[Tal y como se reimprimió en Left and Right, primavera de 1966, editado por Murray Rothbard
Nota editorial de Rothbard: La educación es un tema perennemente importante y polémico, especialmente en un país tan centrado en los niños como Estados Unidos. Dentro de las filas libertarias existe una ilimitada diversidad de puntos de vista, que van de rigurosos tradicionalistas a ultraprogresistas. Entre los numerosos liberales en la zona de Los Ángeles, hay ahora una polémica entre los métodos de educación Cardin y Montessori. Creemos que las opiniones de Herbert Spencer, el gran filósofo social inglés del siglo IX, pueden hacer una contribución muy necesaria pero totalmente olvidada a un solución racional a muchas de estas disputas, una solución basada en la educación en causa y efecto. El siguiente artículo condena el capoítulo sobre “Educación moral” en Herbert Spencer Education: Intellectual, Moral and Physical (A. L. Burt Company, s.f.)]
Aunque se vea que hace falta una preparación compleja para el objetivo de ganarse la vida, parece que se piensa que para educar a los niños no hace falta preparación alguna. En ausencia de esta preparación, la formación de los niños, y más especialmente la preparación moral, es lamentablemente mala. Los padres o bien no piensan nunca en absoluto sobre el asunto o bien sus conclusiones son rudas o incoherentes. En la mayoría de los casos, y especialmente por parte de las madres, el tratamiento adoptado en toda ocasión es el que genera el impulso del momento: no deriva de ninguna convicción razonada de qué producirá mejor el bienestar de niño, sino sencillamente expresa los sentimientos paternos del momento, sean buenos o malos y varía de hora en hora al variar estos sentimientos. O si estos ciegos dictados de la pasión están complementados por alguna doctrina y método concreto, son los que provienen del pasado o los que sugieren los recuerdos de la infancia o los adoptados por niñeras y sirvientes, métodos ideados no por la ilustración, sino por la ignorancia del momento.
Continuemos considerando los objetivos y métodos reales de la educación moral. Cuando un niño se cae o se golpea la cabeza con la mesa, sufre un dolor, cuyo recuerdo tiende hacerle más cuidadoso en el futuro y por una repetición ocasional de experiencias similares acaba disciplinado con una guía adecuada de sus movimientos. Si se pone la mano en las brasas, pone su dedo en la llama de la vela o derrama agua hirviendo en cualquier parte de su piel, la quemadura o escaldadura resultante es una lección que no se olvida con facilidad.
En estos casos y otros similares la Naturaleza nos muestra de la forma más sencilla la verdadera teoría y práctica de la disciplina moral. Observad, en primer lugar, que en los daños corporales y sus castigos nos hemos comportado malo y sus consecuencias se han reducido a sus formas más sencillas. Aunque según su aceptación popular, correcto e incorrecto son palabras difícilmente aplicable a acciones que no tengan sino efectos directos en el cuerpo, quien considere el asunto verá que dichas acciones deben ser tan clasificables bajo estos encabezamientos como cualquier otra acción. Advertid, en segundo lugar, el carácter de los castigos por los que se previenen estas transgresiones físicas. Los llamamos castigos, a falta de una palabra mejor, pues no son castigos en sentido literal. No son imposiciones de dolor artificiales e innecesarias, sino que son simplemente controles benéficos a acciones que esencialmente están en contra del bienestar del cuerpo, controles en cuya ausencia la vida se destruiría rápidamente por lesiones corporales. La peculiaridad de estos castigos, si debemos llamarlos así, consiste en que no son más que las consecuencias inevitables de actos a los que siguen; no son nada más que las reacciones inevitables que conllevan las acciones del niño.
