Lockheed o General Dynamics.) Pero incluso el impuesto federal a la renta, que para todos es un gravamen “progresivo” (que cobra más a los ricos que a los pobres, con las clases medias en el medio), realmente no funciona de esa manera cuando tomamos en cuenta otros aspectos de este impuesto.
Por ejemplo, el impuesto de la Seguridad Social es flagrante y rigurosamente “regresivo”, dado que exprime a las clases media y baja: una persona con un ingreso básico (u$s 8.000) paga tanto de impuesto de Seguridad Social –y el monto crece todos los años– como alguien que gana u$s 1.000.000 por año. Las ganancias de capital, normalmente crecientes para los accionistas adinerados y propietarios de inmuebles, pagan menos que los impuestos sobre las rentas; los fondos privados y las fundaciones están exentos de impuestos, y los intereses ganados en bonos estatales y municipales también están eximidos del impuesto federal a las rentas. Finalizamos con la siguiente estimación de qué porcentaje del ingreso se paga, en general, por cada “clase de ingreso” en impuestos federales:
1965 | |
Clases de ingreso | Porcentaje de ingreso pagado en impuestos federales |
Menos de u$s 2.000 | 19 |
U$s 2.000 – u$s 4.000 | 16 |
U$s 4.000 – u$s 6.000 | 17 |
U$s 6.000 – u$s 8.000 | 17 |
U$s 8.000 – u$s 10.000 | 18 |
U$s 10.000 – u$s 15.000 | 19 |
Más de u$s 15.000 | 32 |
Promedio | 22 |
Si los impuestos federales son escasamente “progresivos”, el impacto de los impuestos estatales y locales es casi ferozmente regresivo. Los impuestos a la propiedad a) son proporcionales, b) afectan sólo a los propietarios de inmuebles y c) dependen de los caprichos políticos de los asesores locales. Los impuestos a las ventas y al consumo gravitan especialmente sobre los pobres. Lo siguiente es el porcentaje estimado de ingreso extraído, en conjunto, por los impuestos estatales y locales:
1965 | |
Clases de ingreso | Porcentaje de ingreso pagado en impuestos estatales y locales |
Menos de u$s 2.000 | 25 |
U$s 2.000 – u$s 4.000 | 11 |
U$s 4.000 – u$s 6.000 | 10 |
U$s 6.000 – u$s 8.000 | 9 |
U$s 8.000 – u$s 10.000 | 9 |
U$s10.000 – u$s 15.000 | 9 |
Más de u$s 15.000 | 7 |
Promedio | 9 |
Las siguientes son las estimaciones combinadas para el impacto total de los impuestos –federal, estatal y local– sobre las clases de ingresos:
1965 | |
Clases de ingreso | Porcentaje de ingreso pagado en todos los impuestos[35] |
Menos de u$s 2.000 | 44 |
U$s 2.000 – u$s 4.000 | 27 |
U$s 4.000 – u$s 6.000 | 27 |
U$s 6.000 – u$s 8.000 | 26 |
U$s 8.000 – u$s 10.000 | 27 |
U$s 10.000 – u$s 15.000 | 27 |
Más de u$s 15.000 | 38 |
Promedio | 31 |
Estimaciones aun más recientes (1968) del impacto total de los impuestos de todos los niveles del gobierno confirman ampliamente lo anterior, y también muestran un aumento relativo mucho mayor de la carga impositiva en tres años sobre los grupos de menores ingresos:
1968 | |
Clases de ingreso | Porcentaje de ingreso pagado en todos los impuestos[36] |
Menos de u$s 2.000 | 50 |
U$s 2.000 – u$s 4.000 | 35 |
U$s 4.000 – u$s 6.000 | 31 |
U$s 6.000 – u$s 8.000 | 30 |
U$s 8.000 – u$s 10.000 | 29 |
U$s 10.000 – u$s 15.000 | 30 |
U$s 15.000 – u$s 25.000 | 30 |
U$s 25.000 – u$s 50.000 | 33 |
U$s 50.000 y más | 45 |
Muchos economistas intentan mitigar el impacto de estas cifras reveladoras diciendo que las personas que están en la categoría “Menos de u$s 2.000”, por ejemplo, reciben más por asistencia social y otros pagos de “transferencia” que lo que pagan en concepto de impuestos; pero naturalmente, esto pasa por alto el hecho vital de que cada categoría incluye tanto a los beneficiarios de la asistencia social como a los contribuyentes, y que éstos no son necesariamente los mismos.
