La Guerra y la Política Exterior

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“Aislacionismo”, Izquierda y Derecha

La palabra “aislacionistas” fue acuñada con sentido despectivo para designar a los opositores a la participación de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial. Como comúnmente se lo asociaba con una cierta tendencia pro-nazi, el “aislacionismo” fue considerado como de “derecha”, y adquirió una cualidad casi siempre negativa. Si no activamente pro-nazis, los “aislacionistas” eran necios que nada sabían del mundo que los rodeaba, en contraste con los sofisticados, mundanos y preocupados “internacionalistas” que favorecían la cruzada estadounidense en todo el globo. En la última década, por supuesto, los opositores a la guerra fueron considerados “izquierdistas”, y los intervencionistas, desde Lyndon Johnson hasta Jimmy Carter y sus seguidores, han intentado constantemente endosar el “aislacionismo”, o al menos el “neo-aislacionismo”, a la izquierda actual.

¿De derecha o de izquierda? Durante la Primera Guerra Mundial, los que se oponían a la guerra fueron duramente atacados, al igual que ahora, como “izquierdistas”, aunque entre sus filas había libertarios y defensores del capitalismo del laissez-faire. De hecho, los principales opositores a la guerra de los Estados Unidos con España y a la que se llevó a cabo para aplastar la rebelión filipina a fines del siglo fueron los liberales del laissez-faire, hombres como el sociólogo y economista William Graham Sumner y el comerciante de Boston Edward Atkinson, quienes fundaron la “Liga Antiimperialista”. Más aun, Atkinson y Sumner pertenecían a la gran tradición de los liberales clásicos ingleses de los siglos xviii y xix, y sobre todo al laissez-faire “extremista” de Richard Cobden y John Bright, de la “Escuela de Manchester”.

Cobden y Bright estuvieron a la vanguardia de la firme oposición a toda guerra e intervención política de Inglaterra en países extranjeros, y sus esfuerzos le valieron a Cobden la denominación de “Hombre Internacional”,[1] y no la de “aislacionista”. Hasta la campaña difamatoria de fines de la década de 1930, los opositores a la guerra eran considerados verdaderos “internacionalistas”, hombres que rechazaban el engrandecimiento del Estado-nación y favorecían la paz, el libre comercio, la libre migración y los intercambios culturales pacíficos entre los pueblos de todas las naciones. La intervención extranjera es “internacional” sólo en el sentido en que lo es una guerra: la coerción, sea mediante la amenaza de la fuerza o con la directa movilización de tropas, siempre cruzará las fronteras entre una nación y otra.

La palabra “aislacionismo” hace pensar en la derecha; los términos “neutralismo” y “coexistencia pacífica”, en la izquierda. Pero su esencia es la misma: oposición a la guerra y a la intervención política entre países. Ésta ha sido la posición de las fuerzas antibélicas durante dos siglos, ya fueran los liberales clásicos de los siglos xviii y xix, o los “izquierdistas” de la Primera Guerra Mundial y de la Guerra Fría, o los “derechistas” de la Segunda Guerra Mundial. Estos antiintervencionistas muy pocas veces han sido partidarios de un verdadero “aislamiento”: por lo general han abogado por la no intervención política en los asuntos de otros países, y han propugnado el internacionalismo económico y cultural, en el sentido de libertad de comercio, inversión e intercambio pacífico entre ciudadanos de todos los países. Y ésta es también la esencia de la postura libertaria.

Los libertarios propugnan la abolición de todos los Estados, dondequiera que sea, y la provisión por parte del libre mercado de las funciones que ahora cumplen de manera deficiente los gobiernos (policía, justicia, etc.). Defienden la libertad como un derecho humano natural, no sólo para los estadounidenses sino para todos los pueblos. Por lo tanto, en un mundo puramente libertario no habría “política exterior” porque no habría Estados; ningún gobierno tendría el monopolio de la coerción sobre un área territorial específica. Pero como vivimos en un mundo de Estados-naciones, y como es muy difícil que este sistema desaparezca en un futuro próximo, ¿cuál es la actitud de los libertarios hacia la política exterior del mundo actual, sojuzgado por el Estado?

Hasta que se lleve a cabo la disolución de los Estados, los libertarios desean limitar, reducir, el área de poder gubernamental en todas las direcciones y en la medida en que sea posible. Ya hemos demostrado cómo este principio de “desestatización” podría funcionar en lo que respecta a importantes problemas internos, en los cuales el objetivo es lograr que el gobierno ceda terreno y permitir que las energías voluntarias y espontáneas de las personas libres se expresen plenamente mediante la interacción pacífica, sobre todo en la economía de libre mercado. En los asuntos externos el objetivo es el mismo: impedir que el gobierno interfiera en los asuntos de otros gobiernos y otros países. Por lo tanto, el “aislacionismo” político y la coexistencia pacífica –es decir, la no intervención en otros países– son la contraparte libertaria de promover las políticas de laissez-faire en lo interior. Se trata de poner trabas al gobierno para que actúe en el exterior, de la misma manera en que tratamos de obstaculizar su intervención dentro del país. El aislacionismo o la coexistencia pacífica es el equivalente, en política exterior, de la severa limitación a la acción del gobierno dentro de las fronteras del país.

Específicamente, todo el mundo está ahora dividido entre diversos Estados, y cada uno es regido por un gobierno central que tiene el monopolio del uso de la fuerza sobre su área. En lo que respecta a las relaciones entre los Estados, el objetivo libertario es impedir que cada uno de ellos ejerza violencia sobre otros países, para que la tiranía de cada Estado esté, por lo menos, limitada a su propia jurisdicción. Lo que le interesa al libertario es reducir en lo posible el área de agresión estatal contra los particulares. En la esfera internacional, la única manera de hacerlo es lograr que los ciudadanos de cada país presionen a su propio gobierno para que limite sus actividades al área que monopoliza y no ataquen a otros Estados ni agredan a sus ciudadanos. En resumen, el objetivo del libertario es que cualquier Estado existente limite todo lo posible la agresión a la persona y a la propiedad, y esto significa evitar absolutamente la guerra. El pueblo regido por cada Estado debería presionar a “su” respectivo gobierno para que no atacara a otro país o, si estallara un conflicto, para que le pusiera fin tan pronto como fuese físicamente posible.

Supongamos, por ejemplo, un mundo en el que existen dos países hipotéticos: Graustark y Belgravia. Cada uno está gobernado por su propio Estado. ¿Qué sucedería si el gobierno de Graustark invadiera el territorio de Belgravia? Desde el punto de vista libertario, inmediatamente se producirían dos calamidades. Primero, el ejército de Graustark comenzaría a acribillar a tiros a inocentes civiles belgravianos, personas que no son culpables de los crímenes que pudiera haber cometido el gobierno de su país. La guerra, entonces, es un asesinato en masa, y esta invasión masiva al derecho a la vida, a la propiedad sobre sí mismas de gran número de personas no sólo es un crimen, sino, para el libertario, el peor de los crímenes.

En segundo lugar, como todos los gobiernos obtienen sus ingresos mediante el robo que implica la exacción impositiva, cualquier movilización y despliegue de tropas inevitablemente implicará un aumento de los impuestos en Graustark. Por ambas razones, dado que las guerras entre Estados implican inevitablemente el crimen masivo y el aumento en la coerción impositiva, el libertario se opone a la guerra. Y esto es todo.

Las cosas no siempre fueron así. Durante la Edad Media, las guerras tenían un alcance mucho más limitado. Antes de que aparecieran las armas modernas, la potencia bélica era tan limitada que los gobiernos podían atacar estrictamente a los ejércitos de los gobiernos rivales, y en general esto es lo que hacían. Es verdad que los impuestos aumentaban, pero al menos no había asesinatos masivos de personas inocentes. No sólo el poder de fuego era lo suficientemente bajo como para que la violencia se limitara a los ejércitos de los contendientes, sino que en la era pre-moderna no había Estados-naciones centrales que inevitablemente se pronunciaran en nombre de todos los habitantes de un área determinada. Si un grupo de reyes y barones peleaban entre sí, esto no significaba que todos los habitantes de la región debían combatir. Además, no había un reclutamiento forzoso y masivo, sino que los ejércitos estaban integrados por mercenarios contratados. A menudo, los habitantes de una ciudad presenciaban una batalla desde la seguridad que les ofrecían las murallas, y la guerra se consideraba como algo similar a una contienda deportiva. Pero con la aparición del Estado centralizador y de las armas modernas de destrucción masiva, la matanza de civiles, al igual que los ejércitos de conscriptos, se convirtieron en una parte vital de la guerra entre Estados-naciones.

Supongamos que a pesar de una posible oposición libertaria, estallara una guerra. La posición libertaria, sin lugar a dudas, sería que, mientras durara la guerra, la agresión a los civiles inocentes debería reducirse al mínimo posible. El antiguo derecho internacional tenía dos excelentes modos de alcanzar este objetivo: las “leyes de la guerra” y las “leyes de neutralidad”, o los “derechos de los neutrales”. Las leyes de neutralidad establecían que toda guerra estaba limitada a los Estados contendientes, que no serían atacados los Estados que no participaran en la guerra y, sobre todo, que los pueblos de otras naciones no serían agredidos. Éste es el origen de antiguos y casi olvidados principios estadounidenses acerca de la “libertad de los mares” o de las severas limitaciones a los derechos de los Estados contendientes en cuanto a bloquear el comercio neutral con el país enemigo. En resumen, los libertarios intentan inducir a los Estados neutrales a que se mantengan neutrales en cualquier conflicto interestatal, y a los Estados contendientes a respetar plenamente los derechos de los ciudadanos neutrales. Las “leyes de la guerra”, por su parte, tenían como objetivo limitar en la medida de lo posible la violación, por parte de los Estados contendientes, de los derechos de los civiles de sus respectivos países.

El jurista británico F. J. P. Veale señaló lo siguiente:

El principio fundamental de este código era que las hostilidades entre personas civilizadas debían limitarse a las fuerzas armadas enfrentadas […]. Trazaba una distinción entre los combatientes y los no combatientes al establecer que la única preocupación de los combatientes es luchar entre sí y que, en consecuencia, los no combatientes tienen que quedar excluidos de la esfera de las operaciones militares.[2]

Esta regla se mantuvo en las guerras libradas en la Europa occidental durante los últimos siglos en su forma modificada: la prohibición de bombardear todas las ciudades no situadas en el frente, hasta que Gran Bretaña lanzó el bombardeo estratégico de civiles durante la Segunda Guerra Mundial. Ahora, por supuesto, el concepto ha sido casi olvidado, porque la guerra nuclear, por su propia naturaleza, implica la aniquilación de civiles.

Regresemos a nuestros hipotéticos Graustark y Belgravia, y supongamos que Graustark ha invadido a Belgravia, y que un tercer gobierno, Walldavia, entra ahora en guerra para defender a Belgravia de la “agresión de Graustark”. ¿Esta acción es justificable? Aquí, de hecho, está el germen de la perniciosa teoría de la “seguridad colectiva” del siglo xx: la idea de que cuando un gobierno “ataca” a otro, la obligación moral de los demás gobiernos del mundo es agruparse para defender al Estado “agredido”.

