Inflación y Ciclo Económico: El Colapso del Paradigma Keynesiano

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Hasta los años 1973-1974, los keynesianos que habían conformado la ortodoxia económica vigente desde fines de 1930 habían dominado cómodamente la escena económica.[1] Se había aceptado casi en general la posición keynesiana de que hay algo en la economía de libre mercado que la supedita a variaciones del gasto, que oscila entre el gasto en exceso y el gasto insuficiente (en la práctica, la preocupación keynesiana se centra casi exclusivamente en el supuesto gasto insuficiente), y que por lo tanto la función del gobierno es contrarrestar ese defecto del mercado. El gobierno debía compensar este supuesto desequilibrio manipulando su gasto y su déficit (en la práctica, aumentándolos). Por supuesto, esta función “macroeconómica” vital del gobierno debía ser guiada por un directorio de economistas keynesianos (el “Consejo de Asesores Económicos”), que podrían hacer los ajustes necesarios en la economía con el fin de prevenir tanto una inflación como una recesión, y regular la cantidad apropiada del gasto total para asegurar la continuidad del pleno empleo sin inflación.

En 1973-1974, hasta los keynesianos se dieron cuenta por fin de que había algo sumamente erróneo en este estado de cosas que parecía tan seguro, y que era hora de emprender la retirada para hacer un replanteo del problema.

Durante más de cuarenta años, los ajustes económicos realizados por los keynesianos no sólo no habían eliminado la inflación crónica instalada con la Segunda Guerra Mundial, sino que en ese período la inflación trepó temporalmente a cifras de dos dígitos (alrededor del 13 por ciento anual). Además, también en 1973-1974 los Estados Unidos cayeron en su recesión más profunda y prolongada desde la década de 1930 (se la habría llamado “depresión” si ese término no hubiese sido abandonado hacía tiempo por los economistas por considerarlo poco político). Este curioso fenómeno de una desembozada inflación a la par de una marcada recesión era sencillamente algo impensable desde la perspectiva keynesiana del mundo. Los economistas siempre supieron que, o bien la economía está en un período de auge, en cuyo caso los precios suben, o bien se encuentra en una acentuada recesión o depresión con elevado desempleo, caso en el cual los precios caen. Se suponía que en el auge, el gobierno keynesiano debía “frenar el exceso de poder adquisitivo” aumentando los impuestos, según la prescripción keynesiana –es decir, se suponía que debía disminuir sus gastos en la economía–; en la recesión, por el contrario, debía aumentar su gasto y sus déficit, para bombear recursos en la economía. Pero si la economía estuviera simultáneamente en inflación y recesión con alto desempleo, ¿qué diablos debía hacer el gobierno? ¿Cómo podría pisar el acelerador y el freno de la economía al mismo tiempo?

Ya en la recesión de 1958, las cosas habían comenzado a funcionar de manera peculiar; por primera vez, en medio de una recesión, los precios de los bienes de consumo aumentaron, aunque muy poco. Fue una nube muy pequeña en el cielo keynesiano, y aparentemente no había demasiado por lo cual preocuparse.

Los precios al consumidor volvieron a subir en la recesión de 1966, pero esta recesión fue tan leve que tampoco preocupó a nadie. Sin embargo, la fuerte inflación de la recesión de 1969-1971 tuvo un impacto considerable. Pero fue necesaria la marcada recesión que comenzó en medio de la inflación de dos dígitos de 1973-1974 para trastornar permanentemente al Establishment económico keynesiano. Hizo que se dieran cuenta de que no sólo habían fallado los ajustes económicos, que no sólo el ciclo supuestamente muerto y enterrado aún gozaba de buena salud, sino que ahora la economía estaba en un estado de inflación crónica y que empeoraba –y también se hallaba sometida a constantes embates recesivos: de recesión inflacionaria, o “estanflación”–. Se trataba no sólo de un nuevo fenómeno, sino de uno que no podía explicarse, que ni siquiera podía existir, según las teorías económicas ortodoxas.

Y la inflación pareció ir empeorando: de aproximadamente 1-2 por ciento anual durante la presidencia de Eisenhower, pasó al 3-4 por ciento en la era de Kennedy, a 5-6 por ciento con la administración Johnson, y a alrededor de 13 por ciento en 1973-1974; después se “retrajo” a un 6 por ciento, pero sólo bajo los duros golpes asestados por una pronunciada y prolongada depresión (aproximadamente en 1973-1976). Por lo tanto, varias cosas necesitan casi desesperadamente una explicación: 1) ¿A qué se debe la inflación crónica y creciente? 2) ¿A qué se debe la inflación incluso durante profundas depresiones? Y ya que estamos en esto, sería importante explicar, si pudiéramos: 3) ¿A qué se debe, en definitiva, el ciclo económico? ¿Por qué se produce el ciclo aparentemente interminable de auge y caída?

Por fortuna, tenemos las respuestas a estas preguntas, que han sido dadas por la trágicamente ignorada “Escuela Austríaca” de economía y su teoría del dinero y el ciclo económico, que desarrollaron en Austria Ludwig von Mises y su seguidor Friedrich A. Hayek, y que este último llevó a la London School of Economics a comienzos de la década de 1930. En realidad, la teoría austríaca del ciclo económico de Hayek atrajo a los economistas más jóvenes de Inglaterra precisamente porque por sí sola ofrecía una explicación satisfactoria de la Gran Depresión de los 30. Algunos futuros líderes keynesianos, como John R. Hicks, Abba P. Lerner, Lionel Robbins y Nicholas Kaldor en Inglaterra, y Alvin Hansen en los Estados Unidos, habían adherido a las ideas de Hayek sólo unos pocos años antes. Luego, la Teoría general de Keynes obtuvo un éxito arrasador después de 1936, en una verdadera “Revolución Keynesiana” que proclamaba con arrogancia que nadie antes se había atrevido a ofrecer una explicación acerca del ciclo económico o de la Gran Depresión. Habría que destacar el hecho de que la teoría keynesiana no triunfó mediante el debate y la refutación cuidadosa de la posición austríaca; por el contrario, como suele suceder en la historia de las ciencias sociales, sencillamente se impuso como una nueva moda, y la teoría austríaca no fue impugnada, sino sólo ignorada y olvidada.

Durante cuatro décadas, la teoría austríaca se mantuvo viva, pero no lamentada, honrada ni mencionada por la mayoría de los economistas, con excepción de Mises (en NYU) y Hayek (en Chicago), y de unos pocos seguidores que aún le eran fieles. Seguramente no es accidental que el actual renacimiento de la economía austríaca haya coincidido con el fenómeno de la estanflación y su consecuente destrucción del paradigma keynesiano a la vista de todos. En 1974 se realizó en el Royalton College, en Vermont, la primera conferencia de economistas de la Escuela Austríaca después de décadas. Más tarde, ese mismo año, la profesión económica quedó impresionada cuando se le otorgó el Premio Nobel a Hayek. A partir de entonces, hubo notables conferencias austríacas en la University of Hartford, en el Castillo de Windsor, en Inglaterra, y en la New York University, e incluso Hicks y Lerner dieron muestras de haber retomado, por lo menos en parte, su largamente olvidada posición. Se están organizando conferencias regionales en la Costa Este, en la Costa Oeste, en el Medio Oeste y en el Sudoeste, se publican libros en este campo y, lo que es quizás aun más importante, ha aparecido cierto número de estudiantes graduados y jóvenes profesores muy capaces que se dedican a la economía austríaca e indudablemente contribuirán en gran medida en el futuro.

Dinero e Inflación

Entonces, ¿qué puede decir sobre nuestro problema esta teoría austríaca que ha resurgido?[2] Lo primero que hay que señalar es que la inflación no es algo inevitablemente establecido dentro de la economía, como tampoco es un prerrequisito para un mundo floreciente y en crecimiento. Durante gran parte del siglo xix (excepto en los años de la guerra de 1812 y de la Guerra Civil), los precios estaban en baja, y sin embargo la economía crecía y se industrializaba. La caída de los precios no constituye en absoluto un freno para los negocios o para la prosperidad económica.