Avancemos suponiendo que estas reacciones dolorosas son proporcionales al grado en que se han transgredido las leyes orgánicas. Un accidente pequeño produce un dolor pequeño, uno más grave, un dolor mayor. Cuando un niño se cae al tropezar en la entrada, no se decreta que sufrirá más de la cantidad necesaria, con la visión de que hacerle aún más cauteloso de lo que lo hará el necesario sufrimiento. Pero queda para su experiencia diaria aprender los mayores o menores castigos de mayores o menores errores y comportarse de acuerdo con ellos. Y luego señalar, por fin, que estas reacciones naturales que siguen a las acciones incorrectas del niño son constantes, directas, determinadas y no pueden evitarse. No hay amenazas: solo una acción silenciosa y rigurosa.
Estas verdades generales parecerán aún más importantes cuando recordemos que se mantienen a lo largo de la vida adulta en igual medida que en la vida infantil. Es por un conocimiento de las consecuencias naturales obtenido experimentalmente por lo que los hombres y las mujeres se ven controlados cuando actúan mal. Después de que ha acabado la educación en el hogar y cuando ya no hay padres ni maestros para prohibir este o aquel tipo de conducta, entra en juego una disciplina como aquella por la que se enseña al pequeño sus primeras lecciones de auto-guía. Si el joven que entra en el negocio de la vida desperdicia su tiempo y cumple lenta o incompetentemente las tareas a él encomendadas, se produce una y otra vez la sanción natural: es despedido y ha de sufrir los males de una relativa pobreza. Sobre el hombre impuntual, que incumple sus citas tanto en los negocios como en el placer, recaen continuamente las consecuentes incomodidades, pérdidas y privaciones. El comerciante avaricioso que cobra un nivel de beneficios demasiado alto pierde a sus clientes y así se controla su avaricia. Y así en toda la vida de todo ciudadano. En una cita hecha muy a menudo a propósito de estos casos (“El gato escaldado de agua fría huye”) vemos no solo que la analogía de entre esta disciplina social y la temprana disciplina de la Naturaleza de los niños se reconocen universalmente, pero también vemos una convicción implícita en que esta disciplina es del tipo más eficaz.
¿No tenemos entonces aquí el principio guía de la educación moral? ¿No debemos inferir que el sistema tan beneficioso en sus efectos, tanto durante la infancia como en la madurez, será igualmente beneficioso a lo largo de la juventud? ¿No es manifiesto que como “administradores e intérpretes de la Naturaleza” es función de los padres ver que sus hijos experimentan habitualmente las verdaderas consecuencias de su conducta (las reacciones naturales: ni eliminarlas, ni intensificarlas, ni poner consecuencias artificiales en su lugar)?
Sin embargo, probablemente, no pocos contestarán que la mayoría de lo padres ya hacen esto, que los castigos que infligen son, en la mayoría de los casos, las verdaderas consecuencias de un mal comportamiento, que el enfado de los padres, descargado en palabras y acciones duras, es el resultado de la transgresión del niño. Pero observad que la disciplina en la que estamos insistiendo no es tanto la experiencia de la aprobación o desaprobación paternal, que, en la mayoría de los casos, es solo una consecuencia secundaria de la conducta de un niño, sino que es la experiencia de aquellos resultados que derivan naturalmente de un comportamiento en ausencia de opinión o interferencia paternal. Las consecuencias verdaderamente instructivas y saludables no son las infligidas por los padres cuando asumen ser representantes de la Naturaleza, sino las infligidas por la propia Naturaleza. Nos dedicaremos a dejar clara esta distinción con unos pocos ejemplos, que, aunque muestren lo que queremos decir con reacciones naturales frente a las artificiales, permitirán algunas sugerencias directamente prácticas.