Este concepto de la seguridad colectiva contra la “agresión” tiene varios defectos muy importantes. El primero es que cuando Walldavia, o cualquier otro Estado, interviene en la guerra, expande y complica la magnitud de la agresión, porque 1) masacra injustamente a masas de civiles graustarkianos y 2) aumenta la coerción impositiva sobre los ciudadanos walldavianos. Además, 3) en esta era en la cual los Estados y las personas son muy identificables, Walldavia expone a su población civil a la represalia de los bombarderos o misiles graustarkianos. Entonces, la intervención del gobierno walldaviano en la guerra pone en peligro las vidas y propiedades de sus propios ciudadanos, que supuestamente debe proteger. Por último, 4) el reclutamiento de los ciudadanos walldavianos, que es una forma de esclavitud, por lo general se intensificará.

Si esta clase de “seguridad colectiva” realmente se aplicara a escala mundial, y todas las “Walldavias” se inmiscuyeran en todos los conflictos locales y los intensificaran, cada escaramuza local pronto se convertiría en una conflagración global.

Hay otro defecto crucial en el concepto de seguridad colectiva. La idea de participar en una guerra para detener la “agresión” es una clara analogía de la agresión de un individuo a otro. Por ejemplo, Smith es golpeado por Jones, es decir, es agredido.

Un policía que presencia el hecho sale en defensa de la víctima de Jones; está utilizando la “acción policial” para detener la agresión. En pos de este mito, por ejemplo, el presidente Truman insistió en calificar la entrada de los Estados Unidos en la guerra de Corea como una “acción policial”, un esfuerzo colectivo de la ONU para repeler la “agresión”.

Pero la “agresión” sólo tiene sentido en el nivel individual, o sea, entre Smith y Jones, y lo mismo ocurre con la “acción policial”. Estos términos no tienen ningún sentido en el nivel interestatal.

Primero, hemos visto que los gobiernos que intervienen en una guerra se transforman en agresores de civiles inocentes; de hecho, cometen asesinatos en masa. La analogía correcta con la acción individual sería: Smith golpea a Jones, el policía sale en defensa de éste y, mientras intenta aprehender a Smith, bombardea una manzana de la ciudad y asesina a miles de personas, o ametralla a una multitud inocente. Ésta es una analogía mucho más exacta, dado que eso es lo que hace un gobierno belicoso, y en el siglo xx lo lleva a cabo en una escala monumental. Pero cualquier agencia policial que se comportara de esta manera se convertiría en un agresor criminal, generalmente mucho peor que aquel Smith original que inició la cuestión.

Pero aún existe otro gran defecto en la analogía de la agresión individual. Cuando Smith golpea a Jones o le roba su propiedad podemos identificarlo como a alguien que viola el derecho de su víctima sobre su persona o su propiedad. Pero cuando el Estado graustarkiano invade el territorio del Estado belgraviano, es inaceptable referirse a la “agresión” de manera análoga. Para el libertario, ningún gobierno puede reclamar con justicia ningún derecho de propiedad o “soberanía” en un área territorial dada. El reclamo del Estado belgraviano sobre su territorio es, pues, totalmente diferente del que realiza el señor Jones sobre su propiedad (aunque, si se realizara una investigación, esta última podría ser también el resultado ilegítimo de un robo). Ningún Estado posee una propiedad legítima; todo su territorio es el resultado de alguna agresión o conquista violenta. Entonces, la invasión del Estado graustarkiano es necesariamente una batalla entre dos grupos de ladrones y agresores: el único problema es que se está maltratando a los civiles inocentes en ambas partes.

Aparte de esta advertencia general sobre los gobiernos, el llamado Estado “agresor” por lo general tiene un reclamo bastante plausible sobre su “víctima”; plausible, claro está, dentro del contexto del sistema de Estados-naciones. Supongamos que Graustark cruzó la frontera belgraviana porque, un siglo antes, Belgravia había invadido a Graustark y se había anexado sus provincias del noreste. Los habitantes de estas provincias son cultural, étnica y lingüísticamente graustarkianos. Ahora, Graustark invade a Belgravia para recuperar por fin sus tierras y a sus compatriotas. En esta situación, dicho sea de paso, el libertario, además de condenar a ambos gobiernos por hacer la guerra y matar a civiles, tendría que ponerse del lado de Graustark por tener el reclamo más justo, o menos injusto.

Digámoslo de esta manera: en el caso improbable de que los dos países pudieran regresar a la guerra premoderna, con a) armas limitadas para que ningún civil resultara dañado en su persona o su propiedad, b) ejércitos mercenarios y no reclutados, y también c) financiados por métodos voluntarios y no mediante la recaudación impositiva, el libertario podría, en este contexto, ponerse irreversiblemente del lado de Graustark.

De todas las guerras recientes, ninguna se ha acercado más –aunque no absolutamente– a satisfacer estos tres criterios para una “guerra justa” que la guerra india de fines de 1971 por la liberación de Bangladesh. El gobierno de Paquistán había sido creado como el último terrible legado del imperio británico en el subcontinente indio. La nación de Paquistán consistía, en particular, en el gobierno imperial por parte de los punjabis del oeste sobre los bengalíes, más numerosos y productivos, del este (y también sobre los pathans de la frontera noroccidental). Hacía mucho tiempo que los bengalíes querían independizarse de los opresores imperiales; a comienzos de 1971, el Parlamento fue obligado a cesar en sus funciones debido a la victoria bengalí en las elecciones; de ahí en más, las tropas del Punjab masacraron sistemáticamente a la población civil bengalí. La entrada de la India en el conflicto ayudó a las fuerzas populares de la resistencia bengalí del Mukhti Bahini. Si bien, por supuesto, se cobraban impuestos y había reclutamiento, los ejércitos indios no utilizaron sus armas contra los civiles bengalíes; por el contrario, aquí había una genuina guerra revolucionaria del pueblo bengalí contra el ejército de ocupación de Punjab. Los únicos blancos de las balas indias eran los soldados punjabíes. Este ejemplo destaca otra característica de los conflictos armados: que la guerra de guerrillas revolucionaria puede ser mucho más acorde con los principios libertarios que cualquier contienda entre Estados. Por la propia índole de sus actividades, las guerrillas defienden a la población civil contra las depredaciones del Estado; por ende, como habitan en el mismo territorio que el Estado enemigo, no pueden utilizar armas nucleares o de destrucción masiva. Más aun: como su victoria depende del apoyo y la ayuda de la población civil, su estrategia básica consiste en evitar dañar a los civiles y centrar sus actividades únicamente en el aparato estatal y sus fuerzas armadas. En consecuencia, la guerra de guerrillas nos lleva a la antigua y honorable virtud bélica de centrarse en el enemigo y evitar muertes de civiles inocentes. Y las guerrillas, como parte de su búsqueda del apoyo entusiasta de la población civil, no suelen apelar al reclutamiento y a los impuestos, sino que confían en el aporte voluntario de hombres y material. Las cualidades libertarias de la guerra de guerrillas residen sólo en el aspecto revolucionario; en cuanto a las fuerzas contrarrevolucionarias del Estado, la cuestión es diferente. El Estado no puede llegar al extremo de atacar con armas nucleares a sus propios ciudadanos, por lo cual necesita fundamentalmente llevar a cabo campañas de terror masivo, que consisten en asesinar, aterrorizar y acorralar a masas de civiles. Como el éxito de las guerrillas depende del apoyo del grueso de la población, el Estado, para poder librar sus guerras, debe concentrarse en destruir a esa población, o internar a masas de civiles en campos de concentración para separarlos de sus aliados guerrilleros. Esta táctica fue utilizada por el general español Weyler, llamado “El Carnicero”, contra los rebeldes cubanos en la década de 1890, la emplearon las tropas estadounidenses en Filipinas y los británicos en la guerra de los Boers, y se sigue usando, hasta la reciente y nefasta política de la “aldea estratégica” en Vietnam del Sur.

La política exterior libertaria, por ende, no es una política pacifista. No sostenemos, como los pacifistas, que ningún individuo tiene el derecho de usar la violencia para defenderse de un ataque violento. Lo que afirmamos es que nadie tiene el derecho de reclutar, gravar con impuestos o asesinar a otros, o de utilizar la violencia como método de defensa. Puesto que todos los Estados existen y se mantienen a través de la agresión contra sus ciudadanos y la apropiación de su territorio actual, y dado que en las guerras entre Estados se masacra a civiles inocentes, esas guerras siempre son injustas, aunque algunas pueden serlo más que otras. La guerra de guerrillas contra el Estado al menos tiene el potencial de cumplir con los requerimientos libertarios: la lucha se lleva a cabo contra los funcionaros y el ejército del Estado, y los métodos para obtener combatientes y para financiar la lucha son aportes voluntarios.

La Política Exterior de los Estados Unidos

Hemos visto que la responsabilidad primordial de los libertarios es centrarse en las invasiones y agresiones de su propio Estado. Los libertarios de Graustark deben tratar de limitar y reducir al Estado de Graustark, los libertarios walldavianos deben intentar controlar al Estado de Walldavia, etc. En lo que respecta a las relaciones exteriores, los libertarios de cualquier país deben presionar a su gobierno para que se abstenga de la guerra y de la intervención en países extranjeros, y se retire de cualquier conflicto bélico en el que pueda estar involucrado. Aunque no sea por otra razón, entonces, los libertarios de los Estados Unidos deben centrar su crítica sobre las actividades imperiales y belicosas de su gobierno.

Pero hay otras razones por las cuales los libertarios estadounidenses tienen que poner su atención en las invasiones y las intervenciones de su país en el exterior. Empíricamente, y tomando al siglo xx en su totalidad, el gobierno más belicoso, más intervencionista, más imperialista ha sido el de los Estados Unidos. Una declaración semejante seguramente impresionará a los estadounidenses, que durante décadas han estado sometidos a la intensa propaganda del Establishment sobre la santidad, las intenciones pacíficas y la devoción por la justicia de la que hace gala invariablemente el gobierno estadounidense en los asuntos exteriores.

La vocación expansionista de los Estados Unidos comenzó a tomar cada vez más impulso a fines del siglo xix, cuando se lanzó audazmente a ultramar en la guerra contra España, que dominaba Cuba, se apoderó de Puerto Rico y de Filipinas, y reprimió brutalmente una rebelión independentista en este último país. Su expansión imperial alcanzó su pleno florecimiento cuando el presidente Woodrow Wilson decidió intervenir en la Primera Guerra Mundial, lo cual prolongó la contienda y la matanza masiva, y engendró inadvertidamente la espantosa devastación que llevó al triunfo bolchevique en Rusia y a la victoria nazi en Alemania. Fue el genio particular de Wilson el que recubrió con un manto de bondad y moral una nueva política de intervención y dominación mundial, según la cual se intentaba moldear a todos los países según la imagen de los Estados Unidos, suprimiendo regímenes radicales o marxistas, por un lado, y anticuados gobiernos monárquicos, por el otro. Woodrow Wilson determinó los rasgos generales de la política exterior estadounidense para el resto del siglo. Casi todos los presidentes que lo sucedieron se consideraron wilsonianos y continuaron sus políticas. No fue casual que tanto Herbert Hoover como Franklin Roosevelt –a quienes durante tanto tiempo se consideró como polos opuestos– desempeñaran papeles centrales en la primera cruzada global de los Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, y que ambos se retrotrajeran a su experiencia en la intervención y planeamiento de esta contienda como indicador de su futura política exterior e interior. Y uno de los primeros actos de Richard Nixon como presidente fue colgar un retrato de Woodrow Wilson sobre su escritorio.

