Protección de las Calles
La abolición del sector público significa, por supuesto, que todas las parcelas de tierra, todas las áreas terrestres, incluyendo las calles y las rutas, deberían estar en manos privadas, de individuos, corporaciones, cooperativas o cualquier otra agrupación voluntaria de personas y capital. El hecho de que todas las calles y áreas terrestres fueran privadas solucionaría por sí solo muchos de los problemas aparentemente insolubles en relación con la operación privada. Debemos reorientar nuestra forma de pensar para considerar un mundo en el cual todas las áreas terrestres sean de propiedad privada.
Consideremos, por ejemplo, la protección policial. ¿Cómo estaría organizada en una economía totalmente privada? Parte de la respuesta se hace evidente si consideramos un mundo en el que la tierra y las calles fueran totalmente privadas. Veamos lo que ocurre en Times Square, en la ciudad de Nueva York, un área notoriamente afectada por el crimen donde las autoridades de la ciudad proporcionan muy escasa protección policial. Todo neoyorquino sabe que, en realidad, vive y camina por las calles, y no sólo por Times Square, en un virtual estado de “anarquía”, en el que su seguridad sólo depende de la mansedumbre y la buena voluntad de sus conciudadanos. La protección policial en la ciudad es mínima, un hecho que se puso de manifiesto dramáticamente en una reciente huelga policial que duró una semana y durante la cual –¡atención!– el crimen no se incrementó con respecto a los índices normales, cuando la policía supuestamente estaba alerta y cumplía con su trabajo. De todos modos, supongamos que el área de Times Square, incluyendo las calles, fuera de propiedad privada, por ejemplo, perteneciera a la “Asociación de Comerciantes de Times Square”. Los comerciantes sabrían perfectamente que si los criminales asolaran su área, si los asaltos y los atracos abundaran, sus clientes desaparecerían y se irían a otras zonas o barrios competidores. Por su propio interés económico, la Asociación de Comerciantes proporcionaría una protección policial eficiente y abundante, de modo que los clientes se sintieran atraídos a su barrio, en lugar de rechazados. Después de todo, las empresas privadas siempre intentan atraer y conservar a sus clientes. Pero ¿de qué servirían las vidrieras atractivas y los elegantes envoltorios, una excelente iluminación y un trato amable para con los clientes, si éstos estuvieran expuestos a ser robados o asaltados al transitar por la zona?
La Asociación de Comerciantes, por su búsqueda de ganancias y su deseo de evitar pérdidas, no sólo desearía proporcionar una protección policial suficiente, sino también que ésta fuera cordial y agradable. La policía gubernamental no sólo carece de incentivos para ser eficiente o para preocuparse por las necesidades de sus “clientes”; también experimenta la constante tentación de ejercer su poder de manera brutal y coercitiva. La “brutalidad policial” es una característica bien conocida del sistema, y únicamente se la controla mediante las quejas aisladas de los acosados ciudadanos. Pero si la policía contratada por los comerciantes privados cayera en la tentación de tratar brutalmente a los clientes de los comercios, éstos desaparecerían rápidamente y se irían a comprar a otro lugar. En consecuencia, la Asociación de Comerciantes se preocupará porque aquélla sea no sólo abundante, sino también amable.
Una protección policial de tal eficiencia y calidad tendría un rol prevaleciente en toda la región, en todas las calles y asentamientos privados. Las fábricas vigilarían sus calles aledañas, también lo harían los comerciantes, y las compañías propietarias de rutas suministrarían una protección policial segura y eficiente en sus rutas con peaje y otros caminos de propiedad privada. Lo mismo sucedería con los barrios residenciales. En éstos, podemos imaginar dos clases de propiedad privada de las calles. En una de ellas, todos los propietarios en una determinada cuadra podrían convertirse en dueños asociados de esa cuadra, por ejemplo, la “Compañía de la Cuadra de la Calle 85”. Esta compañía brindaría entonces protección policial, cuyos costos serían cubiertos en forma directa por los propietarios o por las rentas de los inquilinos si la calle incluyera departamentos de alquiler. Por supuesto, los propietarios estarían directamente interesados en la seguridad de sus calles, mientras que los locadores intentarían atraer locatarios brindándoles calles seguras, además de los servicios usuales, como calefacción, agua y mantenimiento. Sería tan absurdo inquirir por qué los locadores habrían de proveer calles seguras en una sociedad libertaria completamente privada como preguntarse ahora por qué deberían proporcionar calefacción o agua caliente a sus inquilinos. La fuerza de la competencia y de la demanda del consumidor los obligaría a brindar esos servicios.