Al último grupo se lo grava fuertemente para subsidiar al primero. En resumen, los pobres (y la clase media) pagan con sus impuestos las viviendas públicamente subvencionadas de otros pobres, y de los grupos de ingresos medios. Y son los pobres que trabajan los que se ven obligados a aportar una enorme cantidad para pagar por los subsidios de los pobres que reciben beneficencia pública.
En los Estados Unidos hay mucha redistribución del ingreso: a Lockheed, a los beneficiarios del asistencialismo, y a muchos otros…, pero a los “ricos” no se les impone gravámenes en beneficio de los “pobres”. La redistribución se lleva a cabo entre las categorías de ingresos; a algunos pobres se les obliga a pagar por otros pobres.
Otras estimaciones tributarias confirman este cuadro escalofriante. La Tax Foundation, por ejemplo, calcula que los impuestos federales, estatales y locales extraen el 34 por ciento del ingreso general de aquellos que ganan menos de u$s 3.000 por año.[37]
El objetivo de este análisis no es, por supuesto, propugnar una estructura de impuesto a las ganancias “realmente” progresiva, una verdadera presión sobre los ricos, sino señalar que el moderno Estado Asistencialista, tan aclamado por hacer pagar a los ricos impuestos exorbitantes para subsidiar a los pobres, no hace tal cosa. De hecho, si lo hiciera los efectos serían desastrosos, no precisamente para los ricos sino para las clases pobre y media, dado que son los ricos quienes proveen, proporcionalmente, una mayor cantidad de ahorro, inversión de capital, previsión emprendedora y financiamiento de las innovaciones tecnológicas, y esto es lo que ha llevado al pueblo de los Estados Unidos a tener un nivel de vida mayor que el de cualquier otro país en la historia. Exprimir a los ricos no sólo sería profundamente inmoral; equivaldría a una drástica condena de las mismas virtudes –economía, previsión comercial e inversión– que han sido los basamentos del destacable nivel de vida del país. En otras palabras, sería matar a la gallina de los huevos de oro.
¿Qué Puede Hacer el Gobierno?
Entonces, ¿qué puede hacer el gobierno para ayudar a los pobres? La única respuesta correcta es la respuesta libertaria: apartarse. Si el gobierno deja el camino libre a las energías productivas de todos los grupos de la población, los ricos, la clase media y los pobres por igual, el resultado será un enorme aumento del bienestar y del nivel de vida de todos, y en particular de los pobres, a quienes supuestamente ayuda el mal llamado “Estado Asistencialista”.
El gobierno puede dejar el camino libre al pueblo de los Estados Unidos de cuatro maneras principales. Primero, puede derogar –o al menos reducir drásticamente– todos los impuestos, que paralizan las energías productivas, el ahorro, la inversión y el avance tecnológico. De hecho, la creación de empleos y el aumento de los salarios resultante de la eliminación de estos gravámenes beneficiaría sobre todo a los grupos de menores ingresos. Como señala el profesor Brozen: “Cuanto menos se esfuerce el Estado en utilizar su poder para reducir la desigualdad en la distribución del ingreso, más pronto disminuirá ésta. Las bajas retribuciones salariales subirían más rápidamente con una mayor tasa de ahorro y formación de capital, y la desigualdad disminuiría debido al aumento en el ingreso de los asalariados”.[38] La mejor manera de ayudar a los pobres es reducir los impuestos y permitir que el ahorro, la inversión y la creación de puestos de trabajo evolucionen sin trabas. Tal como señaló el Dr. F. A. Harper algunos años atrás, la inversión productiva es la “mayor caridad económica”. Harper escribió:
Según el punto de vista de algunos, la caridad es compartir un trozo de pan. Para otros, la mayor caridad económica consiste en el ahorro y en hacer las herramientas para producir una mayor cantidad de pan.