En toda familia en la que hay niños casi diariamente se producen casos de desorden. Un niño ha sacado todos sus juguetes del baúl y los deja desperdigados por el suelo. En la mayoría de los casos, el problema de rectificar este desorden recae en cualquier sitio, salvo en el correcto: si es en el cuarto de juegos, la propia niñera realiza la tarea a regañadientes; si cae escaleras abajo, la tarea normalmente se adjudica a uno de los niños mayores o en la doncella de la casa; el transgresor no recibe nada más que una regañina. Sin embargo en este caso sencillo hay muchos padres suficientemente inteligentes para seguir, más o menos coherentemente, el curso normal: el de hacer que el propio niño recoja los juguetes o trozos. La labor de poner las cosas en orden es la verdadera consecuencia de haberlas desordenado. Todo comerciante en su oficina, toda esposa en su hogar, tienen experiencia diaria de este hecho. Y si la educación es una preparación para el negocio de la vida, entonces todo niño debería, desde el principio, tener también una experiencia diaria de este hecho. Si la sanción natural se encuentra con cualquier comportamiento rebelde, entonces lo apropiado es dejar que el niño sienta la consecuente reacción posterior de su desobediencia. Habiendo rechazado u olvidado recoger y retirar las cosas que ha desperdigado y habiendo por tanto generado el problema de hacer que lo haga otro, al niño se le deberían negar en ocasiones posteriores los medios para generar este problema. Cuando pida posteriormente el baúl de los juguetes, la respuesta de su mamá debería ser: “La última vez que tuviste tus juguetes los dejaste en el suelo y Jane tuvo que recogerlos. Así que, como no guardas tus juguetes cuando has acabado con ellos, no te puedo dejar que los tengas”. Es evidentemente una consecuencia natural, ni aumentada ni disminuida y así debe reconocerlo un niño. La sanción llega asimismo en el momento en que se siente más. Un deseo recién nacido se niega en el momento de la gratificación anticipada y la fuerte impresión así producida difícilmente puede dejar de tener un efecto en la conducta futura. Añadid a esto que, con este método, se enseña pronto a un niño una lección que no puede aprenderse demasiado pronto, que en este mundo nuestro los placeres han de obtenerse solo por el trabajo.
Tomemos otro caso. No hace mucho tuvimos que escuchar frecuentemente que escuchar las reprimendas a una niña pequeña que casi nunca estaba preparada a tiempo para el paseo diario. De naturaleza impaciente y propensa a verse absorbida por la ocupación del momento, Constance nunca pensaba en vestirse hasta que el resto estuviera dispuesto. La institutriz y los demás niños tenían que esperar casi invariablemente y de la mamá llegaba casi invariablemente la misma regañina. Aunque este sistema fracasara completamente a la mamá nunca se le ocurrió dejar que Constance sufriera la sanción natural. Tampoco lo intentaría cuando se le sugirió. En el mundo la sanción de llegar tarde es la pérdida de alguna ventaja que se habría obtenido en otro caso: el tren se ha ido o el vapor está abandonando el embarcadero. Y todos, en casos que ocurren constantemente, pueden ver que es la perspectiva de privaciones que conlleva llegar tarde lo que hace que la gente no llegue demasiado tarde. ¿No es evidente la conclusión? ¿No deberían estas privaciones previstas las que controlen también la conducta del niño? Si Constance no está lista en el momento acordado, el resultado natural es que se le deje atrás y pierda su paseo. Y nadie puede dudar de que después de haberse quedado en casa una o dos veces mientras el resto disfruta en el parque y después de haber sentido que esta pérdida de una gratificación muy valorada se debía únicamente a querer celeridad, ha de haber alguna enmienda. En todo caso, la medida sería más eficaz que la regañina perpetua que solo acaba produciendo indiferencia.