Además, tanto desde el punto de vista de los propietarios como desde el de los inquilinos, el valor de capital de la tierra y la casa estará en función de la seguridad de la calle, así como de otras características bien conocidas de la vivienda y el barrio. Las calles seguras y bien patrulladas harán subir el valor de la tierra y de los inmuebles de los propietarios, tal como ocurre con las viviendas bien cuidadas; en aquellas asoladas por la delincuencia, el valor de la tierra y de los inmuebles decrecerá, como sucede con las viviendas ruinosas. Como los locadores siempre prefieren que los valores de mercado de sus propiedades sean mayores, existe un incentivo inherente para el ofrecimiento de calles en buenas condiciones, bien pavimentadas y seguras.
Otra forma de propiedad privada de las calles en áreas residenciales podría ser la ejercida por compañías privadas que poseerían únicamente las calles, no las casas o los edificios. Las compañías de calles brindarían a los propietarios el servicio de mantenerlas, mejorarlas y vigilarlas. También en este caso, las casas en calles seguras, bien iluminadas y pavimentadas inducirían a los propietarios y a los inquilinos a habitar en ellas; aquellas inseguras, insuficientemente iluminadas y en mal estado de conservación harían que los dueños y los inquilinos se mudaran a otras zonas. Si los propietarios y los automovilistas estuvieran satisfechos por el estado y la seguridad de las calles, aumentarían las ganancias y el valor neto de las compañías propietarias; por el contrario, el descuido y el mal mantenimiento llevarían a los usuarios a otros lugares y reducirían las ganancias y el valor neto de las compañías de calles. Por lo tanto, estas compañías se esforzarían por proveer un servicio eficiente en las calles que poseen, incluyendo la protección policial; sus incentivos serían el deseo de obtener ganancias y aumentar el valor de su capital y el de no sufrir pérdidas ni erosión en su capital. Es infinitamente mejor confiar en la búsqueda del interés económico por parte de los propietarios o las compañías de calles que depender del dudoso “altruismo” de burócratas y funcionarios gubernamentales.
En este punto del análisis, alguien podría preguntarse: si las calles pertenecieran a compañías de calles, y aceptando que en general éstas tenderían a satisfacer a sus clientes con la mayor eficiencia, ¿qué sucedería si alguno de sus dueños, excéntrico o tiránico, decidiera repentinamente impedir el acceso a su calle al propietario de una de las casas que dan sobre ella? ¿Cómo podría éste salir o entrar? ¿Podría tener permanentemente bloqueado su acceso a la calle, o debería pagar una enorme cantidad de dinero para que se le permitiera el ingreso o la salida? La respuesta a esta pregunta es la misma que se daría a un problema similar en relación con la propiedad de la tierra: supongamos que todos los que poseen casas alrededor de la vivienda de alguien, de pronto no le permitieran a esa persona entrar o salir. La respuesta es que, en una sociedad libertaria, todos, al comprar casas o servicios de calles, se asegurarían de que la compra o el contrato de alquiler proveyera en forma explícita un acceso absoluto por un determinado período de años. Con este “derecho de paso” provisto contractualmente por adelantado, no se permitiría un bloqueo semejante, dado que constituiría una invasión al derecho de propiedad del dueño del terreno.