Las dos posturas están en conflicto porque ambos métodos son mutuamente excluyentes, en la medida en que ocupan el tiempo y los medios propios en todas las decisiones que se toman día a día […].
De hecho, la razón para la diferencia en los puntos de vista proviene de conceptos distintos acerca de la naturaleza del mundo económico. La primera postura se basa en la creencia de que el total de los bienes económicos es una constante. La segunda se fundamenta en que no hay límites necesarios para la expansión de la producción.
La diferencia entre las dos posiciones es como la diferencia entre una perspectiva bidimensional y una tridimensional de la producción. En la perspectiva bidimensional la cantidad es fija en cualquier momento dado, pero no es así en la tridimensional, y en ella el tamaño del todo puede expandirse sin límites mediante el ahorro y las herramientas […].
Toda la historia de la humanidad niega que haya una cantidad fija de bienes económicos. Más aun, revela que el ahorro y la expansión de las herramientas constituye la única manera válida para lograr cualquier aumento apreciable.[39]
La autora libertaria Isabel Paterson planteó la cuestión en forma elocuente:
Consideremos el caso de un filántropo privado y un capitalista privado que actúan en función de tales, y un hombre verdaderamente necesitado, no incapacitado; y supongamos que el filántropo le da comida, ropa y alojamiento; cuando el necesitado los ha utilizado, se encuentra en la misma situación que antes, excepto que pudo haber adquirido el hábito de la dependencia.
Pero supongamos que alguien que no actuara con benevolencia, que simplemente quisiera que el trabajo se hiciese por su propio interés, contratara al necesitado a cambio de un salario. El empleador no ha hecho una obra bondadosa. Sin embargo, la condición del hombre empleado ha experimentado un cambio real. ¿Cuál es la diferencia vital entre las dos acciones?
Ésta consiste en que el empleador ha llevado al hombre que empleó de regreso a la línea de producción, dentro del gran circuito de energía, mientras que el filántropo sólo puede desviar la energía de manera tal que no hay un retorno dentro de la producción, y por lo tanto la probabilidad de que el objeto de su beneficencia encuentre trabajo es menor […].
Si se considerara el rol que han desempeñado los filántropos sinceros, desde el comienzo de los tiempos, se hallaría que todos juntos, mediante su actividad estrictamente filantrópica, nunca proporcionaron a la humanidad una décima parte de los beneficios derivados de los esfuerzos normalmente egoístas de Thomas Alva Edison, para no mencionar a las grandes mentes que desarrollaron los principios científicos que Edison aplicó. Innumerables pensadores, inventores y organizadores, pensando especulativamente, han contribuido a la comodidad, la salud y la felicidad de su prójimo –porque su objetivo no era ése.[40]
En segundo lugar, y como corolario de una drástica reducción o derogación de los impuestos, habría una reducción equivalente en el gasto gubernamental. Los escasos recursos económicos ya no serían derrochados en gastos improductivos: en el multimillonario programa espacial, en obras públicas, en el complejo militar industrial, o en lo que fuere. En cambio, estarían disponibles para producir los bienes y servicios que desea la masa de los consumidores. El flujo de bienes y servicios proveería nuevos y mejores bienes a los consumidores a precios mucho menores. Ya no sufriríamos las ineficiencias y los perjuicios que los subsidios gubernamentales y los contratos del Estado representan para la productividad. Además, la mayoría de los científicos e ingenieros de la nación dejarían de realizar inútiles investigaciones militares y otras que interesan al gobierno y los fondos se liberarían para dedicarlos a actividades pacíficas y productivas, e inventos beneficiosos para los consumidores.[41]
Tercero, si el gobierno también pusiera fin a los numerosos gravámenes con los cuales abruma a los más pobres para subsidiar a los más adinerados, tal como lo hemos mencionado (la educación superior, los subsidios agrícolas, la irrigación, Lockheed, etc.), esto en sí mismo detendría las deliberadas exacciones gubernamentales sobre los pobres.