Por lo tanto, la caída de los precios forma parte, aparentemente, del funcionamiento normal de una economía de mercado en crecimiento. Entonces, ¿cómo puede ser que la sola idea de precios firmemente descendentes sea tan contraria a nuestra experiencia que parece surgir de un mundo de ensueño, totalmente irreal? ¿Por qué, a partir de la Segunda Guerra Mundial, los precios han aumentado en forma constante, e incluso rápidamente, en los Estados Unidos y en todo el mundo? Antes de esa instancia, habían subido abruptamente durante la Primera Guerra Mundial y la Segunda Guerra Mundial; en el período entre guerras disminuyeron ligeramente a pesar del gran auge de los años 20, y luego cayeron en forma pronunciada durante la Gran Depresión de la década de 1930. En resumen, si se exceptúan las experiencias de tiempos de guerra, la idea de la inflación como norma en tiempo de paz realmente llegó después de la Segunda Guerra Mundial.

La explicación más común de la inflación es que los empresarios codiciosos persisten en subir los precios para aumentar sus ganancias. Pero con toda seguridad el cociente de “codicia” de los hombres de negocios no experimentó de repente un gran salto desde la Segunda Guerra Mundial. ¿No eran igualmente “codiciosos” en el siglo xix y hasta 1941? Entonces, ¿por qué no había ninguna tendencia inflacionaria en esos momentos? Además, si los empresarios son tan ambiciosos como para aumentar los precios un 10 por ciento por año, ¿por qué se detienen allí? ¿Por qué esperan? ¿Por qué no suben los precios un 50 por ciento, o los duplican o triplican inmediatamente? ¿Qué los retiene?

Un defecto similar en la argumentación refuta a otra de las explicaciones más corrientes acerca de la inflación, según la cual los sindicatos insisten en lograr salarios más altos, y esto a su vez lleva a los empresarios a aumentar los precios.

Aparte del hecho de que la inflación ya era conocida en la antigua Roma, y mucho antes de que aparecieran los sindicatos en escena, y más allá de que no existe evidencia de que los salarios fijados por los sindicatos aumenten más rápido que los que no lo están, o que los precios de los productos fabricados por trabajadores sindicalizados suban más rápidamente que los de obreros no sindicalizados, surge una cuestión similar: ¿Por qué las empresas no aumentan sus precios de todos modos? ¿Qué es lo que les permite incrementarlos en una cierta magnitud, pero no más? Si los sindicatos son tan poderosos y los empresarios reaccionan en tan gran medida, ¿por qué los salarios y los precios no aumentan 50 por ciento, o 100 por ciento por año? ¿Qué los detiene?

Hace algunos años, una campaña propagandística televisiva inspirada por el gobierno se acercó un poco más a la solución del problema: se culpaba a los consumidores por la inflación porque comían y gastaban demasiado. Aquí tenemos al menos el comienzo de una explicación acerca de lo que impide que las empresas o los sindicatos demanden aun mayores precios: los consumidores no los pagarían. Hace algunos años se impulsó una fuerte suba de los precios del café; uno o dos años después cayeron de manera pronunciada por la resistencia de los consumidores; ésta se expresó hasta cierto punto en un duro boicot, pero lo más importante fue un cambio en los hábitos de consumo, por el cual se sustituyó el café por productos de menor precio. Por lo tanto, lo que los detiene es un límite en la demanda del consumidor.

Pero esto nos hace dar un paso atrás, puesto que si la demanda del consumidor se limita, como parece lógico, en algún momento dado, ¿cómo es posible que siga subiendo, año tras año, y validando y permitiendo aumentos de precios y salarios? Y si puede aumentar en un 10 por ciento, ¿qué le impide hacerlo en un 50 por ciento? En resumen, ¿qué es lo que hace que la demanda de consumo se siga incrementando año tras año, y no obstante le impide aumentar su demanda aun más?

Para continuar avanzando en esta indagación debemos analizar el significado del término “precio”. ¿Qué es exactamente un precio? El precio de cualquier cantidad dada de un producto es la cantidad de dinero que el comprador debe pagar para adquirirlo. En resumen, si alguien debe pagar siete dólares por diez barras de pan, entonces el “precio” de esas diez barras es de siete dólares, o, como generalmente expresamos el precio por unidad de producto, el precio del pan es setenta centavos por barra. Por lo tanto, este intercambio tiene dos lados: el comprador, con su dinero, y el vendedor, con su pan. Debería ser evidente que la interacción de ambas partes da origen al precio de mercado. En resumen, si hay más pan en el mercado, el precio baja (el aumento de la oferta reduce el precio); si, en cambio, los compradores de pan tienen más dinero, el precio aumenta (el aumento de la demanda eleva el precio). Ahora hemos encontrado el elemento crucial que limita y retiene la cantidad de la demanda, y por ende el precio: la cantidad de dinero que posee el consumidor. Si el dinero que tiene aumenta un 20 por ciento, entonces la limitación sobre su demanda decrece en un 20 por ciento, y, si todos los demás factores permanecen constantes, los precios tienden a aumentar también un 20 por ciento. Hemos encontrado el factor crucial: el stock o la oferta de dinero.

Si consideramos los precios en su totalidad para toda la economía, entonces el factor crucial es el stock o la oferta total de dinero en la economía. De hecho, la importancia de la oferta monetaria para analizar la inflación puede verse al ampliar nuestro análisis del mercado del pan o del café a la economía en general, dado que todos los precios están determinados inversamente por la oferta de bienes y directamente por su demanda. Pero la oferta de bienes, en general, aumenta año a año en nuestra economía en constante crecimiento. Por lo tanto, analizando la ecuación desde el lado de la oferta, la mayoría de los precios deberían estar en baja, y experimentaríamos una firme caída en los precios similar a la del siglo xix (“deflación”). Si la inflación crónica se atribuyera al lado de la oferta –a las actividades de los productores, como las empresas o los sindicatos–, entonces la oferta de bienes en general disminuiría necesariamente, con lo cual se elevarían los precios. Pero como la oferta de bienes está aumentando de manera manifiesta, la fuente de la inflación debe estar del lado de la demanda –y el factor dominante del lado de la demanda, tal como hemos señalado, es la oferta total de dinero.

Y, de hecho, si miramos al mundo pasado y presente, encontramos que la oferta monetaria ha venido aumentado velozmente. También subió en el siglo xix, aunque con mayor lentitud, a un ritmo mucho más pausado que el aumento de los bienes y servicios; pero a partir de la Segunda Guerra Mundial, el aumento en la oferta de dinero –tanto en los Estados Unidos como en el extranjero– ha sido mucho más rápido que en la oferta de bienes. La consecuencia es la inflación.

Entonces, la pregunta fundamental es la siguiente: ¿Quién, o qué, controla y determina la oferta de dinero y aumenta constantemente su cantidad, sobre todo en las últimas décadas? Para responderla, primero debemos considerar cómo surge, en primer lugar, el dinero en la economía de mercado. El dinero aparece inicialmente en el mercado cuando los individuos comienzan a elegir una o varias mercancías para utilizarlas como dinero: las mejores monedas mercancías son las que tienen gran demanda; las que poseen un alto valor por unidad de peso; las que son durables, para que se las pueda guardar durante mucho tiempo; las que son movibles, para que sea posible trasladarlas sin dificultad de un lugar a otro; las que sean fácilmente reconocibles; y aquellas que pueden ser divididas en pequeñas fracciones sin perder su valor. A lo largo de los siglos, diversos mercados y sociedades eligieron numerosos bienes de cambio como dinero: desde sal hasta azúcar, conchas de caracoles, ganado y tabaco, hasta cigarrillos en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial. Pero siempre hubo dos mercancías preferidas cuando estaban disponibles en la competitiva carrera para convertirse en dinero: el oro y la plata.