Repito, cuando los niños, con más descuido del habitual, rompen o pierden las cosas que se les dan, el castigo natural (el castigo que hace más cuidadosas a las personas adultas) es la consecuente incomodidad. El querer el artículo perdido o dañado y el coste de sustituirlo son las experiencias por las que se disciplina a hombres y mujeres en estos asuntos y la experiencia de los niños debería asimilarse tanto como sea posible a las suyas. No nos referimos al periodo temprano en que los juguetes son despedazados en el proceso de aprender sus propiedades físicas y en el que no pueden entenderse los resultados del descuido, sino a un periodo posterior, cuando se perciben el significado y las ventajas de la propiedad. Cuando un niño suficientemente mayor para poseer una navaja la utiliza de tal forma que rompe la cuchilla, un padre insensato o algún pariente indulgente normalmente le compra otra inmediatamente, sin ver que, al hacerlo, se pierde una valiosa lección. En tal caso, el padre debe explicar apropiadamente que las navajas cuestan dinero y que conseguir dinero requiere trabajo, que no puede permitirse comprar nueva navajas para quien las pierde o las rompe y que hasta que no vez evidencias de un mayor cuidado debe renunciar a dar por buena la pérdida. Puede usarse una disciplina similar como medio para controlar la extravagancia.
Estos pocos ejemplos familiares, escogidos aquí debido a la simplicidad con que ilustran nuestra opinión, dejarán clara a todos la distinción entre estos castigos naturales que afirmamos que son los verdaderamente eficaces y los castigos artificiales que los padres normalmente usan como sustitutivos. Advirtamos las muchas y grandes superioridades de este principio sobre el principio, o más bien la práctica empírica, que prevalece en la mayoría de las familias.
En primer lugar, las concepciones correctas de causa y efecto se forma pronto y por la experiencia frecuente y coherente se acaban convirtiendo en definidas y completas. Un comportamiento adecuado en la vida se garantiza mucho mejor cuando las consecuencias buenas y malas de las acciones se en tienden racionalmente que cuando se basan meramente en la autoridad. Un niño que encuentra que las líneas desordenadas conlleva el problema consiguiente de poner las cosas en orden o que pierde una gratificación por su dilación o cuyo deseo de cuidado resulta en la pérdida o rotura de alguna posesión muy valiosa, no solo experimenta una consecuencia intensamente sentida, sino que obtiene un conocimiento de la causa: tanto una como el otro son solo iguales que las consecuencias que traerá la vida adulta. Cuando un niño en tales casos recibe alguna reprimenda o algún castigo ficticio, no solo experimenta una consecuencia que a menudo le importa poco, sino que el falta instrucción respecto de las naturalezas esenciales de lo bueno y lo malo, que habría visto en otro caso. Un vicio del sistema común de sistema de recompensas y castigos artificiales, que al sustituir los resultados naturales del mal comportamiento por ciertas tareas o castigos amenazados, produce un patrón radicalmente incorrecto de guía moral. Habiendo considerado siempre a lo lago de la infancia y la niñez el disgusto paternal o tutorial como resultado de una acción prohibida, la juventud ha llegado a tener una asociación establecida de ideas entre dicha acción y dicho desagrado, como causa y efecto y por consiguiente cuando han desaparecido padres y tutores y no se puede temer a su desagrado, la limitación de una acción prohibida se ha eliminado en buena parte; las verdaderas restricciones, las reacciones naturales, teniendo que aprenderse por la triste experiencia. Como escribe alguien que ha tenido conocimiento personal de este sistema miope: “Los jóvenes a los que se deja hacer en la escuela caen en todo tipo de extravagancias; no conocen ninguna regla para actuar, ignoran las razones de la conducta moral, no tienen bases sobre las que descansar”.
Otra gran ventaja de este sistema natural de disciplina es que es un sistema de justicia pura y será reconocido por todo niño como tal. Quien no sufra nada más que el mal que se sigue naturalmente de su propia mala conducta es mucho menos probable que se siente incorrectamente tratado que si sufre un mal infligido artificialmente y esto será verdad tanto para niños como para hombres. Tomemos el caso de un niño que normalmente es descuidado con su ropa, cruza arbustos sin cuidado o no se preocupa en absoluto por el barro. Si es abofeteado o enviado a la cama, puede considerarse maltratado y es más probable que su mente se ocupe de sus injusticias que de arrepentirse de sus transgresiones. Pero supongamos que se le obliga a reparar en lo que pueda el daño que ha producido: limpiar el barro que le cubre o arreglar el rasgón tan bien como pueda. ¿No sentirá que el mal es algo que produce él? ¿No será continuamente consciente cuando cumpla su castigo de la relación entre este y su causa? ¿Y, a pesar de su irritación, no reconocerá con más un menos claridad la justicia de lo dispuesto?