No hay, por supuesto, nada nuevo o sorprendente en el principio de la sociedad libertaria así concebida. Ya estamos familiarizados con los efectos incentivadores de la competencia inter-locación e inter-transporte. Por ejemplo, cuando durante el siglo xix se comenzaron a construir ferrocarriles privados en todo el territorio de los Estados Unidos, la competencia entre ellos significó un fuerte estímulo para la evolución de sus respectivas áreas. Cada ferrocarril hizo cuanto estuvo a su alcance para promover la inmigración y el desarrollo económico en su área con el fin de aumentar sus ganancias, los valores de la tierra y el valor de su capital; y cada uno se apresuró a hacerlo para que la gente y los mercados no dejaran sus emplazamientos y se mudaran a los puertos, las ciudades o las tierras cubiertas por ferrocarriles competidores. El mismo principio funcionaría si todas las calles y rutas fueran también privadas. Ya nos hemos ocupado de la protección policial provista por comerciantes y organizaciones privadas. Dentro de su propiedad, los comercios tienen guardias y vigilantes; los bancos brindan guardias; las fábricas emplean a vigilantes; las grandes tiendas tienen guardias, etc. La sociedad libertaria sencillamente extendería también a las calles este eficaz sistema. No es accidental que haya muchos más asaltos y robos en las calles fuera de los comercios que en los comercios mismos; el motivo es que éstos contratan a guardias privados competentes, mientras que en las calles todos debemos confiar en la “anarquía” de la protección de la policía gubernamental. En realidad, en varias manzanas de la ciudad de Nueva York se ha implementado en los últimos años, como respuesta al problema de la creciente delincuencia, la contratación de guardias privados para patrullar las manzanas mediante contribuciones voluntarias de los arrendadores y propietarios. En ellas, el crimen se ha reducido de manera sustancial. El problema es que estos esfuerzos han resultado discontinuos e ineficientes debido a que esas calles no pertenecen a los residentes, por lo cual no hay un mecanismo efectivo para recaudar el dinero que hace falta para llevar a cabo una protección eficiente sobre una base permanente. Más aun, los guardias que patrullan las calles no tienen permiso legal para portar armas porque no están dentro de la propiedad de sus empleadores, y no pueden enfrentar, como sí pueden hacerlo los dueños de comercios y otras propiedades, a cualquiera que actúe en forma sospechosa pero aún no abiertamente criminal. En resumen, no están autorizados para hacer, financiera o administrativamente, lo que los dueños sí pueden hacer con su propiedad.
Además, la policía pagada por los propietarios y residentes de una manzana o vecindario no sólo terminaría con la brutalidad policial contra las personas; este sistema pondría fin al actual espectáculo de los policías considerados en muchas comunidades como colonizadores “imperiales” hostiles, no para servir a la comunidad sino para oprimirla. En la actualidad, por ejemplo, las ciudades estadounidenses en las que hay áreas pobladas por negros son patrulladas, en general, por policías contratados por los gobiernos centrales urbanos, gobiernos a los que se percibe como hostiles a las comunidades negras. La policía suministrada, controlada y contratada por los residentes y propietarios de las mismas comunidades sería algo completamente diferente; proveería (lo cual sería evidente) servicios a sus clientes en lugar de coaccionarlos en nombre de una autoridad que les es adversa.
Una manzana en Harlem muestra un notable contraste entre los méritos de la protección pública en comparación con la protección privada. En la calle 135 Oeste, entre la Séptima y la Octava Avenida, se encuentra el edificio de la Comisaría 82 del Departamento de Policía de la Ciudad de Nueva York. Sin embargo, su imponente presencia no evitó el brote de robos nocturnos a varios comercios en la manzana. Por último, en el invierno de 1966, quince comerciantes se unieron para contratar un guardia que caminara por la manzana toda la noche; fue contratado a la compañía de protección Leroy V. George, para conseguir una protección policial que no les proporcionaban sus impuestos a la propiedad.[1]
La fuerza policial privada más exitosa y mejor organizada en la historia estadounidense ha sido la policía ferroviaria, mantenida por muchos ferrocarriles para impedir el daño o robo a los pasajeros o la carga. La policía ferroviaria moderna fue fundada a fines de la Primera Guerra Mundial por la Sección de Protección de la American Railway Association (Asociación Ferroviaria Estadounidense). Funcionó tan bien que hacia 1929 los reclamos de pago por robos de carga habían disminuido un 93 por ciento. Los arrestos realizados por la policía ferroviaria, que en la época en que mejor se estudiaron sus actividades, a comienzos de 1930, totalizaba 10.000 hombres, dieron como resultado un porcentaje mucho mayor de condenas que las que lograron los departamentos de policía, de un 83 a un 97 por ciento. La policía ferroviaria estaba armada, podía realizar arrestos normales, y un criminólogo que se oponía a sus actividades consideró que tenía una reputación ampliamente difundida de buen carácter y habilidad.[2]
Reglas de la Calle
Una de las consecuencias indudables de que todas las áreas terrestres de los Estados Unidos fueran propiedad privada de individuos y compañías sería una mayor riqueza y diversidad de los barrios estadounidenses. El carácter de la protección policial y las reglas aplicadas por la policía privada dependerían de los deseos de los propietarios de las viviendas y de los de la calle, los dueños de un área determinada. Así, los barrios residenciales cuyos habitantes fueran suspicaces insistirían en que cualquier persona o vehículo que ingresara en el área tuviera una cita previa con un residente o fuera aprobado por uno de ellos mediante un llamado telefónico desde la entrada. En resumen, para la propiedad de la calle se aplicarían las mismas reglas que rigen ahora en los edificios de departamentos privados y en las propiedades familiares. En otras áreas más populares el acceso estaría permitido a todos, y podrían existir diferentes grados de seguridad. Lo más probable es que las áreas comerciales, deseosas de no desairar a los clientes, tuvieran un acceso irrestricto. Todo esto daría una amplia variedad a los deseos y valores de los residentes y dueños de todas las numerosas áreas del país.