El gobierno ayudaría a los más pobres si dejara de gravarlos para subsidiar a los más ricos, ya que de este modo eliminaría la carga que pesa sobre su actividad productiva.
Por último, una de las formas más importantes en las cuales el gobierno podría ayudar a los pobres sería eliminando los obstáculos directos sobre sus energías productivas. Así, las leyes de salario mínimo dejan sin empleo a los miembros más necesitados y menos productivos de la población. Los privilegios gubernamentales a los sindicatos les permiten impedir a los obreros más pobres y pertenecientes a minorías que ejerzan empleos productivos y ganen salarios altos. Y las reglamentaciones sobre el otorgamiento de licencias, la prohibición de los juegos de azar y otras restricciones gubernamentales no permiten a los pobres abrir pequeños negocios y crear empleos para sí mismos. Así, en todas partes el gobierno ha dictado onerosas restricciones a la venta ambulante, que van de la prohibición directa a las licencias opresivas. La venta ambulante era la actividad clásica mediante la cual los inmigrantes, pobres y carentes de capital, podían convertirse en emprendedores y, con el tiempo, transformarse en grandes hombres de negocios. Pero ahora este camino está cerrado –principalmente para brindar privilegios monopólicos a los negocios minoristas de cada ciudad, que temen perder ganancias si tienen que enfrentar la competencia altamente móvil de los vendedores ambulantes.
Un caso que ejemplifica el modo en que el gobierno ha frustrado las actividades productivas de los pobres es el de un neurocirujano, el Dr. Thomas Matthew, fundador de la organización de autoayuda para negros NEGRO, que emite bonos para financiar sus operaciones. A mediados de la década del sesenta, el Dr. Matthew, enfrentando la oposición del gobierno de la ciudad de Nueva York, estableció un exitoso hospital interracial en la sección negra de Jamaica, Queens. Pronto descubrió, sin embargo, que el transporte público de Jamaica era pésimo, a tal punto que resultaba totalmente inadecuado para los pacientes y el personal del hospital. Ante esa situación, el Dr. Matthew compró algunos ómnibus y estableció un servicio regular en Jamaica, que era eficiente y exitoso. Pero el problema consistía en que no tenía una licencia de la ciudad para operar una línea de ómnibus –ese privilegio está reservado para los monopolios ineficientes pero protegidos–. El ingenioso Dr. Matthew, al descubrir que la ciudad no permitiría que ningún ómnibus sin licencia cobrara boletos, hizo que su servicio de transporte fuera gratuito, salvo que cualquiera de los pasajeros que así lo deseara comprara 250 bonos de la compañía para viajar siempre por ese medio. Tan exitoso resultó el servicio de ómnibus que estableció otra línea en Harlem; pero fue en este punto, a principios de 1968, cuando el gobierno de la ciudad de Nueva York, alarmado, decidió tomar medidas enérgicas, recurrió a los tribunales y logró que las dos líneas dejaran de funcionar por operar sin licencias.