Los metales siempre circularon por su peso –una tonelada de hierro, una libra de cobre, etc.– y sus precios se calculan en términos de esas unidades de peso. El oro y la plata no son una excepción. Cada una de las modernas unidades monetarias se originó como unidad de peso de oro o plata. Por ejemplo, la unidad monetaria británica, la “libra esterlina”, se denomina así porque al principio significaba simplemente una libra de plata. (Para ver cómo la libra ha perdido valor en los siglos pasados, deberíamos destacar que ahora vale dos quintos de una onza de plata en el mercado. Éste es el efecto de la inflación inglesa –de la degradación del valor de la libra–.) El “dólar” era originalmente una moneda bohemia que consistía en una onza de plata. Más tarde, el “dólar” llegó a ser definido como la veinteava parte de una onza de oro.

Cuando una sociedad o un país adopta cierto bien de intercambio como moneda, y entonces su unidad de peso se transforma en la unidad monetaria –la unidad de cálculo de la vida diaria–, se dice que ese país está dentro del “patrón” de ese bien en particular. Puesto que los mercados consideraron universalmente al oro y a la plata como los mejores patrones siempre que estuvieran disponibles, el curso natural de esas economías estuvo en un patrón oro o plata. En ese caso, la oferta de oro está determinada por las fuerzas del mercado: por las condiciones tecnológicas de la oferta, los precios de otros bienes, etcétera.

Desde que el mercado comenzó a adoptar el oro y la plata como dinero, el Estado ha tratado de tomar el control de la función de oferta monetaria, la función de determinar y crear la oferta de dinero en la sociedad. Debería resultar obvio por qué el Estado habría de querer hacer algo semejante: esto significaría quitar el control sobre la oferta de dinero al mercado y entregárselo a un grupo de personas encargadas del aparato estatal. El por qué resulta claro: esta sería una alternativa para recabar fondos sin fijar impuestos, cuyas víctimas consideran onerosos. Pues, de este modo, los gobernantes del Estado pueden sencillamente crear su propio dinero y gastarlo o prestarlo a sus aliados favoritos. Nada de esto fue fácil hasta la invención de la imprenta, después de lo cual el Estado pudo aplicar las definiciones de “dólar”, “libra”, “marco”, etc., no ya a unidades de peso en oro o plata sino simplemente a papeles impresos por el gobierno central. Entonces ese gobierno tuvo la posibilidad de imprimirlos sin costo alguno y virtualmente a voluntad, y luego gastarlos o prestarlos como quisiera. Este complejo movimiento tardó siglos en completarse, pero ahora el stock y la emisión de dinero están totalmente en manos de cada gobierno central. Las consecuencias son cada vez más visibles.

Consideremos qué sucedería si el gobierno dijera a un grupo de personas –por ejemplo, la familia Jones–: “Les damos el poder absoluto e ilimitado de imprimir dólares, para que ustedes determinen el número de dólares en circulación. Tendrán un poder monopólico absoluto: cualquier otro que se atreva a utilizar ese poder será encarcelado durante muchísimo tiempo por falsificador y subversivo. Esperamos que usen este poder con sabiduría”. Podemos predecir casi con exactitud qué harán los miembros de la familia Jones con este nuevo poder. Al principio, lo utilizarán lenta y cuidadosamente, para pagar sus deudas y quizá comprarse algunos objetos que desean; pero luego, embriagados por la capacidad de imprimir su propia moneda, comenzarán a utilizar el poder al máximo, para darse lujos y hacer regalos a sus amigos, y por ende continuarán generando inflación y acelerándola.

Esto es precisamente lo que han hecho los gobiernos –todos los gobiernos –, excepto que en lugar de conferir el poder monopólico de falsificar a los Jones o a otras familias, se lo han “otorgado” a sí mismos. De la misma manera en que el Estado se arroga el monopolio del poder sobre el secuestro legalizado y lo llama servicio militar obligatorio, o el monopolio sobre el robo legalizado y lo denomina recaudación impositiva, así, también, adquirió el poder monopólico de falsificar dinero y llama a esto aumentar la oferta de dólares (o francos, marcos, etc.). En lugar de un patrón oro, en lugar de un dinero que surge del mercado libre –y cuya oferta está determinada por él–, vivimos bajo un patrón de dinero fiduciario. O sea, el dólar, el franco, etc., son sencillamente papeles en los cuales están impresos esos nombres, lanzados a voluntad por el gobierno central, es decir, por el aparato estatal.

Además, así como el interés de un falsificador es imprimir impunemente tanto dinero como pueda, también el Estado imprime tanto dinero como puede, y de la misma manera empleará el poder de recaudar impuestos: extraerá tanto dinero como le sea posible sin suscitar demasiadas protestas.

El control gubernamental de la oferta monetaria es intrínsecamente inflacionario, por la misma razón que cualquier sistema en el cual un grupo de personas que obtiene control sobre la impresión de dinero está destinado a generar inflación.

El Banco Central y la Reserva Fraccionaria

En la actualidad, sin embargo, se considera anticuado aumentar la inflación sencillamente imprimiendo más dinero. Por un lado, esto es demasiado visible, ya que la circulación de una enorme cantidad de billetes de alta denominación puede generar en el público la inquietante idea de que la indeseada inflación se debe a que el gobierno imprime todos los billetes –y se lo podría despojar de ese poder–. En lugar de hacer esto, los gobiernos han elaborado un medio mucho más complejo y sofisticado, y mucho menos visible, de hacer lo mismo, es decir, de organizar aumentos en la oferta monetaria que les permitan tener más dinero para gastar y subsidiar a los grupos políticos favorecidos. La idea fue la siguiente: en lugar de aumentar la impresión de dinero, considerar a los billetes (dólares, marcos, francos, etc.) como dinero básico (de “curso legal”), y luego poner por encima de todo eso algo misterioso e invisible, pero no menos potente: los “cheques”, o depósitos de cuenta corriente. El resultado es un motor inflacionario controlado por el gobierno, diseñado para que sólo lo comprendan los banqueros, los economistas y las autoridades de los bancos centrales del gobierno –y esto es intencional.

En primer lugar, es preciso tener en cuenta que todo el sistema bancario comercial, en los Estados Unidos o en cualquier otra parte, está bajo el control absoluto del gobierno central –un control que los bancos reciben con beneplácito porque les permite crear dinero–. Los bancos están controlados por el banco central –una institución gubernamental–; fundamentalmente, ese control surge del monopolio compulsivo de esa institución sobre la impresión de dinero. En los Estados Unidos, el Sistema de la Reserva Federal realiza esta función de banco central. El Banco Central de Reserva Federal (“la Fed”) permite entonces que los bancos comerciales pongan en pirámide los depósitos en cuenta corriente (dinero en forma de cheques) sobre sus propias “reservas” (depósitos en el Banco Central) por un múltiplo de aproximadamente 6:1. En otras palabras, si las reservas de los bancos en el Banco Central aumentan u$s mil millones, éstos pueden (y lo hacen) incrementar sus depósitos en u$s 6 mil millones –o sea que crean dinero nuevo por valor de u$s 6 mil millones.

¿Por qué las cuentas corrientes que tienen los bancos constituyen la mayor parte de la oferta monetaria? Oficialmente, no son dinero, o moneda de curso legal, de la manera en que lo son los billetes del Banco Central, pero constituyen una promesa del banco de que reembolsará sus depósitos en efectivo (en billetes del Banco Central) en cualquier momento en que el titular del depósito (el dueño de la “cuenta corriente”) lo desee. La cuestión, por supuesto, es que los bancos no tienen el dinero; no podrían tenerlo, dado que su deuda es seis veces mayor que sus reservas, las cuales están en su propia cuenta corriente en el Banco Central. El público, sin embargo, es inducido a confiar en los bancos por el manto de solvencia e integridad con que los cubre el Banco Central, dado que puede rescatar, y así lo hace, a los bancos que tienen dificultades. Si el público comprendiera el proceso y acudiera en masa a los bancos exigiendo su dinero, el Banco Central podría, ante esta situación de emergencia, imprimir suficiente papel moneda como para inundar a los bancos, si quisiera hacerlo.

Por tanto, el Banco Central controla la tasa de inflación monetaria ajustando el múltiplo (6:1) de creación de dinero por parte de los bancos, o, lo que es más importante, determinando la cantidad total de reservas bancarias. En otras palabras, si el Banco Central desea aumentar la oferta total de dinero en u$s 6.000 millones, en lugar de imprimir realmente u$s 6.000 millones, aumentará las reservas de los bancos en u$s 1.000 millones, y luego dejará que éstos creen u$s 6.000 de dinero nuevo en forma de cheques, a través de las cuentas corrientes. Al público, mientras tanto, se lo mantiene en la ignorancia del proceso o de lo que éste implica.