En nombre de la “autodeterminación nacional” y de la “seguridad colectiva” contra la agresión, el gobierno estadounidense ha actuado coherentemente en pos de un objetivo y una política de dominación del mundo y de supresión forzosa de cualquier rebelión contra el statu quo en cualquier lugar del planeta. Con el pretexto de combatir la “agresión” en todas partes –de ser el “gendarme” mundial–, se ha convertido en un gran agresor, y sus agresiones son constantes.

Cualquiera que se resista a aceptar semejante descripción de la política de los Estados Unidos debería simplemente considerar cuál es la típica reacción estadounidense ante cualquier crisis local o exterior en cualquier parte del planeta, incluso en algunos lugares tan remotos que ni siquiera con un gran esfuerzo de la imaginación pueden considerarse una amenaza directa, ni indirecta, a las vidas y la seguridad del pueblo estadounidense. El dictador militar de Bumblestan corre peligro; quizá sus súbditos están hartos de ser explotados por él y por sus secuaces. El gobierno de los Estados Unidos se preocupa mucho; los periodistas devotos del Departamento de Estado o del Pentágono escriben artículos alarmistas acerca de lo que podría pasar con la “estabilidad” de Bumblestan y sus países vecinos si el dictador fuera derrocado, porque da la casualidad de que es un dictador “amigo de los Estados Unidos” o “pro-occidental”, o sea que es uno de los “nuestros”, en lugar de ser uno de los de “ellos”. El gobierno estadounidense se apresura a enviar millones o incluso miles de millones de dólares en asistencia militar y económica para sostener al mariscal de campo bumblestaní. Si “nuestro” dictador se mantiene en su puesto, exhalamos un suspiro de alivio y nos congratulamos por haber salvado a “nuestro” Estado.

Por supuesto, no se toman en cuenta la constante e intensificada opresión que sufren el contribuyente estadounidense y el ciudadano bumblestaní. Si se diera el caso de que el dictador bumblestaní fuera derrocado, durante un tiempo podría cundir la histeria en la prensa y el oficialismo estadounidense. Pero más tarde, el pueblo de los Estados Unidos seguiría viviendo casi tan bien después de “perder” Bumblestan como vivía antes –quizás aun mejor, si se considera que se ahorrará unos cuantos miles de millones en impuestos que antes pagaba en concepto de ayuda exterior para Blumblestan–. En consecuencia, si se entiende y se está a la expectativa de que los Estados Unidos intentarán imponer su voluntad en cualquier crisis que se produzca en cualquier lugar del mundo, esto es un claro indicador de que este país es el gran poder intervencionista e imperial. El único lugar en el cual aún no ha intentado imponerse es la Unión Soviética y los países comunistas, aunque, por supuesto, ha intentado hacerlo en el pasado. Durante varios años Woodrow Wilson, junto con los gobiernos de Gran Bretaña y de Francia, intentó destruir al bolchevismo en sus comienzos, enviando a Rusia tropas estadounidenses y aliadas para ayudar a las fuerzas zaristas (“blancas”) que trataban de derrotar a los rojos. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos hizo todo cuanto pudo para expulsar a los soviéticos de la Europa oriental, y logró echarlos de Azerbaiyán, en el noroeste de Irán. También ayudó a los británicos a derrocar un régimen comunista en Grecia. Realizó grandes esfuerzos para mantener el gobierno dictatorial de Chiang Kai-shek en China, transportando por avión a gran parte de las tropas de Chiang hasta el norte para ocupar Manchuria, cuando los rusos se retiraron después de la Segunda Guerra Mundial, y continúa impidiendo que los chinos ocupen sus islas costeras, Quemoy y Matsu. Después de instalar virtualmente al dictador Batista en Cuba, los Estados Unidos intentaron desesperadamente derrocar el régimen comunista de Castro, mediante acciones que fueron desde la invasión de Bahía de los Cochinos, planeada por la CIA, hasta los intentos de asesinar a Castro planeados conjuntamente por la CIA y la mafia.

De todas las intervenciones bélicas recientes de los Estados Unidos, seguramente la más traumática para los estadounidenses y para su actitud hacia la política exterior fue la guerra de Vietnam. La guerra imperial de los Estados Unidos en Vietnam fue, de hecho, un microcosmos que mostró lo que había sido trágicamente erróneo en la política exterior estadounidense durante este siglo. Esa intervención no comenzó, como muchos piensan, con Kennedy o Eisenhower, ni siquiera con Truman. Se inició el 26 de noviembre de 1941, cuando el gobierno estadounidense, presidido por Franklin Roosevelt, lanzó un riguroso e insultante ultimátum a Japón para que sacara sus fuerzas armadas de China y también de Indochina, o sea, de lo que más tarde sería Vietnam. Este ultimátum preparó, de modo inevitable, el escenario para Pearl Harbor. Los Estados Unidos y su OSS (predecesor de la CIA), involucrados en una guerra en el Pacífico para expulsar a Japón del continente asiático, favorecieron y ayudaron al movimiento de resistencia nacional comunista de Ho Chi Minh contra los japoneses. Después de la Segunda Guerra Mundial, el Viet Minh comunista dominaba en todo el norte de Vietnam, pero Francia, antes gobernante imperial de Vietnam, traicionó su acuerdo con Ho y masacró a las fuerzas del Viet Minh. En esta traicionera maniobra, Francia tuvo la ayuda de Gran Bretaña y de los Estados Unidos.

Cuando los franceses perdieron, ante el reconstituido movimiento de guerrilla Viet Minh liderado por Ho, los Estados Unidos confirmaron el acuerdo de Ginebra de 1954, por el cual Vietnam sería rápidamente reunificada como una nación, ya que se reconocía en general que la división del país en Norte y Sur generada por la ocupación de posguerra era puramente arbitraria y sólo respondía a la conveniencia militar. Pero los Estados Unidos, después de expulsar mediante engaños al Viet Minh de la mitad sureña de Vietnam, violaron el acuerdo de Ginebra y reemplazaron a los franceses y a su emperador títere, Bao Dai, por sus protegidos, Ngo Dinh Diem y su familia, a los que impusieron en Vietnam del Sur como un gobierno dictatorial. Cuando Diem se convirtió en un obstáculo, la CIA planificó un golpe para asesinarlo y reemplazarlo por otro régimen dictatorial. Para suprimir al Viet Cong, el movimiento independentista nacional liderado por comunistas en el sur, los Estados Unidos devastaron Vietnam –tanto el norte como el sur–, bombardeando y asesinando a un millón de vietnamitas y arrastrando a ciénagas y junglas a medio millón de soldados norteamericanos.

A lo largo del trágico conflicto vietnamita, los Estados Unidos mantuvieron la ficción de que se trataba de una guerra de “agresión” por parte del Estado comunista de Vietnam del Norte contra Vietnam del Sur, un Estado amigable y “pro-occidental” (sea lo que fuere que signifique ese término) que había solicitado la ayuda estadounidense. En realidad, la guerra fue una tentativa predestinada al fracaso, por parte de una potencia imperialista, de suprimir los deseos de la inmensa mayoría de la población vietnamita y de mantener a dictadores impopulares en la mitad sureña del país, si fuera necesario, mediante el genocidio.

Los estadounidenses no están acostumbrados a aplicar el término “imperialismo” a las acciones de su gobierno, pero resulta particularmente apropiado. En su sentido más amplio, el imperialismo puede definirse como la agresión por parte del Estado A contra el pueblo del país B, seguido por la perpetuación coercitiva de tal gobierno extranjero. En nuestro ejemplo anterior, el gobierno permanente del Estado de Graustark sobre la ex Belgravia del noreste sería un ejemplo de un imperialismo semejante. Pero el imperialismo no tiene que ser necesariamente un gobierno directo sobre la población extranjera. En el siglo xx, la forma indirecta de “neo-imperialismo” ha reemplazado cada vez más a la antigua forma directa; es un imperialismo más sutil y menos visible, pero no menos efectivo. En esta situación, el Estado imperial gobierna a la población extranjera mediante su control efectivo sobre los gobernantes nativos, que obedecen sus designios. El historiador libertario Leonard Liggio definió con gran agudeza esta versión del imperialismo occidental moderno:

El poder imperialista de los países occidentales […] impuso sobre los pueblos del mundo un sistema doble o reforzado de explotación –imperialismo–, mediante el cual el poder de los gobiernos occidentales sostiene a la clase dirigente local a cambio de la oportunidad de superponer la explotación occidental sobre la explotación que llevan a cabo los estados locales.[3]

Esta visión de los Estados Unidos como una potencia imperial mundial de larga data se ha impuesto recientemente entre los historiadores como resultado del trabajo convincente y erudito de un distinguido grupo de historiadores revisionistas de la Nueva Izquierda inspirados por el profesor William Appleman Williams. Pero también fue ésta la visión de los conservadores y de los liberales clásicos “aislacionistas” durante la Segunda Guerra Mundial y en los comienzos de la Guerra Fría.[4]

Críticas Aislacionistas

La última embestida anti-intervencionista y anti-imperialista de los antiguos aislacionistas conservadores y liberales clásicos se produjo durante la guerra de Corea. El conservador George Morgenstern, director editorial del Chicago Tribune y autor del primer libro revisionista acerca de Pearl Harbor, publicó un artículo en el semanario de derecha Human Events, de Washington, en el cual detallaba la terrible historia imperialista del gobierno de los Estados Unidos desde la guerra contra España hasta Corea. Morgenstern destacó que el “célebre disparate” mediante el cual el presidente McKinley había justificado la guerra contra España resultaba “familiar a cualquiera que luego haya prestado oídos a las racionalizaciones evangélicas de Wilson para intervenir en la guerra europea, de Roosevelt prometiendo el milenio, […] de Eisenhower, atesorando la ‘cruzada en Europa’ que de alguna manera se echó a perder, o de Truman, Stevenson, Paul Douglas o el New York Times, predicando la guerra santa en Corea”.[5]

En un discurso ampliamente difundido en el momento de la derrota estadounidense en Corea del Norte a manos de los chinos a fines de 1950, el aislacionista conservador Joseph P. Kennedy exhortó a los Estados Unidos a salir de Corea. Kennedy proclamaba: “Naturalmente, me opuse al comunismo, pero dije que si algunas partes de Europa o Asia desean ser comunistas o incluso aceptar el avance del comunismo, no podemos impedirlo”. El resultado de la Guerra Fría, la Doctrina Truman y el Plan Marshall, acusaba Kennedy, fue un desastre –un fracaso en la búsqueda de aliados y una amenaza de guerra terrestre en Europa o Asia–. Kennedy advirtió que:

[…] la mitad de este mundo nunca se someterá a las órdenes de la otra mitad […] ¿En qué nos beneficia apoyar a Francia en su política colonial en Indochina o poner en práctica los conceptos de democracia del señor Syngman Rhee en Corea? ¿Debemos también enviar a los marines a las montañas de Tibet para mantener al Dalai Lama en el trono?