Unos años más tarde, el Dr. Matthew y sus colegas tomaron un edificio abandonado en Harlem, que era propiedad del gobierno de la ciudad. (El gobierno de la ciudad de Nueva York es el mayor propietario de viviendas pobres con alquileres excesivamente altos, y posee una enorme cantidad de edificios abandonados debido a la falta de pago de los altos impuestos a la propiedad, que por lo tanto se deterioran hasta el punto de hacerse inhabitables.) En este edificio, el Dr. Matthew estableció un hospital de bajo costo, en una época en la cual los costos hospitalarios eran altísimos y había escasez de camas. La ciudad también logró el cierre de este hospital, con el pretexto de “violación a las reglamentaciones contra incendios”. Una y otra vez, en distintas áreas, el gobierno ha frustrado las actividades económicas de los pobres. No es extraño que cuando un funcionario blanco del gobierno de la ciudad de Nueva York le preguntó al Dr. Matthew cómo podía ayudar mejor a los proyectos de autoayuda de NEGRO, Matthew le respondiera: “Salgan de nuestro camino y dejen que tratemos de hacer algo”.
Otro ejemplo de cómo funciona el gobierno fue un episodio ocurrido hace algunos años, cuando los gobiernos federal y de la ciudad de Nueva York proclamaron ruidosamente que rehabilitarían un grupo de 37 edificios en Harlem. Pero en lugar de seguir la práctica usual de dárselos a la industria privada y otorgar los contratos de reacondicionamiento sobre cada casa en forma individual, el gobierno otorgó un contrato sobre la totalidad de los 37 edificios. Al hacerlo, se aseguró de que las pequeñas empresas de construcción cuyos propietarios eran negros no pudieran entrar en la licitación, y por lo tanto ésta fue ganada por una gran compañía dirigida por blancos. Veamos otro ejemplo: en 1966, la Small Business Administration del gobierno federal anunció orgullosamente un programa para incentivar la apertura de pequeñas empresas cuyos propietarios fueran negros. No obstante, el otorgamiento de créditos tenía algunas restricciones clave. Primero, decidió que cualquier prestatario tenía que estar “en el nivel de pobreza”. Ahora bien, dado que los muy pobres no están en condiciones de establecer sus propias empresas, esta restricción inhabilitó a muchos pequeños negocios cuyos dueños tenían ingresos moderadamente bajos –precisamente los indicados para ser pequeños emprendedores–. Y como culminación, la Small Business Administration de Nueva York agregó otra restricción: Todos los negros que aspiraran a obtener el crédito debían “probar una verdadera necesidad en su comunidad” para llenar un “vacío económico” reconocible; la necesidad y el vacío debían probarse a satisfacción de remotos burócratas alejados de la verdadera escena económica.[42]
Un estudio del Institute for Policy Studies de Washington, D.C. proporciona un indicador fascinante acerca de si el “Estado Asistencialista” ayuda o perjudica a los pobres, y en qué medida lo hace. Se realizó una investigación acerca del flujo estimado de dinero gubernamental (federal y de distrito) que entra en el gueto negro de bajos ingresos de Shaw-Cardozo, en Washington, D.C., en comparación con el monto que paga el área al gobierno en concepto de impuestos. En el año fiscal de 1967, el área de Shaw-Cardozo tenía una población de 84.000 personas (de las cuales 79.000 eran negros), con un ingreso familiar medio de u$s 5.600 por año. El ingreso personal total de los residentes para ese año sumaba u$s 126,5 millones. El valor de los beneficios totales del gobierno que fluían hacia el distrito (desde subsidios por desempleo hasta el gasto estimado en las escuelas públicas) durante el año fiscal de 1967 se calculó en u$s 45,7 millones. ¿Es un generoso subsidio lo que ascendía a casi el 40% del total del ingreso de Shaw-Cardozo? Tal vez, pero como contrapartida se encuentra la cantidad total de impuestos de Shaw-Cardozo, estimada en u$s 50,0 millones –¡una salida neta de 4,3 millones de dólares de este gueto de bajos ingresos!–. ¿Se puede seguir alegando que la derogación de toda la estructura improductiva del Estado Asistencialista perjudicaría a los pobres?[43]