¿Cómo crean los bancos nuevos depósitos? Sencillamente prestándolos en el proceso de creación. Supongamos, por ejemplo, que los bancos reciben los u$s 1.000 millones de nuevas reservas; prestarán u$s 6.000 millones y crearán los nuevos depósitos en el curso del otorgamiento de nuevos préstamos. En resumen, cuando los bancos comerciales prestan dinero a un individuo, a una empresa o al gobierno, no están volviendo a prestar dinero existente, que el público ahorró con gran esfuerzo y depositó en sus bóvedas, como se suele creer. Prestan nuevos depósitos de cuenta corriente que se crean en el curso del préstamo –y sólo están limitados por los “requisitos de reserva”, a saber, por el múltiplo máximo requerido por el Banco Central (por ejemplo, 6:1)–. Esto es así porque, después de todo, no están imprimiendo billetes o extrayendo oro; todo lo que hacen es emitir depósitos en cuenta corriente o “cheques” que deberán rembolsar en efectivo; no podrían cumplir sus compromisos si el público de una vez, en algún momento, exigiera el ajuste de sus cuentas.

¿Cómo se las arregla entonces el Banco Central para determinar (casi siempre, aumentar) el total de las reservas de los bancos comerciales? Puede prestar, y de hecho lo hace, reservas a los bancos a una tasa artificialmente barata (la “tasa de redescuento”). Pero aun así, los bancos prefieren no estar fuertemente endeudados con el Banco Central, y por eso los préstamos totales que ésta les otorga nunca son demasiado grandes. La manera más importante en que el Banco Central determina el total de reservas es poco conocida o comprendida por el público: se trata del método de “compras en el mercado abierto”. Esto simplemente significa que el Banco Central sale al mercado abierto y compra un bien. Estrictamente, no importa qué clase de bien sea. Podría ser, por ejemplo, una calculadora de bolsillo que cueste u$s 20. Supongamos que el Banco Central compra una calculadora de bolsillo de XYZ Electronics por u$s 20. Si bien adquiere una calculadora, lo que nos interesa en este análisis es que XYZ Electronics recibe un cheque por u$s 20 del Banco Central. Ahora bien, El Banco Central no está abierta a cuentas de cheques de ciudadanos privados, sólo de bancos y del gobierno federal. Por lo tanto, XYZ Electronics sólo puede hacer una cosa con ese cheque: depositarlo en su propio banco, digamos, el Acme Bank. En este punto, tiene lugar otra transacción: XYZ recibe un aumento de u$s 20 en su cuenta bancaria, su “depósito en cuenta corriente”. A cambio, Acme Bank recibe un cheque, hecho a su nombre, del Banco Central. Ahora bien, lo primero que ha sucedido es que el stock de dinero de XYZ se ha incrementado en u$s 20 –su cuenta recién aumentada en el Acme Bank– y no ha cambiado el stock de dinero de nadie más. Así, al final de esa fase inicial –fase I– la oferta de dinero aumentó en u$s 20, la misma cantidad que la compra del bien por parte del Banco Central. Si nos preguntáramos de dónde sacó el Banco Central los u$s 20 para comprar la calculadora, la respuesta sería: los creó de la nada, sencillamente firmando un cheque propio. Nadie, ni el Banco Central ni ninguna otra persona, tenía los u$s 20 antes de que fueran creados en el proceso del gasto del Banco Central.

Pero esto no es todo, dado que ahora el Acme Bank tiene en su poder un cheque del Banco Central. Se apresura a ir al Banco Central, lo deposita y tiene un aumento de u$s 20 en sus reservas, o sea, en sus “depósitos de cuenta corriente con el Banco Central”. Ahora que el sistema bancario tiene un aumento de u$s 20, puede expandir el crédito y así lo hace, es decir, crea más depósitos de cuenta corriente en forma de créditos a empresas (o a consumidores, o al gobierno), hasta que el aumento total en cheques es u$s 120. Al final de la fase II, entonces, tenemos un aumento de u$s 20 en reservas bancarias generadas por la compra de una calculadora por parte del Banco Central, un aumento de u$s 120 en los depósitos de cuenta corriente y un incremento de u$s 100 en los créditos bancarios a empresas u otros. El total de la oferta monetaria se ha incrementado en u$s 120, de los cuales u$s 100 fueron creados por los bancos en el curso del préstamo en dinero de cuenta corriente a empresas, y u$s 20 fueron creados por el Banco Central al comprar una calculadora.

En la práctica, por supuesto, el Banco Central no pierde el tiempo comprando activos al azar. Sus compras de activos para inflar la economía son tan grandes que debe optar por un bien normal, de alta liquidez. En la práctica, esto significa que compra bonos y otros títulos del gobierno de los Estados Unidos. El mercado de bonos del gobierno de los Estados Unidos es enorme y sumamente líquido, y el Banco Central no se ve obligado a intervenir en los conflictos políticos involucrados en la búsqueda de activos o bonos privados para la compra. Desde el punto de vista del gobierno, este proceso también contribuye a sostener su mercado de títulos y a mantener altos los precios de los bonos gubernamentales.

Supongamos, sin embargo, que algún banco, quizá bajo la presión de sus depositantes, pudiera tener que convertir en efectivo parte de sus reservas de cuenta corriente para adquirir moneda fuerte. ¿Qué le sucedería entonces al Banco Central, dado que sus cheques crearon nuevas reservas bancarias de la nada? ¿No se vería forzado a ir a la quiebra o algo similar? No, porque tiene un monopolio sobre la impresión de efectivo, y podría –y de hecho lo haría– simplemente reembolsar su depósito de cuenta corriente imprimiendo la cantidad necesaria de billetes del Banco Central que necesita. En resumen, si un banco exigiera al Banco Central u$s 20 en efectivo para su reserva –e incluso si le demandara u$s 20 millones–, todo cuanto tendría que hacer el Banco Central sería imprimir esa cantidad y pagarla. Como es obvio, al ser capaz de imprimir su propio dinero, el Banco Central se encuentra en una posición singularmente envidiable.

De modo que por fin tenemos la clave del misterio del proceso inflacionario moderno. Es un proceso de constante expansión de la oferta monetaria a través de continuas compras de títulos del gobierno por parte del Banco Central en el mercado abierto. Si el Banco Central desea incrementar la oferta monetaria en u$s 6.000 millones, comprará títulos gubernamentales en el mercado abierto por un total de u$s 1.000 millones (si el multiplicador monetario de depósitos de cuenta corriente/reservas es 6:1), y logrará rápidamente su objetivo. De hecho, semana tras semana, incluso mientras se leen estas líneas, el Banco Central sale al mercado abierto de Nueva York y compra la cantidad de bonos del gobierno que haya decidido, y así contribuye a determinar el monto de la inflación monetaria. La historia monetaria del siglo xx registra reiterados debilitamientos de las restricciones a la propensión del Estado a provocar inflación, la eliminación de los controles, uno tras otro, hasta llegar a la situación actual, en la que el gobierno puede inflar a voluntad la oferta monetaria, y por ende los precios. En 1913 se creó el Sistema de Banco Central de Reserva Federal para hacer posible este sofisticado proceso de piramidación. El nuevo sistema permitió una gran expansión de la oferta de dinero y de la inflación, con el fin de pagar los gastos bélicos generados por la Primera Guerra Mundial. En 1933 se dio otro paso fatal: el gobierno de los Estados Unidos abandonó el patrón oro, o sea que los dólares, si bien aún estaban legalmente definidos en términos de su peso en oro, ya no eran redimibles en oro. En resumen, antes de 1933 el Banco Central tenía una importante traba en cuanto a inflar y expandir la oferta monetaria: los billetes del Banco Central en sí mismos eran pagaderos en su peso equivalente en oro.