Se podría objetar que todo esto permitiría la “discriminación” en el alojamiento o en el uso de las calles. Sobre esto no hay duda alguna. Un principio fundamental del credo libertario es que todo hombre tiene el derecho de elegir quién puede entrar en su propiedad o utilizarla, por supuesto, si el otro así lo desea.
La “discriminación”, en el sentido de hacer una elección favorable o desfavorable, sea cual fuere el criterio que se emplee, es una parte integral de la libertad de elección y, por ende, de una sociedad libre. Pero, naturalmente, en el libre mercado cualquier discriminación semejante es costosa, y el propietario en cuestión tendría que pagarla.
Supongamos, por ejemplo, que en una sociedad libre alguien fuera dueño de una casa o de un conjunto de casas. Podría sencillamente cobrar el alquiler que fija el libre mercado, y esto sería todo. Pero existen riesgos; podría elegir no alquilar a parejas con hijos pequeños, suponiendo que hay una posibilidad sustancial de que arruinen su propiedad. Por otro lado, podría elegir cobrar un alquiler más alto para compensar el mayor riesgo, o sea que para esas familias la renta excedería la del libre mercado. Esto, de hecho, sucedería en la mayor parte de los casos en el libre mercado. Pero ¿qué ocurriría en el caso de una “discriminación” personal, más que estrictamente económica? Supongamos, por ejemplo, que el propietario es un gran admirador de los suecos-americanos, que se distinguen por su elevada estatura, y decide alquilar sus departamentos sólo a familias pertenecientes a ese grupo. En una sociedad libre tendría perfecto derecho de hacerlo pero, como es obvio, sufriría una mayor pérdida económica, dado que su elección implicaría rechazar a un inquilino tras otro en una interminable búsqueda de altísimas personas de origen sueco-americano. Si bien esto podría resultar un ejemplo extremo, el efecto es exactamente el mismo, si bien difiere en grado, para cualquier tipo de discriminación personal en el mercado. Si, por ejemplo, al propietario no le gustan los pelirrojos y decide no alquilarles sus departamentos, sufrirá pérdidas, si bien no tan graves como en el primer ejemplo.
Sea como fuere, siempre que alguien realice una “discriminación” semejante en el libre mercado deberá enfrentar los costos, sea de perder ganancias o de perder servicios como consumidor. Si un consumidor decide boicotear los bienes vendidos por personas que no le agradan, independientemente de que su desagrado esté justificado o no, entonces prescindirá de bienes o servicios que en otro caso habría comprado.
Entonces, en una sociedad libre los propietarios establecerían reglas para el uso de su propiedad o la entrada en ella. Cuanto más rigurosas fueran las reglas, menor sería la cantidad de gente que ingresaría, y el propietario se vería obligado a balancear el rigor en la admisión contra la pérdida de ingresos. Un propietario podría “discriminar”, por ejemplo, insistiendo, tal como lo hizo George Pullman en su “ciudad empresaria” en Illinois, a fines del siglo xix, en que todos sus inquilinos estuvieran siempre vestidos con saco y corbata; en efecto, podría hacerlo, pero es dudoso que hubiera muchos inquilinos que decidieran mudarse a un edificio semejante o permanecer en él, y el propietario sufriría grandes pérdidas.