Kennedy agregó que, en términos económicos, nos hemos venido cargando con deudas innecesarias como consecuencia de la política de la Guerra Fría. Si continuamos debilitando nuestra economía “con enormes gastos, sea en naciones extranjeras o en guerras exteriores, corremos el riesgo de precipitar otro 1932 y de destruir el mismo sistema que intentamos salvar”. Y concluyó que la única alternativa racional para los Estados Unidos es abandonar la política exterior de la Guerra Fría en su totalidad: “Salir de Corea”, de Berlín y Europa. Estados Unidos no podría contener al ejército ruso si éste decidiera marchar a través de Europa, y si Europa decidiera hacerse comunista, el comunismo “podría dejar de ser una fuerza unificada […]. Cuanto mayor sea la cantidad de gente que haya que gobernar, más necesario se hará para quienes gobiernan, justificarse ante sus gobernados. Cuantos más pueblos tengan bajo su yugo, mayores serán las posibilidades de rebelión”. Y entonces, en una época en la cual los partidarios de la Guerra Fría pronosticaban que el comunismo perduraría por siempre, como un bloque indestructible, Joseph Kennedy citó las palabras del mariscal Tito que señalaban el camino de la eventual ruptura del mundo comunista: “Mao, en China, difícilmente aceptará órdenes de Stalin […]”.

Kennedy se dio cuenta de que “esta política podría, por supuesto, ser criticada como conciliatoria [Pero] […] es conciliatorio incumplir compromisos imprudentes […]. Si resulta sensato para nuestros intereses no contraer compromisos que pongan en peligro nuestra seguridad, y esto es conciliación, entonces estoy a favor de la conciliación”. Kennedy concluyó que “las sugerencias que hago conservarían vidas de estadounidenses para fines estadounidenses, no para desperdiciarlas en las heladas montañas de Corea o en las llanuras, marcadas por la guerra, de Alemania Occidental”.[6]

Uno de los ataques más incisivos y enérgicos sobre la política exterior de los Estados Unidos que surgieron de la Guerra de Corea fue realizado por Garet Garrett, veterano periodista liberal clásico. Garrett comenzó su panfleto, The Rise of Empire [El surgimiento del imperio], (1952), declarando: “Hemos cruzado la frontera que hay entre la República y el Imperio”. Vinculó explícitamente esta tesis con su notable folleto de la década de 1930, The Revolution Was [La revolución que fue], que había denunciado el advenimiento de la tiranía ejecutiva y estatista bajo la forma republicana durante el New Deal, y vio una vez más “una revolución dentro de las formas de la antigua república constitucional”. Garrett, por ejemplo, calificó a la intervención de Truman en la guerra de Corea sin una declaración de guerra previa como una “usurpación” del poder del Congreso. En su panfleto, Garrett esbozó los criterios, las señales de la existencia del imperio. El primero es la predominancia del poder ejecutivo, una predominancia reflejada en la intervención no autorizada del presidente en Corea. El segundo es la subordinación de la política interior a la exterior; el tercero, “la creciente influencia de la mentalidad militar”; el cuarto, un “sistema de naciones satélites”; y el quinto, “una mezcla de jactancia y temor”, una jactancia del poder nacional ilimitado combinada con un constante temor, temor al enemigo, al “bárbaro”, y con la desconfianza hacia los aliados satélites. Garrett halló que los Estados Unidos cumplían plenamente cada uno de estos criterios.

Al descubrir que Estados Unidos había desarrollado todas las características distintivas del imperio, Garrett agregó que, como los imperios anteriores, se siente “prisionero de la historia”, dado que más allá del miedo se hallan la “seguridad colectiva” y el ejercicio del rol que supuestamente le está destinado en el escenario mundial. Y concluye:

Es nuestro turno.
¿Nuestro turno para hacer qué?
Nuestro turno para asumir las responsabilidades del liderazgo moral en el mundo.
Nuestro turno para mantener un equilibrio de poder contra las fuerzas del mal en todas partes de Europa, Asia y África, en el Atlántico y en el Pacífico, por aire y por mar –el mal, en este caso, son los bárbaros rusos.
Nuestro turno para mantener la paz mundial.
Nuestro turno para salvar la civilización.
Nuestro turno para servir a la humanidad.
Pero éste es el lenguaje del imperio. El Imperio Romano jamás dudó de que fuera el defensor de la civilización. Tenía buenas intenciones: la paz, la ley y el orden. El Imperio Español agregó a todo esto la salvación. El Imperio Británico agregó el noble mito de la responsabilidad del hombre blanco. Nosotros agregamos la libertad y la democracia. Sin embargo, cuanto más se agrega, más sigue siendo el mismo lenguaje. ¿Un lenguaje del poder?[7]

La Guerra como Salud del Estado

Muchos libertarios se sienten incómodos con los asuntos de política exterior y prefieren dedicar sus energías a cuestiones fundamentales de la teoría libertaria o a problemas internos como el libre mercado, o la privatización del servicio postal, o la eliminación de residuos. Sin embargo, la censura de la guerra o de una política exterior belicosa es de crucial importancia para los libertarios, por dos razones importantes. Una se ha convertido en un clisé, pero aun así es absolutamente cierta: la avasalladora importancia de evitar un holocausto nuclear.

A todas las antiguas razones, morales y económicas, contra una política exterior intervencionista ahora se ha agregado la inminente y siempre presente amenaza de la destrucción del mundo. Si el mundo fuera destruido, todos los demás problemas y los demás ismos –socialismo, capitalismo, populismo socialdemócrata o libertarianismo– dejarían de tener importancia. De aquí la primordial trascendencia de una política exterior pacífica y de poner fin a la amenaza nuclear.

La otra razón es que, además de la amenaza nuclear, la guerra, en palabras del libertario Randolph Bourne, “es la salud del Estado”.

La guerra siempre ha sido la ocasión para una importante –y por lo general permanente– aceleración e intensificación del poder del Estado sobre la sociedad. Es una gran excusa para movilizar todas las energías y recursos de la nación, en nombre de la retórica patriótica, bajo el amparo y el mandato del aparato estatal. Durante la guerra el Estado realmente se encuentra en su propio terreno: inflado en poder, en número, en orgullo, con absoluto dominio sobre la economía y la sociedad. La sociedad se transforma en una horda deseosa de aniquilar a sus supuestos enemigos, de eliminar y suprimir todo disenso contra el esfuerzo bélico oficial, que traiciona indecorosamente a la verdad en nombre de un supuesto interés público. La sociedad se transforma en un campo de batalla, que –tal como lo manifestó el libertario Albert Jay Nock– ostenta el valor y la moral de un “ejército en campaña”.

Resulta una auténtica ironía que la guerra siempre permita al Estado aglutinar las energías de sus ciudadanos bajo el eslogan de “ayudarlo a defender al país contra alguna bestial amenaza externa”, dado que el mito enraizado que le permite al Estado minimizar los horrores de la guerra es la patraña según la cual éste es el modo por el cual el Estado defiende a los ciudadanos. Sin embargo, los hechos muestran precisamente lo contrario, porque si la guerra es la salud del Estado, también es su mayor peligro. Un Estado sólo puede “morir” al ser derrotado en una guerra o en una revolución. En la guerra, por consiguiente, el Estado moviliza frenéticamente a sus ciudadanos para que luchen por él contra otro Estado, con el pretexto de que es él el que lucha para defenderlos a ellos.[8]

En la historia de los Estados Unidos por lo general la guerra ha sido la principal ocasión para la intensificación a menudo permanente del poder del Estado sobre la sociedad. En la guerra de 1812 contra Gran Bretaña, como vimos, apareció el primer sistema bancario inflacionario de reserva fraccionaria en gran escala, así como los aranceles proteccionistas, el impuesto federal interno, y un ejército y una armada permanentes. Y una consecuencia directa de la inflación del tiempo de guerra fue el restablecimiento de un banco central, el Segundo Banco de los Estados Unidos. Casi todas estas políticas estatistas y estas instituciones se mantuvieron permanentemente después de que finalizó la contienda. La Guerra Civil y su virtual sistema unipartidario llevaron al establecimiento perdurable de una política neomercantilista de Gobierno Grande y al subsidio a grandes empresas mediante aranceles proteccionistas, vastas concesiones de tierras y otras subvenciones a los ferrocarriles, impuestos federales al consumo y un sistema bancario controlado por el gobierno federal. También se impuso por primera vez un servicio militar obligatorio federal y un impuesto a las rentas, estableciendo peligrosos precedentes para el futuro.

Con la Primera Guerra Mundial se produjo el pasaje decisivo e inevitable de una economía relativamente libre y de laissez-faire al actual sistema de monopolio del Estado corporativo a nivel local y de permanente intervención global en el exterior. La movilización económica colectivista durante la guerra, liderada por el presidente del directorio de War Industries, Bernard Baruch, convirtió en realidad el incipiente sueño de los líderes de las grandes empresas y de los intelectuales progresistas respecto de una economía cartelizada y monopolizada, planificada por el gobierno federal en estrecha colaboración con los líderes de las grandes empresas. Y fue precisamente este colectivismo de tiempos de guerra el que nutrió y desarrolló un movimiento laboral nacional ansioso por ocupar su lugar como socio joven en la nueva economía del Estado corporativo. Este colectivismo temporal, además, sirvió de guía y modelo a los líderes de las grandes empresas y a los políticos corporativistas para el tipo de economía que querían imponer en los Estados Unidos en tiempos de paz. De esta manera, primero como zar de la industria alimentaria, después como secretario de Comercio y más tarde como presidente, Herbert C. Hoover ayudó a llevar a cabo esta economía estatista constantemente monopolizada, y la idea fue completada por un recrudecimiento de las agencias e incluso del personal de tiempos de guerra por el New Deal de Franklin D. Roosevelt.[9] La Primera Guerra Mundial también trajo una permanente intervención global wilsoniana, la rápida implementación del flamante impuesto del Banco Central y un impuesto permanente a las ganancias sobre la sociedad, elevados presupuestos federales, conscripciones masivas e íntimas conexiones entre el auge económico, los contratos bélicos y los préstamos otorgados a naciones occidentales.

La Segunda Guerra Mundial fue la culminación y la realización de todas estas tendencias: Franklin D. Roosevelt finalmente ligó la vida estadounidense con la temeraria promesa de un programa wilsoniano para la política interna y externa del país: la asociación permanente del Gran Gobierno, las grandes empresas y los grandes sindicatos; un complejo militar-industrial continuo y en permanente expansión; conscripción; una inflación constante y acelerada, y un costoso e interminable rol de “gendarme” contrarrevolucionario para el mundo entero. El mundo de Roosevelt-Truman-Eisenhower-Kennedy-Johnson-Nixon-Ford-Carter (y hay poca diferencia sustancial entre cualquiera de estas administraciones) es el “populismo socialdemócrata corporativo”, el Estado corporativo hecho realidad.

Resulta particularmente irónico que los conservadores, partidarios de la economía de libre mercado al menos en la retórica, sean tan complacientes e incluso admiradores de nuestro vasto complejo militar-industrial. No hay una mayor distorsión del libre mercado que la que existe hoy en día en los Estados Unidos. La mayoría de nuestros científicos e ingenieros están desafectados de la investigación básica para fines civiles, para el aumento de la productividad y el nivel de vida de los consumidores, y dedicados a proyectos militares y espaciales dispendiosos, ineficientes e improductivos. Estos emprendimientos inútiles consumen una cantidad de recursos tan enorme como la construcción de las pirámides de los faraones, pero son infinitamente más destructivos. No es casual que la economía de Lord Keynes haya sido sin duda alguna la economía por excelencia del Estado populista socialdemócrata corporativo, dado que los economistas keynesianos aprueban toda forma de gasto gubernamental, sin distinción alguna, ya se trate de pirámides, misiles o plantas siderúrgicas; por definición, todos estos gastos incrementan el producto bruto nacional, por antieconómicas que puedan ser las asignaciones. Sólo en los últimos tiempos, muchos socialdemócratas comenzaron a darse cuenta de los perjuicios del gasto, la inflación y el militarismo que el keynesianismo corporativo trajo a los Estados Unidos.