Hay, por supuesto, una diferencia crucial entre el oro y los billetes del Banco Central. El gobierno no puede crear oro a voluntad, sino que es preciso extraerlo de la tierra mediante un costoso proceso. En cambio, los billetes del Banco Central pueden emitirse sin límites, a un costo virtualmente igual a cero en recursos. En 1933, el gobierno de los Estados Unidos eliminó esa traba a su potencial inflacionario (la necesidad de tener un respaldo en oro) al pasar al dinero fiduciario, es decir, al convertir el dólar billete en el patrón monetario, con lo cual instituyó el monopolio gubernamental de la provisión de dólares. El abandono del patrón oro preparó el camino para la poderosa inflación monetaria y de precios en los Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella.

Pero aún había un pequeño detalle molesto, todavía quedaba una restricción a la tendencia inflacionaria del gobierno. Si bien el abandono del patrón oro regía dentro del país, éste aún se comprometía a reembolsar con oro los dólares billetes (y en última instancia, los dólares bancarios) en manos de gobiernos extranjeros si éstos así lo desearan. En resumen, los Estados Unidos estaban todavía, internacionalmente, funcionando con una forma restringida y abortada del patrón oro. Así, mientras el gobierno estadounidense provocaba inflación de la oferta monetaria y de los precios en las décadas de 1950 y 1960, los gobiernos europeos acumulaban dólares y obligaciones en dólares (en papel y en cheques).

Luego de muchas maquinaciones económicas y negociaciones políticas para inducir a los gobiernos extranjeros a no ejercer su derecho a que sus dólares fueran reembolsados en oro, en agosto de 1971, los Estados Unidos se declararon en quiebra, repudiando sus solemnes obligaciones contractuales y “cerrando la ventanilla del oro”. No es casual que esta rápida eliminación del último vestigio de restricción, que afectó a los gobiernos extranjeros, fuera seguida por la inflación de dos dígitos de 1973-1974 y por una inflación similar en el resto del mundo.

Hemos explicado la razón de la inflación crónica y cada vez mayor en el mundo contemporáneo y en los Estados Unidos: la lamentable consecuencia de una secuencia de pasaje, a lo largo del siglo xx, del patrón oro al dinero fiduciario emitido por el gobierno, y del desarrollo de un sistema de bancos centrales y de piramidación de los depósitos en cuenta corriente (cheques) sobre el papel moneda inflado. Ambos desarrollos interrelacionados equivalen a una sola cosa: la toma del control de la oferta monetaria por parte del gobierno.

Si bien hemos dilucidado el mecanismo de la inflación, no hemos examinado aún el problema del ciclo económico, de las recesiones y de la recesión inflacionaria o estanflación. ¿A qué se deben el ciclo económico y el misterioso nuevo fenómeno de la estanflación?

Crédito Bancario y Ciclo Económico

El ciclo económico apareció en el mundo occidental en la última parte del siglo xviii. Fue un fenómeno curioso, porque parecía no tener razón alguna, y de hecho no había existido antes. El ciclo económico consiste en una serie regularmente recurrente (aunque no estrictamente periódica) de auges y regresiones, de períodos inflacionarios caracterizados por un aumento de la actividad económica, mayor empleo y precios más altos, seguidos en forma abrupta por recesiones o depresiones caracterizadas por una actividad económica en declinación, elevado desempleo y caída de los precios; y luego, al terminar el período de recesión, se produce la recuperación y la fase de auge recomienza.

A priori, no hay ninguna razón para esperar esta clase de patrón cíclico de la actividad económica. Por supuesto, hay ciclos en algunos tipos específicos de actividad, por ejemplo, el ciclo de siete años de la plaga de la langosta tendrá como consecuencia un ciclo de siete años en la actividad de lucha contra la langosta, en la producción de aerosoles, equipos y demás productos para combatirla. Pero no existe razón alguna para esperar ciclos de auge y retroceso en la economía en general. En realidad, sí las hay para esperar lo opuesto, dado que por lo general el libre mercado funciona en forma tranquila y eficiente, y en especial sin ninguna agregación masiva de errores, como resulta evidente cuando el auge se transforma de pronto en una caída y se incurre en graves pérdidas. De hecho, antes de fines del siglo xviii estos ciclos generales no existían. Por lo común la economía funcionaba equilibradamente hasta que ocurría una repentina interrupción: una escasez de trigo provocaba un colapso en un país agrícola; el rey confiscaba la mayor parte del dinero que estaba en manos de los financistas, causando una repentina depresión; una guerra interrumpía las relaciones comerciales. En cada uno de esos casos, el comercio sufría un golpe específico provocado por una causa única y fácilmente identificable, que no requería una explicación ulterior.

Entonces ¿cuál fue la causa del nuevo fenómeno del ciclo económico? Se puso de manifiesto que se producía en las regiones económicamente más avanzadas de cada país: en las ciudades portuarias, en las áreas que tenían relaciones comerciales con los centros más avanzados de producción y actividad en el mundo. Durante este período surgieron en la Europa occidental, y precisamente en esos centros, dos fenómenos diferentes y de vital importancia: la industrialización y la banca comercial. El sistema bancario comercial era del mismo tipo que el que hemos analizado, es decir, de “reserva fraccionaria”; el primer banco central del mundo, el Banco de Inglaterra, se estableció en Londres a fines del siglo xviii. En el siglo xix, en la nueva disciplina de la economía y entre los autores y comentaristas financieros, comenzaron a surgir dos tipos de teorías que intentaban explicar el nuevo e indeseado fenómeno: una de ellas lo atribuía a la existencia de la industria, y la otra, a la del sistema bancario. Para los economistas que defendían la primera, la responsabilidad por el ciclo económico estaba profundamente enraizada en la economía de libre mercado, y sencillamente reclamaban la abolición de éste (por ejemplo, Karl Marx) o bien su drástico control y regulación por parte del gobierno para paliar el ciclo (por ejemplo, Lord Keynes). Por otro lado, los economistas que responsabilizaban al sistema bancario de reserva fraccionaria no hacían recaer la culpa sobre la economía de mercado sino sobre un área, el dinero y la banca, que incluso en el liberalismo clásico inglés nunca se había librado del rígido control gubernamental. Ya en el siglo xix, culpar a los bancos significaba esencialmente culpar al gobierno por el ciclo de crecimiento y retroceso.

No podemos entrar en detalles aquí acerca de las numerosas falacias de las escuelas de pensamiento que responsabilizaban a la economía de mercado por los ciclos; resulta suficiente manifestar que esas teorías no pueden explicar el aumento de precios durante el auge o su caída durante la recesión, ni la acumulación masiva de errores que surge repentinamente en forma de graves pérdidas cuando el auge se convierte en caída.

Los primeros que enunciaron una teoría del ciclo económico centrándose en el dinero y en el sistema bancario fueron David Ricardo y sus seguidores, economistas liberales clásicos ingleses del siglo xix que desarrollaron la “teoría monetaria” del ciclo económico.[3] La teoría ricardiana era más o menos la siguiente: los bancos con reserva fraccionaria, acicateados y controlados por el gobierno y su banco central, expanden el crédito. A medida que se produce esta expansión y se “piramida” sobre el papel moneda y el oro, la oferta monetaria (en forma de depósitos bancarios o, en ese período histórico, de billetes de banco) se expande. La expansión de la oferta monetaria hace subir los precios y pone en movimiento un auge inflacionario. Al paso que éste continúa, alimentado por la acumulación de billetes bancarios y de depósitos por encima del oro, los precios internos también suben, y esto significa que serán superiores a los precios de los bienes importados, o sea que aumentarán las importaciones y disminuirán las exportaciones. Surgirá y crecerá un déficit en la balanza de pagos, que habrá que pagar con el oro que sale del país con inflación hacia los países cuya moneda es más fuerte. Pero a medida que el oro fluye hacia afuera, la pirámide conformada por la expansión monetaria y bancaria será cada vez más inestable, y el riesgo de quiebra de los bancos aumentará. Por último, el gobierno y los bancos tendrán que detener su expansión, y estos últimos, para salvarse, se verán obligados a reducir los préstamos y contraer los depósitos en cuenta corriente.