El principio de que la propiedad es administrada por sus dueños también proporciona la refutación de un argumento común para justificar la intervención del gobierno en la economía. Según este argumento, “después de todo, el gobierno establece las reglas de tránsito –los semáforos, la conducción por la derecha, los límites máximos de velocidad, etc.–. Seguramente todos deben admitir que el tránsito se transformaría en un caos si no fuera por esas reglamentaciones. Por lo tanto, ¿por qué no habría de intervenir el gobierno también en el resto de la economía?” La falacia aquí no consiste en que el tránsito deba ser regulado; por supuesto que debe serlo. Pero la cuestión crucial es que las reglas siempre estarán establecidas por cualquiera que sea el propietario, y por ende el administrador, de los caminos. El gobierno ha instituido las reglas del tránsito porque es el que siempre ha poseído, y por lo tanto administrado, las calles y rutas. En una sociedad libertaria, los propietarios privados fijarían las normas para el uso de sus caminos.
Empero, ¿no serían “caóticas” las reglamentaciones del tránsito en una sociedad claramente libre? ¿No establecerían algunos dueños que el rojo es el color para “detenerse”, y otros implantarían el verde o el azul, etc.? ¿No se circularía en algunas rutas por la derecha y en otras por la izquierda? Estas cuestiones son falsas.
Obviamente, todos los propietarios de rutas considerarían de su propio interés la existencia de reglas uniformes en estas cuestiones, de modo que el tránsito pudiera circular sin dificultades. Cualquier propietario inconformista de una ruta que insistiera en que se condujera por la izquierda o en que se utilizara el verde para “detenerse” en lugar de para “avanzar” pronto se encontraría con numerosos accidentes, y con la desaparición de clientes y usuarios. En el siglo xix, los ferrocarriles privados en los Estados Unidos enfrentaron problemas similares y los resolvieron en forma armónica y sin dificultad. Los ferrocarriles permitieron a los trenes de otras empresas circular sobre sus rieles; se interconectaron entre sí en beneficio mutuo; las trochas de las diferentes líneas se uniformaron, y también lo hicieron las clasificaciones regionales de cargas para 6.000 productos. Además, fueron los ferrocarriles y no el gobierno los que tomaron la iniciativa de resolver la anómala y caótica estructura de husos horarios existente. Para poder tener horarios e itinerarios precisos, los ferrocarriles acordaron unificar (lo que hicieron en 1883) los 54 husos horarios que había en el país en los cuatro que rigen actualmente. El Comercial and Financial Chronicle, diario financiero de Nueva York, proclamó: “Las leyes del comercio y el instinto de autopreservación realizan reformas y mejoras que todos los cuerpos legislativos juntos no pudieron lograr”.[3]
Tasación de las Calles y Rutas
Si, por el contrario, examinamos el funcionamiento de las calles y autopistas gubernamentales en los Estados Unidos, resulta difícil imaginar cómo la propiedad privada podría alcanzar un récord de mayor ineficiencia e irracionalidad. En la actualidad se reconoce en general, por ejemplo, que los gobiernos federal y estatales, acicateados por los grupos de presión de las compañías automovilísticas, petroleras, fabricantes de neumáticos, contratistas de la construcción, y por los sindicatos, consintieron en llevar a cabo una vasta sobreexpansión de las autopistas. Éstas otorgan enormes subsidios a los usuarios, y desempeñaron un rol fundamental en la destrucción de los ferrocarriles como empresa viable. Así, los camiones pueden transitar por rutas construidas y mantenidas por el contribuyente, mientras que los ferrocarriles tuvieron que construir y mantener sus propias vías. Además, las autopistas subsidiadas y los programas de construcción de caminos llevaron a una sobreexpansión del uso de los automóviles por los suburbios, a la demolición coactiva de innumerables casas y empresas, y a una artificial sobrecarga en las ciudades centrales. El costo para el contribuyente y la economía fue enorme.