Repito que los temperamentos tanto de padres como de hijos son mucho menos responsables de verse confundidos bajo este sistema que bajo el sistema normal. En lugar de dejar que los niños experimenten los dolorosos resultados que se siguen naturalmente de una conducta incorrecta, la acción habitual de los padres infligirles otros resultados dolorosos. De esto derivan dos errores. Hacer, como hacen, múltiples leyes familiares e identificar su propia supremacía y dignidad con el mantenimiento de esas leyes: resulta de esto que toda transgresión pasa a considerarse como una ofensa contra ellos y una causa de enfado por su parte. Añadamos a esto la mayor irritación resultante de asumir, en forma de trabajo o coste adicional, esas consecuencias perjudiciales que se debería haber hecho recaer en los incumplidores. Lo mismo para con los niños. Los castigos que les produciría la reacción necesaria de las cosas, castigos que les inflige algo impersonal, producen una irritación que es comparativamente ligera y transitoria, mientras que los castigos que son infligidos voluntariamente por un padre y que posteriormente se recuerdan como causados por él, producen una irritación al tiempo mayor y más continua.
Solo considerad lo desastroso que sería el resultado si se siguiera desde el principio este método empírico. Supongamos que fuera posible a los padres asumir los sufrimientos físicos que reciban sus hijos por ignorancia y torpeza y que al sufrir estas malas consecuencias produjeran en sus hijos otras consecuencias perjudiciales, pretendiendo enseñarles lo inapropiado de su conducta. Supongamos que cuando un niño, al que se ha prohibido jugar con la tetera, se echa agua hirviendo sobre su pie, la madre asumiera el escaldado y le diera un cachete en su lugar y algo parecido en todos los demás casos. ¿No serían los percances diarios fuente de un enfado aún mayor que ahora? ¿No habría un enfado permanente en ambas partes? Pues se hace sigue una política paralela en años posteriores. Un padre que castiga a su hijo por romper por descuido o a propósito un juguete de su hermana (y luego paga un juguete nuevo, lo que es esencialmente lo mismos) inflige un castigo artificial al transgresor y asume él el castigo natural: sus propios sentimientos y los del transgresor se ven ambos innecesariamente irritados. Si sencillamente obligara a la restitución, produciría menos dolor de corazón. Si dijera al niño que debe comprar un nuevo juguete a su costa, la del niño, y que su paga se retendrá en la medida correspondiente, habría mucha menos causa de enfado en ambos lados, al tiempo que con la privación sentida después el niño experimentará las consecuencias equitativas y saludables. En resumen, el sistema de disciplina por reacciones naturales es menos dañino para el temperamento, tanto porque es percibido por ambas partes como nada más que pura justicia como porque sustituye más o menos con la acción impersonal de naturaleza a la personal de los padres.