El repentino cambio de la expansión del crédito bancario a su contracción invierte la situación económica, y la caída sigue rápidamente al auge. Los bancos deben contraer su cartera de préstamos, y los negocios y la actividad económica sufren al paso que aumenta la presión debido al repago de la deuda y la contracción. La disminución en la oferta monetaria, a su vez, lleva a una caída general de precios (“deflación”). La fase de recesión o depresión ha llegado. Sin embargo, a medida que la oferta de dinero y los precios caen, los bienes vuelven a hacerse más competitivos con los productos extranjeros y la balanza de pagos se invierte, con lo cual el superávit reemplaza al déficit. El oro fluye hacia el país y, como los billetes bancarios y los depósitos se contraen sobre una base de oro en expansión, la condición de los bancos se hace más sólida y se produce la recuperación.

La teoría ricardiana tenía varias características notables: explicaba el comportamiento de los precios centrándose en los cambios en la oferta de dinero por parte de los bancos (que en realidad siempre aumentaba en los auges y declinaba en los retrocesos). También explicaba el comportamiento de la balanza de pagos.

Además, vinculó el auge y la recesión, de tal manera que ésta fue vista como la consecuencia del auge precedente. Y no sólo como la consecuencia, sino también como la manera saludable de ajustar la economía después de la insensata intervención que había creado el auge inflacionario.

En resumen, por primera vez se consideró a la recesión no como una aparición infernal ni como una catástrofe generada por el funcionamiento interno de la economía de mercado industrializada. Los ricardianos se dieron cuenta de que el mal principal era el auge inflacionario precedente causado por la intervención gubernamental en el sistema monetario y bancario, y que la recesión, por indeseados que fueran sus síntomas, era realmente el proceso de ajuste necesario mediante el cual el auge intervencionista se lavaba del sistema económico. La depresión es el proceso mediante el cual la economía de mercado se regulariza, elimina los excesos y distorsiones de la estampida inflacionaria y restablece una situación económica sana. La depresión es la reacción desagradable pero necesaria para las distorsiones y los excesos del auge precedente.

¿Por qué, entonces, la recurrencia del ciclo económico? ¿Por qué la alternancia permanente entre auge y caída? Para responder, debemos entender las motivaciones de los bancos y del gobierno. Los bancos comerciales viven y obtienen ganancias de la expansión del crédito y de la creación de nueva oferta de dinero; por lo tanto, tienden naturalmente a hacerlo, “a monetizar el crédito”, si les es posible. El gobierno también desea la inflación, tanto para expandir sus propios ingresos (sea imprimiendo dinero o para que el sistema bancario pueda financiar los déficit gubernamentales) como para subsidiar a los grupos económicos y políticos favorecidos mediante un crédito creciente y barato.

Sabemos, pues, por qué comienza el auge inicial. El gobierno y los bancos tienen que retroceder cuando el desastre amenaza y se aproxima el punto crítico. Pero a medida que el oro fluye hacia el país, los bancos se vuelven más solventes. Y cuando se han recuperado lo suficiente, se encuentran en la posición segura de retomar su tendencia natural a inflar la oferta de dinero y crédito. Y entonces el próximo auge está en camino, sembrando las semillas para la siguiente e inevitable caída.

Así, la teoría ricardiana también explica la continua recurrencia del ciclo económico. Pero hay dos cosas que no explica. Primero, y más importante, la acumulación masiva de errores por la cual se ve repentinamente a los empresarios como responsables cuando la crisis azota y la caída sigue al auge, dado que están entrenados para hacer pronósticos eficaces, y no es su estilo cometer en forma súbita errores importantes que los obliguen a experimentar pérdidas generalizadas y graves. Segundo, otra característica destacada de todo ciclo económico ha sido el hecho de que tanto el auge como la caída han tenido una magnitud considerable en las “industrias de bienes de capital” (las que fabrican máquinas, equipos, plantas u otras materias primas industriales) que en las industrias de bienes de consumo. Y la teoría ricardiana no explica en absoluto esta característica del ciclo.

La teoría austríaca, o misesiana, del ciclo económico se construyó a partir del análisis ricardiano y desarrolló su propia explicación del ciclo sobre la base de la “sobreinversión monetaria” o, más estrictamente, la “mala inversión monetaria”. La teoría austríaca no sólo pudo explicar el fenómeno desarrollado por los ricardianos, sino también la acumulación de errores y la mayor intensidad de los ciclos de los bienes de capital. Y, tal como veremos, es la única que pudo comprender el moderno fenómeno de la estanflación.

Mises comienza del mismo modo que los ricardianos: el gobierno y su banco central estimulan la expansión del crédito bancario adquiriendo activos y aumentando así las reservas bancarias. Los bancos comienzan a expandir el crédito y, por ende, la oferta monetaria nacional en forma de depósitos de cuenta corriente (habiendo desaparecido casi por completo los billetes emitidos por los bancos privados). Al igual que los ricardianos, Mises ve que esta expansión del dinero bancario aumenta los precios y provoca inflación.

Pero, señala, los ricardianos subestimaron las desafortunadas consecuencias de la inflación del crédito bancario, dado que lo que sucede es algo aun más siniestro. La expansión del crédito bancario no sólo aumenta los precios, sino que también reduce artificialmente la tasa de interés, y por ende envía señales engañosas a los empresarios, llevándolos a tomar decisiones equivocadas y a realizar inversiones antieconómicas.

En el mercado libre y sin obstáculos, la tasa de interés sobre los préstamos está determinada únicamente por las “preferencias temporales” de todos los individuos que conforman la economía de mercado, dado que la esencia de cualquier crédito es que se intercambia un “bien presente” (dinero que puede ser usado en el presente) por un “bien futuro” (un pagaré que puede ser utilizado en algún momento en el futuro). Dado que las personas siempre prefieren tener dinero en el presente frente a la perspectiva de obtener la misma cantidad de dinero en algún punto en el futuro, los bienes presentes siempre tienen un valor agregado sobre los bienes futuros en el mercado.

Ese adicional, o “agio”, es la tasa de interés, y su nivel varía según el grado en el cual la gente prefiera el presente respecto del futuro, es decir, el grado de sus preferencias temporales.

Las preferencias temporales de las personas también determinan el grado en que éstas ahorran e invierten para uso futuro, en comparación con lo que consumen ahora. Si disminuyeran, es decir, si el grado de preferencia por el presente en lugar del futuro declinara, la gente tendería a consumir menos ahora y a ahorrar e invertir más; al mismo tiempo, y por idéntico motivo, la tasa de interés, la tasa de descuento temporal, también caería. El crecimiento económico surge principalmente como resultado de la caída de las tasas de preferencia temporal, lo cual provoca un aumento en la proporción de ahorro e inversión respecto del consumo, así como también la disminución en la tasa de interés.

Pero ¿qué sucede cuando la tasa de interés cae no debido a una reducción voluntaria de las preferencias temporales y a un mayor ahorro por parte del público, sino a causa de la interferencia gubernamental que promueve la expansión del crédito y el dinero bancarios? Por supuesto, el nuevo dinero de cuenta corriente creado en el curso de los préstamos bancarios a las empresas llegará al mercado como un suministrador de préstamos, y así, al menos inicialmente, reducirá la tasa de interés. ¿Qué sucede, en otras palabras, cuando las tasas de interés han disminuido en forma artificial, debido a la intervención realizada, en lugar de hacerlo naturalmente, por los cambios en las valoraciones y preferencias del público consumidor?

En este caso se producen problemas, porque los empresarios, al ver que la tasa de interés cae, reaccionarán como siempre lo han hecho ante ese cambio en las señales del mercado: invertirán más en bienes de capital. Las inversiones, sobre todo en proyectos a largo plazo y que demandan mucho tiempo, que antes se veían como no rentables, ahora parecen ser rentables debido a la caída en la carga de la tasa de interés. En resumen, los empresarios reaccionan como lo harían si los ahorros se hubieran incrementado de manera genuina: hacen lo necesario para invertir esos supuestos ahorros. Amplían sus inversiones en equipamiento durable, en bienes de capital, en materia prima industrial y en construcción, en comparación con su producción directa de bienes de consumo.