Los subsidios beneficiaron en especial a los que viajan a diario en automóvil de los suburbios a sus trabajos en la ciudad, y es precisamente en las ciudades donde se incrementó la congestión vehicular junto con este subsidio a la sobre-acumulación del tránsito. El profesor William Vickrey, de la Columbia University, estimó que las autopistas urbanas fueron construidas a un costo de 4 a 18 centavos por vehículo/km, mientras que los usuarios pagan mediante el combustible y otros impuestos al automotor sólo alrededor de 0,50 centavos por vehículo/km. El mantenimiento de las calles urbanas lo paga el contribuyente general, no el automovilista. Además, el impuesto a los combustibles se paga por kilómetro, sea cual fuere la calle o la autopista que se utilice y la hora del día en que se use. Por lo tanto, cuando las rutas se financian mediante el fondo impositivo general a los combustibles, se está gravando a los usuarios de las rutas rurales de bajo costo para subsidiar a los usuarios de las autopistas urbanas, mucho más costosas. La construcción y el mantenimiento de las rutas rurales por lo general cuestan sólo 1 centavo por vehículo/km.[4]
Además, el impuesto a la nafta no puede ser considerado un sistema de precios racional por el uso de las rutas, y ninguna empresa privada establecería los precios del uso de las rutas de esa manera. Las empresas privadas cotizan sus bienes y servicios para “compensar el mercado”, para que la oferta iguale a la demanda y no haya ni escasez ni bienes sin vender. El hecho de que los impuestos a los combustibles se paguen por kilómetro independientemente de la ruta significa que las calles urbanas más demandadas y las autopistas se encuentran en una situación en la cual el precio que se cobra es mucho menor que el precio de mercado. El resultado es una enorme congestión del tránsito en las calles y rutas más transitadas, cuya gravedad va en aumento, sobre todo en las horas pico, y una red de rutas en las áreas rurales que prácticamente no se utiliza. Un sistema de precios racional maximizaría las ganancias para los dueños de las rutas, a la vez que proporcionaría calles siempre libres de congestión. En el sistema actual, el gobierno mantiene extremadamente bajo el precio para los usuarios de las rutas congestionadas, muy por debajo del precio de libre mercado; el resultado es una crónica escasez de espacio que se refleja en la congestión del tránsito. El gobierno intentó, de modo invariable, resolver este creciente problema no mediante una fijación de precios racional sino construyendo aun más caminos, extrayendo del contribuyente subsidios todavía mayores para los conductores, con lo cual sólo logró empeorar la penuria. El aumento frenético de la oferta mientras se mantiene el precio de utilización muy por debajo del de mercado lleva a una congestión crónica y agravada.[5] Es como un perro que persigue a un conejo mecánico.
Así, el Washington Post rastreó el impacto del programa federal de rutas en el distrito federal:
La ruta de circunvalación de Washington (Capital Beltway) fue uno de los primeros enlaces principales del sistema que quedaron terminados. Cuando se abrió la última sección, en el verano de 1964, fue elogiada como una de las mejores rutas que se hayan construido.
Se esperaba que a) descongestionara el tránsito al centro de Washington, al proveer una desviación para el tránsito norte-sur, y b) uniera los condados suburbanos y las ciudades en torno a la capital.
La circunvalación en realidad se convirtió en a) una ruta de ingreso a la ciudad para los viajeros procedentes de los suburbios y un lugar de circulación del tránsito local, y b) la causa de un enorme auge de la construcción que aceleró la salida de los blancos y los ricos del centro de la ciudad.
En lugar de aliviar la congestión del tránsito, la circunvalación la aumentó. Junto con la I-95, la 70-S y la I-66, hizo posible que los que ingresaban a la ciudad desde los suburbios pudieran vivir cada vez más lejos de sus trabajos céntricos.
También produjo la reubicación de las agencias gubernamentales y las empresas minoristas y de servicios desde la zona céntrica hacia los suburbios, poniendo los puestos de trabajo que creaban fuera del alcance de muchos moradores del centro de la ciudad.[6]
¿Cómo sería un sistema racional de precios, un sistema instituido por dueños privados de rutas? En primer lugar, éstas cobrarían peajes, especialmente en esas convenientes entradas a las ciudades que son los puentes y los túneles, pero no como se cobra en la actualidad. Por ejemplo, los precios de los peajes serían mucho mayores en las horas pico y en otros horarios de máxima afluencia de tránsito (por ejemplo, los domingos en verano) que durante las horas de tránsito normal. En un mercado libre, la mayor demanda de las horas críticas elevaría el costo de los peajes, hasta que la congestión fuera eliminada y el flujo de tránsito se estabilizara. Pero, se podría argumentar, la gente tiene que ir a trabajar. Por supuesto, pero no necesariamente con sus autos. Algunos de los que ingresan a la ciudad desde los suburbios volverían a mudarse a la ciudad; otros compartirían sus automóviles; otros viajarían en ómnibus expresos o en trenes.