El gobierno podría ayudar mejor a los pobres –y al resto de la sociedad– haciéndose a un lado: eliminando su vasta y paralizante red de impuestos, subsidios, ineficiencias y privilegios monopólicos. El profesor Brozen resumió así su análisis del “Estado Asistencialista”:
Típicamente, el Estado ha sido un aparato que produce riqueza para unos pocos a expensas de muchos. El mercado produce riqueza para muchos con un pequeño costo para unos pocos. El Estado no ha cambiado su estilo desde los días en que los romanos ofrecían pan y circo a las masas, si bien ahora finge proveer educación y medicina, como también leche gratuita y artes interpretativas. Sigue siendo la fuente del privilegio monopólico y del poder para unos pocos mientras aparenta proveer bienestar para muchos –bienestar que sería más abundante si los políticos no expropiaran los medios que utilizan para dar la ilusión de que se preocupan por sus electores.[44]
El Impuesto Negativo a la Renta
Lamentablemente, la tendencia reciente –que cuenta con un amplio espectro de defensores (con modificaciones mínimas), desde el presidente Nixon hasta Milton Friedman en la derecha, hasta un gran número de personajes en la izquierda– consiste en derogar el actual Estado Asistencialista no en la dirección de la libertad sino hacia el extremo opuesto. Esta nueva tendencia es el llamado “ingreso anual garantizado”, o el “impuesto sobre ingresos negativos”, o el “Plan de Asistencia Familiar” del presidente Nixon.
Al referirse a las ineficiencias, inequidades y trámites burocráticos del sistema actual, se afirma que el ingreso anual garantizado haría que el subsidio fuera sencillo, “eficiente” y automático: cada año las autoridades del impuesto a la renta deberían pagar dinero a las familias que no alcanzaran a percibir un cierto ingreso básico; este reparto automático sería financiado, por supuesto, gravando a aquellas familias trabajadoras que ganan una cantidad mayor que la básica. Se estima que los costos de este esquema aparentemente prolijo y sencillo serían sólo de dos mil millones de dólares por año.
Pero aquí hay una trampa muy importante: los costos están estimados sobre el supuesto de que todos –tanto la gente que recibe el subsidio universal como aquellos que lo financian– continuarán trabajando en la misma medida que antes. Ahora bien, esto se basa en algo que aún no ha sido comprobado, ya que el problema principal es el enorme y paralizante desincentivo que representará el ingreso anual garantizado, tanto para el contribuyente como para el beneficiario.
El único elemento que impide que el actual Estado Asistencialista sea un absoluto desastre es precisamente la burocracia y el estigma que conlleva el recibir asistencia social. El beneficiario de la asistencia social aún se siente psíquicamente agraviado, a pesar de que esto ha disminuido en los últimos años, y tiene que enfrentar a una burocracia típicamente ineficiente, impersonal y complicada. Pero el ingreso anual garantizado, precisamente al hacer que el reparto sea eficiente, sencillo y automático, eliminará los principales obstáculos, los mayores incentivos negativos para la “función proveedora” de la beneficencia, y hará que la gente adhiera en forma masiva al reparto garantizado. Además, ahora todos considerarán al nuevo subsidio como un “derecho” automático más que como un privilegio o regalo, y todo estigma será eliminado.
Supongamos, por ejemplo, que la cantidad de u$s 4.000 se considera la “línea de pobreza”, y que todos los que tengan un ingreso menor reciben automáticamente la diferencia por parte del Tío Sam después de haber completado su formulario de impuesto a la renta. Aquellos que no tengan ingreso alguno recibirán u$s 4.000 del gobierno, los que ganen u$s 3.000 recibirán u$s 1.000, y así sucesivamente. Parece obvio que no habrá en realidad razón alguna para que cualquiera que gane menos de u$s 4.000 por año siga trabajando. ¿Para qué hacerlo, cuando su vecino que no trabaja recibirá el mismo ingreso que él? En resumen, el ingreso neto del trabajo será entonces igual a cero, y toda la población trabajadora que está por debajo de la mágica línea de u$s 4.000 renunciará a su empleo y se acogerá al reparto “justo”.