De esa manera, las empresas toman prestado de muy buen grado el nuevo dinero bancario cuya disponibilidad va en aumento y que fluye hacia ellos a tasas más baratas; lo utilizan para invertir en bienes de capital, y finalmente lo aplican para pagar salarios más altos a los trabajadores en las industrias de bienes de capital. La mayor demanda de los negocios aumenta los costos laborales, pero las empresas consideran que podrán pagar esos mayores costos porque fueron engañadas por el gobierno y por la intervención bancaria en el mercado crediticio, y por su manipulación vitalmente importante de la señal que es la tasa de interés en el mercado –la señal que determina cuántos recursos se utilizarán para la producción de bienes de capital y cuántos, para la de bienes de consumo.

Los problemas surgen cuando los trabajadores comienzan a gastar el nuevo dinero bancario, el que han recibido en forma de mayores salarios, ya que las preferencias temporales del público en realidad no se han reducido; el público no quiere ahorrar más de lo que tiene ahorrado. Así las cosas, los trabajadores se disponen a destinar al consumo la mayoría de sus nuevos ingresos, en resumen, a restablecer su antigua proporción consumo/ahorro. Esto significa que ahora el gasto en la economía se dirige hacia las industrias de bienes de consumo y se ve que no es posible, al mismo tiempo, ahorrar e invertir lo suficiente para comprar las nuevas máquinas, los equipamientos de capital, los materiales industriales y demás. Esta falta de ahorro e inversión suficientes para adquirir todos los nuevos bienes de capital a los precios esperados y existentes se revela como una repentina y profunda depresión en las industrias de bienes de capital, dado que una vez que los consumidores restablecen la proporción consumo/inversión que desean, se pone en evidencia que la economía ha invertido demasiado en bienes de capital (de ahí el término de “teoría de sobreinversión monetaria”), y muy poco en bienes de consumo. La economía fue seducida por la manipulación y la rebaja artificial de la tasa de interés por parte del gobierno, y actuó como si hubiese más ahorros disponibles que los que realmente había para invertir. Tan pronto como el nuevo dinero bancario afluyó al sistema y los consumidores restablecieron sus antiguas proporciones temporales, se puso de manifiesto que no había ahorros suficientes para comprar todos los bienes de los productores y que la economía había invertido mal los limitados ahorros disponibles (“teoría de la mala inversión monetaria”). La economía invirtió en exceso en bienes de capital y demasiado poco en bienes de consumo.

De este modo, el auge inflacionario conduce a distorsiones en la totalidad del sistema de precios y producción. Los precios del trabajo, las materias primas y las maquinarias en las industrias de bienes de capital aumentan demasiado durante el auge como para que resulten rentables cuando los consumidores estén en condiciones de retomar sus antiguas preferencias en cuanto al consumo y a la inversión. Así, se considera a la “depresión”–aun más que en la teoría ricardiana– como el período necesario y saludable en el que la economía de mercado abandona y liquida las inversiones erróneas y antieconómicas del período de auge y restablece las proporciones entre consumo e inversión que realmente desean los consumidores. Es un proceso doloroso pero ineludible mediante el cual el mercado se libera de los excesos y errores del auge y restaura el funcionamiento eficiente de la economía de mercado en beneficio de la masa de consumidores. Como durante el auge los precios de los factores de producción (tierra, trabajo, maquinaria, materias primas) fueron elevados excesivamente en las industrias de bienes de capital, hay que permitir que caigan durante la recesión hasta que se reconstituyan en el mercado las proporciones correctas de precios y producción.

Dicho de otra manera, la inflación no sólo aumenta los precios en general, sino que también distorsiona los precios relativos, las relaciones de un tipo de precio a otro. En resumen, si bien la expansión inflacionaria del crédito aumentará todos los precios, en las industrias de bienes de capital los precios y los salarios subirán más rápidamente que en las industrias de bienes de consumo. Es decir que el auge será más intenso en aquéllas que en éstas. Por otro lado, la esencia del período de ajuste mediante la depresión debería ser bajar los precios y salarios en las industrias de bienes de capital en relación con los precios y salarios de las industrias de bienes de consumo, para poder inducir el movimiento de los recursos nuevamente desde las sobredimensionadas industrias de bienes de capital hasta las industrias de bienes de consumo, cuyos recursos son exiguos. Todos los precios caerán debido a la contracción del crédito bancario, pero los precios y salarios en los bienes de capital disminuirán en forma más acentuada que en los bienes de consumo. En resumen, tanto el auge como la caída serán más intensos en las industrias de bienes de capital que en las de bienes de consumo. Así hemos explicado la mayor intensidad de los ciclos económicos en el primer tipo de industria.

Sin embargo, parece haber una falla en la teoría, pues si los trabajadores reciben el incremento de dinero en forma de mayores salarios con bastante celeridad, y luego comienzan a restablecer sus deseadas proporciones de consumo/inversión, ¿cómo es posible que los auges duren años enteros sin enfrentarse con la adversidad: sin que se revelen las erróneas inversiones o las equivocaciones provocadas por la evidente manipulación bancaria al enviar señales erróneas al mercado? En resumen, ¿por qué el proceso de ajuste por depresión tarda tanto en comenzar a funcionar? La respuesta es que los auges de hecho tendrían muy corta vida (digamos, unos meses) si la expansión del crédito bancario y la consiguiente presión sobre las tasas de interés hasta un nivel inferior al de libre mercado se llevaran a cabo de una sola vez. Pero el punto crucial es que la expansión del crédito no opera así. Ocurre en forma continua, sin dar nunca a los consumidores la oportunidad de restablecer sus proporciones preferidas de consumo y ahorro, no permitiendo nunca el alza en los costos de las industrias de bienes de capital para alcanzar el alza inflacionaria de los precios. Como el repetido doping de un caballo de carrera, el auge se mantiene en curso y progresa hacia su consecuencia inevitable por las dosis repetidas y aceleradoras del estimulante: el crédito bancario. Sólo cuando se llega a un punto en el cual la expansión del crédito bancario debe detenerse o desacelerarse bruscamente, sea porque los bancos dejan de ser dignos de la confianza del público o porque éste se inquieta ante la continua inflación, se produce el ineludible castigo. Tan pronto como la expansión del crédito se detiene, hay que pagar las consecuencias, y los inevitables reajustes deben liquidar los desacertados excesos de inversión del auge y redirigir la economía más hacia la producción de bienes de consumo. Y, por supuesto, cuanto más dure el auge, mayores serán las inversiones erróneas que habrá que liquidar, y más abrumadores los reajustes que deberán realizarse.

Así explica la teoría austríaca la masiva acumulación de errores (inversiones excesivas en industrias de bienes de capital que repentinamente se revelan como tales cuando se detiene el estímulo artificial de la expansión del crédito), la mayor intensidad del auge y el retroceso en la industria de bienes de capital respecto de la de bienes de consumo. Su explicación para la recurrencia, para el inicio del auge siguiente, es similar a la ricardiana; una vez superadas las liquidaciones y las bancarrotas, y completados los ajustes en precios y producción, la economía y los bancos comienzan a recuperarse, y estos últimos pueden disponerse a retornar a su natural y deseado curso de expansión del crédito.

¿Qué hay de la explicación austríaca –la única que existe– sobre la estanflación? ¿Cómo es posible que, en recesiones recientes, los precios sigan aumentando? En primer lugar, debemos señalar que son particularmente los precios de los bienes de consumo los que continúan subiendo durante las recesiones, y los que confunden al público al darle lo peor de ambos mundos al mismo tiempo: alto desempleo y aumentos en el costo de vida. Así, durante la depresión de 1974-1976, los precios de los bienes de consumo se elevaron rápidamente pero los precios al por mayor se mantuvieron nivelados, mientras que los precios de la materia prima industrial experimentaron una caída rápida e importante. Entonces ¿cómo es posible que en la actualidad el costo de vida continúe aumentando durante las recesiones?