De esta manera, el uso de las rutas en horas críticas estaría restringido a aquellos más dispuestos a pagar el precio de mercado para su utilización. Otros se esforzarían por modificar sus horarios laborales para entrar y salir de la ciudad en diferentes horas. Los paseantes de fin de semana también manejarían menos o alterarían sus horarios. Por último, las mayores ganancias que proporcionan, por ejemplo, los puentes y los túneles, inducirían a las firmas privadas a construir un mayor número de ellos. La construcción de caminos no se regiría por las exigencias de los grupos de presión y los usuarios en busca de subsidios, sino por los cálculos eficientes de demanda y costo del mercado.
Si bien muchas personas pueden prever el funcionamiento de las carreteras privadas, vacilan ante la idea de las calles urbanas privadas. ¿Cómo se fijarían los precios? ¿Habría cabinas de peaje en cada cuadra? Por supuesto que no, dado que semejante sistema sería claramente antieconómico, con costos prohibitivos tanto para el propietario como para el automovilista. En primer lugar, los propietarios de calles cobrarían el estacionamiento de manera muchísimo más racional. Sería mucho más caro en las calles congestionadas del centro, en respuesta a la enorme demanda. Y, a diferencia de lo que se hace ahora, cobrarían proporcionalmente mucho más por una estadía más prolongada, en lugar de cobrar menos. En resumen, los propietarios de calles intentarían inducir la rápida salida de las áreas congestionadas. Esto es correcto para el tema del estacionamiento, y también resulta fácilmente comprensible. Pero ¿qué ocurriría con el tránsito en las calles urbanas congestionadas? ¿Cómo podría cobrarse? Hay varias formas posibles de hacerlo. En primer lugar, los propietarios de las calles céntricas podrían requerir que todos los que condujeran por ellas compraran una licencia, que debería ser exhibida en el auto como ahora lo son las patentes y las obleas adhesivas. Pero, además, podrían exigir que cualquiera que condujera en horas críticas comprara y exhibiera una licencia extra, muy costosa. También hay otras posibilidades. La tecnología moderna podría hacer factible que todos los vehículos estuvieran equipados con un medidor que no sólo avance por kilómetro, sino que además pueda acelerar de manera predeterminada en las calles congestionadas y en las rutas en horas críticas. Entonces, el dueño de un auto podría recibir la factura a fin de mes. Un plan similar fue desarrollado hace una década por el profesor A. A. Walters:
Los instrumentos administrativos particulares que podrían utilizarse son […] cuentakilómetros especiales (similares a los que utilizan los taxis) […]. Los cuentakilómetros especiales registrarían el kilometraje cuando la bandera está levantada, y se cobraría sobre la base de este kilometraje. Esto sería factible en grandes áreas urbanas como Nueva York, Londres, Chicago, etc. Las calles en las que se circulara con la bandera levantada podrían especificarse para ciertas horas del día. Los vehículos podrían tener permitido viajar por esas calles sin un cuentakilómetros especial siempre que compraran y exhibieran a diario una oblea adhesiva. El tránsito ocasional con esta oblea pagaría un monto mayor que el máximo pagado por los que tuviesen cuentakilómetros. El esquema de supervisión sería bastante sencillo. Se podrían instalar cámaras para registrar aquellos autos que circularan sin oblea adhesiva ni bandera, y se podría cobrar una multa apropiada por la contravención.[7]
El profesor Vickrey también sugirió que se instalaran cámaras de televisión en las intersecciones de las calles más congestionadas para registrar los números de licencias de todos los autos, y los conductores recibirían mensualmente una factura cuyo monto sería proporcional a todas las veces que cruzaron la intersección. En forma alternativa, propuso que los automóviles estuvieran equipados con medidores electrónicos Oxford; cada auto emitiría su propia señal exclusiva, que sería recibida por el dispositivo colocado en una intersección dada.[8]
Sea como fuere, el problema de la fijación racional de precios para las calles y rutas sería de fácil resolución para la empresa privada con la tecnología moderna. Los empresarios en el libre mercado han resuelto con rapidez problemas mucho más difíciles; todo lo que se necesita es darles la oportunidad de hacerlo.