Como el alcance de los gastos gubernamentales –tanto militares como civiles– se ha ampliado, la ciencia y la industria se han dirigido cada vez más hacia objetivos improductivos y procesos sumamente ineficientes. El objetivo de satisfacer a los consumidores del modo más eficiente posible fue reemplazado crecientemente por el otorgamiento de favores a los contratistas gubernamentales, por lo general en la forma de contratos de “costo de producción más margen de utilidad fija”, muy antieconómicos. En un campo tras otro, la política ha reemplazado a la economía como guía de las actividades de la industria. Más aun, a medida que industrias y regiones enteras del país han pasado a depender de los contratos gubernamentales y militares, existen cada vez más intereses creados para continuar los programas, incluso independientemente de si mantienen el muy trillado pretexto de la necesidad militar. Se ha hecho que nuestra prosperidad económica dependa de la droga del gasto gubernamental improductivo y anti-productivo.[10]

Uno de los críticos más perceptivos y proféticos de la intervención de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial fue el escritor liberal clásico John T. Flynn. En su As We Go Marching [A medida que marchamos], escrito en medio de la guerra que tanto había intentado prevenir, Flynn acusó al New Deal, que ahora alcanzaba su apogeo encarnando la participación en la guerra, de haber establecido por fin el Estado corporativo que había venido buscando el mundo de las altas finanzas desde comienzos del siglo xx.

“La idea general”, escribió Flynn, era “reorganizar a la sociedad transformándola, no en una economía libre, sino en una economía planificada y coercitiva en la cual las empresas se unirían en grandes corporaciones o en una inmensa estructura corporativa, en la que se combinarían los elementos de dirección autónoma y supervisión gubernamental con un sistema nacional de policía económica encargada de poner en vigor estos decretos […]. Esto, después de todo, no dista tanto de lo que las empresas han estado proponiendo […]”.[11]

Al principio, el New Deal había intentado crear esa nueva sociedad mediante la National Recovery Administration y la Agricultural Adjustment Administration, poderosos motores de “regimentación” alabados tanto por los obreros como por los empresarios. Ahora, el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial había restablecido este programa colectivista  –“una economía sostenida por grandes flujos de deuda bajo control absoluto, en la cual casi todas las agencias de planificación funcionaban con un poder prácticamente totalitario bajo una enorme burocracia”–. Flynn profetizó que después de la guerra el New Deal intentaría hacer extensivo este sistema, en forma permanente, a los asuntos internacionales. Predijo con sagacidad que el inmenso gasto del gobierno después de la guerra seguiría poniendo el énfasis en la esfera militar, dado que ésta era la única forma de gasto gubernamental a la cual los conservadores no se opondrían jamás, y que los trabajadores también recibirían con agrado debido a su creación de puestos de trabajo. “Así, el militarismo es el único gran proyecto de obras públicas atractivo sobre el cual pueden ponerse de acuerdo diversos elementos de la comunidad”.[12]

Flynn predijo que la política de posguerra de los Estados Unidos sería “internacionalista”, con lo cual quería decir que sería imperialista. El imperialismo “es, por supuesto, internacional […] en el sentido en que la guerra es internacional”, y será la consecuencia de la política militarista. “Haremos lo mismo que hicieron otros países; mantendremos vivos los temores de nuestro pueblo ante las ambiciones agresivas de otros países y nosotros mismos nos embarcaremos en empresas imperialistas propias.” El imperialismo le asegurará a los Estados Unidos la existencia de “enemigos” perpetuos, lo hará librar lo que más tarde Charles A. Beard llamaría “la guerra perpetua por la paz perpetua”. Dado que, señaló Flynn, “hemos logrado obtener bases en todo el mundo […]. No hay ningún lugar en el mundo donde pueda surgir un problema en el cual […] no podamos proclamar que nuestros intereses se encuentran amenazados. Por lo tanto, la amenaza debe continuar, después de la guerra, como un continuo argumento que los imperialistas esgrimirán para justificar un vasto despliegue de efectivos navales y un enorme ejército listo para atacar en cualquier parte o resistir un ataque de todos los enemigos que nos vemos obligados a tener”.[13]

Uno de los retratos más conmovedores del cambio en la vida estadounidense provocado por la Segunda Guerra Mundial fue escrito por John Dos Passos, que fue durante toda su vida radical e individualista, y a quien el avance del New Deal obligó a pasar de la “extrema izquierda” a la “extrema derecha”. Dos Passos expresó su amargura en su novela de posguerra The Grand Design:

En nuestro país organizamos bancos de sangre y una defensa civil, e imitamos al resto del mundo organizando campos de concentración (sólo que nosotros los llamamos centros de reubicación) donde metemos a ciudadanos estadounidenses de ascendencia japonesa […] sin el beneficio del hábeas corpus […].

El presidente de los Estados Unidos habló como un sincero demócrata, y también lo hicieron los miembros del Congreso. En la Administración había quienes creían devotamente en la libertad civil. “Ahora estamos ocupados librando una guerra; desplegaremos las cuatro libertades más adelante”, dicen […].

La guerra es el tiempo de los Césares […].

Y supuestamente el pueblo estadounidense tenía que agradecer por el siglo del Hombre Común a quien había que reubicar en un espacio cercado por alambre de púas, sólo a la espera de la ayuda divina.

Aprendimos. Aprendimos algunas cosas, pero lo que no aprendimos, a pesar de la Constitución y de la Declaración de Independencia y de los grandes debates de Richmond y Filadelfia, es cómo poner en manos de un hombre el poder sobre las vidas de los otros hombres y hacer que lo use con sabiduría.[14]

La Política Exterior Respecto de la Unión Soviética

En un capítulo anterior nos hemos referido al problema de la defensa nacional, partiendo del interrogante de si a los rusos les interesa realmente llevar a cabo un ataque militar contra los Estados Unidos. A partir de la Segunda Guerra Mundial, la política militar y exterior estadounidense, al menos de manera retórica, se basó en el supuesto de la amenaza de un ataque ruso –un supuesto con el cual se logró la aprobación pública para la intervención de los Estados Unidos en todo el mundo y para presupuestos millonarios de gastos militares–. Pero ¿hasta qué punto es realista este supuesto, en qué medida está bien fundado?

En primer lugar, no hay duda alguna de que a los soviéticos, como a los demás marxistas-leninistas, les gustaría reemplazar todos los sistemas sociales existentes por regímenes comunistas. Pero, como es obvio, ese sentimiento no implica la existencia de una amenaza real de ataque, así como una enemistad en la vida privada no significa que se producirá una inminente agresión.

Por el contrario, el marxismo-leninismo cree que la victoria del comunismo es inevitable, no por la acción de una fuerza exterior, sino como resultado de las tensiones y “contradicciones” acumuladas dentro de cada sociedad. Así, considera que la revolución interna (o, en la versión “eurocomunista” actual, el cambio democrático) para instalar el comunismo es ineludible. Al mismo tiempo, sostiene que cualquier imposición coercitiva externa del comunismo resulta por lo menos sospechosa, y en el peor de los casos, disruptiva y contraproducente para el genuino cambio social orgánico. Cualquier idea de “exportar” el comunismo a otros países mediante el ejército soviético es totalmente contradictoria con la teoría marxista-leninista.

Esto no significa, por supuesto, que los líderes soviéticos nunca harán nada contrario a la teoría marxista-leninista. Pero, en la medida en que actúen como gobernantes comunes de un fuerte Estado-nación ruso, la idea de una inminente amenaza soviética hacia los Estados Unidos queda seriamente debilitada, dado que la única supuesta base para esa amenaza, tal como la imaginaban nuestros partidarios de la Guerra Fría, es la supuesta devoción de la Unión Soviética hacia la teoría marxista-leninista y hacia su objetivo final del triunfo comunista mundial. Si los dirigentes soviéticos sencillamente fuesen a actuar como dictadores que sólo persiguieran los intereses de su Estado-nación, entonces toda la base para considerarlos como diabólicos gestores de un inminente ataque militar se derrumbaría.

Cuando los bolcheviques tomaron el poder en Rusia en 1917, no habían pensado mucho acerca de la futura política exterior soviética, dado que estaban convencidos de que la revolución comunista pronto se produciría en los países industriales avanzados de Europa occidental. Cuando esas esperanzas se vieron frustradas al fin de la Primera Guerra Mundial, Lenin y sus camaradas bolcheviques adoptaron la teoría de la “coexistencia pacífica” como la política exterior básica de un Estado comunista, basándose en lo siguiente: como primer movimiento comunista exitoso, la Rusia soviética serviría como guía y sostén para otros partidos comunistas en todo el mundo. Pero el Estado soviético como tal mantendría relaciones pacíficas con todos los demás países y no intentaría exportar el comunismo mediante acciones bélicas interestatales. La idea aquí no era simplemente seguir la teoría marxista-leninista, sino el curso práctico de sostener la supervivencia del Estado comunista existente como el principal objetivo de la política exterior: es decir, no poner en peligro jamás al Estado soviético llevando a cabo acciones bélicas interestatales. Se esperaba que otros países arribaran al comunismo mediante sus propios procesos internos.

Así, de manera fortuita, a partir de una mezcla de principios teóricos y prácticos propios, los soviéticos llegaron muy pronto a lo que los libertarios consideran como el único principio adecuado de la política exterior.

Con el transcurso del tiempo, esta política se vio reforzada por un “conservadurismo” que sobreviene naturalmente en todos los movimientos políticos después de que han adquirido y retenido el poder por un período determinado, por el cual el interés de mantenerse en el poder del propio Estado-nación comienza a primar cada vez más sobre el ideal inicial de la revolución mundial. Este creciente conservadurismo bajo Stalin y sus sucesores fortaleció y reforzó la política de “coexistencia pacífica” no agresiva.

De hecho, los bolcheviques fueron literalmente el único partido político ruso que reclamó, desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial, una inmediata retirada de Rusia de la guerra. En realidad, fueron aun más lejos y se hicieron sumamente impopulares entre el público al desear la derrota de “su propio” gobierno (“derrotismo revolucionario”). Cuando Rusia comenzó a sufrir grandes pérdidas, junto con masivas deserciones militares en el frente, y la guerra se hizo extremadamente impopular, los bolcheviques, guiados por Lenin, continuaron siendo el único partido que demandaba una inmediata terminación de la contienda –los otros partidos aún clamaban por luchar contra los alemanes hasta el fin–. Cuando los bolcheviques tomaron el poder, Lenin, desestimando incluso la histérica oposición de la mayoría del comité central bolchevique, insistió en decidir la paz de “conciliación” de Brest-Litovsk, en marzo de 1918. Aquí, Lenin logró sacar a Rusia de la guerra, incluso al precio de garantizar al victorioso ejército alemán todas las partes del Imperio Ruso que luego ocupó (incluyendo la Rusia Blanca y Ucrania). Así, Lenin y los bolcheviques comenzaron su reinado no sólo como un partido pacífico, sino virtualmente como un partido que defendía “la paz a cualquier precio”.