Retrocedamos en el tiempo y examinemos qué sucedía con los precios en el ciclo auge-retroceso “clásico” o antiguo (antes de la Segunda Guerra Mundial). Durante los períodos de auge se incrementaba la oferta monetaria y, por lo tanto, los precios en general subían, pero los precios de los bienes de capital aumentaban más que los de consumo, sustrayendo recursos de las industrias de bienes de consumo y llevándolos a las de bienes de capital. En resumen, haciendo abstracción del aumento general de precios, los precios de los bienes de capital subían y los de los bienes de consumo bajaban durante el auge, unos en relación con otros. ¿Qué sucedía en la recesión? La situación contraria: la oferta monetaria disminuía, por lo tanto los precios en general caían, pero los precios de los bienes de capital disminuían más que los de los bienes de consumo, llevando nuevamente recursos de las industrias de bienes de capital a las de bienes de consumo. En síntesis, haciendo abstracción de la caída general de precios, relativa a cada uno, los precios de los bienes de capital bajaban y los de los bienes de consumo aumentaban durante el proceso de caída, unos en relación con otros.

Según la posición austríaca, esta situación de los precios relativos en el auge y en el retroceso todavía se mantiene sin cambios. Durante los auges, los precios de los bienes de capital aún aumentan y los de los bienes de consumo disminuyen unos en relación con otros, y durante la recesión ocurre lo contrario. La diferencia consiste en que vivimos en un nuevo mundo monetario, tal como ya lo hemos dicho en este capítulo, dado que ahora que se ha eliminado el patrón oro, el Banco Central puede (y de hecho lo hace) aumentar en todo momento  la oferta monetaria, sea que haya crecimiento o recesión. Desde comienzos de la década de 1930 no hubo una contracción de la oferta monetaria, y no parece haber probabilidades de que se produzca otra en el futuro inmediato. Así que ahora que la oferta monetaria aumenta siempre, los precios en general siempre suben, a veces más lentamente y otras veces más rápido.

En resumen, en la recesión clásica, los precios de los bienes de consumo siempre aumentaban en relación con los de los bienes de capital. Entonces, si los precios de los bienes de consumo caían 10 por ciento en una recesión en particular, y los precios en los bienes de capital caían 30 por ciento, los primeros aumentaban sustancialmente en términos relativos. Pero, desde el punto de vista del consumidor, la disminución en el costo de vida era recibida con gran satisfacción; de hecho, era lo que doraba la píldora de la recesión o depresión. Incluso durante la Gran Depresión de la década del 30, cuando las tasas de desempleo eran muy altas, el 75-80 por ciento de la fuerza de trabajo aún empleada disfrutaba de los precios baratos de los bienes de consumo.

Pero ahora, con el ajuste keynesiano en funcionamiento, ya no hay modo de dorar la píldora. Ahora que a la oferta de dinero –y por ende, a los precios en general– no se le permite caer, el aumento en los precios relativos de los bienes de consumo durante una recesión impactará al consumidor como un visible aumento en los precios nominales. En la actualidad, su costo de vida sube durante una depresión, y en consecuencia sufre el peor de los dos mundos; en el ciclo económico clásico, antes del liderazgo de Keynes y el Consejo de Asesores Económicos, al menos tenía que soportar sólo una calamidad por vez.

¿Cuáles son, entonces, las conclusiones políticas que surgen rápida y sencillamente del análisis austríaco del ciclo económico? Son exactamente opuestas a las del Establishment keynesiano, dado que, como el virus de la distorsión de la producción y los precios surge de la expansión del crédito bancario inflacionario, la prescripción austríaca para el ciclo económico será la siguiente: primero, si estamos en un período de auge, el gobierno y sus bancos deben detener inmediatamente la expansión monetaria. Por supuesto, este cese del estímulo artificial llevará a su fin de modo inevitable el auge inflacionario y dará comienzo ineludiblemente a una recesión o a una depresión, pero cuanto más demore el gobierno este proceso, más duros deberán ser los reajustes necesarios, y por eso es preciso que se lleve a cabo enseguida. Esto también implica que el gobierno nunca debe intentar postergar la depresión, sino que tiene que permitir que empiece a funcionar por sí sola tan pronto como sea posible, para que pueda comenzar la verdadera recuperación. Esto también significa, sobre todo, que el gobierno tiene que evitar cualquiera de las intervenciones a las que son tan aficionados los keynesianos. Nunca debe intentar sostener situaciones económicas poco sólidas, ni rescatar o prestar dinero a empresas insolventes, porque al hacerlo, todo cuanto logrará será prolongar la agonía y convertir una fase de depresión repentina y rápida en una enfermedad crónica. Tampoco debe mantener los índices salariales o los precios, sobre todo en las industrias de bienes de capital; esto dilataría y retrasaría en forma indeterminada la realización del proceso de ajuste por la depresión, y provocaría una depresión indefinida y prolongada y un desempleo masivo en las vitales industrias de bienes de capital. El gobierno no debe tratar de expandir nuevamente la oferta monetaria para salir de la depresión, dado que aun si esta reexpansión tuviera éxito (lo que no es seguro en absoluto), sólo provocaría mayores problemas y una depresión más duradera y renovada en adelante. No debe hacer nada para incentivar el consumo ni incrementar sus gastos, ya que esto aumentaría más la proporción de consumo/inversión en la sociedad, cuando lo único que puede acelerar el proceso de ajuste es reducir la proporción de consumo/ahorro para validar gran parte de las inversiones actualmente poco sólidas y hacerlas rentables. La única manera en que el gobierno puede ayudar en este proceso es reduciendo su propio presupuesto, lo cual aumentará la relación inversión/consumo en la economía (dado que el gasto gubernamental puede ser visto como gasto en consumo para los burócratas y políticos).

Por lo tanto, según el análisis austríaco de la depresión y el ciclo económico, el gobierno no debe hacer absolutamente nada. En primer lugar, tendría que detener su propia expansión, y luego llevar a cabo una política estricta de laissez-faire. Cualquier cosa que haga retrasará y obstruirá el proceso de ajuste del mercado; cuanto menos intervenga, más rápido se realizará este proceso y se producirá una auténtica recuperación económica.

La prescripción austríaca para una depresión es, entonces, diametralmente opuesta a la keynesiana: el gobierno tiene que evitar absolutamente toda intervención en la economía, y limitarse a detener su propia expansión y recortar su propio presupuesto.

Es evidente que el análisis austríaco del ciclo económico concuerda perfectamente con la perspectiva libertaria respecto del gobierno y de una economía de libre mercado.

Considerando que el Estado siempre querrá expandir la oferta monetaria e interferir en la economía, la prescripción libertaria destacaría la importancia de que la moneda y el sistema bancario estén totalmente separados del Estado. Esto implicaría, por lo menos, la derogación del Banco Central y el retorno a una moneda mercancía (como el oro o la plata), para que la unidad monetaria vuelva a ser la unidad de peso de un bien producido por el mercado en lugar del nombre de un papel impreso por el aparato falsificador del Estado.


[1] Los keynesianos son los creadores de la “macroeconomía” y los discípulos de Lord Keynes, el adinerado y carismático economista de Cambridge University cuya Teoría general sobre el empleo, el interés y el dinero (Nueva York, Harcourt Brace, 1936) es la piedra angular de la economía keynesiana.

[2] Una breve introducción a la teoría austríaca del ciclo económico puede hallarse en Rothbard, Murray N. Depressions: Their Cause and Cure. Lansing, Mich., Constitutional Alliance, marzo de 1969. Se plantea la teoría y luego se la aplica a la Gran Depresión de 1929-1933, y también se la utiliza brevemente para explicar nuestra actual estanflación, en Rothbard. America’s Great Depresión, 3ª ed. Kansas City, Kans., Sheed and Ward, 1975.

La mejor fuente para la teoría austríaca del dinero sigue siendo su trabajo original: Mises, Ludwig von. Theory of Money and Credit, 3ª ed. Irvington-on-Hudson, N.Y., Foundation for Economic Education, 1971. Para una introducción, véase Rothbard. What Has Government Done to our Money? 2ª ed. Los Angeles, Libertarian Publishers, 1971.

[3] Para el análisis de lo que resta de este capítulo, véase Rothbard. Depressions: Their Cause and Cure, pp. 13-26

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