Si todo el transporte fuera completamente libre, si un sistema puramente privado hiciera desaparecer la intrincada red de subsidios, controles y regulaciones impuestas sobre las rutas, las aerolíneas, los ferrocarriles y los canales navegables, ¿cómo asignarían los consumidores el dinero que destinan al transporte? ¿Volveríamos a viajar en tren, por ejemplo? Las mejores estimaciones sobre costo y demanda de transporte predicen que los ferrocarriles se convertirían en el medio principal para la carga de larga distancia, las aerolíneas, para el servicio de pasajeros de largo alcance, los camiones, para las cargas de corta distancia y los ómnibus, para viajes entre la ciudad y los suburbios. Si bien los ferrocarriles volverían a transportar cargas a larga distancia, ya no serían el medio indicado para un transporte masivo de pasajeros. En los últimos años, muchos seudos progresistas socialdemócratas, contrariados por la construcción excesiva de rutas, han intentado una política de disuasión con respecto a su uso masivo, y abogado por el subsidio y la construcción de subterráneos y trenes para el transporte en gran escala de los suburbios a la ciudad. Pero estos grandiosos programas no toman en cuenta los enormes gastos y pérdidas que esto implicaría.
Si bien muchas de estas rutas no deberían haber sido construidas, lo cierto es que existen y sería absurdo no aprovecharlas. En los últimos años, algunos inteligentes economistas especializados en los temas del transporte protestaron contra el enorme gasto que representa la construcción de nuevos carriles de tránsito rápido (como en el área de la Bahía de San Francisco) y reclamaron que se usaran las rutas existentes mediante la utilización de ómnibus expresos para trasladarse de los suburbios a la ciudad.[9]
No resulta difícil prever una red de ferrocarriles y aerolíneas privados, no subsidiados ni regulados; pero ¿podría haber un sistema de rutas privadas? ¿Sería factible un sistema semejante? A esto se podría responder que las rutas privadas funcionaron de modo admirable en el pasado. Por ejemplo en Inglaterra, antes del siglo xviii, las rutas, invariablemente poseídas y operadas por los gobiernos locales, estaban mal construidas y peor mantenidas. Estas rutas públicas jamás podrían haber soportado la poderosa Revolución Industrial que Inglaterra experimentó en ese siglo, la “revolución” que significó la entrada en la era moderna. La tarea vital de mejorar las casi intransitables rutas inglesas estuvo a cargo de una compañía privada que, a partir de 1706, organizó y estableció la gran red de rutas con sistema de peaje que hicieron de Inglaterra la envidia del mundo. Los propietarios de esas compañías por lo general eran terratenientes, comerciantes e industriales del área atravesada por la ruta, y se resarcieron de sus costos cobrando derechos de transporte en barreras de peaje seleccionadas. Por lo general, la recaudación de los peajes se otorgaba en arriendo por un año o más a personas que competían en subastas. Estas rutas privadas desarrollaron el mercado interno en Inglaterra, lo cual bajó de manera sustancial los costos de transporte del carbón y otros materiales voluminosos. Y como las compañías de peajes se beneficiaban recíprocamente, se unieron para formar una red interconectada de rutas a lo largo del país; todo esto fue el resultado de la acción de la empresa privada.[10]
En los Estados Unidos ocurrió algo similar en una etapa posterior. Ante la existencia de caminos virtualmente intransitables construidos por los gobiernos locales, las empresas privadas construyeron y financiaron una gran red de caminos con sistema de portazgo a lo largo de los estados del noreste, aproximadamente desde 1800 hasta 1830. Una vez más, la empresa privada demostró su superioridad en la construcción y propiedad de rutas con respecto a las operaciones del gobierno, que favorecían el subdesarrollo. Las rutas fueron construidas y operadas por corporaciones privadas de caminos, y se cobraron peajes a los usuarios.
También aquí las compañías de peajes fueron financiadas en su mayor parte por comerciantes y propietarios vecinos a las rutas, quienes se unieron voluntariamente en una red de rutas interconectadas. Estas rutas con sistema de portazgo fueron las primeras verdaderamente buenas en los Estados Unidos.[11]