Después de la Primera Guerra Mundial y de la derrota de Alemania, el nuevo estado polaco atacó a Rusia y se apoderó de una gran porción de la Rusia Blanca y de Ucrania. Aprovechándose de la confusión y de la guerra civil que hubo en Rusia hacia el fin de la guerra, otros grupos nacionales –Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania– decidieron separarse del Imperio Ruso anterior a la Primera Guerra Mundial y declarar su independencia nacional. Mientras el leninismo aparentaba estar de acuerdo con la autodeterminación nacional, para los dirigentes rusos resultó claro desde el principio que se suponía que los límites del viejo Estado ruso continuarían intactos. El ejército Rojo reconquistó Ucrania, no sólo de los Blancos, sino también de los nacionalistas ucranianos, y además, del ejército indigenista anarquista ucraniano de Nestor Makhno. En lo demás, estaba claro que Rusia, al igual que Alemania en las décadas de 1920 y 1930, era un país “revisionista” con respecto al acuerdo de posguerra de Versalles. Es decir, el norte de la política exterior rusa y alemana era recuperar sus fronteras anteriores a la Primera Guerra Mundial –que ambos países consideraban las “verdaderas” fronteras de sus respectivos Estados–. Cabe destacar que todo partido o tendencia política en Rusia y Alemania, ya fuera en el poder o en la oposición, estaba de acuerdo con este objetivo de absoluta restauración del territorio nacional.

Pero vale la pena señalar que, mientras la Alemania de Hitler tomó fuertes medidas para recuperar las tierras perdidas, los cautos y conservadores dirigentes soviéticos no hicieron absolutamente nada. Sólo después del pacto Stalin-Hitler y de la conquista alemana de Polonia, los soviéticos, que ahora no enfrentaban ningún peligro, recuperaron sus territorios. Específicamente, los rusos volvieron a ser poseedores de Estonia, Letonia y Lituania, como también de las antiguas tierras de la Rusia Blanca y de Ucrania que habían constituido la Polonia oriental. Y fueron capaces de hacerlo sin librar una sola batalla. La Rusia anterior a la Primera Guerra Mundial estaba ahora restaurada, con excepción de Finlandia. Pero Finlandia estaba lista para luchar. Aquí los rusos no exigieron la reincorporación de todo el territorio, sino sólo de las partes del istmo de Carelia que eran étnicamente rusas. Cuando los fineses rechazaron este pedido, comenzó la “Guerra de Invierno” (1939-1940) entre Rusia y Finlandia, que finalizó cuando los fineses cedieron sólo la Carelia rusa.[15]

El 22 de junio de 1941, Alemania, triunfante sobre todos sus enemigos menos sobre Inglaterra en el oeste, lanzó un repentino, masivo y no provocado ataque sobre la Rusia soviética, un acto de agresión que contó con la asistencia y la complacencia de los otros Estados pro germanos de Europa oriental: Hungría, Rumania, Bulgaria, Eslovaquia y Finlandia. Esta invasión de Rusia por parte de Alemania y sus aliados pronto se convirtió en uno de los factores cruciales en la historia de Europa desde esa fecha. Stalin estaba tan poco preparado para el ataque, confiaba hasta tal punto en la racionalidad del acuerdo de paz ruso-germano en Europa oriental, que había permitido la disgregación del ejército ruso. No era en absoluto un guerrero y, de hecho, Alemania casi pudo conquistar Rusia pese a las enormes desventajas que enfrentaba; puesto que, si otras hubieran sido las circunstancias, Alemania habría sido capaz de retener indefinidamente el control de Europa, fue Hitler quien, seducido por el canto de sirena de las ideologías anticomunistas, dejó de lado un curso de acción racional y prudente y se lanzó a lo que sería el comienzo de su derrota definitiva.

La mitología de los partidarios de la Guerra Fría por lo general concede que los soviéticos no fueron internacionalmente agresivos hasta la Segunda Guerra Mundial –de hecho, están obligados a afirmarlo, dado que la mayoría de ellos aprueba la alianza de los Estados Unidos con la Unión Soviética contra Alemania durante la Segunda Guerra Mundial–. Fue en el curso de la guerra e inmediatamente después de ella, sostienen, cuando Rusia se hizo expansionista y fijó sus miras en Europa oriental.

Esta acusación pasa por alto el hecho central de que Alemania y sus aliados atacaron a Rusia en junio de 1941. No hay duda alguna de que lo hicieron. Por lo tanto, para poder derrotar a los invasores, era obviamente necesario que los rusos redujeran al ejército invasor y conquistaran Alemania y otros países atacantes de Europa oriental. Es más fácil plantear que Estados Unidos es un país expansionista porque conquistó y ocupó Italia y parte de Alemania que decir que lo es la Unión Soviética; después de todo, Estados Unidos nunca fue directamente atacado por los alemanes.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los Estados Unidos, Gran Bretaña y Rusia, los tres principales aliados, habían acordado la ocupación militar conjunta de todos los territorios conquistados. Estados Unidos fue el primero que rompió el acuerdo durante la guerra al no permitir que Rusia desempeñara ningún papel en la ocupación militar de Italia. A pesar de este serio incumplimiento del convenio, Stalin prefirió coherentemente favorecer los intereses conservadores del Estado-nación ruso dejando de lado la ideología revolucionaria, traicionando repetidamente a los movimientos comunistas autóctonos. Para poder preservar las relaciones pacíficas entre Rusia y Occidente, Stalin intentó coherentemente refrenar varios movimientos comunistas exitosos. Lo logró en Francia e Italia, donde los grupos partisanos comunistas podrían haberse adueñado fácilmente del poder al inicio de la retirada militar alemana; pero Stalin les ordenó no hacerlo, y los persuadió para que se unieran a regímenes de coalición encabezados por partidos anticomunistas. En ambos países, los comunistas pronto fueron expulsados de la coalición. En Grecia, donde los partidarios comunistas casi habían tomado el poder, Stalin los debilitó de modo irreparable, abandonándolos y obligándolos a entregar el gobierno a las tropas británicas que acababan de invadir el territorio.

En otros países, sobre todo en aquellos donde los grupos guerrilleros comunistas eran fuertes, éstos se negaron rotundamente a los pedidos de Stalin. En Yugoslavia, el victorioso Tito rechazó la exigencia de Stalin de que se subordinara al anticomunista Mihailovich en una coalición de gobierno; Mao desechó un pedido similar de que se pusiera a las órdenes de Chiang Kai-shek. No cabe ninguna duda de que estos rechazos preludiaron los cismas que luego adquirirían extraordinaria importancia dentro del movimiento comunista mundial.

Por lo tanto, la Unión Soviética gobernó Europa oriental, a la que ocupó militarmente, luego de ganar una guerra emprendida contra ella. Su objetivo inicial no era el de hacer comunistas a esos países con el esfuerzo del ejército soviético, sino asegurarse de que Europa oriental no fuera el camino abierto para un ataque a Rusia, como ya había sucedido tres veces en medio siglo –la última de ellas, en una guerra en la cual fueron masacrados más de veinte millones de rusos–. En resumen, Rusia quería que los países fronterizos no fueran anticomunistas en un sentido militar, para que no fueran utilizados como plataforma de lanzamiento de otra invasión. Las condiciones políticas en Europa oriental eran tales que los políticos no comunistas en quienes Rusia podía confiar en su búsqueda de una línea pacífica de política exterior sólo existían en la Finlandia modernizada. Y allí, esta situación era la obra de un estadista visionario, el líder agrario Julio Paasikivi. Gracias a que Finlandia, de ahí en adelante, siguió los “lineamientos de Paasikivi”, la Unión Soviética retiró sus tropas de este país y no insistió en su comunización, pese a que en los seis años anteriores se habían enfrentado en dos guerras.

Incluso en los otros países de Europa oriental, Rusia se aferró a gobiernos de coalición durante varios años después de la guerra y sólo impuso gobiernos comunistas en ellos después de 1948, luego de tres años de tenaz presión por parte de los Estados Unidos, mediante la Guerra Fría, para intentar expulsarla de esos países. En otras regiones, Austria y Azerbaiyán, Rusia retiró inmediatamente sus tropas. A los partidarios de la Guerra Fría les resultó difícil explicar las acciones rusas en Finlandia. Si la Unión Soviética se inclina siempre, decididamente, a imponer gobiernos comunistas en todas partes, ¿por qué su “línea blanda” en Finlandia? La única explicación plausible es que su motivación es la seguridad para el Estado-nación ruso contra un ataque, y que el concepto del éxito del comunismo mundial desempeña un rol mucho menos importante en su escala de prioridades.

En realidad, los partidarios de la Guerra Fría nunca fueron capaces de explicar o asimilar el hecho de los profundos cismas en el movimiento comunista mundial, dado que si los comunistas tienen una ideología común, todos, en todas partes, deberían regirse por esa monolítica ideología unificada que, dado el temprano éxito alcanzado por los bolcheviques, los haría subordinados o “agentes” de Moscú. Si están motivados principalmente por su vínculo marxista-leninista, ¿cómo puede explicarse la profunda ruptura entre China y Rusia, en la cual Rusia, por ejemplo, mantiene un ejército de un millón de hombres listos sobre la frontera con China? ¿Cómo explicar la enemistad entre los Estados comunistas de Yugoslavia y Albania? ¿Cómo es posible el conflicto militar existente entre los comunistas camboyanos y los vietnamitas? La respuesta es que, una vez que un movimiento revolucionario asume el gobierno, rápidamente comienza a adquirir los atributos de una clase dirigente, cuyo interés de clase consiste en retener el poder estatal. Desde esa perspectiva, la revolución mundial comienza a perder importancia hasta hacerse insignificante. Y puesto que las elites estatales pueden tener, y de hecho tienen, intereses conflictivos en cuanto al poder y la riqueza, no es sorprendente que los conflictos entre los comunistas se hayan vuelto endémicos.

Desde su victoria sobre la agresión militar de Alemania y sus aliados en la Segunda Guerra Mundial, los soviéticos continuaron siendo conservadores en su política militar. Únicamente utilizaron tropas para defender su territorio dentro del bloque comunista, pero no para extenderlo más allá de esos límites. Así, cuando Hungría amenazó con abandonar el bloque soviético en 1956, o Checoslovaquia lo hizo en 1968, la Unión Soviética llevó a cabo una intervención militar –lo que por supuesto fue censurable–, pero aun así actuó de manera conservadora y defensiva, más que expansionista. (Al parecer, consideró seriamente la invasión de Yugoslavia cuando Tito abandonó el bloque soviético, pero no la llevó a cabo debido a las formidables cualidades del ejército yugoslavo para la guerra de guerrillas.) En ningún caso Rusia utilizó tropas para extender su bloque o conquistar más territorios.

El profesor Stephen F. Cohen, director del programa sobre estudios rusos en Princeton, delineó recientemente la naturaleza del conservadurismo soviético en asuntos exteriores:

El hecho de que un sistema surgido de una revolución y que aún profesa ideas revolucionarias se haya convertido en uno de los más conservadores del mundo puede parecer descabellado. Sin embargo, todos los factores que invariablemente se consideraban como los más importantes en la política soviética contribuyeron a este conservadurismo: la tradición burocrática del gobierno ruso antes de la revolución; la subsiguiente burocratización de la vida soviética, que multiplicó las normas conservadoras y creó una clase firmemente afianzada de celosos defensores de los privilegios burocráticos; el hecho de que la elite actual esté formada por hombres de edad avanzada; e incluso la ideología oficial, que ya hace varios años tornó el impulso hacia la creación de un nuevo orden social en la exaltación del existente […].