Actualmente, madres y padres son sobre todo considerados por sus descendientes como enemigos amistosos. Determinadas como están sus impresiones por el tratamiento que reciben y oscilando como hace ese tratamiento entre el soborno y la frustración, entre los cariños y las regañinas, entre la amabilidad y el castigo, los niños adquieren necesariamente sentimientos en conflicto respecto del carácter paternal. Una madre piensa comúnmente que basta con decir a su pequeño que es su mejor amiga y suponiendo que este debe creerle concluye que lo hará de inmediato. “Todo es por tu bien”; “Sé lo que es apropiado para ti mejor que tú”; “No eres lo suficientemente mayor para entenderlo ahora, pero cuando crezcas me lo agradecerás”; estas y otras afirmaciones se reiteran diariamente. Entretanto el niño está sufriendo diariamente castigos positivos y se le prohíbe constantemente hacer, esto, eso y aquello, que ansía hacer. Con las palabras oye que es su felicidad lo que cuenta al final, pero delos hechos que las acompañan normalmente recibe más o menos dolor. Completamente incapaz como es de entender ese futuro que su madre tiene en cuenta o cómo este trato conduce a la felicidad de ese futuro, juzga por esos resultados que siente y al encontrarlos cualquier cosa menos placenteros se convierte en escéptico respecto de estas profesiones de amistas. ¿Y no es una tontería esperar cualquier otra cosa? ¿No debe el niño juzgar por las evidencias que ha recibido? ¿Y no parecen estas evidencias llevar a su conclusión? La madre razonaría de la misma manera en una situación similar. Si en el círculo de sus conocidos encuentra alguno que esté constantemente frustrando sus deseos, dando reprimendas e infligiéndole a veces castigos reales, no prestaría mucha atención a cualquier declaración de ansiar su bienestar que acompañara a esos actos. ¿Por qué supone entonces que su hijo concluirá otra cosa?
Pero observad ahora lo diferentes que serían los resultados si el sistema que defendemos se aplicara coherentemente: si la madre no solo evita convertirse en instrumento de castigo, sino que desempeña el papel de una amiga, al advertirle al niño de los castigos que infligiría la Naturaleza. Tomemos un caso y este puede ilustrar el modo en que esta política ha de iniciarse pronto, que sea un de los casos más simples. Supongamos que, impulsado por el espíritu experimental tan conspicuo en los niños, cuyos actos son instintivamente conformes con el método inductivo de investigación, supongamos que así impulsado el niño se divierte quemando pedazos de papel en la vela y viendo como arden. Si su madre es del tipo normal irreflexivo, al tratar de evitar las travesuras del niño o por miedo a que se queme, le ordenará que deje de hacerlo y en caso de no obedecer que quitará el papel. Por el contrario, si tuviera la suerte de tener una madre con suficiente raciocinio, que sabe que el interés con el que el niño ve cómo se quema el papel deriva de una sana curiosidad, sin la cual nunca habría salido de la estupidez infantil y que es también lo suficientemente inteligente como para considerar los resultados morales de la interferencia, esta razonará así: “Si detengo esto impediré la adquisición de cierta cantidad de conocimiento. Es verdad que puede evitar una quemadura al niño, pero ¿y qué? Sin duda se quemará alguna vez y es esencial para sus seguridad en la vida que aprenda por experiencia las propiedades de la llama. Además, si le impido correr el riesgo actual, sin duda posteriormente correrá le mismo riesgo o uno mayor cuando no haya nadie que se lo impida; por tanto, si debería tener un accidente ahora que estoy cerca, puede salvarle de cualquier daño importante; añadamos a eso la ventaja de que tendrá en el futuro algún temor al fuego y será menos probable que se queme y muera o de que incendie cuando no haya nadie. Además, si le hago desistir, debería frustrar lo que en sí mismo es puramente inocuo, en realidad una diversión instructiva y sin duda me valoraría con más o menos rencor. Ignorante como es del dolor del que le salvaría y sintiendo solo el dolor de un deseo negado, no podría dejar de verme como la causa de ese dolor. Para salvarlo de un daño que no puede entender y que por tanto no existe para él, le inflijo un daño que siente bastante intensamente, así que me convierto, desde su punto de vista en un agente del mal. Así que lo mejor que puedo hacer es advertirle del peligro y estar lista para impedir cualquier daño grave”. Y siguiendo esta conclusión dice al niño: “Me da miedo que te hagas daño si haces eso”. Supongamos, ahora, que el niño persevera, como probablemente haga y supongamos que se acaba quemando. ¿Cuáles son las consecuencias? En primer lugar, ha ganado una experiencia que debe acabar ganado y que, para su propia seguridad, no puede ganar demasiado pronto. Y en segundo lugar, ha descubierto lo que la desaprobación o advertencia de su madre significaba para su bienestar: tiene un experiencia positiva más de su benevolencia, una razón más para confiar en su juicio y amabilidad, una razón más para amarla.