Pero esto no es todo; ¿qué pasa con aquellos que ganan u$s 4.000, o un poco más? El hombre que gana u$s 4.500 por año pronto se dará cuenta de que el holgazán de la casa vecina que se niega a trabajar estará recibiendo u$s 4.000 por año del gobierno federal; su propio ingreso neto por cuarenta horas semanales de arduo trabajo será sólo de u$s 500 por año. Por lo tanto, renunciará a su empleo y se acogerá al reparto del impuesto negativo. Sin duda, lo mismo sucederá con quienes ganen u$s 5.000 por año, etcétera.
El nocivo proceso no termina allí. Como todos los que ganen menos de u$s 4.000 e incluso estén considerablemente por encima de u$s 4.000 dejarán su trabajo y se pasarán al reparto, el pago total de la asistencia subirá hasta las nubes, y sólo podrá ser financiado gravando más fuertemente a los que reciben ingresos mayores y que continúen trabajando. Pero su ingreso neto luego de impuestos caerá en forma brusca, lo que tendrá como consecuencia que también ellos dejarán de trabajar y se pasarán al reparto. Veamos al hombre que gana u$s 6.000 por año. Él recibe, al inicio, un ingreso neto por su trabajo de sólo u$s 2.000, y si tiene que pagar, digamos, 500 dólares para financiar el reparto a los que no trabajan, su ingreso neto luego de impuestos será sólo de u$s 1.500 anuales. Si entonces tiene que pagar otros u$s 1.000 para financiar la rápida expansión de los que se suman al subsidio, su ingreso neto caerá a u$s 500 y se pasará al reparto. Por lo tanto, la conclusión indiscutible del ingreso anual garantizado será un círculo vicioso hacia el desastre, hacia el objetivo lógico e imposible de que casi nadie trabaje, y todos estén en el subsidio por desempleo.
A todo esto se suman algunas otras consideraciones importantes. En la práctica, por supuesto, el nivel básico, una vez establecido en u$s 4.000, no se mantendrá en esa cantidad; la irresistible presión de los clientes del asistencialismo y de otros grupos de presión lo aumentará de modo inexorable todos los años, con lo cual el círculo vicioso y el desastre económico cada vez estarán más cerca. En la práctica, el ingreso anual garantizado no reemplazará, como lo esperan sus defensores conservadores, al actual Estado Asistencialista; sencillamente se agregará a los programas existentes. Esto, por ejemplo, es precisamente lo que ocurrió con los programas estatales de ayuda a la tercera edad. El principal caballo de batalla del programa de Seguridad Social del New Deal era que reemplazaría eficientemente a los programas estatales de ayuda a la tercera edad que estaban en vigencia. En la práctica, por supuesto, no hizo tal cosa, y la ayuda a la tercera edad es mucho mayor ahora que en la década del treinta. Simplemente se agregó a los programas existentes una estructura de seguridad social en constante crecimiento. En la práctica, finalmente, la promesa del presidente Nixon a los conservadores de que los beneficiarios del nuevo reparto que estuvieran en condiciones físicas serían obligados a trabajar es una farsa evidente. En primer lugar, tendrían que encontrar un trabajo “apropiado”, y la experiencia universal de las agencias estatales de empleo para los desocupados es que casi nunca se encuentran los empleos “apropiados”.[45]
Los diversos proyectos para lograr un ingreso anual garantizado no constituyen una solución genuina para los males universalmente conocidos del sistema del Estado Asistencialista; todo cuanto harán será profundizar más aun esos males. La única solución viable es la libertaria: la derogación del subsidio estatal que hará posible la libertad y la acción voluntaria de todas las personas, ricas y pobres por igual.