En otras palabras, lo que más interesa en la actualidad al conservadurismo soviético es preservar lo que ya tiene en su país y en el exterior, no arriesgarlo. Un gobierno conservador es, por supuesto, capaz de peligrosas acciones militares, tal como vimos en Checoslovaquia […] pero éstos son actos de proteccionismo imperial, un militarismo de índole defensiva, no revolucionario o expansionista. Sin duda, es verdad que para la mayoría de los líderes soviéticos, como presumiblemente para la mayoría de los líderes estadounidenses, la disminución de la tensión entre países no es un esfuerzo altruista sino la persecución de los intereses nacionales. En cierto sentido, esto es triste. Pero probablemente también es verdad que el interés recíproco provee una base de relación más durable que el elevado, pero a la larga vacío, altruismo.[16]

De manera similar, una fuente anti-soviética tan irreprochable como lo es el ex director de la CIA, William Colby, considera que la principal preocupación de los soviéticos es el objetivo defensivo de evitar otra catastrófica invasión a su territorio.

Colby dijo, al testificar ante la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado:

Se observa una preocupación, incluso una paranoia, por su seguridad [la de los soviéticos]. Es evidente la determinación de no sufrir nunca más una invasión ni el tipo de disturbios que debieron soportar durante varias invasiones diferentes […]. Creo que ellos […] quieren sobreprotegerse para estar seguros de que eso no suceda […].[17]

Incluso los chinos, con toda su jactancia, llevaron a cabo una política exterior conservadora y pacífica. No sólo no invadieron Taiwán, internacionalmente reconocido como parte de China, sino que incluso permitieron que las pequeñas islas de Quemoy y Matsu se mantuvieran en poder de Chiang Kai-shek. No hicieron ningún movimiento contra Hong Kong y Macao, enclaves ocupados por ingleses y portugueses respectivamente. La invasión china a Vietnam comunista resultó ser una breve incursión seguida por una retirada unilateral. De la misma manera, anteriormente China había dado el paso inusual de declarar un cese de fuego unilateral y hacer que sus fuerzas se retiraran hasta su frontera después de haber obtenido un fácil triunfo sobre el ejército de la India en su escalada de guerra fronteriza.[18]

Evitar una Historia a priori

Aún resta una tesis sustentada por los estadounidenses e incluso por algunos libertarios que podría impedirles asimilar el análisis de este capítulo: el mito propuesto por Woodrow Wilson de que las democracias deben ser inevitablemente amantes de la paz, mientras que las dictaduras se inclinan, de modo ineludible, hacia la guerra. Esta tesis, por supuesto, le resultó muy conveniente a Wilson para encubrir su propia culpabilidad al arrastrar a los Estados Unidos a una guerra innecesaria y monstruosa. Pero, aparte de eso, simplemente no hay evidencias que apoyen este supuesto. Muchas dictaduras se han mantenido dentro de sus fronteras, limitándose a oprimir a su propio pueblo: los ejemplos van desde el Japón premoderno hasta la Albania comunista e innumerables dictaduras del Tercer Mundo de hoy. Idi Amin, de Uganda, quizás el dictador más brutal y represivo del mundo actual, no muestra ningún signo de arriesgar su sistema invadiendo a países vecinos. Por otro lado, países indudablemente democráticos, como Gran Bretaña, expandieron su imperialismo coercitivo por todo el globo durante el siglo xix e incluso en siglos anteriores.

La razón teórica por la cual es erróneo centrarse en la democracia o en la dictadura es que los Estados –todos los Estados– gobiernan a su población y deciden si habrán de hacer la guerra o no. Y todos los Estados, sean formalmente democracias o dictaduras, o algún otro tipo de gobierno, están regidos por una elite. El hecho de que estas elites, en cualquier caso particular, hagan o no la guerra a otro Estado se da en función de un complejo entrecruzamiento de causas, entre ellas el temperamento de los gobernantes, la fuerza de sus enemigos, los motivos para la guerra, la opinión pública. Si bien esta última debe calibrarse en cualquier caso, la única verdadera diferencia entre una democracia y una dictadura en lo que respecta a hacer la guerra es que en la primera es preciso desplegar una mayor propaganda ante los ciudadanos para formar a la opinión pública de modo que sea favorable a los propósitos del gobierno. La propaganda intensiva es necesaria en cualquier caso, tal como podemos ver en el comportamiento de todos los modernos Estados belicistas que extreman sus esfuerzos para moldear la opinión. Pero el Estado democrático debe trabajar con mayor perseverancia y rapidez. Y además, debe ser más hipócrita en la utilización de su retórica, que tiene que resultar atractiva para los valores de las masas: justicia, libertad, interés nacional, patriotismo, paz mundial, etc. Por lo tanto, en los Estados democráticos el arte de la propaganda debe ser un poco más sofisticado y refinado. Pero esto, como hemos visto, se aplica a todas las decisiones gubernamentales, no sólo a la guerra o la paz, dado que todos los gobiernos –pero en especial los democráticos– deben trabajar con perseverancia para persuadir a los ciudadanos de que todos sus actos de opresión están destinados a beneficiarlos.

Lo que hemos dicho acerca de la democracia y la dictadura se aplica igualmente a la falta de correlación entre los grados de libertad interna de un país y su agresividad externa. Se ha demostrado que algunos Estados son perfectamente capaces de permitir un grado considerable de libertad dentro de sus fronteras mientras llevan adelante guerras agresivas en el exterior; otros Estados tienen un gobierno totalitario, pero su política exterior es pacífica. Los ejemplos de Uganda, Albania, China, Gran Bretaña, etc., encajan perfectamente en esta comparación.

En resumen, los libertarios y otros estadounidenses deben estar alerta contra la historia a priori: en este caso, contra el supuesto de que, en cualquier conflicto, el Estado que es más democrático o permite una mayor libertad interna es necesariamente, o incluso presuntamente, la víctima de una agresión por parte de un Estado más dictatorial o totalitario. Este supuesto carece de una evidencia histórica que lo sustente. Para decidir acerca de lo que está bien o lo que está mal, sobre los grados relativos de agresión en cualquier disputa de relaciones exteriores, la investigación empírica histórica no brinda sustitutos, y lo único que hay que tener en cuenta es la disputa misma. No debería ser sorprendente, en absoluto, que de una investigación semejante se desprendiera que los Estados Unidos, un país democrático y relativamente mucho más libre, haya sido más agresivo e imperialista en cuestiones exteriores que Rusia y China, que son relativamente totalitarios.

En sentido inverso, el hecho de elogiar a un Estado por ser menos agresivo en asuntos exteriores no implica en modo alguno que el observador se sienta satisfecho con su política interna. Resulta vital –de hecho, es literalmente una cuestión de vida o muerte– que los estadounidenses sean capaces de ver con serenidad y perspicacia la historia de su gobierno en lo que respecta a las relaciones exteriores, como lo son cada vez más en relación con la política interna, pues la guerra y una falsa “amenaza externa” han sido durante mucho tiempo los principales medios por los cuales el Estado reconquista la lealtad de sus ciudadanos. Tal como hemos visto, la guerra y el militarismo fueron los que enterraron al liberalismo clásico; no debemos dejar que el Estado repita esta artimaña.[19]

Un Programa de Política Exterior

Para concluir nuestro análisis, la base inicial de un programa de política exterior libertario para los Estados Unidos debe ser exhortar al país a abandonar por completo su política de intervencionismo global, tanto militar como político, en Asia, Europa, América latina, Oriente Medio y otros lugares. El reclamo de los libertarios estadounidenses debería ser que los Estados Unidos abandonen ya mismo cualquier forma de intervención gubernamental. Nuestro país debería desmantelar sus bases, retirar sus tropas, detener su incesante injerencia política y abolir la CIA. También debería poner fin a toda la asistencia exterior, que no es más que un dispositivo para obligar al contribuyente a subsidiar las exportaciones estadounidenses para favorecer a los Estados extranjeros, todo en nombre de la “ayuda a los pueblos hambrientos del mundo”. En resumen, el gobierno de los Estados Unidos debería retraerse totalmente a sus propias fronteras y mantener una política de estricto “aislamiento” político o neutralidad en todas partes.

El espíritu de esta política exterior libertaria ultra “aislacionista” quedó expresado durante la década de 1930 por el general de división retirado de la Armada Smedley D. Butler. En el otoño de 1936, el general Butler propuso una enmienda constitucional hoy olvidada, una enmienda que haría las delicias de los corazones libertarios si alguna vez se la tomara en serio. Ésta es la enmienda constitucional propuesta por Butler transcripta en su totalidad.

1. De aquí en adelante, queda prohibido el traslado de miembros de las fuerzas armadas terrestres desde el interior de los límites continentales de los Estados Unidos y la Zona del Canal de Panamá por cualquier causa que sea.

2. Se prohíbe a los navíos de la Marina de Guerra de los Estados Unidos, o de las otras ramas de los servicios armados, que se alejen más de quinientas millas de nuestra costa, por cualquier razón que no sea una misión de salvataje.

3. A los aviones del Ejército, la Fuerza Naval y los Cuerpos de Infantería se les prohíbe por este medio volar, por cualquier razón que sea, a una distancia de setecientas cincuenta millas más allá de la costa de los Estados Unidos.[20]

El Desarme

El aislacionismo y la neutralidad estrictos son, entonces, el primer punto de una política exterior libertaria, además del reconocimiento de la principal responsabilidad de los Estados Unidos en la Guerra Fría y en su participación en todos los demás conflictos del siglo. Decidido el aislamiento, entonces, ¿qué clase de política armamentista deberían seguir los Estados Unidos? Muchos de los aislacionistas originales también defendían una política que consistía en “armarse hasta los dientes”; pero en la era nuclear, un programa semejante continúa manteniendo latente el grave riesgo del holocausto global, un Estado poderosamente armado, y enormes erogaciones y distorsiones ocasionadas por el gasto improductivo que el gobierno impone a la economía.

Incluso desde un punto de vista puramente militar, los Estados Unidos y la Unión Soviética tienen el poder de aniquilarse mutuamente varias veces, y los Estados Unidos podrían fácilmente preservar toda su capacidad de respuesta nuclear desguazando todo su armamento excepto los submarinos Polaris, que son invulnerables y están armados con misiles nucleares que poseen ojivas múltiples programadas. Pero para el libertario, o en realidad para cualquiera que se preocupe acerca de la destrucción nuclear masiva de la vida humana, incluso el desarme llevado al extremo de que sólo queden los submarinos Polaris no constituye un acuerdo satisfactorio. La paz mundial continuaría dependiendo de un inestable “equilibrio de terror”, un equilibrio que siempre podría ser alterado en forma accidental o por las acciones de dementes en el ejercicio del poder. Para que todos puedan estar seguros acerca de la amenaza nuclear es vital alcanzar el desarme nuclear mundial, un desarme para el cual el acuerdo SALT de 1972 y las negociaciones del SALT II son sólo un comienzo pleno de vacilaciones.