Por supuesto, en esos riesgos ocasionales en que haya un riesgo de costillas rotas u otro daño corporal grave, hace falta impedirlos por la fuerza. Pero dejando aparte estos casos extremos, el sistema seguido no debería ser el de proteger al niño contra los pequeños peligros que corre cada día, sino el de aconsejarle y advertirle contra ellos. Y si se sigue coherentemente esta conducta, se generará un afecto filial mucho más fuerte del que existe habitualmente. Si aquí, como en todas partes, se permite que la disciplina de las reacciones naturales entre en juego, si en todos esos barullos en el exterior y experimentos en el interior en los que los niños pueden hacerse daño, se les permite perseverar, sujetos solo a una explicación más o menos seria de acuerdo con el riesgo, no puede dejar de aparecer una fe cada vez mayor en la amistad y guía paternal. No solo, como se ha visto antes, la adopción de este principio permite a padres y madres evitar la mayor parte de ese odio que se asocia a infligir un castigo positivo, sino que, como vemos, les permite además evitar el odio que se asocia a las frustraciones constantes e incluso convertir cada uno de esos incidentes que normalmente causan riñas en un medio de fortalecer los buenos sentimientos mutuos. En lugar de decir con palabras, que los actos parecen contradecir, que los padres son sus mejores amigos, los niños aprenderán esta verdad mediante una experiencia diaria coherente y al aprenderla adquirirán un grado de confianza y relación que nada más puede dar.
Tened constantemente en mente que el objetivo de vuestra disciplina debería ser producir un ser autónomo, no producir un ser gobernado por otros. Si vuestros hijos tuvieran que vivir como esclavos, no podríais habituarlos lo suficiente a la esclavitud durante su infancia, pero como son y serán hombres libres, sin nadie que controle su conducta diaria, no podéis habituarlos demasiado al autocontrol mientras estén todavía bajo vuestra supervisión. Por tanto buscad disminuir la cantidad de gobierno paternal tan pronto como podáis sustituirla en su mente infantil por ese autogobierno que deriva de la anticipación de resultados. En la infancia, es necesaria una cantidad considerable de absolutismo. Un pillo de tres años jugando con una navaja abierta no puede aprender esta disciplina de las consecuencia, pues las consecuencias pueden, en ese caso, ser demasiado graves. Pero al aumentar la inteligencia, el número de casos que reclaman una interferencia perentoria puede y debería disminuirse, con la perspectiva de acabar gradualmente con ella al acercarse a la madurez. Todos los periodos de transición son peligrosos y el más peligroso es la transición de la limitación del círculo familiar a la no limitación del mundo. De ahí la importancia de seguir la política que defendemos, que al tiempo que cultiva la facultad de autocontrol del niño, al aumentar continuamente el grado en que se le deja a su autocontrol y traerlo así, paso a paso, a un estado de autocontrol sin ayuda, borra el cambio normalmente repentino y peligrosos de la juventud gobernada externamente a la madurez gobernada internamente.
Para acabar, recordar siempre que educar correctamente no es algo sencillo y fácil, sino algo complejo y extremadamente difícil: la tarea más dura que corresponde a la vida adulta. Si lleváis a cabo con éxito un sistema racional y civilizado, debéis estar preparados para un considerable ejercicio mental, para algún estudio, algún ingenio, alguna paciencia, algún autocontrol. Tendréis que averiguar habitualmente las consecuencia de una conducta, considerar cuáles son los resultados que en la vida adulta siguen a cierto tipo de actos y luego tendréis que idear métodos por los que se consigan resultados similares a los actos similares de vuestros hijos.
Publicado el 6 de agosto de 2013. Traducido del inglés por Mariano Bas Uribe. El artículo original se encuentra aquí.