Puesto que a todas las personas, e incluso a todos los gobernantes, les interesa no ser aniquiladas en un holocausto nuclear, este interés recíproco provee una sólida base racional sobre la cual ponerse de acuerdo y llevar a cabo una política conjunta y mundial de “desarme completo y general” de armas nucleares y de otras armas de destrucción masiva. Este desarme conjunto resultó factible desde que la Unión Soviética aceptó las propuestas presentadas el 10 de mayo de 1955 –¡una aceptación que sólo logró un abandono absoluto y aterrorizado de sus propias propuestas por parte de Occidente![21]

La versión estadounidense sostuvo permanentemente que mientras los Estados Unidos querían el desarme más la inspección, los soviéticos persistían en que se realizara sólo el desarme sin la inspección. La verdadera cuestión es muy diferente: desde mayo de 1955, la Unión Soviética favoreció cualquier tipo de desarme y la inspección ilimitada de todo lo desarmado, mientras que los Estados Unidos defendieron la inspección ilimitada ¡acompañada por poco o ningún desarme! Ésta fue la parte principal de la propuesta espectacular, pero básicamente deshonesta, de “cielos abiertos” del presidente Eisenhower, que reemplazaba a las propuestas de desarme de las cuales nos deshicimos rápidamente luego de la aceptación soviética en mayo de 1955. Incluso ahora, cuando se han logrado esencialmente los cielos abiertos a través de los satélites espaciales estadounidenses y rusos, el controvertido acuerdo SALT de 1972 no involucra ningún desarme real, sino sólo limitaciones a una mayor expansión nuclear. Más aun, como el poderío estratégico estadounidense en el mundo descansa sobre su poder nuclear y aéreo, hay buenas razones para creer en la sinceridad de los soviéticos en cualquier acuerdo para liquidar los misiles nucleares y los bombarderos ofensivos.

No sólo debería haber un desarme conjunto de armas nucleares, sino también de todas las armas que pueden dispararse masivamente a través de las fronteras nacionales, en particular los bombarderos. Son precisamente las armas de destrucción masiva como los misiles y los bombarderos las que nunca pueden ser dirigidas específicamente como para evitar que se las use contra civiles inocentes. Además, el abandono total de los misiles y los bombarderos obligaría a todos los gobiernos, incluyendo especialmente al de los Estados Unidos, a una política de aislacionismo y neutralidad. Sólo si se los priva de armas de acción bélica ofensiva los gobiernos estarán obligados a seguir una política de aislamiento y paz. Seguramente, si se considera la historia de todos los gobiernos, incluyendo el estadounidense, sería absurdo dejar en sus manos estas monstruosas armas, heraldos de crímenes masivos y destrucción, y confiar en que nunca las utilizarán. Si su uso es ilegítimo, ¿por qué permitirles que las conserven, totalmente cargadas, en sus manos no demasiado limpias?

El contraste entre la posición conservadora y la libertaria acerca de la guerra y la política exterior estadounidense quedó crudamente expresado en un intercambio entre William F. Buckley, Jr., y el libertario Ronald Hamowy, en los tempranos días del movimiento libertario contemporáneo. Buckley escribió, desdeñando la crítica libertaria a las posturas conservadoras sobre política exterior: “En cualquier sociedad hay lugar para aquellos cuya única preocupación es hacer memorandos; pero deben darse cuenta de que sólo porque los conservadores están dispuestos a sacrificarse para soportar al enemigo [soviético], ellos pueden disfrutar de su vida monástica y seguir con sus pequeños seminarios acerca de si la recolección de residuos debe estar o no a cargo de los municipios”.

A lo cual Hamowy respondió mordazmente:

Puede parecer una ingratitud de mi parte, pero debo rehusarme a agradecer al señor Buckley por salvarme la vida. Además, estoy convencido de que si prevalece su punto de vista, y si persiste en su ayuda no solicitada, el resultado será casi seguramente mi muerte (y la de decenas de millones) en una guerra nuclear, o mi inminente detención como “anti-estadounidense” […].

Me aferro con todas mis fuerzas a mi libertad personal, y precisamente por esto insisto en que nadie tiene el derecho de imponer a otro sus decisiones. El señor Buckley elige morir antes que ser rojo. Yo también. Pero insisto en que se debería permitir que todos los hombres tomen esa decisión por sí mismos. Un holocausto nuclear lo hará por ellos.[22]

A lo cual podríamos agregar que quien lo desee tiene el derecho de tomar la decisión personal de “mejor morir que ser rojo” o “libertad o muerte”. Lo que no tiene derecho de hacer es tomar estas decisiones por otros, como lo haría la política pro-bélica del conservadurismo. Lo que los conservadores dicen en realidad es: “mejor que ellos estén muertos antes de que sean rojos”, y “mi libertad o la muerte de ellos”; ambos son los gritos de guerra de asesinos de masas, no de nobles héroes.

Buckley tiene razón en un solo sentido: en la era nuclear resulta más vital preocuparse por la guerra y la política exterior que por la descentralización de la recolección de residuos, por importante que esto pueda ser. Pero si lo hacemos, llegamos de modo inevitable a una conclusión contraria a la de Buckley. Llegamos a la visión de que, como las armas aéreas y los misiles modernos no pueden ser apuntados con precisión para evitar pérdidas civiles, su misma existencia debe ser condenada. Y el desarme nuclear y aéreo se convierte por sí mismo en un bien de importancia avasalladora que debemos tratar de lograr, más ávidamente incluso que la descentralización de los residuos.



[1] Véase Dawson, William H. Richard Cobden and Foreign Policy. Londres, George Allen and Unwin, 1926.

[2] Veale, F. J. P. Advance to Barbarism. Appleton, Wisc., C. C. Nelson Publishing Co., 1953, p. 58.

[3] Liggio, Leonard P. Why the Futile Crusade? Nueva York, Center for Libertarian Studies, 1978, p. 3.

[4] Para los revisionistas dela “Nueva Izquierda”, véase, además del trabajo de Williams, el de Gabriel Kolko, Lloyd Gardner, Stephen E. Ambrose, N. Gordon Levin, Jr., Walter LaFeber, Robert F. Smith, Barton Bernstein y Ronald Radosh. Charles A. Beard y Harry Elmer Barnes, el libertario James J. Martin y los liberales clásicos John T. Flynn y Garet Garrett llegaron a conclusiones similares desde tradiciones revisionistas muy diferentes.

Ronald Radosh, en su Prophets on the Right: Profiles of Conservative Critics of American Globalism, Nueva York, Simon & Schuster, 1975, retrató de manera apreciativa a la oposición aislacionista conservadora contra la intervención estadounidense en la Segunda Guerra Mundial. En numerosos artículos y en su Not to the Swift: The Old Isolationists in the Cold War Era, Lewisburg, Pa., Bucknell University Press, 1979, Justus D. Doenecke analizó de manera cuidadosa y comprensiva el sentimiento de los aislacionistas de la Segunda Guerra Mundial ante los comienzos de la Guerra Fría. Un llamado por un movimiento común antiintervencionista y antiimperialista de la izquierda y la derecha puede encontrarse en: Carl Oglesby y Richard Shaull. Containment and Change. Nueva York, Macmil­lan, 1967. Para una bibliografía detallada de los escritos de los aislacionistas, véase Doenecke. The Literature of Isolationism. Colorado Springs, Colo., Ralph Myles, 1972.

[5] Morgenstern, George. “The Past Marches On.” Human Events (22 de abril de 1953). Un trabajo revisionista sobre Pearl Harbor fue: Morgenstern, G. Pearl Harbor: Story of a Secret War. Nueva York, Devin-Adair, 1947. Para más información acerca de los aislacionistas conservadores y su crítica a la Guerra Fría, véase  Rothbard, Murray  N. “The Foreign Policy of the Old Right.” Journal of Libertarian Studies (invierno de 1978).

[6] Kennedy, Joseph P. “President Policy is Politically and Morally Bankrupt.” Vita! Speeches (1 de enero de 1951), pp. 170-173.

[7] Garrett, Garet. The People’s Pottage. Caldwell, Idaho, Caxton Printers, 1953, pp. 158-159, 129-174. Para más expresiones de críticas antiimperialistas conservadoras o liberales clásicas de la Guerra Fría, véase Doenecke, Not to the Swift, p. 79.

[8] Para mayores precisiones acerca de una teoría libertaria en cuanto a política exterior, véase  Rothbard, Murray N. “War, Peace and the State.” En: Egalitarianism As A Revolt Against Nature and other Essays.Washington, D. C., Libertarian Review Press, 1974, pp. 70-80.

[9] Numerosos historiadores revisionistas desarrollaron recientemente esta interpretación de la historia estadounidense del siglo xx. En particular, véanse, entre otras, las obras de Gabriel Kolko, James Weinstein, Robert Wiebe, Robert D. Cuff, William E. Leuchtenburg, Ellis D. Hawley, Melvin I. Urofsky, Joan Hoff Wilson, Ronald Radosh, Jerry Israel, David Eakins y Paul Conkin –nuevamente, como en el revisionismo de la política exterior, bajo la inspiración de William Appleman Williams–. Se puede hallar una serie de ensayos que utilizan este enfoque en Radosh, Ronald, Rothbard, Murray N. (eds.). A New History of Leviathan. Nueva York, Dutton, 1972.

[10] Acerca de las distorsiones económicas impuestas por las políticas militares-industriales, véase Melman, Seymour (ed.). The War Economy of the United States. Nueva York, St. Martin’s Press, 1971.

[11] Flynn, John T. As We Go Marching. Nueva York, Doubleday, Doran & Co., 1944, pp. 193-194.

[12] Ibíd., pp. 198, 201, 207.

[13] Ibíd., pp. 212-213, 225-226.

[14] Dos Passos, John. The Grand Design. Boston, Houghton Mifflin Co. 1949, pp. 416-418.

[15] Para una visión esclarecedora del conflicto ruso-finlandés, véase Jakobson, Max. The Diplomacy of the Winter War. Cambridge, Harvard University Press, 1961.

[16] Cohen, Stephen F. “Why Detente Can Work.” Inquiry (19 de diciembre de 1977), pp. 14-15.

[17] Citado en Barnet, Richard J. “The Present Danger: American Security and the U.S.-Soviet Military Balance.” Libertarian Review (noviembre de 1977), p. 12.

[18] Véase Maxwell, Neville. India’s China War. Nueva York, Pantheon Books, 1970. Tampoco va en contra de nuestra tesis la reconquista del Tíbet y la supresión de la rebelión nacional allí por parte de China, dado que Chiang Kai-shek, como todos los demás chinos durante muchas generaciones, consideraron al Tíbet como parte de la Gran China, y China actuaba allí de la misma manera conservadora que hemos visto respecto de la Unión Soviética.

[19] Para una crítica de los recientes intentos de los partidarios de la Guerra Fría de revivir el fantasma de una amenaza militar soviética, véase Barnet, The Present Danger.

[20] The Woman’s Home Companion (septiembre de 1936), p. 4. Reimpreso en Hallgren, Mauritz A. The Tragic Fallacy. Nueva York, Knopf, 1937, p. 194 n.

[21] Acerca de los detalles del vergonzoso registro occidental de estas negociaciones, y como corrección de las descripciones de la prensa estadounidense, véase Noel-Baker, Philip. The Arms Race. Nueva York, Oceana Publications, 1958.

[22] Hamowy, Ronald y Buckley, William F., Jr. “National Review: Criticism and Reply.” New Individualist Review (noviembre de 1961), pp. 9, II.

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